La hija de la casa Baenre (49 page)

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Authors: Elaine Cunningham

—Ahí estás, Dan —gorjeó—. ¡Te he estado buscando por todas partes!

—¿Era éste nuestro baile? —murmuró él distraídamente.

La mujer pelirroja sonrió como un troll hambriento.

—A menos que tengas algo un poco más... interesante en mente.

La invitación era cruda e inconfundible, y obtuvo toda la atención del varón, que se hizo con la mano de la mujer y se inclinó profundamente sobre ella.

—Myrna, querida mía,
phlar Lloth ssinssrickla
—dijo con ardor, y a continuación se llevó los dedos a los labios para dedicarle un galante beso.

Liriel dejó escapar un burbujeo de regocijada risa.
Cuando Lloth ría como una tonta
, había dicho en respuesta a las insinuaciones amorosas de la mujer; lo que no era en absoluto el homenaje que la bobalicona y sobreexcitada joven aparentemente creía que era. ¡Era muy inteligente aquel humano!

Las risas de Liriel se apagaron bruscamente. Era demasiado listo.

Con tres palabras, pronunciadas en un drow con un curioso acento, el hombre de rubios cabellos había dicho mucho y revelado aún más. Sabía lo que era ella y se lo daba a conocer. También la había puesto a prueba, más allá de la evidente prueba que el reconocimiento de la frase drow ofrecía. La blasfema burla habría provocado una mueca de desagrado en una seguidora realmente devota de Lloth, y aunque Liriel suponía que su regocijo habría hablado bien de ella, se sentía molesta por caer en la trampa de múltiples facetas del humano. Sencillamente no había esperado tal astucia entre aquellas gentes insulsas. Y ¿cómo, por los Nueve Infiernos, había aprendido un humano unas cuantas palabras en lengua drow?

Fyodor, percibiendo su agitación, deslizó un reconfortante brazo alrededor de su cintura.

—¿Mi señora? —inquirió, dirigiendo una mirada desafiante al hombre de mayor altura—. ¿Va todo bien?

El desconocido lanzó una atractiva sonrisa a la cautelosa drow y a su aparente campeón.

—Ya lo creo, amigo mío. Maravillosa historia la que nos contó Regnet, ¿verdad? Lo más curioso es que ¡la mayor parte de ella es cierta! Y a riesgo de repetirme, Galinda, ese disfraz es sencillamente el mejor que has lucido jamás. Un poco desconcertante al principio, por supuesto, pero el aspecto de Doncella Oscura te sienta bien. Bien, disfrutad de la fiesta, los dos.

Con estas enigmáticas palabras, el hombre se perdió en la multitud, conduciendo con firmeza a la mujer de cabellos rojos en dirección al círculo de danzantes y lejos de los íntimos pabellones de seda que tan evidentemente prefería. Pero Liriel había captado el mensaje en sus palabras de despedida, en todos sus niveles de significado. La tensión la abandonó, y se recostó en el tranquilizador círculo del fuerte brazo de Fyodor.

Un sirviente vestido con una ondeante túnica y un tocado en forma de medusa pasó junto a ellos con una bandeja de golosinas de marisco. Liriel, sintiéndose repentinamente hambrienta, se sirvió varios pedazos de calamar picante, y mientras masticaba contempló con atención cómo se alejaba la figura del hombre rubio.

—Sabes —dijo pensativa—, creo que podría vivir en esta ciudad.

Ratas, una multitud de ellas, se movían frenéticamente sobre Liriel con diminutas patas codiciosas. La drow arrojó a varias de las pequeñas criaturas lejos de sí y saltó desde una estrecha repisa de piedra al agua, sumergiéndose hasta la cintura. Contuvo la respiración ante el increíble hedor y resistió el impulso de arrojar un puñado de cuchillos a los chirriantes bichos que le habían obligado a introducirse en el fango del alcantarillado, pues no tenía sentido perder sus armas en el agua y el lodo de las cloacas de Aguas Profundas.

