La mujer que arañaba las paredes (27 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Carl no fue capaz de reaccionar. Aquello era típico e irritante. Pues claro que el hombre había muerto, ¿qué esperaba? ¿Que estuviera vivito y coleando y les confesara de inmediato que se había hecho pasar por Hale, que había asesinado a Lynggaard y después había matado a Hale? ¡Absurdo!

—Lis dice que era un paleto y un cafre. Dice que había estado en la cárcel varias veces por conducción temeraria. ¿Sabes qué quería decir con paleto y cafre?

Carl asintió en silencio, cansado.

—Bien —dijo Assad, y siguió leyendo sus jeroglíficos. En algún momento tendría que sugerirle que escribiera en danés. Después continuó—. Vivía en Skaevinge, en el norte de Selandia. Lo encontraron muerto, o sea, en la cama, con vómito en los pulmones y una tasa de alcohol en la sangre de por lo menos diez gramos por litro. También había tomado pastillas.

—Vaya. ¿Cuándo ocurrió eso?

—Al poco del accidente. En el informe se sugiere que las cosas se le empezaron a torcer después del accidente.

—¿Quieres decir que se ahogó en alcohol a causa del accidente?

—Sí. A causa del estrés posdramático. —Se dice postraumático, Assad.

Carl tamborileó con los dedos sobre el borde de la mesa y cerró los ojos. Tal vez hubiera tres personas en la carretera cuando ocurrió el choque, y entonces probablemente sería homicidio. Y si había sido homicidio, entonces el paleto de Skaevinge tenía motivos de verdad para ahogarse en alcohol. Pero ¿dónde estaba la tercera persona que en apariencia se puso ante el coche de Hale, si es que había alguien? ¿También se había suicidado?

—¿Cómo se llamaba?

—Dennis. Dennis Knudsen. Tenía veintisiete años cuando murió.

—¿Tienes la dirección donde vivía Dennis Knudsen? ¿Tenía allegados? ¿Familia?

—Sí. Vivía con sus padres —respondió Assad, sonriendo—. En Damasco hay muchos de esa edad que siguen con sus padres.

Carl arqueó las cejas. No iba a tolerar a Assad más comentarios sobre Oriente Próximo.

—Has dicho que tenías también una buena noticia.

En efecto, el rostro de Assad estaba a punto de reventar. De orgullo, seguramente.

—Toma —dijo, dándole una bolsa de plástico negro que tenía a sus pies.

—Bueno. ¿Y qué hay aquí dentro, Assad? ¿Veinte kilos de semillas de sésamo?

Carl se levantó y metió la mano, y enseguida notó el asa. Sensaciones precisas le provocaron un escalofrío, y sacó el objeto.

Se trataba, efectivamente, de un maletín gastado. Igual que el de la foto de Jonas Hess, tenía un gran rasguño, y no sólo en la parte frontal, también detrás.

—¡Ostras, Assad! —exclamó, sentándose con lentitud—.La agenda ¿está dentro?

Notó un hormigueo en el brazo cuando Assad asintió con la cabeza. Se sentía en posesión del Santo Grial.

Miró el maletín. Tranquilo, Carl, se dijo, soltando los cierres y levantando la tapa. Todo estaba allí. Su agenda forrada de cuero marrón. Material de escritorio, su móvil Siemens con su correspondiente cargador plano, notas escritas a mano en un papel cuadriculado, un par de bolígrafos y un paquete de clínex. Desde luego, era el Santo Grial.

—¿Cómo…? —preguntó, sin más. Y estuvo pensando si no deberían analizarlo antes los de la Policía Científica.

La voz de Assad sonó desde muy lejos.

—Primero he estado con Helle Andersen, que no estaba en casa, pero la ha llamado su marido. Estaba acostado, se quejaba de dolor de espalda. Y al llegar ella le he enseñado la foto de Daniel Hale, pero no recordaba haberlo visto nunca.

