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Authors: Alan Dean Foster

La llegada de la tormenta (39 page)

— ¡Tú! —exclamó con tal potencia que podría haber sido Luminara la que le acusara—. ¡
Eres

!

El objeto de su ira miraba sin comprender a la furiosa humana, y luego abrió los brazos en un gesto de súplica inocente hacia los otros delegados.

Luminara miró extrañada a su pádawan.

—Barriss. Explícate.

— ¿Que me explique? Sí, claro que lo vaya hacer —su mano señalaba firme al individuo en cuestión—. No lo reconocí en principio porque no lo había visto nunca antes, pero cuando me preparaba para huir de la celda en la que estuve presa, antes de irnos de Cuipemam, Bulgan dejó escapar su nombre —señaló al cuerpo humeante que yacía en el suelo tras ella—. Y ahora todo tiene sentido —sus ojos se clavaron en otros más grandes y acuosos. Se miraron con hostilidad, enmascarando los pensamientos que fluían en sus mentes.

—Soergg el hutt, te acuso de ordenar mi secuestro, de tratar de impedir la reconciliación entre el pueblo de las ciudades y los alwari de las praderas, de dirigir uno y probablemente dos de los intentos de ejecución hacia nosotros, de ofrecer soborno al clan qulun o a cualquiera que pudiera secuestramos y retrasar nuestra expedición hasta que tuviera lugar la votación, y de estar probablemente al servicio del Gremio de Comerciantes.

Se llevó la otra mano al sable láser.

Una mirada de su Maestra bastó para detener a la pádawan, pero no para acallar su cólera.

—Ésta es una reunión importante, Barriss. No importa los sentimientos que podamos tener sobre temas tangenciales, hay que seguir un protocolo. — ¡Tangenciales! ¡Pero, él es el que me secuestró! —protestó Barriss con vehemencia—. Y probablemente esté detrás de casi todos los problemas que hemos tenido en Ansion.

—Esto no es un tribunal, pádawan —dijo Luminara suave pero firmemente—. Las palabras como
casi
no son bienvenidas. No es ni el momento ni el lugar para expresar estos temas. Haz el favor de controlarle —su tono se endureció— lo tendré que hacer yo.

Barriss volvió a su sitio a regañadientes. Pero sus ojos no se apartaron de su desparramado objeto de resentimiento. Detrás de ella, los sirvientes del Consejo retiraban el cadáver del ex—consejero de Soergg.

Sacudiendo la cabeza con parsimonia, Soergg se dirigió a los expectantes delegados.

—Está claro que nuestros amigos extranjeros han estado bajo mucha presión, lo cual es comprensible. Han pasado mucho tiempo entre los salvajes nómadas de las praderas, y eso es muy duro para cualquier persona civilizada —ante este insulto, Bulgan se fue a por el hutt, pero Kyakhta le detuvo—. No tendré en cuenta las palabras de la niña. Quién sabe las privaciones que han sufrido sus compañeros y ella todas estas semanas en las vacías praderas.

—Por lo menos no teníamos que preocupamos de emboscadas mortales por parte de los "nómadas salvajes" —replicó Barriss. Luminara le lanzó una advertencia en forma de mirada, pero la pádawan no se inmutó esta vez. Estaba muy enfadada.

Uno de los nuevos delegados ansionianos miró al conocido y respetado representante de la comunidad comercial de Cuipernam. La delegación le había permitido estar presente en un gesto de cortesía, para que hablara en nombre de los intereses económicos de la ciudad.

—Las palabras de la alienígena me preocupan, Soergg. ¿Está del todo equivocada?

El hutt abrió los brazos en todo su diámetro.

—Todos me conocéis. Sabéis que no soy más que un comerciante cualquiera intentando sobrevivir en un mundo en el que no nací, como vosotros. He prosperado en Ansion gracias a la hospitalidad y el cariño de sus gentes. Pensad un poco. ¿Pensáis que yo haría algo que pudiera poner en peligro todo lo que he conseguido, todo lo que he construido? —dedicó una mirada amable a la incontrolable pádawan, lamentándose abiertamente—. ¿Es ésta la comprensión que nos darán los enviados del Senado si aceptamos este acuerdo que nos proponen los Jedi?

Pero qué listo era, pensó Barriss. La babosa gorda era un Maestro de la palabra al servicio de la audiencia. Quizá carecía de minucias como conciencia, escrúpulos o piernas, pero tenía un verbo impecable. Ahora entendía por qué la Maestra Luminara le había pedido silencio. Una de las primeras cosas que ha de hacer un Jedi, recordó con desagrado, es aprender a controlar su temperamento. Y en momentos cruciales como aquella reunión, los sentimientos personales y las emociones individuales no podían interferir. Así que contuvo su rabia, e intentó no emplear la Fuerza para ahogar a la babosa hasta que se le salieran los ojos, y se mantuvo quieta como una escultura de piedra mientras los delegados discutían con los Jedi los términos del acuerdo propuesto entre la ciudad y la pradera.