—Esta no ha sido una de tus mejores ideas —refunfuñó, dirigiéndose a Fyodor.

El rashemita no se volvió, y siguió avanzando pesadamente sin pausa, rodeado por un círculo de luz de antorcha.

—Es la ruta que el relato de Regnet sugería. Puede que no sea el mejor modo de entrar en Puerto de la Calavera, pero al menos un drow puede utilizarla sin atraer la atención.

—¡Oh, ya lo creo! —Liriel echó una mirada malévola a la espalda del muchacho—. Yo me encuentro como en casa en cualquiera de vuestros principales pozos negros. ¡Nadie con quien nos tropecemos me mirará dos veces!

—Vamos, pequeño cuervo —repuso él en broma—. ¿Dónde está tu espíritu aventurero?

Ella respondió con una locución drow que desafiaba cualquier traducción, pero el rashemita, no obstante, captó su esencia y, muy sabiamente, puso unos cuantos pasos más de distancia entre él y su contrariada compañera.

Sin advertencia previa, algo agarró la pierna de Liriel y tiró de ella bajo el agua. Una criatura invisible la arrastró, pateando y debatiéndose, hasta un agujero en el suelo del túnel, y luego se sumergió en aguas más profundas con su presa.

La joven extrajo un cuchillo de su bota y serró frenéticamente el apéndice que la sujetaba. Otros brazos similares la rodearon, y ella comprendió cuál era la naturaleza de su atacante y se quedó inerte. Los pulmones le ardían por falta de aire, pero se obligó a permanecer inmóvil, para permitir que la cosa la atrajera hacia sí. A través de las lóbregas aguas vio los ojos bulbosos y la boca en forma de pico de un calamar gigante, y cuando tuvo al ser a su alcance, lo apuñaló con rabia en los ojos. El calamar soltó de inmediato a su mortífera «comida», y un chorro de tinta negra salió disparado por el agua mientras la herida criatura huía precipitadamente.

Liriel luchó por abrirse camino hasta la superficie y aspiró largas y agradecidas bocanadas del infecto aire; luego se arrastró fuera del agua y localizó un saliente en los irregulares bloques que formaban la pared de la alcantarilla. Un pedazo de fino tentáculo, seccionado pero moviéndose aún, estaba enrollado en su pantorrilla.

—Creo que me comí a unos cuantos parientes tuyos en el desfile de disfraces —masculló la drow con malevolencia.

Agarró la punta del tentáculo y tiró de él hacia atrás. La parte inferior estaba cubierta de ventosas de succión, y manaba sangre de varios diminutos cortes circulares en su pierna. Liriel apretó los dientes y arrancó aquella cosa con un veloz tirón. El dolor fue mayor de lo que esperaba y profirió un aullido.

—No deberías hacer tanto ruido —advirtió Fyodor, volviendo por fin la cabeza—. A saber qué podemos encontrarnos aquí abajo.

Liriel cerró la boca con fuerza y volvió a saltar al agua. Mientras chapoteaba en pos del joven, jugueteó con la idea de enrollar el tentáculo cortado al cuello de su compañero.

La luz de la luna, tan hermosa como improbable, apareció de improviso ante ellos, derramándose en una cortina plateada sobre las oscuras aguas de la alcantarilla. Fyodor se detuvo en seco ante la inesperada visión, pero la drow, que estaba más instruida en cuestiones mágicas, lo empujó sin miramientos a través del reluciente portal.

Al aparecer por la puerta se hallaron en las orillas de un extenso río subterráneo. La tenue luz de hongos luminiscentes iluminaba la caverna situada más allá, en la que había una ciudad tallada en la roca. La ciudad era inconfundiblemente drow, más pequeña que Menzoberranzan y sin la maravillosa luz de los fuegos fatuos, pero que a los ojos de Liriel no resultaba menos bella por eso.

