La mujer que arañaba las paredes (22 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mayoría volvió a asentir en silencio.

—¿Alguien de ustedes recuerda —continuó— si Merete Lynggaard se reunió con un grupo que trabajaba a favor de las investigaciones con placenta poco antes de que desapareciera?

—Ya me acuerdo —dijo una del secretariado—. Hubo un grupo reunido para la ocasión por Bille Antvorskov, de BasicGen.

—¿Bille Antvorskov? ¿Ese Bille Antvorskov? ¿El multimillonario?

—El mismo. Juntó el grupo y consiguió una reunión con Merete Lynggaard. Estuvieron de ronda.

—¿De ronda? ¿Con Merete Lynggaard?

—No —repuso la mujer sonriendo—. Decimos eso cuando un grupo de presión se reúne con todos los partidos por turnos. El grupo intentaba lograr una mayoría en el Parlamento.

—En alguna parte tiene que haber un informe de esa reunión, ¿no?

—Supongo que sí. No sé si estará impreso, pero si no tal vez podamos buscar en el ordenador de la antigua secretaria de Merete Lynggaard.

—¿Todavía existe? —se sorprendió Carl. Le costaba creer lo que estaba oyendo.

La mujer del secretariado sonrió.

—Siempre guardamos los discos duros antiguos cuando cambiamos de sistema operativo. Cuando pasamos a Windows XP hubo que cambiar por lo menos diez discos duros.

—¿No hay una intranet?

—Sí, tenemos una, pero en aquella época la secretaria de Merete y algunos otros no estaban conectados.

—¿Paranoia, quizá? —intervino Carl, sonriendo.

—Sí, quizá.

—¿Y tratará de encontrarme ese informe?

La secretaria volvió a asentir en silencio.

Carl se volvió hacia el resto del grupo.

—Uno de los participantes en aquella reunión se llamaba Daniel Hale. Parece ser que existía un mutuo interés entre ellos. ¿Hay alguien aquí que pueda confirmarlo o ampliarlo?

Varios de los presentes cruzaron sus miradas. Algo había. La cuestión era quién respondería.

—No sé cómo se llamaba, pero yo la vi hablando con un extraño en el bar del parlamento —era la portavoz política quien tomó la palabra. Una joven irritante pero tenaz que daba buena imagen en la tele y a quien sin duda esperaban ministerios importantes cuando llegara la hora—. Pareció alegrarse mucho al verlo allí y no daba la impresión de estar concentrada mientras hablaba con las portavoces de Sanidad de los Socialistas y los Radicales de Centro.

La mujer sonrió.

—Creo que mucha gente reparó en ello.

—¿Porque Merete no solía comportarse así, o por qué?

—Creo que era la primera vez que alguien de la casa veía vacilar la mirada de Merete. Sí, fue de lo más llamativo.

—¿Podría tratarse del Daniel Hale que he mencionado?

—No lo sé.

—¿Hay alguien que sepa más al respecto?

Sacudieron la cabeza.

—¿Cómo describiría al hombre? —preguntó a la portavoz política.

—Estaba medio oculto tras una columna, pero era delgado, bronceado y bien vestido, por lo que recuerdo.

—¿Qué edad?

La portavoz se encogió de hombros.

—Quizá algo mayor que Merete, diría yo.

Delgado, bien vestido, algo mayor que Merete. Si no hubiera sido por lo del bronceado, habría podido decirse de todos los hombres de aquel despacho, incluido él, cinco o diez años arriba o abajo.

—Me imagino que debe de haber un montón de papeles de la época de Merete Lynggaard que no podían pasarse sin más a su sucesor —continuó, haciendo una seña con la cabeza a Birger Larsen—. Me refiero a agendas, cuadernos, notas escritas a mano y cosas así. ¿Se tiraban sin más? No podía saberse si Merete Lynggaard volvería, ¿no?

Una vez más fue la mujer del secretariado la que reaccionó.

—La policía se llevó algo, y otras cosas se tiraron. Creo que al final no quedó gran cosa.

—¿Y su agenda? ¿Adonde fue a parar?

La mujer se alzó de hombros.

—Desde luego, aquí no estaba.

En aquel momento intervino Marianne Koch.

—Merete se llevaba siempre la agenda a casa.

Su ceja arqueada no admitía objeciones.

—Siempre —recalcó.

—¿Qué aspecto tenía?

—Era una TimeSystem corriente y moliente. Forrada de cuero marrón rojizo desgastado. Planificador, agenda, cuaderno de notas y lista de teléfonos, todo en uno.

—Y no ha aparecido, eso ya lo sé. O sea, que debemos asumir que desapareció en el mar con ella.

—No lo creo —repuso la secretaria enseguida.

—¿Por qué no?

—Porque Merete siempre llevaba consigo un bolso pequeño, y la agenda sencillamente no entraba. La dejaba casi siempre en su maletín, y seguro que no lo llevaba encima cuando estaba en cubierta. Además, era un viaje de placer, ¿por qué habría de llevarlo consigo? Tampoco estaba en el coche, ¿verdad?

Carl sacudió la cabeza. Por lo que él recordaba, no.

