La mujer que arañaba las paredes (24 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

—Pero si aún falta mucho. Ella habrá muerto mucho antes —respondió el hombre—. ¿Qué diablos vamos a hacer? Lasse va a ponerse furioso.

Siguió un silencio nauseabundo y opresivo, como si las paredes fueran a comprimirse y aplastarla como una pulga entre dos uñas.

Estrujó la linterna con más fuerza aún y esperó. Entonces volvió el dolor como un mazazo. Abrió los ojos como platos y llevó el aire hasta el fondo de sus pulmones para liberar el dolor mediante un grito reflejo, pero el grito no llegó. Consiguió controlarlo. Tenía una sensación de ahogo, y las ganas de vomitar hicieron que regurgitara un poco, pero no dijo nada. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que las lágrimas fluyeran hacia sus labios resecos.

Yo los oigo, pero ellos no deben oírme, salmodiaba en silencio una y otra vez. Se llevaba la mano a la garganta, se acariciaba la mejilla a la altura del flemón, se balanceaba atrás y adelante y abría y cerraba sin cesar la mano que tenía libre. Aquel infierno de dolor llegaba hasta cada fibra nerviosa de su cuerpo.

Entonces llegó el grito. Tenía vida propia. El cuerpo lo deseaba. Un grito hueco y profundo que duraba y duraba.

—Está ahí, ¿me oyes? Ya sabía yo.

Después se oyó el clic del interruptor.

—Sal, que te veamos —ordenó la repugnante voz de mujer del otro lado, y fue entonces cuando se dieron cuenta de que algo no iba bien.

—Oye —dijo la mujer—. El botón se ha atascado.

Se oyó a la mujer golpear el interruptor, pero no sirvió de nada.

—¿Has estado escuchando lo que decíamos, bruja?

Parecía un animal. La voz era descarnada, estaba gastada por años de dureza y frialdad emocional.

—Ya lo arreglará Lasse cuando vuelva —repuso el hombre—. Tranquila. Además, da igual.

Parecía que la mandíbula fuera a rajarse. Merete no quería reaccionar, pero no podía hacer otra cosa. Tenía que levantarse. Cualquier cosa con tal de no pensar en el palpitante dolor del cuerpo. Se apoyó en las rodillas, notó el desfallecimiento de sus miembros, se apoyó en el suelo y se quedó en cuclillas, volvió a sentir su boca llameante, apoyó una rodilla en el suelo y se levantó a medias.

—Santo cielo, vaya pinta tienes, flacucha —se oyó la voz desagradable del otro lado, que después se echó a reír. Aquella risa la golpeó como una granizada de bisturís.

—Pero si te duelen las muelas —añadió, riendo—. Vaya, vaya, a esa cochina de ahí dentro le duelen las muelas, mírala.

Merete se volvió de golpe hacia los cristales de espejo. Sólo separar los labios era peor que la muerte.

—Un día me vengaré —susurró, acercando el rostro hasta una de las ventanas—. Me vengaré, ya lo verás.

—Como no comas, pronto arderás en el infierno sin darte esa satisfacción —replicó entre dientes la mujer, pero en su voz había algo más. Era como jugar al gato y el ratón, y el gato no había terminado de jugar. Querían que su presa viviera. Que viviera exactamente hasta que ellos quisieran y no más.

—No puedo comer —gimió. —¿Es un flemón? —preguntó la voz de hombre. Merete asintió en silencio. —Pues apáñatelas —repuso él con frialdad. Merete vio su reflejo en uno de los ojos de buey: la pobre mujer que veía ante sí tenía las mejillas hundidas y sus ojos parecían a punto de salirse de las órbitas. La parte superior del rostro estaba torcida por el flemón, las ojeras eran elocuentes. Sencillamente, parecía estar muy enferma, y lo estaba.