—¿Qué es este lugar? —murmuró Fyodor.

—Esto es el Paseo de Eilistraee —dijo una grave voz musical detrás de ellos— y os hemos estado esperando.

Los dos amigos giraron en redondo. Ante ellos encontraron a una hermosa mujer drow, más alta incluso que el rashemita, de ojos plateados y cabellos tejidos de luz de luna. Estaba flanqueada por guardas elfos oscuros que lucían magníficas cotas de malla e iban armados con espadas y arcos largos.

La mano de Fyodor se dirigió instintivamente a la empuñadura de su espada; pero, ante su sorpresa, Liriel lanzó un grito de alegría y se arrojó en los brazos de la mujer. Sin prestar atención a sus propias galas, la elfa rodeó a la enfangada muchacha en un abrazo fraternal.

—¡Qilué! ¿Cómo te enteraste de nuestra presencia tan pronto?

—La noticia de vuestra llegada nos la transmitieron los Arpistas.

Liriel se echó hacia atrás, con la frente fruncida en expresión perpleja. Había sospechado que el hombre de cabellos rubios de los risueños ojos grises y la mente tortuosa avisaría de algún modo a los seguidores de Eilistraee de su llegada. El hombre más o menos lo había dado a entender con su ambigua referencia a la Doncella Oscura, pero la alusión de Qilué a unos músicos carecía de sentido.

—¿Arpistas? —repitió la joven—. ¿Por qué tendrían que molestarse gentes que tocan el arpa con estas cuestiones?

—Hay muchos que comparten ese sentimiento —dijo la mujer de más edad en tono seco—. Pero era un relato lo bastante extraño como para transmitirlo. No se ve cada día que una drow entre en Aguas Profundas buscando un modo de llegar a Puerto de la Calavera, acompañada por un humano que lleva un frasco de vino de fuego
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y habla con el acento de Rashemen. Tú, entonces, debes de ser Fyodor. Liriel te ha mencionado. Yo soy Qilué Veladorn, sacerdotisa de Eilistraee. Servimos a la Doncella Oscura, diosa del canto y la luz de la luna, y en su nombre damos ayuda a todos los que lo necesitan.

El joven hincó la rodilla ante la regia drow.

—La Doncella Oscura no es desconocida en Rashemen. Y yo creo que os he visto antes, señora —dijo el joven despacio; luego, recordando la insólita altura de la oscura elfa, añadió—: o a alguien que se os parece mucho. Hace varios días, observé sin ser visto cómo Liriel danzaba a la luz de la luna. Otra persona bailaba con ella. Yo estaba muy lejos, pero no olvidaré con facilidad aquel rostro.

—¿Es eso cierto? —La elfa enarcó una nívea ceja—. Lo que viste sólo pudo haber sido la sombra de la Doncella Oscura. La tarea que os aguarda debe de ser de gran importancia para obtener una señal tan clara del favor de Eilistraee.

—¿Puede alguien decirme de qué va todo esto? —exigió Liriel.

—Más tarde, criatura —amonestó Qilué—. Dime cómo podemos ayudaros.

Liriel vaciló. Las Elegidas de Eilistraee podían viajar como desearan y llevar con ellas las bendiciones mágicas de su diosa, por lo que el Viajero del Viento no les era de demasiada utilidad. Tal vez podría confiar en Qilué y su gente. Dirigió una veloz mirada a Fyodor, y éste le hizo una señal apenas perceptible de asentimiento.

—Fyodor y yo necesitamos el amuleto Viajero del Viento: él, para domeñar la furia guerrera cuando se descontrola; yo para transportar magia de los elfos oscuros conmigo allí adonde vaya. Creo haber descubierto una manera de convertir esos poderes en permanentes. Para los dos —añadió, sosteniendo directamente la perpleja mirada de Fyodor.

—¿Con qué fin? —preguntó la sacerdotisa.