Carl se quedó mirando la bolsa y su contenido. Paciencia, pensó. En algún momento volvería al maletín.

—¿Estaba Uffe presente cuando el hombre entregó la carta? ¿Te has acordado de preguntárselo? —trató de allanarle el camino.

Assad asintió con la cabeza.

—Sí, dice que Uffe estuvo todo el tiempo a su lado. Debía de estar muy interesado. Solía estarlo siempre que llamaban a la puerta.

—¿Y le ha parecido que el hombre que llamó a la puerta se parecía a Hale?

Assad arrugó un poco la nariz. Una reproducción perfecta.

—No mucho, sólo un poco. El que entregó la carta igual era más joven, algo más moreno y algo más masculino. Por la barbilla y los ojos y tal; pero no ha podido decir más.

—Y entonces le has preguntado por el maletín, ¿verdad?

La sonrisa de antes volvió al rostro de Assad.

—Sí. La asistenta no sabía dónde estaba. Lo recordaba bien, pero no sabía si Merete Lynggaard lo llevó a casa la última noche. Al fin y al cabo, ella no estaba aquella tarde, ¿no?

—Assad, al grano. ¿Dónde lo has encontrado?

—Junto a la caldera de la calefacción, en la recocina de los anticuarios.

—¿Has estado en la casa de Magleby donde los anticuarios?

Assad asintió en silencio.

—Helle Andersen me ha dicho que Merete Lynggaard hacía las cosas exactamente igual todos los días. Se había dado cuenta con el paso de los años. Siempre igual. Los zapatos los dejaba en la recocina, pero antes miraba siempre por la ventana. O sea, a Uffe. Todos los días se desvestía y metía la ropa junto a la lavadora. No porque estuviera sucia, sino porque la dejaba allí, sin más. Y después se ponía siempre la bata. Y ella y su hermano veían siempre el mismo vídeo, entonces.

—¿Y qué hay del maletín?

—Bueno, la asistenta no sabía nada de él, Carl. Nunca veía dónde lo ponía Merete, pero pensaba, o sea, que lo dejaría en la entrada o en la recocina.

—¿Cómo coño has podido encontrarlo en la recocina, junto a la caldera de la calefacción, cuando no lo encontraron entre todos los de la Brigada Móvil? ¿No estaba a la vista? ¿Por qué seguía estando allí? Me da la sensación de que los anticuarios son muy meticulosos con la limpieza. ¿Qué método has seguido?

—Los anticuarios me han dejado a mis anchas, y entonces he repetido mentalmente los movimientos.

Golpeó la cabeza levemente con los nudillos.

—Me he quitado los zapatos y he dejado el abrigo en el colgador de la recocina. Bueno, he hecho el ademán, porque ya no hay colgador. Pero entonces he pensado que tal vez llevaba algo en las manos. Papeles en una y el maletín en la otra. Y se me ha ocurrido que no podría quitarse el abrigo sin antes dejar lo que llevaba en las manos.

—Y la caldera ¿era lo más cercano?

—Sí, Carl, estaba justo al lado.

—¿Por qué no llevó después el maletín a la sala o a su despacho?

—Enseguida llego a eso, espera un poco. He mirado en la caldera, pero el maletín no estaba allí. Tampoco contaba con eso. Pero ¿sabes qué he visto entonces, Carl?

Carl se quedó mirándolo con atención. Tendría que decírselo.

—He visto que entre la caldera y el techo había por lo menos un metro de aire.

—Extraordinario —sentenció Carl con voz apagada.

—Y he pensado que no dejaría el maletín echado sobre la caldera sucia, porque había sido de su padre y lo cuidaba.

—No te sigo.

—No lo dejó echado, Carl, lo colocó encima de la caldera. Igual que se deja de pie en el suelo. Había sitio de sobra.

—Es decir, que lo puso de pie sobre la caldera, y después se cayó detrás.

La sonrisa de Assad fue suficiente respuesta.

