Stone repartió la quinta carta. Flower recibió un cinco de picas; Pozzi sacó su corazón. No era la reina ni la jota pero era casi igual de buena: el ocho de corazones. El color seguía intacto, y Stone ya no tenía la posibilidad de sacar el cuarto ocho. Mientras Stone se daba a sí mismo el tres de tréboles, Pozzi se volvió a Nashe y le sonrió por primera vez en varias horas. De repente, las cosas parecían prometedoras.
A pesar de su tres, Stone abrió apostando el máximo, los quinientos. Esto desconcertó un poco a Nashe, pero luego pensó que tenía que ser un farol. Trataban de expulsar al muchacho y, teniendo tanto dinero en reserva, podían permitirse el lujo de encajar unos cuantos golpes. Flower fue con su posible escalera y luego Pozzi vio los quinientos y subió otros quinientos, que tanto Stone como Flower igualaron.
La sexta carta de Flower resultó ser la jota de diamantes, y en cuanto la vio resbalar sobre el tapete, dio un suspiro de decepción. Nashe supuso que estaba fuera de combate. Luego, como por encanto, Pozzi recibió el tres de corazones. Cuando Stone sacó el nueve de picas, sin embargo, a Nashe empezó a preocuparle que las cartas de Pozzi fuesen demasiado fuertes. Pero nuevamente Stone hizo una apuesta alta, y aunque Flower se retiró, la mano seguía viva y bien, creciendo cuando entraban en la recta final.
Stone y Pozzi iban cabeza con cabeza en la sexta carta, en un frenesí de subidas y contrasubidas. Cuando terminaron a Pozzi sólo le quedaban mil quinientos dólares para apostar en el último reparto. Nashe había supuesto que la venta del coche les daría una hora o dos más, pero las apuestas habían adquirido tal furia que de pronto todo se reducía a aquella mano. El total apostado era enorme. Si Pozzi ganaba, estaría de nuevo en la carrera, y esta vez Nashe intuía que no habría forma de pararle. Pero tenía que ganar. Si perdía, ése seria el fin.
Nashe sabía que sería demasiado esperar que le saliera el cuarto rey. Las probabilidades en contra eran demasiado grandes. Pero, pasara lo que pasase, era necesario que Stone supusiera que Pozzi tenía color. Los cuatro corazones a la vista indicaban eso, y puesto que el chico estaba entre la espada y la pared, sus fuertes apuestas parecían eliminar la posibilidad de un farol. Aunque la séptima carta fuese filfa, probablemente los tres reyes le permitirían ganar de todas formas. Era una buena mano, pensó Nashe, y a juzgar por lo que había en la mesa, las probabilidades de que Stone la superara eran escasas.
Pozzi sacó el cuatro de tréboles. A pesar de todo, Nashe no pudo evitar sentirse un poco decepcionado. No tanto porque no le hubiera salido el rey, quizá, como por la ausencia de otro corazón.
Fallo del corazón
, se dijo, no muy seguro de si era enteramente una broma, y luego Stone se dio a sí mismo la última carta y ya estaban listos para ajustar las cuentas y acabar la mano.
Todo sucedió muy deprisa. Stone, que aún llevaba la delantera con sus dos ochos, puso quinientos. Pozzi vio los quinientos y subió otros quinientos. Stone vio los quinientos de Pozzi, vaciló un segundo o dos con las fichas en la mano y dejó caer quinientos más. Entonces el muchacho, a quien ya no le quedaban más que quinientos, empujó todas sus fichas al centro de la mesa.
—De acuerdo, Willie —dijo—. Veamos qué tienes.
La cara de Stone no revelaba nada. Una a una dio la vuelta a sus cartas ocultas, pero incluso cuando las tres estaban al descubierto, era difícil saber por su expresión si había ganado o perdido.
—Tengo estos dos ochos —dijo—. Y luego tengo este diez (dándole la vuelta) y este otro diez (dándole la vuelta) y también este tercer ocho (dando la vuelta a la séptima carta.)
