La loba de Francia (38 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

Messire Juan de Hainaut contó los caballos muertos o inutilizados y presentó una memoria de catorce mil libras. El joven rey Eduardo no tenía en su Tesoro tanto dinero disponible, ya que debía pagar aún la soldada de sus propias tropas. Entonces messire Juan de Hainaut, con uno de sus grandes gestos de siempre, salió fiador ante las sumas que les debía su futuro sobrino.

Durante el verano, Roger Mortimer, que no tenía ningún interés en el norte del reino, arregló un tratado de paz. Eduardo III renunciaba a toda soberanía sobre Escocia y reconocía a Roberto Bruce como rey de este país, cosa que Eduardo II no había aceptado nunca a lo largo de su reinado; además, David Bruce, hijo de Roberto, casaría con Juana de Inglaterra, segunda hija de la reina Isabel.

¿Valía la pena, para tal resultado, haber destronado al antiguo rey que vivía recluido en Berkeley?

VII.- La corona de heno

Una aurora casi roja incendiaba el horizonte detrás de las colinas de Costwold.

—El sol va a salir en seguida, sir Juan —dijo Tomas Gournay, uno de los dos caballeros que marchaban a la cabeza de la escolta.

—Sí, el sol va a despuntar, compañero, y todavía no hemos llegado al final de nuestra etapa —respondió Juan Maltravers, que caminaba a su lado, estribo con estribo.

—Cuando llegue el día, la gente podrá reconocer a quien llevamos —dijo el primero.

—Podría ocurrir, compañero, y es justamente lo que debemos evitar.

Estas palabras fueron dichas en voz alta para que las oyera el prisionero que iba detrás.

Sir Tomas Gournay había llegado la víspera a Berkeley, después de atravesar media Inglaterra, para llevar desde York a Juan Maltravers las nuevas órdenes de Roger Mortimer sobre la custodia del rey caído.

Gournay era hombre de físico poco agradable; tenla la nariz corta y chata, los caninos inferiores más largos que los otros dientes, la piel rosada y con manchas, salpicada de pelos rubios como el cuero de una cerda; sus abundantes cabellos se retorcían, como virutas de cobre, bajo el borde de su capacete.

Para secundar a Tomas Gournay, y un poco también para vigilarlo, Mortimer le había asignado a Ogle, antiguo barbero de la Torre de Londres.

Al caer la tarde, a la hora en que los campesinos habían tomado su sopa y empezaban a dormirse, el pequeño grupo salió de Berkeley y se dirigió hacia el Sur a través de la silenciosa campiña y de los pueblos dormidos. Maltravers y Gournay cabalgaban en cabeza. El rey iba encuadrado por una decena de soldados al mando de un oficial subalterno llamado Towurlee. Este coloso, de frente estrecha e inteligencia desmesuradamente pequeña, era obediente y muy útil para las tareas que exigían a la vez fuerza y que el que las ejecutara se pusiera un mínimo de preguntas.

Ogle cerraba la marcha, en compañía del monje Guillermo, que no había sido elegido entre los mejores de su convento, pero que podía ser útil para una extremaunción.

Durante toda la noche el antiguo rey había intentado en vano averiguar a donde lo conducían. Ahora se anunciaba el día.

—¿Qué hacer, sir Tomas, para que no se reconozca a un hombre? —preguntó sentenciosamente Maltravers.

—Cambiarle el rostro, sir Juan. No veo otra forma —respondió Gournay.

—Habría que embadurnarle con brea u hollín.

—Así los campesinos creerían que acompañamos a un moro.

—Por desgracia, no tenemos brea.

—Entonces le podríamos afeitar —dijo Tomas Gournay apoyando la proposición con un guiño.

—¡Ah, eso sí que es buena idea, compañero! Además llevamos barbero. El cielo nos ayuda.

¡Ogle, Ogle, acércate! ¿Llevas bacía y navaja?

—Las llevo, sir Juan, para serviros —respondió Ogle, uniéndose a los dos caballeros.