—El rasguño del otro lado es nuevo, mira.

Carl cerró el maletín y le dio la vuelta. A él no le pareció tan nuevo.

—Le he quitado el polvo porque estaba muy sucio, o sea que puede que el rasguño esté más oscuro. Pero cuando lo he encontrado era reciente. De verdad, Carl.

—No me jodas, Assad, ¿has limpiado el maletín? ¿Has manipulado su contenido?

Assad seguía asintiendo con la cabeza, pero con menos entusiasmo.

—Assad —dijo Carl tras inspirar profundamente, para no decirlo con demasiada dureza—. La próxima vez que encuentres algo que es importante para algún caso, deja las pezuñas en paz, ¿vale?

—¿Pezuñas?

—Las manos, joder. Puedes echar a perder huellas importantes cuando haces eso, ¿comprendes?

Assad asintió en silencio. Sin ningún entusiasmo ya.

—Pero lo he limpiado con la manga de la camisa, sin dejar huellas.

—Vale. Buena idea, Assad. Así que, ¿crees que el segundo rasguño se ha hecho del mismo modo?

Volvió a voltear el maletín. Los dos rasguños eran parecidísimos, por lo que el viejo rasguño no era del accidente de coche de 1986.

—Sí. Creo que no era la primera vez que se caía detrás de la caldera. Lo encontré aprisionado entre los tubos tras la caldera. He tenido que tirar de él para poder sacarlo. Estoy seguro de que a Merete también le pasó eso.

—¿Y por qué no se ha caído hacia atrás más que esas dos veces?

—Se caería más veces, porque había mucha corriente al abrir la puerta de la recocina; lo que pasa es que no caería hasta el suelo.

—Vuelvo a mi pregunta anterior. ¿Por qué no lo metió en casa?

—Cuando estaba en casa querría paz. No querría oír el móvil, Carl —repuso Assad, arqueando las cejas y dejando los ojos redondos como canicas—. ¿No crees?

Carl miró en el maletín. Merete Lynggaard había llevado el maletín a casa, era bastante lógico. Contenía su agenda y tal vez apuntes que en ciertas situaciones podían ser de utilidad. Pero generalmente solía llevar a casa muchos papeles para repasar, o sea, que nunca le faltaba trabajo. Tenía un teléfono fijo, pero sólo unos pocos elegidos lo conocían. El móvil era para un círculo más grande, era el número que aparecía en su tarjeta de visita.

—¿Y no crees que se oiría el móvil en la sala si estaba dentro del maletín, en la recocina?

—No way.

Carl no tenía ni idea de que Assad supiera inglés.

—Vaya, dos hombres de palique, ¿eh? —se oyó una voz clara tras ellos.

Ninguno de los dos había oído entrar a Lis, de la Brigada de Homicidios.

—Tengo un par de cosas más para vosotros. Han llegado del distrito del suroeste de Jutlandia —aclaró, propagando por la estancia un aroma comparable a las barras de incienso de Assad, pero con un efecto del todo diferente—. Sienten el retraso, pero alguien estaba enfermo.

Tendió las carpetas a un Assad espléndidamente predispuesto y dirigió a Carl una mirada capaz de resucitar a un muerto.

Carl miró los labios húmedos de Lis y trató de recordar cuánto tiempo llevaba sin tener relaciones íntimas con el sexo opuesto, y vio ante sí con la mayor nitidez el piso de color rosa de una mujer divorciada. Tenía espigas de lavanda en un cuenco de agua, velas encendidas y un paño de color rojo sangre sobre la lámpara de la mesilla de noche, pero no recordaba el rostro de la mujer.

—¿Qué le has dicho a Bak, Carl? —preguntó Lis.

Carl emergió de su telón de fondo erótico y miró al fondo de los ojos azul claro, que se habían oscurecido un poco.

—¿A Bak? ¿Qué pasa, anda gimoteando, o qué?