—¡Un full! —gritó Flower, dando un puñetazo en la mesa—. ¿Con qué puedes responder a eso, Jack?
—Con nada —dijo Pozzi, sin molestarse en volver sus cartas—. Me ha ganado.
El muchacho miró fijamente a la mesa durante unos momentos, como tratando de asimilar lo sucedido. Luego, haciendo acopio de valor, se volvió y sonrió a Nashe.
—Bueno, colega —le dijo—. Parece que tendremos que volver a casa andando.
Pozzi mostraba tal expresión de vergüenza cuando dijo esas palabras, que Nashe sólo pudo sentir lástima por él. Resultaba extraño, pero lo cierto era que lo lamentaba más por el chico que por él. Lo había perdido todo y sin embargo el único sentimiento que había dentro de él era de compasión.
Nashe le dio una palmada en el hombro a Pozzi como para tranquilizarle, y entonces oyó que Flower se echaba a reír.
—Espero que lleven zapatos cómodos, muchachos —dijo el gordo—. Debe haber sus buenos ciento setenta o ciento ochenta kilómetros de aquí a Nueva York.
—Para el carro, gordinflón —dijo Pozzi, olvidando al fin sus buenos modales—. Te debemos cinco mil pavos. Te dejaremos una señal, tú nos das el coche y te devolveremos el dinero dentro de una semana.
Flower, sin inmutarse por el insulto, se rió de nuevo.
—Ah, no —dijo—. Ese no es el trato que hice con el señor Nashe. Ahora el coche me pertenece a mí. Si no tienen ninguna otra forma de volver a casa, tendrán que ir andando. Así están las cosas.
—¿Qué clase de jugador de póquer de mierda eres, cara de hipopótamo? —dijo Pozzi—. Por supuesto que aceptarás nuestra señal. Así es como se hace.
—Lo he dicho antes —respondió Flower tranquilamente— y lo repito ahora. No hay crédito. Seria un idiota si me fiara de un par como vosotros. En cuanto os fuerais de aquí con el coche no volvería a ver mi dinero.
—Está bien, está bien —dijo Nashe, tratando apresuradamente de improvisar una solución—. Nos lo jugamos a la carta más alta. Si yo gano, usted nos devuelve el coche. Así de simple. Un solo corte y se acabó.
—De acuerdo —dijo Flower—. ¿Pero qué pasa si no gana?
—Entonces le debo diez mil dólares —contestó Nashe.
—Debería pensárselo bien, amigo —dijo Flower—. Ésta no ha sido su noche de suerte. ¿Por qué empeorar las cosas para usted?
—Porque necesitamos el coche para marcharnos de aquí, imbécil —dijo Pozzi.
—De acuerdo —repitió Flower—. Pero recuerde que se lo advertí.
—Baraja las cartas, Jack —dijo Nashe—, y luego pásaselas al señor Flower. Le dejaremos que corte él primero.
Pozzi abrió una nueva baraja, descartó los comodines y barajó como le había pedido Nashe. Con exagerada ceremonia, se inclinó hacia adelante y dejó la baraja frente a Flower con un golpe seco. El gordo no titubeó. No tenía nada que perder, después de todo, así que alargó la mano rápidamente y levantó la mitad de la baraja entre el pulgar y el dedo corazón. Un momento después mostró en alto el siete de corazones. Stone se encogió de hombros al verlo, y Pozzi batió palmas, sólo una vez, con mucha fuerza, celebrando el mediocre corte.
Entonces Nashe cogió la baraja en las manos. Se sentía absolutamente vacío por dentro y por un breve instante se maravilló de lo ridículo que era aquel pequeño drama. Justo antes de cortar, pensó: Éste es el momento más ridículo de mi vida. Luego le guiñó un ojo a Pozzi, levantó las cartas y sacó el cuatro de diamantes.
—¡Un cuatro! —chilló Flower, dándose una palmada en la frente para mostrar su incredulidad—. ¡Un cuatro! ¡Ni siquiera ha podido superar mi siete!