Apoyó la espalda contra el cristal y se deslizó poco a poco hasta el suelo, donde se quedó sentada con lágrimas de furia en los ojos y una conciencia recién adquirida de que el cuerpo podía y quería vivir. Tenía que tomar lo que había en el cubo y obligarse a comerlo. El dolor la mataría, o tal vez no, el tiempo lo diría. Desde luego, no iba a darse por vencida sin luchar, porque acababa de hacer una promesa a la bruja repugnante del otro lado, y tenía intención de cumplirla. Cuando llegara su hora pagaría a aquel ser nauseabundo con la misma moneda.

Por un instante su cuerpo se sosegó como un paisaje destrozado en el ojo del huracán, y después volvió el dolor. Esta vez gritó tan desenfrenadamente como pudo. Notó que el pus de la muela fluía por la lengua y que las palpitaciones del dolor de muelas se extendían hasta sus sienes.

Entonces se oyó un susurro en la compuerta y apareció otro cubo.

—¡Toma! Te hemos puesto en el cubo algo de primeros auxilios. Sírvete —dijo entre risas la voz de mujer.

Merete se acercó gateando con rapidez, sacó el cubo del agujero y miró dentro.

En el fondo, encima de un trapo, como si fuera un instrumento quirúrgico, había unas tenazas.

Eran unas tenazas grandes. Grandes y oxidadas.

27

2007

Carl llevaba una mañana agobiante. Las pesadillas nocturnas y las quejas de Jesper durante el desayuno, a partes iguales, lo habían dejado sin energía ya antes de que se dejara caer en el asiento del conductor y se diera cuenta de que el depósito de gasolina estaba vacío. Tampoco los tres cuartos de hora de autopista apestosa para cubrir la distancia entre Nymøllevej y Værløse estimularon aspectos de su personalidad que deberían manifestarse, como encanto, complacencia y paciencia.

Cuando finalmente se encontró en su despacho del sótano de Jefatura mirando los campos energéticos que bailaban en la felicidad matinal del rostro de Assad, estuvo pensando en subir al despacho de Marcus Jacobsen y romper un par de sillas, para que lo enviaran a un lugar donde lo tratasen bien y donde todo tipo de desgracias fueran algo de lo que sólo había que ocuparse al encender la tele para ver las noticias.

Saludó con la cabeza, cansado, a su asistente. Si sólo pudiera bajarle el volumen un rato, tal vez sus baterías internas podrían cargarse mientras tanto. Miró de reojo a la máquina de café, que estaba vacía, y después aceptó una taza minúscula que Assad le ofreció.

—No lo entiendo, Carl —comenzó Assad—. Dices que Daniel Hale ha muerto, pero que no fue él quien participó en la reunión de Christiansborg. ¿Quién fue, entonces?

—No tengo ni idea, Assad. Pero Hale no tiene ninguna relación con Merete Lynggaard. Aunque sí que la tiene el tipo que lo suplantó.

Tomó un sorbo del té a la menta de Assad. Si hubiera tenido cinco o seis cucharaditas menos de azúcar habría estado bebible.

—Pero ¿cómo podía saber ese tío que el multimillonario ese que era el jefe de la reunión de Christiansborg en realidad no conocía a Daniel Hale, entonces?

—Eso: ¿cómo podía saberlo? Puede que ese tipo y Hale se conocieran de alguna forma —repuso Carl. Puso la taza en el escritorio y levantó la mirada hacia el tablón de anuncios, donde había sujetado con chinchetas el folleto de Interlab, S. A. con el retrato bien afeitado de Daniel Hale.

—Entonces no fue Hale quien entregó la carta, ¿no? Y ¿tampoco fue él quien cenó con Merete Lynggaard en el Bankeråt?

—Según los colaboradores de Hale, aquellos días ni siquiera estaba en el país —declaró Carl, volviéndose hacia su ayudante—. ¿Recuerdas qué decía el atestado policial acerca del automóvil de Daniel Hale después del accidente? ¿Estaba bien al cien por cien? ¿Encontraron algún fallo que pudiera motivar el accidente?

