La hija de la casa Baenre (52 page)

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Authors: Elaine Cunningham

—¡Muy bien, lucharé contra ella! —gritó—. ¡Observa si debes hacerlo, pero por todos los dioses, muérdete la maldita lengua!

Liriel contempló con atención al hechicero; éste no hablaba con ella, sino con alguien que no resultaba visible. Alguien que podía oír lo que ella decía, tal vez ver lo que hacía; alguien que quería verla muerta. Su mirada se movió veloz hacia el rubí en forma de ojo de la frente de Nisstyre, y un plan empezó a formarse en su mente.

Se inclinó veloz y levantó del suelo el amuleto del Viajero del Viento. La magia drow capturada en su interior —la propia esencia mágica de la muchacha— fluyó por su cuerpo en una dichosa oleada de poder. Los conjuros de magia drow danzaron listos para ser utilizados en su mente; fuegos fatuos y oscuridad competían por un puesto en las puntas de sus dedos. Por primera vez en muchos días Liriel se sintió completa. Depositó un rápido beso sobre la diminuta funda dorada y se colgó el amuleto al cuello. Luego, con un veloz movimiento de la mano, lanzó la primera de sus armas mágicas contra Nisstyre.

Una pulsación de chisporroteante energía negra salió disparada en dirección al hechicero; pero Nisstyre fue aún más rápido. Desapareció, y el proyectil mágico pasó a través de lo que quedaba de la sombra de su sombra calórica para estallar contra la pared opuesta.

En aquel momento, las paredes de la habitación empezaron a estremecerse, y aparecieron grietas en el techo, que se extendían como ramas de árboles. El suelo bajo los pies de Liriel se combó y tembló con fuerza, y los ojos de la drow zumbaron con un apagado retumbo que sonó como si la misma piedra aullara de dolor.

El primer impulso de la joven fue dejarse llevar por el terror y por un abrumador deseo de huir. Sólo en una ocasión anterior había visto un temblor así, pero toda su vida había oído historias de los desastres que ocurrían cuando la tierra se movía. Patrullas perdidas, túneles derrumbados, ciudades enteras enterradas. Los drows, que pasaban la mayor parte de sus vidas atrapados bajo toneladas de roca, no temían a nada tanto como a aquello.

Entonces la muchacha recordó el amuleto y sus poderes restituidos, y conjurando su habilidad para levitar, se alzó por encima del tembloroso suelo y flotó veloz y con calma en dirección a la puerta. Salió justo cuando el techo se desplomaba. Las piedras cayeron con un rugido atronador, lanzando una nube de polvo al pasillo vacío.

Pero fuera de la estancia de Nisstyre, todo estaba tranquilo e inmóvil, y Liriel aspiró una profunda y tranquilizadora bocanada de aire. El «terremoto» había sido un ataque mágico, limitado a aquella única habitación. Aplaudió en silencio al hechicero por su estrategia —el ataque estaba calculado para acobardar por completo a un adversario drow— mientras regresaba a la sala del tesoro. Pues ¿qué otro emplazamiento podía elegir su contrincante para una batalla de conjuros? ¿Y qué mejor guerrero para cubrirle las espaldas que un dragón? El hechicero contaba con la ventaja de una abrumadora superioridad. No podía saber que un segundo dragón había entrado a tomar parte en la refriega.

Sin embargo, mientras Liriel recorría veloz los silenciosos pasillos, sentía pocas esperanzas de que Zz'Pzora pudiera igualar el tanteo. Hasta ahora la mutante hembra de dragón se había mostrado útil, pero la joven sabía que la criatura podía volverse traicionera en cualquier momento. Su alianza se había formado sobre el supuesto de que no se podía confiar en ninguna de las dos, y para su pesar, Liriel conocía al ser tan bien como se conocía a sí misma.