Pero no pudo evitar sentir una ligera satisfacción cuando vio la cara de disgusto de Soergg al ver que el resultado final era de nueve contra dos a favor del acuerdo, siendo Kandah y otro ansioniano los que votaron en contra. También le gustó verle mentir sin esfuerzo cuando alababa lo justo del acuerdo y juraba respetar los términos del tratado.

Con el aplomo que le daban su entrenamiento y su experiencia, Barriss se abrió paso entre los presentes que se felicitaban tras la votación para enfrentarse cara a cara con el hutt, que la miraba desde arriba, enorme, pero torpe. Ella no había demostrado nada, pero pudo percibir con agrado los primeros síntomas de miedo dentro de él.

—Espero que volvamos a encontramos, Soergg —sonrió—. En otro lugar y en circunstancias en las que la diplomacia sea irrelevante —señaló a Obi-Wan y Luminara, que conversaban con otros delegados—. Y en las que la expresión de mis sentimientos no esté sujeta a limitaciones externas.

Su respuesta fue un encogimiento de hombros que provocó un temblor en sus colgajos.

—No albergo malas intenciones, pádawan. Los negocios son los negocios.

Pero su tono no iba con sus palabras, y ella sabía que por dentro ardía de rabia.

— ¿Quién te contrató para que nos detuvieras? —soltó ella sin poder evitarlo—. Yo sé a quién pagabas tú, pero no quién te pagaba a ti.

El enorme bicho se rió con un profundo y desagradable
jo—jo—jo
. —Ah, pequeña, sabrás mucho de secretos Jedi, pero nada de política o de negocios. ¿Pagarme para qué? Hago todo lo que hago porque es bueno para mis empresas. Los Jedi siempre buscan ruedas dentro de las ruedas, complicaciones en cosas sencillas.

—No hay nada sencillo en que un planeta se una a un movimiento de secesión de la República.

— ¿Secesión? Pero si esa polémica está muerta y enterrada. ¿Acaso no la han rechazado aquí mismo ante tus ojos? —su voz retumbó suavemente.

— ¿Entonces te adherirás al tratado entre los ciudadanos y los nómadas? ¿No intentarás estropearlo? —miró intencionadamente hacia la puerta por la que había entrado el individuo que el hutt había matado—. Supongo que el ansioniano que has matado no llevaba pruebas incriminatorias encima, ¿no?

Soergg desvió la mirada, una reacción que ya de por sí decía mucho. —Qué sugerencia más impertinente, pádawan. Muy poco propia de una joven tan atractiva como tú —entre los bulbosos labios del hutt, emergió una lengua gorda que se agitó hacia ella.

El razonamiento enrevesado del hutt no era suficiente para que ella se retirara de la confrontación, pero el gesto y el cumplido repulsivos fueron más que suficientes para que se fuera. Se reunió con sus compañeros.

—Ya es hora de que nos pongamos en camino —dijo Luminara.

Se giró para ver cómo Obi-Wan agradecía a los representantes su consideración, y elogiaba su sabia decisión de permanecer en la República.

Una vez fuera, Barriss intentó dejar a un lado su ira al unirse a su compañero.

— ¿Cómo te sientes, Anakin?

Él miraba el cielo, claramente ansioso por marchar.

—Mucho mejor, ahora que nuestro trabajo aquí ha terminado —vio que ella le miraba persistentemente—. ¿Por qué?

—No, nada. Es que creo que he sido injusta contigo. Creo que he llegado a conocerte y a comprenderte un poco mejor en el tiempo que hemos pasado juntos, Anakin. Ahora entiendo que estás buscando algo. Y tu búsqueda es más dura que la del resto, en mi opinión —le puso una mano en el brazo—. Sólo quería decirte que espero que lo encuentres.

Él la miró atónito.

—Yo sólo quiero ser un Jedi, Barriss. Eso es todo.

— ¿Ah, sí? —le dijo ella incrédula. Al ver que no respondía, añadió—:

Bueno, si alguna vez necesitas hablar con alguien que no sea Obi-Wan, que sepas que puedes contar conmigo. Otra cosa no, pero por lo menos te podré dar otro punto de vista.

El joven dudó y luego respondió agradecido.

—Lo aprecio, Barriss. De verdad. Sé que hay cosas de las que sería más fácil hablar contigo que con el Maestro Obi-Wan —dijo señalando con la cabeza a los dos Jedi.

Ella rió suavemente.

—Cualquiera es mejor que un Maestro Jedi para hablar con él. Estaban totalmente de acuerdo en ese punto, así que siguieron charlando amigablemente, conversando por primera vez con la sinceridad y la facilidad de los viejos amigos.

Luminara los miraba con aprobación. Era importante que los pádawan se llevaran bien, porque algún día tendrían que llevarse bien como Jedi, bajo circunstancias más difíciles. Al igual que Anakin, se quedó mirando al cielo un momento. Más allá del límpido cielo de Ansion, la República fermentaba. Para los ciudadanos de a pie todo parecía ir bien, pero los que tenían una perspectiva más amplia sabían que había algo preparándose, y no era precisamente bueno. El mal crecía como las malas hierbas, y era el deber de los Jedi extraerlo de raíz y aniquilarlo. ¿Pero cómo iban a hacerlo, si ni siquiera el Consejo Jedi estaba seguro de la fuente o del propósito de esta fuerza?