Después todo fue silencio. Pasó un largo momento y luego, con una voz que sonaba más fatigada que triunfante, Stone dijo:
—Diez mil dólares. Parece que hemos dado de nuevo con el número mágico.
Flower se recostó en su asiento, chupó su cigarro durante unos momentos y estudió a Nashe y a Pozzi como si los viera por primera vez. Su expresión hizo que Nashe pensara en el director de un instituto sentado en su despacho frente a un par de chicos delincuentes. Más que cólera, su cara reflejaba perplejidad, como si le hubieran planteado un problema filosófico que aparentemente no tenía solución. Habría que imponer un castigo, eso era indudable, pero por el momento no parecía saber qué sugerir. No deseaba ser muy severo, pero tampoco demasiado indulgente Necesitaba algo proporcionado al delito, un castigo justo que tuviera un valor educativo; no el castigo por el castigo, sino algo creativo, algo que les diera una lección a los culpables.
—Creo que tenemos un dilema —dijo al fin.
—Sí —contestó Stone—. Un verdadero dilema. Lo que podríamos llamar un caso.
—Estos dos tipos nos deben dinero —continuó Flower, actuando como si Nashe y Pozzi ya no estuvieran allí—. Si les dejamos marchar, nunca nos lo devolverán. Pero si no les dejamos marchar, no tendrán oportunidad de conseguir el dinero que nos deben.
—Entonces supongo que sencillamente tendréis que confiar en nosotros —dijo Pozzi—. ¿No es así, Bola de Sebo?
Flower hizo caso omiso del comentario de Pozzi y se volvió a Stone.
—¿Qué opinas, Willie? —le preguntó—. Es un dilema, ¿no?
Mientras escuchaba esta conversación, Nashe se acordó de pronto del fideicomiso de Juliette. Probablemente no seria difícil retirar diez mil dólares del mismo, pensó. Una llamada al banco de Minnesota pondría las cosas en marcha y al final del día el dinero estaría ingresado en la cuenta de Flower y Stone. Era una solución práctica, pero una vez que estudió las consecuencias en su mente, la rechazó, horrorizado de haber considerado siquiera tal posibilidad. La ecuación era demasiado terrible: pagar sus deudas de juego robándole el futuro a su hija. Pasara lo que pasase, eso quedaba descartado. Él se había buscado aquel problema y ahora tendría que tragarse la píldora. Como un hombre, pensó. Tendría que tragársela como un hombre.
—Sí —dijo Stone, reflexionando sobre el último comentario de Flower—, es un problema difícil; ciertamente. Pero eso no quiere decir que no se nos ocurra algo. —Se sumió en sus pensamientos durante diez o quince segundos y luego su cara empezó a animarse gradualmente—. Claro —dijo—, siempre está el muro.
—¿El muro? —dijo Flower—. ¿Qué quieres decir con eso?
—El muro —dijo Stone—. Alguien tiene que construirlo.
—Ah… —murmuró Flower, comprendiendo al fin—. ¡El muro! Una idea brillante, Willie. Diablos, creo que esta vez realmente te has superado a ti mismo.
—Un trabajo honrado por un salario honrado —dijo Stone.
—Exactamente —dijo Flower—. Y poco a poco la deuda quedará saldada.
Pero Pozzi no estaba dispuesto a aceptar semejante cosa. En el instante en que se dio cuenta de lo que proponían, la boca se le abrió literalmente de asombro.
—Estaréis de broma, ¿no? —dijo—. Si creéis que yo voy a hacer eso, es que estáis mal de la cabeza. Ni pensarlo. Es que ni de coña, vamos. —Luego, empezando a levantarse de la silla, se volvió a Nashe y le dijo—: Vámonos, Jim, larguémonos de aquí. Estos dos tipos están llenos de mierda.
—Tranquilo, muchacho —dijo Nashe—. No perdemos nada por escuchar. Tenemos que encontrar una solución, después de todo.