—Entonces, detengámonos aquí. Veo que corre un poco de agua por ese arroyo.

Todo estaba concertado desde la víspera. La pequeña columna hizo alto, y Gournay y Ogle echaron pie a tierra. Gournay era ancho de hombros, de piernas muy cortas y arqueadas. Ogle extendió un paño sobre la hierba del talud, deposito los utensilios y se puso a afilar una navaja, lentamente, mirando al antiguo rey.

—¿Qué queréis de mí? ¿Qué vais a hacerme? —preguntó Eduardo II con voz angustiosa.

—Queremos que bajes de tu caballo, noble sire, para hacerte otro rostro. Aquí hay un buen trono para ti —dijo Tomas Gournay señalando una topera que aplastó con el tacón de su bota—.

¡Vamos! Siéntate.

Eduardo obedeció. Como vacilase un poco, Gournay lo puso boca arriba, y los soldados de la escolta se echaron a reír.

—Vosotros en círculo —les dijo Gournay.

Se desplegaron en círculo, y el coloso Towurlee se colocó detrás del rey para apretar en sus hombros, si era necesario. El agua que cogió Ogle en el arroyo estaba helada.

—Mójale bien la cara —dijo Gournay.

El barbero arrojó a la cara del rey todo el contenido de la bacía. Luego le pasó la navaja por las mejillas, sin ninguna precaución. Los mechones rubios caían sobre la hierba.

Maltravers continuaba a caballo. Las manos apoyadas en el pomo, y los cabellos cayéndole por las orejas, seguía la operación con evidente placer.

Entre dos pasadas de navaja, Eduardo exclamó:

—¡Me hacéis sufrir mucho! ¿No podríais, al menos, mojarme con agua caliente?

—¿Agua caliente? —exclamó Gournay—. ¡Mirad que delicado!

Y Ogle, acercando su cara redonda y blanquecina a la del rey, le sopló, bien cerca:

—¿Calentaban el agua de su bacía a my lord Mortimer cuando estaba en la Torre de Londres?

Y reanudó la tarea a grandes pasadas. La sangre perlaba la piel del rey, y Eduardo se puso a llorar de dolor.

—¡Ah, ved lo listo que es! —exclamó Maltravers—. Hasta ha encontrado el medio de tener agua caliente sobre las mejillas.

—¿Le afeito el cabello, sir Tomas? —preguntó Ogle.

—Sí, sí, los cabellos también —respondió Gournay.

La navaja hizo caer los mechones desde la frente hasta la nuca.

Al cabo de unos diez minutos, Ogle tendió a su paciente un espejo de estaño, y el antiguo soberano de Inglaterra descubrió, estupefacto, su verdadero rostro, infantil y avejentado a la vez, bajo el cráneo rapado, estrecho y alargado. La larga mandíbula no ocultaba ya su debilidad.

Eduardo se sintió desnudo, ridículo, como un perro esquilado.

—No me reconozco —dijo.

Los hombres que lo rodeaban se echaron a reír.

—¡Ah, así está bien! —dijo Maltravers desde el caballo—. Si tu no te reconoces, aún te reconocerán menos los que vengan a buscarte. Eso es lo que se gana con querer escaparse.

Porque esa era la razón de este traslado. Algunos señores galeses, dirigidos por un tal Rhys ap Gruffyd, habían organizado, para liberar al rey caído, una conspiración de la que había sido informado Mortimer. Al mismo tiempo, Eduardo, aprovechando una negligencia de Tomas de Berkley había huido de su prisión. Maltravers se lanzó en su búsqueda, y lo atrapó en medio de un bosque, corriendo hacia el agua como ciervo perseguido. El antiguo rey intentaba llegar a la desembocadura del Severn con la esperanza de encontrar allá una embarcación. Ahora Maltravers se vengaba, pero en aquel momento le había hecho pasar un mal rato.

—De pie, sire rey; es hora de volver al caballo —dijo.

—¿Donde nos detendremos? —preguntó Eduardo.