—¿Qué quieres decir con qué fin? —Liriel devolvió la mirada a Qilué—. Fyodor es un
bersérker
, un protector de Rashemen. Yo soy una hechicera cuya magia proviene de la Antípoda Oscura, y de la herencia de los drows. Simplemente deseamos ser lo que somos.

—Tu amigo desea servir a su país —señaló ella—. ¿Cómo usarás tú el poder concedido por el Viajero del Viento?

Liriel parpadeó. El poder era el objetivo de todos los drows que conocía y era perseguido por sí mismo. Nadie reflexionaba sobre lo que haría con él, más allá de manejarlo para obtener aún más. Aunque la pregunta de Qilué era extraña, la joven descubrió que tenía una respuesta.

—Un hechicero drow llamado Nisstyre, capitán de una banda de comerciantes conocida como El Tesoro del Dragón, ha robado el amuleto. Sé lo que él quiere hacer con el amuleto: espera persuadir a los drows para que salgan de la Antípoda Oscura a fin de seguir el camino marcado por su dios, Vhaeraun. Por lo que he visto de Nisstyre y sus ladrones drows, eso no sería nada bueno —concluyó Liriel sombría—. Si debo justificar mi pretensión al Viajero del Viento, ¡entonces arrebatárselo a Nisstyre sería un buen principio!

—¡Un principio! —exclamó uno de los soldados; un drow alto, vestido con una cota de mallas y un yelmo de malla negros, fue a colocarse junto a Qilué—. Milady, ese nombre es conocido en Puerto de la Calavera. Nisstyre es un hechicero de Ched Nasad, y sus soldados son al menos casi un centenar. Lo que es peor aún, se rumorea que el nombre de su compañía proviene de su oculta plaza fuerte: una caverna en algún lugar debajo de la ciudad que en una ocasión fue la guarida de un dragón. Muchos han seguido esos rumores en busca de tesoros. Nadie ha regresado. ¿Quién sabe qué mágicas defensas podrían proteger el refugio de un dragón?

—En ese caso —repuso Qilué con tranquilidad—, será mejor que planeemos bien las cosas.

25
El tesoro del dragón

E
n una caverna enterrada muy por debajo de las calles de Puerto de la Calavera, el sacerdote drow Henge daba vueltas por la habitación donde Nisstyre yacía en un estupor parecido a la muerte. El hechicero había mejorado un poco desde la noche en que había sido misteriosamente fulminado, y cada día, desde entonces, Henge lo había vigilado de mala gana.

No era él el único que vigilaba. En ocasiones el sacerdote percibía una inquietante y malévola presencia, un ansia maligna, tras el rubí incrustado en la frente del drow. Alguien, en alguna parte, había venido a través de la joya y derribado a su capitán. Si el ataque hubiera sido limpio y certero, Henge se habría sentido encantado; pero aquella persistente vigilia se estaba tornando insoportable. Las naves de El Tesoro del Dragón estaban cargadas y listas para navegar hacia el lejano sur, pero sólo el reservado Nisstyre conocía la identidad de sus contactos allí. No se podía hacer otra cosa más que aguardar, y los elfos oscuros no eran famosos por su paciencia.

La puerta del aposento del hechicero se abrió de par en par, y un drow alto penetró con rápidas zancadas en la habitación. Henge examinó el rostro tatuado del elfo, el parche sobre un ojo y la lívida cicatriz que cruzaba su garganta.

—Ah, Gorlist. Aquí estás por fin. El pendiente regenerador cumplió su cometido, por lo que veo. Tus heridas parecen estar curándose bien.

—¡Pero no sin cicatrices! —refunfuñó él con expresión torva.

—Sí, estás reuniendo una buena colección —comentó Henge—, pero si se tiene en cuenta la ubicación de esa herida de la garganta, yo diría que deberías considerarte afortunado por haber salido tan bien parado. Supongo que eso indica que la moza sigue viva.

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