Incluso en su debilitado estado, Nisstyre resultaba un adversario formidable. En cuanto penetró en la sala del tesoro, la joven drow se vio zarandeada por el aleteo de alas gigantescas. Liriel se dejó caer al suelo y rodó, alzándose con un puñado de cuchillos arrojadizos en la mano. Lanzó tres de las armas al murciélago gigante —un cazador de la noche, el mayor y más mortífero de los murciélagos de la Antípoda Oscura— antes de darse cuenta de que la criatura no era más que una ilusión. El auténtico peligro vino de unos cincuenta pasos más allá. Encaramado en el montón de monedas de oro, Nisstyre alzó despacio una varita y apuntó hacia ella.

—He reconsiderado tu oferta —ronroneó la joven, adoptando una pose seductora—. Si todavía deseas una consorte, me sentiré honrada de aceptar.

Como había esperado, el ojo de rubí de la frente del otro llameó con repentino fulgor. La mano del hechicero vaciló, y él drow zigzagueó con paso inseguro como azotado por la fuerza de la cólera del invisible observador.

—Todavía tengo el mapa que me diste —mintió Liriel con dulzura—. En unos pocos días podemos estar juntos en tu fortaleza del bosque. Podemos compartir el amuleto, como prometiste. ¡Piensa en el poder que podemos manejar juntos! Y tal como prometí, te ayudaré a deshacerte de eso otro. —Señaló el rubí, que a estas alturas vibraba casi de rabia.

—Ella miente —musitó Nisstyre, con el rostro crispado por un dolor insoportable—. Sí, sí... demostraré mi lealtad. —Alzó de nuevo la varita y apuntó hacia abajo en dirección a su blanco.

Pero la joven había ido en busca de un arma propia: un hechizo letal y exclusivamente drow que jamás había puesto en práctica. Agarró un diente de un montón de huesos de enanos y lo lanzó contra el hechicero. Al instante, la mano estirada de su adversario se estremeció y se convirtió en una garra flexionada y deforme. Su varita cayó entre las monedas, pero la atención de Nisstyre estaba totalmente absorta en su espantosa metamorfosis. El pulgar se encogió para convertirse en una cabeza redondeada con una codiciosa boca en forma de pinza; los dedos se alargaron, luego se dividieron por la mitad para convertirse en ocho apéndices delgados y peludos. Lo que había sido la diestra mano de un hechicero era ahora una peluda araña negra que, pensando sólo en su hambre y en lo que precisaba, se retorció en dirección al brazo de su anfitrión y empezó a alimentarse. Por un instante, Nisstyre, horrorizado y paralizado por el dolor, se limitó a contemplar con fijeza cómo la araña asesina se iba comiendo su propio brazo; a continuación empezó a tartamudear una salmodia que disiparía el mortífero hechizo y le devolvería la mano... aunque no la carne que había sido devorada.

Liriel, entre tanto, buscó su siguiente arma. Conocía aquella varita —era una de las que Kharza había fabricado— y sabía cuál sería el próximo ataque de su adversario. Escarbó frenética por entre los tesoros amontonados. Zz'Pzora había dicho que había un espejo: ¿había mentido el traicionero reptil?

Curado ya, Nisstyre se inclinó, y resbaló varios metros por el dorado montón mientras intentaba hacerse con su varita. Consiguió agarrarla con la mano ilesa y apuntó hacia Liriel. Una llamarada, más ardiente que el aliento de un dragón rojo, salió disparada en dirección a la joven elfa oscura.

En ese momento, la drow localizó lo que buscaba. Sus dedos se cerraron sobre el dorado marco, y agarró el espejo para alzarlo ante ella a cierta distancia; luego cerró los ojos y volvió la cabeza para apartarla de la abrasadora luz. El hechizo de aliento de dragón golpeó el plateado cristal y rebotó en dirección al que lo había lanzado.