—Donde estemos seguros de que no vas a encontrar amigos. Y tu sueño no será turbado; confía en nuestra vigilancia.

El viaje duró casi una semana. Caminaban de noche y descansaban de día, ya en una casa solariega de la que estuvieran seguros, ya en algún abrigo en el campo, ya en algún horreo apartado. Al amanecer del quinto día, vio Eduardo perfilarse una inmensa fortaleza gris, erigida en una colina. Llegaba a ráfagas el aire del mar, más fresco y húmedo y un poco salado.

—¡Si es Corfe! —exclamó—. ¿Allí me lleváis?

—Cierto, es Corfe —dijo Tomas de Gournay—. Al parecer, conoces bien los castillos de tu reino.

De los labios de Eduardo se escapó un gran grito de espanto. Su astrólogo le había aconsejado antiguamente que no se detuviera nunca en Corfe, porque una estancia en ese lugar le sería fatal. Así, en sus viajes por Dorset y Devonshire, Eduardo se había acercado a Corfe varias veces, pero se había negado obstinadamente a entrar.

El castillo de Corfe era más antiguo, más grande y más siniestro que el de Kenilworth. Su torreón dominaba toda la comarca, toda la península de Purbeck. Algunas de sus fortificaciones databan de antes de la conquista normanda. Con frecuencia se había utilizado como prisión, principalmente por Juan sin Tierra, quien, ciento veinte años antes, había ordenado que dejaran en él a veintidós caballeros franceses hasta que se murieran de hambre. Corfe parecía una construcción dedicada al crimen, la trágica superstición que lo rodeaba se remontaba al asesinato, antes del año mil, de un muchacho de quince años, el rey Eduardo llamado el Mártir, otro Eduardo II, éste de la dinastía sajona.

La leyenda de este asesinato estaba viva en el país. Eduardo el Sajón, hijo de Edgardo, al que había sucedido, era odiado por su madrastra, la reina Elfrida, segunda esposa de su padre. Un día que volvía a caballo de cazar, y en el momento en que se llevaba a los labios un cuerno de vino, la reina Elfrida le clavó un puñal en la espalda. Aullando de dolor, espoleó el caballo y huyó hacia el bosque; agotado por la pérdida de sangre, cayó de la silla; pero el pie quedo enganchado en el estribo; y el caballo, alocado, lo arrastro una gran distancia, golpeándole la cabeza contra los árboles. Los campesinos, que encontraron su cuerpo por las huellas de sangre, lo enterraron a escondidas.

Desde su tumba comenzó a hacer milagros, y el rey fue canonizado más adelante.

El mismo nombre y el mismo número aunque de otra dinastía; esta semejanza, más inquietante aún por la predicción del astrólogo, bien podía hacer temblar al rey prisionero. ¿Iba a ver Corfe la muerte del segundo Eduardo II?

—Para hacer tu entrada en esta hermosa ciudadela te va a hacer falta una corona, mi noble sire —dijo Maltravers—. ¡Towurlee, coge un poco de heno en ese campo!

Con la brazada de hierba seca que le llevó el coloso, Maltravers confeccionó una corona que puso sobre la cabeza rapada del rey, y las barbas del heno se hundieron en la piel real.

—¡Adelante ahora, y perdónanos que no tengamos trompetas!

Un profundo foso, una muralla, un puente levadizo entre dos grandes torres redondas, una colina verde que había que escalar; otro foso, otra puerta, otro rastrillo, y más allá nuevas pendientes con hierba. Volviéndose, podían ver las pequeñas casas del pueblo, con tejados hechos de piedras grises y lisas, puestas como si fueran tejas.

—¡Adelante! —gritó Maltravers, propinando a Eduardo un puñetazo en los riñones.

La corona de heno se tambaleo. Los caballos avanzaron por los estrechos y tortuosos corredores pavimentados con redondos guijarros, entre enormes y alucinantes murallas, encima de las cuales los cuervos, encaramados uno al lado del otro, como un friso negro sobre la piedra gris, miraban pasar la columna a diecisiete metros bajo sus picos.