Carl llevaba un buen rato esperando a la psicóloga de culo bonito, y se sentía incómodo. Si ella hubiera llegado a la hora, Carl se habría dejado arrastrar por su encanto personal; pero ahora, después de repetir sus frases y ensayar sus sonrisas durante más de veinte minutos, el globo había perdido gas.

Cuando finalmente se presentó en el segundo piso, no parecía contrita, pero pidió disculpas. Era aquella seguridad la que ponía a Carl como una moto. Era lo mismo que lo dejó prendado cuando conoció a Vigga tiempo atrás. Eso y su risa contagiosa.

Mona Ibsen se sentó frente a él; la claridad de Otto Monsteds Gade le daba en la nuca, creando un aura en torno a su cabeza. Bajo la suave luz se dibujaban las finas arrugas del rostro, sus labios eran sensuales y de un rojo intenso. Todo en ella denotaba clase. Carl fijó la mirada en sus ojos para que no se posara en sus exuberantes pechos. No quería salir de aquella situación por nada del mundo.

La psicóloga le preguntó por el asunto de Amager. Quería saber de momentos, sucesos y consecuencias. Le preguntó sobre cosas que no tenían importancia y Carl se lo contó todo. Con algo más de sangre que en la realidad. Con disparos más potentes y suspiros más profundos. Y ella no apartaba la vista de él mientras apuntaba los puntos clave del relato. Cuando llegó a la parte en que debía hablar de la impresión que le produjo ver a un amigo muerto y al otro herido, y lo mal que dormía desde entonces, ella echó atrás la silla, le puso la tarjeta de visita delante y empezó a recoger sus cosas.

—¿Qué ocurre? —se sorprendió Carl, mientras el bloc de notas desaparecía en la maleta de cuero.

—Creo que eso deberías preguntártelo a ti mismo. Cuando estés preparado para contarme la verdad pídeme hora.

Carl la miró con el ceño fruncido.

—¿A qué te refieres? Todo lo que acabo de contarte es exactamente lo que sucedió.

La mujer apretó la maleta contra la sinuosa piel de su abdomen bajo la falda ajustada.

—Para empezar, se te nota que duermes perfectamente. Además, has cargado las tintas en todo tu relato. ¿Quizá pensabas que no había leído antes el informe?

Carl iba a protestar, pero Mona Ibsen levantó la mano.

—Y finalmente, lo veo en tu mirada cuando nombras a Hardy Henningsen y Anker Høyer. No sé por qué, pero tienes cuentas pendientes con el episodio, y cuando mencionas a tus dos compañeros, que no tuvieron la suerte de salir ilesos, te acuerdas de aquel día y estás a punto de perder el control. Cuando estés preparado para contarme la verdad volveré a atenderte. Hasta entonces no puedo ayudarte.

Carl emitió un pequeño sonido, que se suponía era de protesta, pero que se ahogó de manera espontánea. Entonces la miró con esa clase de deseo que las mujeres deben de intuir, aun sin saberlo con seguridad, que nutre a los hombres.

—Un momento —se apresuró a decir antes de que ella cerrase la puerta tras de sí—. Quizá tengas razón, no me daba cuenta.

Estaba pensando febrilmente qué podía decirle cuando ella se volvió, dispuesta a salir.

—¿Tal vez podríamos hablar de ello mientras cenamos? —se le escapó.

Vio que el tiro caía lejísimos del blanco. Fue una estupidez tal que la mujer ni se molestó en burlarse de él, aunque le dirigió una mirada que sobre todo expresaba preocupación.

Bille Antvorskov acababa de cumplir los cincuenta y era colaborador habitual del programa de la segunda cadena de televisión
Buenos días, Dinamarca
y de todos los debates. Era lo que se dice una persona muy competente, y como tal se suponía que entendía de todo lo habido y por haber. Pero así era. Cuando los daneses se toman a la gente en serio, toda seriedad es poca. Pero el hombre funcionaba bien en pantalla. Firme y maduro, ojos castaños oblicuos, barbilla pronunciada y un carisma que combinaba el chico de la calle con el discreto encanto de la burguesía. Eso, así como el hecho de haber amasado en un tiempo récord una fortuna que casi podía considerarse una de las mayores del país —amasada además en proyectos médicos de alto riesgo e interés público—, hacía que el espectador danés medio lo admirase y respetase.

A Carl personalmente le caía mal.

Ya en el antedespacho se dio cuenta de que el tiempo apremiaba y Bule Antvorskov era un hombre atareado. Sentados junto a la pared esperaban cuatro caballeros, cada uno de los cuales no parecía tener nada que ver con los demás. Tenían los maletines entre las piernas y el portátil en el regazo. Todos andaban con una prisa enorme y todos tenían pánico por lo que iban a encontrar al otro lado de la puerta.

La secretaria le sonrió, pero era una sonrisa falsa. Carl se le había colado sin más en la agenda de citas que había organizado, y la mujer esperaba que no volviera a hacerlo.