—¡Que no perdemos nada! —gritó Pozzi—. Están de atar, ¿es que no lo ves? Están completamente locos.
La agitación de Pozzi tuvo un efecto curiosamente calmante sobre Nashe, como si cuanto más vehemente se volvía la actitud del muchacho, más necesario encontrara Nashe conservar la cabeza clara. No había duda de que la situación había tomado un giro extraño, pero Nashe se dio cuenta de que en cierta forma lo había estado esperando, y ahora que había sucedido, no sentía pánico. Se sentía lúcido, absolutamente dueño de sí.
—No te preocupes, Jack —le dijo—. El que nos hagan una oferta no quiere decir que tengamos que aceptarla. Es una cuestión de modales, nada más. Si tienen algo que decirnos, les debemos la cortesía de escucharles.
—Es una pérdida de tiempo —masculló Pozzi, volviendo a sentarse—. No se negocia con los locos. Si lo haces, te joden el cerebro.
—Me alegro de que trajeras a tu hermano —dijo Flower, dando un suspiro de disgusto—. Por lo menos hay un hombre razonable con quien hablar.
—Mierda —dijo Pozzi—. No es mi hermano. No es más que un tipo al que conocí el sábado pasado. Apenas le conozco.
—Bueno, tanto si sois parientes como si no —dijo Fíower—, tienes suerte de que esté aquí. Porque lo cierto es, jovencito, que tienes ante ti un montón de problemas. Tú y Nashe nos debéis diez mil dólares, y si tratáis de marcharos sin pagar, llamaremos a la policía. Es así de sencillo.
—Ya he dicho que les escucharíamos —interrumpió Nashe—. No es preciso amenazarnos.
—Yo no estoy amenazando —contestó Flower—. Estoy presentándoles los hechos. O bien se muestran dispuestos a colaborar y llegamos a un acuerdo amistoso, o tomamos medidas más drásticas. No hay otra alternativa. A Willie se le ha ocurrido una solución, una solución sumamente ingeniosa en mi opinión, y a menos que ustedes tengan algo mejor que ofrecer, creo que deberíamos concretar el asunto.
—Las condiciones —dijo Stone—. Jornal por hora, vivienda, manutención. Los detalles prácticos. Probablemente es mejor dejar sentado todo eso antes de empezar.
—Pueden vivir allí mismo, en el prado —dijo Flower—. Hay un remolque, lo que llaman una casa móvil. No se ha usado desde hace algún tiempo, pero está en perfectas condiciones. Calvin vivió allí hace unos años mientras le construíamos su casa. Así que no hay problema de alojamiento. Lo único que tienen que hacer es instalarse.
—Tiene cocina —añadió Stone—. Una cocina totalmente equipada. Nevera, fogón, fregadero, todas las comodidades modernas. Un pozo para el agua, una toma eléctrica, calefacción por el suelo. Pueden cocinar allí y comer lo que quieran. Calvin les llevará las provisiones, él les proporcionará cualquier cosa que le pidan. No tienen más que darle una lista de la compra cada día y él irá al pueblo y les comprará lo que necesiten.
—Les daremos ropa de faena, naturalmente —dijo Fíower—, y si quieren alguna otra cosa basta con que la pidan. Libros, periódicos, revistas. Una radio. Más mantas y toallas. Juegos. Lo que deseen. Después de todo, no queremos que estén incómodos. Mirándolo bien, puede que hasta lo disfruten. El trabajo no será demasiado agotador y estarán al aire libre con este hermoso tiempo. Serán unas vacaciones de trabajo, por así decirlo, un breve y terapéutico respiro de sus vidas normales. Y cada día verán alzarse una nueva sección del muro. Eso será enormemente satisfactorio, creo yo: ver los frutos tangibles de su esfuerzo, dar unos pasos atrás y contemplar el progreso realizado. Poco a poco, la deuda quedará saldada, y cuando llegue el momento de partir, no sólo saldrán de aquí como hombres libres sino que habrán dejado algo importante tras de sí.