—No, se ha ido a casa. Pero sus compañeros han dicho que tenía la cara blanca después de haber estado contigo en el despacho del jefe.

Puso a cargar el móvil de Merete Lynggaard y confió en que la batería no estuviera completamente agotada. Los voluntariosos dedos de Assad —con manga de camisa o sin ella— habían hurgado en todo el maletín, así que descartó un análisis de la Policía Científica. El daño ya estaba hecho.

Sólo había escritas tres hojas del bloc, el resto estaba en blanco. Las notas se referían más que nada a la organización municipal de asistencia a domicilio y a las condiciones del servicio. Muy decepcionante y con toda seguridad muy característico de la realidad que había abandonado Merete Lynggaard.

Después metió la mano en un bolsillo lateral dado de sí y sacó tres o cuatro papeles arrugados. El primer papel era una factura de una chaqueta Jack amp;Jones del 3 de abril de 2001, mientras que el resto eran unos folios doblados como un acordeón, como los que habría en el fondo de la mochila de cualquier escolar. Escritos a lápiz, totalmente ilegibles y, por supuesto, sin fecha.

Dirigió el flexo hacia el primero de ellos y lo alisó un poco. Sólo nueve palabras. «¿Podemos hablar después de mi iniciativa de reforma fiscal?», ponía, firmado con las iniciales TB. Había muchas posibilidades, pero Tage Baggesen era de las más plausibles, ¿no? Al menos es lo que decidió creer.

Sonrió. Ja, qué buena. O sea que Tage Baggesen quería hablar con Merete Lynggaard, ¿eh? Y parece que no le valió de gran cosa.

Alisó el siguiente folio y lo leyó con rapidez, y la sensación corporal fue totalmente distinta. El tono era bastante diferente, personal, Baggesen estaba apurado. El texto decía:

«No sé qué va a ocurrir si lo haces público, Merete. Te ruego que no lo hagas. TB».

Después tomó el último papel. El texto estaba casi borrado, como si lo hubieran sacado del maletín una y otra vez. Le dio varias vueltas y leyó el texto palabra por palabra.

«Creía que nos entendíamos, Merete. Todo esto me afecta profundamente. Te lo ruego, por favor, una vez más: no dejes que se haga público. Estoy deshaciéndome de todo».

Esta vez no estaba firmado con iniciales, pero no cabía duda, la letra era la misma.

Descolgó el receptor y marcó el número de Kurt Hansen.

Respondió una secretaria de las oficinas de la Derecha. Estuvo amable, pero le dijo que lo sentía, que Kurt Hansen estaba ocupado en aquel momento. ¿Quería esperar? La reunión iba a terminar dentro de un par de minutos.

Carl observó los folios que tenía ante sí mientras sujetaba el receptor junto al oído. Llevaban en el maletín desde marzo de 2002 y con toda probabilidad desde un año antes. Puede que fuera una tontería, puede que no. Puede que Merete Lynggaard los guardara precisamente porque podrían revelarse importantes en algún momento, y puede que no.

Después de una breve conversación en segundo plano oyó un clic, y luego la voz característica de Kurt Hansen.

—¿Qué puedo hacer por ti, Carl? —preguntó el parlamentario sin más preámbulos.

—¿Dónde puedo averiguar cuándo presentó Tage Baggesen una proposición de ley para una reforma fiscal?

—¿Para qué coño quieres esa información? —se interesó Kurt Hansen, riéndose—. No hay cosa menos interesante que lo que los Radicales de Centro opinan sobre cuestiones fiscales.

—Necesito una fecha más precisa, Kurt.

—Pues va a ser difícil. Tage Baggesen presenta una proposición de ley cada dos por tres —repuso, riendo—. No, bromas aparte: Tage Baggesen lleva por lo menos cinco años de portavoz en la Comisión de Tráfico. No sé por qué dejó la delegación de la Comisión de Fiscalidad, pero espera un poco.

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