El jefe lo recibió con una de sus características sonrisas torcidas y le preguntó con educación si había estado alguna vez en aquella parte de los edificios de oficinas del puerto de Copenhague. Después abrió los brazos hacia las fachadas de vidrio que se extendían a todo lo ancho del despacho, trazando un mosaico cristalino de la diversidad del mundo: barcos, puerto, grúas, agua y cielo, todos disputándose el favor de la imponente vista.

Desde luego, la panorámica del despacho de Carl no era ni la mitad de buena.

—Quería hablar conmigo de la reunión que tuvimos en Christiansborg el 20 de febrero de 2002. Aquí la tengo —comenzó, tecleando en el ordenador—. Vaaaya, es verdad que es capicúa, qué divertido.

—¿Qué?

—20.02.2002. ¡La fecha! Es la misma leyendo en un sentido u otro. Veo que estuve en casa de mi ex a las 20.02. Lo celebramos con una copa de champán.
Once in a lifetime!
—añadió sonriendo, y ahí terminó aquella parte del entretenimiento. Después continuó—: ¿Quería saber de qué se habló en la reunión con Merete Lynggaard?

—Pues sí, pero antes de nada me gustaría saber algo sobre Daniel Hale. ¿Cuál era su papel en la reunión?

—Bueno, es curioso que lo mencione, porque de hecho no desempeñó ningún papel. Daniel Hale era uno de nuestros investigadores más importantes en técnicas de laboratorio, y sin su laboratorio y sus eficientes colaboradores muchos de nuestros proyectos se habrían quedado estancados.

—O sea, que no participaba en el desarrollo de proyectos.

—No en su vertiente política y financiera. Sólo en aspectos técnicos.

—Entonces, ¿por qué participó en la reunión?

Bille Antvorskov se mordió ligeramente el labio, un gesto conciliador.

—Por lo que recuerdo, llamó por teléfono y pidió formar parte del grupo. No recuerdo con exactitud la razón que adujo, pero por lo visto tenía intención de invertir mucho dinero en equipos nuevos, así que debía de estar muy al corriente del trabajo político. Era un hombre muy activo, puede que por eso trabajáramos tan bien.

Carl captó el autobombo. Algunos hombres de negocios hacían de su modestia virtud. Bille Antvorskov era de otra especie.

—¿Cómo era Hale como persona, en su opinión?

—¿Cómo persona? —repitió, sacudiendo la cabeza—. Ni idea. Como subcontratista era digno de confianza y leal, pero ¿como persona? No tengo ni idea.

—Así pues, ¿no tenía ninguna relación con él en privado?

Entonces se oyó el conocido gruñido de Bille Antvorskov, que se suponía que era una risa.

—¿En privado? Nunca lo había visto antes de la reunión en el Parlamento. Joder, ni él ni yo teníamos tiempo para eso. Además, Daniel Hale nunca estaba en casa. Andaba constantemente volando de la Ceca a la Meca. Un día en Connecticut, al siguiente en Aalborg. Siempre de un lado para otro. Puede que yo haya acumulado unos cuantos vales para volar gratis, pero Daniel Hale debió de dejar un montón, suficientes para que toda una escuela diera la vuelta al mundo un par de veces.

—¿No había estado con él antes de la reunión?

—No, nunca.

—Pero habría reuniones, discusiones, convenios sobre precios y esas cosas.

—Mire, para esas cosas tengo gente empleada. Me habían llegado ecos de la fama de Daniel Hale, mantuvimos un par de conversaciones telefónicas y nos pusimos en marcha. El resto de la colaboración se llevaba a cabo entre la gente de Hale y la mía.

—Ya veo. Me gustaría hablar con alguien de la empresa que trabajara con Hale. ¿Sería posible?

Bille Antvorskov aspiró tan profundamente que su dura butaca de cuero crujió.

—No sé quién quedará, han pasado cinco años. En este sector hay mucho movimiento de personal. Todos buscan nuevos retos.

—Aja.

¿Aquel payaso estaba realmente reconociendo que no era capaz de retener a la gente? No era posible.

—Entonces, ¿podría darme la dirección de su empresa?

Bille Antvorskov torció el gesto. También tenía gente para encargarse de esas cosas.

Aunque los edificios tenían seis años, parecían haber sido construidos la semana anterior. Interlab, S. A. ponía con letras de un metro en un panel en medio del paisaje de surtidores frente a la zona de aparcamientos. O sea, que el chiringuito seguía funcionando incluso sin timonel.

En la recepción examinaron la placa de Carl como si fuera algo que había comprado en una tienda de artículos de broma, pero tras una espera de diez minutos se dirigió a él una secretaria. Carl dijo que tenía una serie de preguntas de carácter privado, y enseguida lo sacaron del vestíbulo y lo llevaron a una estancia con butacas de cuero, mesas de abedul y varias vitrinas con bebidas. Sin duda era allí donde los invitados extranjeros tenían su primer encuentro con la efectividad de Interlab. Por todas partes había muestras de la importancia del laboratorio. Premios y diplomas procedentes de todo el mundo cubrían toda una pared, y otras dos estaban ocupadas por proyectos y diagramas de la marcha del laboratorio. Sólo la pared que daba a la entrada del complejo, de inspiración japonesa, tenía ventanas por las que el sol entraba a raudales.

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