Los ojos negros del hechicero se desorbitaron de puro pánico mientras el fuego mágico chocaba contra las monedas de oro que tenía a los pies. El metal se fundió al instante, y Nisstyre se hundió profundamente en la borboteante masa derretida. Sus alaridos, mientras padecía la agonía que había pensado para Liriel, eran espantosos.

Los resultados de un ataque con aliento de dragón eran espectaculares pero breves, y en cuestión de poco tiempo, el montón de oro se había enfriado lo suficiente como para soportar el peso de la joven. Ésta trepó a lo alto de la acumulación de riquezas y se inclinó para contemplar al moribundo hechicero atrapado allí. El ojo de rubí parecía estar emergiendo de su frente, y su fulgor se apagaba al mismo ritmo que se agotaba la energía vital del hechicero; Liriel arrancó la gema y sonrió a su cada vez más tenue luz, como si lo hiciera ante el rostro del invisible observador.

—Has perdido —sentenció y, dicho esto, arrojó la inerte gema al montón.

Arrastrándose sobre el vientre, Fyodor se deslizó por el túnel que zigzagueaba por entre roca maciza en dirección a la madriguera del dragón. Zz'Pzora le había precedido bajo la forma de una enorme serpiente púrpura. Había resultado muy curioso contemplar cómo la drow color púrpura se transformaba en una serpiente; pero su aspecto corriente resultaría sin duda más aterrador aún. Fyodor, a pesar de todo lo que había viajado y de sus muchos años combatiendo, nunca había visto a un dragón. No eran tan abundantes en aquellos días como lo eran en los antiguos relatos, y él muy pronto vería, no a una, sino a dos de aquellas criaturas. A una de ellas, había jurado matarla; la otra había jurado matarlo a él.

No era la muerte que la mayoría de
bersérkers
rashemitas elegirían para sí mismos, pero Fyodor estaba contento con su destino. A pesar de hallarse lejos de su amada tierra, moriría en combate y con honor. Era suficiente.

Por fin llegó al final del tortuoso trayecto. Más allá del túnel se hallaba el cubil del dragón, una caverna enorme hendida por afiladas estalactitas con aspecto de colmillos y atestadas con los huesos de las últimas comidas de Pharx. En el interior del lugar había dos dragones enroscados en reptiliano abrazo. Uno de ellos era sin lugar a dudas Zz'Pzora: una hermosa criatura con dos cabezas, escamas de un tono púrpura irisado y alas enormes del color de la amatista. Era enorme, medía al menos quince metros desde la punta de la cola hasta sus dos hocicos gemelos, pero fue Pharx quien dejó sin aliento a Fyodor; el dragón macho tenía al menos el doble del tamaño de Zz'Pzora, iba acorazado con escamas de un oscuro color castaño y armado con dientes grandes como dagas y zarpas que recordaban curvas cimitarras. Aquélla, comprendió Fyodor anonadado, era la criatura que había jurado ayudar a matar.

Un débil siseo llegó procedente de un lejano túnel, y luego los alaridos de una agonía mortal. Pharx alzó la testa al instante, como un podenco gigante que olfatea la brisa.

—Mi oro —masculló la criatura con voz retumbante, y se desenredó de la hembra de dragón púrpura para echar a correr en dirección al túnel dando bandazos, con la cabeza gacha para evitar el bajo techo—. ¡Mi oro se funde! ¡Debemos protegerlo!

Cuando el dragón se acercó a su escondite, Fyodor saltó al interior de la cueva y desenvainó la espada, blandiéndola con todas sus fuerzas para golpear a la criatura entre los ojos. Pharx se detuvo en seco, sacudiendo la testa y resoplando sorprendido. La espada de filo embotado no había conseguido abrirse paso a través de la coraza del animal, pero por un instante el dragón quedó aturdido y bizqueó.