El rey Eduardo II estaba seguro de que lo iban a matar; pero hay muchas maneras de hacer morir a un hombre.

Tomas Gournay y Juan Maltravers no tenían orden expresa de asesinarlo sino más bien de aniquilarlo. Eligieron, pues, la manera lenta. Al antiguo soberano le servían dos veces al día unas espantosas gachas de centeno, mientras sus guardianes se atracaban delante de él de toda clase de buenos bocados. Pero, a pesar de este infecto alimento, de las burlas y de los golpes que recibía, el prisionero seguía resistiendo. Era fuerte de cuerpo e incluso de espíritu. Otros en su lugar habrían perdido la razón; él se contentaba con gemir; e incluso sus gemidos testimoniaban su buen sentido.

—¿Son tan grandes mis pecados que no merecen piedad ni asistencia? ¿Habéis perdido toda caridad cristiana, toda bondad? —decía a sus carceleros—. Aunque ya no sea soberano, sigo siendo padre y esposo; ya no puedo atemorizar a mi mujer y a mis hijos. ¿No están bastante satisfechos con haberse llevado todo lo que me pertenecía?

—No puedes quejarte, sire rey, de tu esposa. ¿No te ha enviado nuestra señora la reina hermosos vestidos y dulces cartas que te hemos leído?

—Bribones, bribones —respondía Eduardo—, me habéis enseñado los vestidos, pero no me los habéis dado, y me dejáis pudrir con esta mala ropa; y en cuanto a las cartas, ¿por qué me las ha enviado esa mala mujer sino para poder demostrar que me da testimonio de su compasión? ¡Ella es, ella es quien, con el malvado Mortimer, os da las órdenes para que me atormentéis! Sin ella y sin ese traidor estoy seguro de que mis hijos correrían a abrazarme.

—Tu esposa la reina y tus hijos —respondía Maltravers—, tienen demasiado miedo a tu cruel naturaleza; han sufrido demasiado tus malas acciones y tu furor para desear abrazarte;

—Hablad, malvados, hablad —decía el rey—. Tiempo vendrá en que serán vengados los tormentos que me infligís.

Y se echó a llorar, hundida la cabeza entre sus brazos. Lloraba; pero no moría.

Gournay y Maltravers se aburrían en Corfe, ya que todos los placeres agotan, incluso el de torturar a un rey. Además, Maltravers había dejado a su mujer Eva en Berkeley, con su cuñado; y luego, en la región de Corfe se comenzaba a saber que el rey destronado estaba detenido allí.

Después de cambiar mensajes con Mortimer, se decidió llevar a Eduardo a Berkeley.

Cuando el rey Eduardo II, más delgado, más encorvado, volvió a pasar, acompañado Siempre por la misma escolta, los rastrillos, los puentes levadizos, las dos murallas, sintió, a pesar de lo desgraciado que se veía, un inmenso alivio y como un hálito de liberación. Su astrólogo había mentido.

VIII.- Bonum est

La reina Isabel estaba ya en la cama, con sus dos trenzas de oro sobre el pecho. Roger Mortimer entró sin hacerse anunciar, ya que tenía ese privilegio. Por el gesto de su rostro, supo la reina de que le iba a hablar, o más bien, volverle a hablar.

—He recibido noticias de Berkeley —dijo con tono que pretendía ser tranquilo.

Isabel no respondió.

La ventana estaba entreabierta a la noche de septiembre. Mortimer la abrió por completo y permaneció un momento contemplando la ciudad de Lincoln amplia y amontonada, moteada aun de algunas luces, que se extendía debajo del castillo. Lincoln era la cuarta ciudad en importancia del reino después de Londres, Winchester y York. Uno de los trozos del cuerpo de Hugh Despenser el joven, había sido llevado allí diez meses antes. La corte, que venía de Yorkshire, se había instalado en Lincoln hacia una semana.

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