Pero no era problema suyo, pensó. Yo sólo puedo resolver una misión. No, había otra cosa que podía hacer. Al menos durante un momento.

Apretó el paso y se unió a Obi-Wan. Para pedirle sus sabios consejos sobre algunos temas de importancia, para felicitarle una vez más por hacer bien su trabajo, y por último, pero no menos importante, para disfrutar del placer de su compañía.

Había ciertos placeres que ni una galaxia llena de conflictos podía eliminar.

***

Los tres llegaron a la Torre Bror Tres de uno en uno, para no llamar la atención. Los turboascensores les habían llevado al piso 166. No era tan seguro como un transporte aéreo, pero las diversas salas de exposición de los mejores artistas de lumino de Coruscant no eran el lugar más adecuado, donde uno esperaría encontrar a la élite de la capital planeando una traición.

Shu Mai vio acercarse al corelliano y al ansioniano. Salvo ellos tres no había nadie más en la galería. La expresión del senador reflejaba su preocupación. Y Tam Uliss no se esforzaba por ocultar su descontento.

—Lo habéis oído —fue todo lo que murmuró la presidenta del Gremio de Comerciantes. Ya sabía la respuesta.

Lo que no impidió que el industrial asintiera frenéticamente.

—Ansion ha decidido permanecer en la República —dirigió una sombría mirada a su derecha—. No habéis cumplido, senador.

Mousul se pasó una larga mano por la cresta y respondió fríamente.

—Hice todo lo posible. Pero la decisión no dependía de mí. Yo voto aquí, en el Senado, no en el Consejo de la Unidad. Mi influencia sobre ellos es limitada.

—No ha sido culpa del senador —interrumpió Shu Mai—. Si esos Jedi no hubieran conseguido la paz entre los nómadas y los ciudadanos, la Unidad habría optado por la secesión.

—Da igual —el tono del industrial era seco y sus modales impacientes—. Ya os habéis puesto de acuerdo. Es el
momento
de actuar. Con secesión ansioniana o sin ella.

— ¿Y los malarianos y los keitumitas? Tam Uliss continuó:

—Con ellos o sin ellos.

Shu Mai dejó escapar un largo suspiro.

—Ya sabéis mi opinión y la del resto del Gremio. Sin el empuje que nos habría dado la secesión de Ansion no podemos damos a conocer abiertamente. Sin la provocación que habría supuesto la retirada de Ansion y sus aliados, no contamos con el suficiente apoyo para nuestras acciones.

Mousul asintió a modo de confirmación.

—Con Ansion, los malarianos y los keitumitas en el Senado, no tenemos el apoyo suficiente para presentar nuestras demandas.

—Eso no fue lo que dijisteis la semana pasada —Tam Uliss se mostraba inflexible—. ¿Recordáis el acuerdo al que llegamos?

—Sí, lo recuerdo —Shu Mai se dirigió a la izquierda hacia un pasillo—. Pero ya no estoy cómoda hablando de esto aquí. Puede que llegue alguien a ver la exposición. Me he tomado la libertad de alquilar una sala de juntas segura en Torre Bror Cuatro. Se han tomado las debidas precauciones y mi gente la ha inspeccionado cuidadosamente. Los androides de seguridad están en sus puestos. ¿Me seguís? —sonrió—. Estoy segura de que podremos resolver nuestras diferencias.

—No hay nada que resolver —Uliss estaba muy contrariado—. Lo decidimos la semana pasada, en la aeronave.

Pero qué engreído es, pensó Shu Mai con desprecio mientras abandonaban el área de exposiciones y bajaban por el pasillo.

Uliss hablaba mientras caminaban.

—Llega un momento en que uno no puede negar lo que siente. Los otros están dispuestos a declarar el movimiento públicamente desde hace un año —buscó la mirada de la presidenta del Gremio.

—Y seguirían esperando si tú no les hubieras regalado tu apoyo —no había enfado en la voz de Shu Mai, ni rencor, sólo era una afirmación.

Uliss se encogió de hombros.

—Siento la discrepancia, pero ahora ya no tiene solución. No podíamos esperar eternamente.

—Eternamente no —le corrigió Shu Mai mientras guiaba a sus compañeros hacia la pasarela que comunicaba los dos edificios—, sólo hasta que llegara el momento.

— ¿Y cuándo llegará? ¿Tras otro año de espera? ¿Dos más? ¿Tres?

—Lo que sea necesario, amigo mío —sus zapatos resonaban contra el suelo. Se sacó una unidad de control del cinturón y la utilizó para asegurarse de que no había peligro en cruzar la pasarela. Porque no era cuestión de encontrarse de repente con un alto funcionario—. Espero que no sea tanto, pero si ha de ser así, que así sea.

Junto a ella, Mousul asentía.

—Lo que no parecéis entender ni vos ni vuestros amigos, Uliss, es que en materia de política la paciencia es el arma más poderosa que uno puede utilizar.

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