Zz'Pzora aprovechó la oportunidad. Desplegó las alas y saltó sobre Pharx como un halcón sobre su presa. Sus zarpas encontraron un punto de agarre en las placas verticales de la coraza del vientre del macho, y sus alas envolvieron su lomo cubierto de púas. Las dos cabezas descendieron en dirección a la garganta de la bestia. Nada, excepto los dientes de un dragón, podía perforar las protecciones de tales criaturas, y Pharx, no obstante su enorme tamaño, no conseguía sacudirse de encima a la hembra, a pesar de ser ésta más pequeña. Podría haber apartado una cabeza pero no dos; de modo que, enzarzados en un letal abrazo, las gigantescas criaturas se debatieron y rodaron por el suelo. El macho agujereó las alas de Zz'Pzora, luego las desgarró con su puntiaguda coraza, pero ella siguió aferrada a él, rechinando los dientes y con las dos cabezas sacudiéndose con violencia mientras intentaba arrancar las escamas de su oponente.

Fyodor describió círculos alrededor de la titánica batalla, al acecho de una oportunidad para atacar, pero las dos criaturas estaban tan enredadas entre sí que no podía golpear a una sin dañar a la otra. Finalmente, la cola de Pharx se revolvió hacia fuera, lejos de la aferrada Zz'Pzora, y el rashemita saltó, golpeando con fuerza el apéndice recubierto de escamas. No era mucho, pero tal vez distraería a la bestia y serviría de alguna ayuda a la hembra de dragón.

Las inmensas fauces del ser se abrieron en un rugido de cólera y dolor que sacudió la caverna. A continuación, el reptil bajó las fauces en dirección al lomo de Zz'Pzora y exhaló profundamente. Una perniciosa bruma roja brotó de las fauces del dragón, para aferrarse al lomo de la hembra y derretir toda escama que tocaba como si se tratara de nieve bajo una lluvia de primavera. Las dos cabezas de la criatura chillaron, y Zz'Pzora soltó la garganta de su adversario.

El rashemita atacó entonces, lanzando la espada al frente. Su negra hoja se hincó con fuerza en uno de los agujeros que los dientes de Zz'Pzora habían perforado, y empujó con fuerza hasta que la espada chocó con el hueso. Fyodor sujetó la empuñadura con ambas manos y lanzó su peso a un lado, torciendo la hoja en un letal arco a través de la garganta de Pharx. La sangre empezó a brotar de las fauces de la criatura, sofocando el extraño fuego que corroía las escamas de su adversaria.

La hembra se separó de su moribundo compañero, y el feroz júbilo combativo brilló en sus cuatro ojos.

—Vamos —tronó, abandonando la caverna con paso vacilante—. Liriel está ahí dentro. ¡No tiene sentido dejar que se divierta ella sola!

Despacio y pagando un alto precio, Iljrene y sus fuerzas descendieron por el túnel en dirección a la sala del tesoro. La diminuta sacerdotisa había recibido más de una herida, y sus ropas estaban empapadas con una mezcla de agua marina y sangre. No obstante, no vaciló ni pareció sentir dolor cuando la herían o cuando una de sus sacerdotisas caía. Tenía una misión y la cumpliría. Una vez que asaltaran la nave y rescataran a los niños drows, Qilué conduciría al grupo a la fortaleza de los comerciantes, e Iljrene planeaba asegurarse de que no se encontraran en abrumadora desventaja.

Liriel alzó la mirada cuando Zz'Pzora se introdujo, agachada, en la sala del tesoro.

—Acabaste con el hechicero, por lo que veo —comentó la cabeza izquierda con voz pastosa—. Pharx también está muerto.

—Hacemos un buen equipo, Zip —sonrió la drow.

—Claro que sí —coincidieron al unísono las dos cabezas; la criatura pareció estar a punto de decir algo más, pero su cabeza izquierda se inclinó, luego cayó, balanceándose inerte sobre sus purpúreas escamas manchadas de sangre.

—Me lo temía —dijo la cabeza derecha mirando al suelo con una mueca, y a continuación la hembra se desplomó, de cara, sobre el montón de oro.

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