—¿Quieres decir a ver si los frenos estaban bien?

—Los frenos. La dirección. Lo que sea. ¿Había alguna señal de sabotaje?

Assad se encogió de hombros.

—Era difícil ver nada, Carl, porque el coche quedó calcinado. Por lo que veo en el atestado fue un accidente completamente normal.

Sí, también él lo recordaba así. Nada sospechoso.

—Y tampoco hubo testigos que pudieran decir otra cosa.

Se miraron.

—Ya lo sé, Assad. Ya lo sé.

—Sólo el hombre que chocó contra él.

—Exactamente —convino Carl. Con un gesto mecánico tomó un sorbo más del té a la menta, a lo que siguió un violento estremecimiento. Desde luego, aquel mejunje no iba a crearle ninguna adicción.

Carl dudó entre fumar un cigarrillo o coger una pastilla de regaliz del cajón, pero no tenía energía ni para eso. Puñeteros acontecimientos. Ahora que estaba a punto de cerrar el caso, la investigación daba un nuevo giro hacia aspectos no analizados. Cargas de trabajo enormes se alzaban de repente ante él, y no era más que un caso. Sobre la mesa había cuarenta o cincuenta más.

—¿Qué hay del testigo del otro coche, Carl? ¿No vamos a hablar con el hombre contra quien chocó Daniel Hale?

—He azuzado a Lis para que lo busque.

Assad pareció decepcionado por un momento.

—Tengo otra misión para ti, Assad.

Un cambio de humor bastante curioso hizo que sus labios se entreabrieran.

—Tienes que ir a Holtug, en el municipio de Stevns, y volver a hablar con aquella asistenta, Helle Andersen. Pregúntale a ver si reconoce a Daniel Hale como el hombre que entregó aquella carta personalmente. Lleva una foto de él —dijo, señalando el tablón de anuncios.

—Pero no fue él, fue el otro el que…

Carl frenó a Assad con un movimiento de la mano.

—No, y eso lo sabes tú y lo sé yo. Pero si ella responde que no, como esperamos, entonces pregúntale a ver si Daniel Hale se parecía algo al tipo de la carta. Tenemos que centrarnos en el tipo, ¿no? Y otra cosa: pregúntale también si estaba Uffe y si aquél vio fugazmente al hombre que entregó la carta. Y, por último, pregúntale si recuerda dónde solía dejar Merete Lynggaard su maletín al llegar a casa. Dile que es negro y tiene un gran desgarrón en un lado. Era de su padre, y lo llevaba en el coche cuando se produjo el accidente, así que debe de haber sido importante para ella.

Volvió a levantar la mano cuando Assad iba a decir algo.

—Y después dirígite donde los anticuarios que compraron la casa de los Lynggaard en Magleby y pregúntales si han visto un maletín así en alguna parte. Mañana hablamos sobre todo eso, ¿vale? Puedes llevarte el coche a casa. Hoy voy a ir en taxi y volveré a casa en tren.

Assad empezó a agitar los brazos.

—Dime, Assad.

—Un momento, ¿vale? Tengo que encontrar un bloc de notas. ¿Te importa volver a decirlo todo?

Hardy parecía haber mejorado algo. Su cabeza, que antes daba la impresión de estar fundida con la almohada, estaba tan erguida que podían verse las venas finísimas que palpitaban en sus sienes. Tenía los ojos cerrados y parecía más tranquilo que otras veces, y Carl sopesó por un instante volver a salir. Habían retirado muchos de los aparatos de la habitación, aunque la respiración asistida seguía bombeando, claro. Tal vez fuera buena señal, después de todo.

Giró con cuidado sobre sus talones y avanzaba hacia la puerta cuando lo detuvo la voz de Hardy.

—¿Por qué te vas? ¿Es que no soportas ver a un hombre tumbado?

Se dio la vuelta y vio a Hardy tumbado igual que antes.

—Si quieres que la gente se quede, da alguna señal de que estás despierto. Por ejemplo, abriendo los ojos.

—No, hoy no. Hoy no me tomo la molestia de abrir los ojos.

Tuvo que repetírselo.

—Si quiero que haya alguna diferencia entre mis días, tengo que hacer eso, ¿vale?

—Vale, vale.

—Mañana tengo pensado mirar sólo a la derecha.

—De acuerdo —asintió Carl, pero le dolía en el alma oír aquello—. Hardy, has hablado un par de veces con Assad. ¿Te parece bien que te lo haya mandado aquí?

—En absoluto —respondió Hardy sin apenas mover los labios.—Bueno, pues te lo mandé. Y tengo pensado mandártelo cuantas veces haga falta. ¿Tienes alguna objeción?

—Pero que no traiga esos fritos picantes.

—Se lo diré.

El cuerpo de Hardy emitió algo que podría interpretarse como una carcajada.

—Eché una cagada como nunca antes. Las enfermeras estaban desesperadas.

Carl trató de apartar la imagen. No sonaba agradable.

—Se lo diré a Assad, Hardy. Que no traiga fritos tan picantes la próxima vez.

—¿Alguna novedad en el caso Lynggaard? —preguntó Hardy.

Era la primera vez desde que se quedó paralítico que expresaba curiosidad por algo. Carl sintió calor en las mejillas. Pronto se le haría un nudo en la garganta.

—Sí, han pasado muchas cosas —respondió Carl, y le contó los últimos descubrimientos en torno a Daniel Hale.

—¿Sabes qué creo, Carl? —dijo Hardy al poco rato.

—Crees que el caso ha cobrado un nuevo impulso.

—Exacto. Ahí hay gato encerrado —añadió, abriendo los ojos un instante y mirando al techo antes de volver a cerrarlos—. ¿Tienes alguna posible pista política que seguir?

—Ni una.

—¿Has hablado con la prensa?

—¿A qué te refieres?

—Con alguno de los comentaristas políticos del Parlamento. Esos saben de todo. O con los de las revistas del corazón. Pelle Hyttested de
Gossip,
por ejemplo. Ese enano rechoncho ha estado sacando porquería de las grietas de Christiansborg desde que lo echaron de
Aktuelt,
o sea, que es un viejo zorro. Si quieres saber más de lo que sabes, pregúntale a él.

Sonrió un breve instante y volvió a su impasibilidad. Se lo voy a contar ahora, pensó Carl, y lo dijo lentamente, para que entrara bien a la primera.

—Ha habido un asesinato en Soro, Hardy. Creo que son los mismos que los de Amager.Hardy no se inmutó.

—¿Y…? —preguntó.

—Pues eso, el mismo entorno, la misma arma, en apariencia la misma camisa roja a cuadros, relación familiar…

—Te he dicho: ¿y…?

—Por eso te estoy respondiendo.

—He dicho ¿y…? ¿Y…? ¿Qué me importa a mí?

La redacción de
Gossip
se encontraba en esa fase lánguida en que se ha llegado al plazo de entrega de la semana y el siguiente número empieza a tomar cuerpo. Un par de periodistas del corazón miraron a Carl sin interés cuando éste atravesó el paisaje de la redacción. Aparentemente, no lo habían reconocido; mejor así.

Encontró a Pelle Hyttested acariciando su barba rojiza recortada pero rala en el rincón donde reposaban los periodistas veteranos. Carl conocía perfectamente a Pelle Hyttested de oídas. Un cabrón que sólo se detenía ante el dinero. A muchísimos daneses les encantaban sus delirantes chorradas descafeinadas, pero a sus víctimas no. Los pleitos hacían cola a la puerta de Hyttested, pero el redactor jefe protegía a su diablillo. Hyttested vendía revistas, y el redactor jefe recibía un plus, así es como funcionaba aquello. O sea que no importaba que mientras tanto el redactor jefe tuviera que pagar un par de multas de vez en cuando.

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