La música del azar (15 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

—¿Cuánto tiempo cree usted que llevará? —preguntó Nashe.

—Eso depende —respondió Stone—. Cobrarán a tanto la hora. Una vez que sus ganancias totales hayan alcanzado la suma de diez mil dólares, serán libres de irse.

—¿Qué pasa si terminamos el muro antes de haber ganado los diez mil dólares?

—En ese caso —dijo Flower—, consideraremos que la deuda está pagada.

—Y si no terminamos, ¿cuánto piensa pagarnos?

—Algo proporcionado a la tarea. El salario normal de un obrero que hace esa clase de trabajo.

—¿Es decir?

—Cinco o seis dólares la hora.

—Es demasiado bajo. Ni siquiera consideraremos la oferta por menos de doce.

—Esto no es cirugía del cerebro, señor Nashe. Es trabajo no cualificado. Poner una piedra sobre otra. No hacen falta muchos estudios para hacer eso.

—De todas formas no vamos a hacerlo por seis dólares la hora. Si no puede mejorar su oferta, ya puede ir llamando a la policía.

—Ocho, entonces. Es mi última oferta.

—Sigue sin ser suficiente.

—Es usted un terco, ¿eh? ¿Qué tal si lo subiera hasta diez? ¿Qué diría entonces?

—Vamos a hacer cálculos y luego veremos.

—Bien. No nos llevará más de un segundo. Diez dólares cada uno son veinte dólares. Si le echan una media de diez horas de trabajo diarias, digamos, sólo para que las cuentas sean sencillas, estarán ganando doscientos dólares al día. Diez mil dividido por doscientos son cincuenta días. Como estamos a finales de agosto, acabarán de pagar más o menos a mediados de octubre. No es tanto tiempo. Habrán terminado justo cuando las hojas empiecen a cambiar de color.

Poco a poco, Nashe se encontró cediendo a la idea, aceptando gradualmente el muro como la única salida del apuro. Tal vez el agotamiento contribuía a ello —la falta de sueño, la incapacidad de seguir pensando—, pero creía que no era eso. ¿Adónde iba a ir, de todas formas? No tenía dinero, no tenía coche, su vida era una ruina. Aunque no fuera más que eso, quizá esos cincuenta días le darían una oportunidad de hacer inventario, de quedarse quieto por primera vez en más de un año y reflexionar sobre el paso siguiente que debía dar. Era casi un alivio que la decisión ya no dependiera de él, saber que al fin había dejado de correr. Más que un castigo, el muro sería una cura, un camino sin retorno de regreso a la tierra.

Sin embargo, el muchacho estaba fuera de sí, y durante toda la conversación había estado emitiendo ruidos de disgusto y mal humor, horrorizado de la aquiescencia de Nashe y el demencial regateo respecto al jornal. Antes de que Nashe pudiese sellar el trato con un apretón de manos con Flower, Pozzi le agarró por un brazo y anunció que tenía que hablar con él a solas. Luego, sin molestarse en esperar una respuesta, arrancó a Nashe de su asiento con un tirón y lo arrastró hasta el vestíbulo cerrando la puerta de una patada.

—Venga —dijo, aún tirando del brazo de Nashe—. Vámonos. Es hora de marcharse.

Pero Nashe se soltó de su mano y se mantuvo firme.

—No podemos marcharnos —dijo—. Les debemos dinero y a mí no me apetece que me lleven a la cárcel.

—Sólo están faroleando. No pueden meter a la pasma en esto.

—Estás equivocado, Jack. Los tipos que tienen esa cantidad de dinero pueden hacer lo que les dé la gana. En cuanto esos dos les llamaran, los polis vendrían antes de que nos hubiéramos alejado un kilómetro.

—Pareces asustado, Jim. No es buena señal. Te pones feo.

—No estoy asustado. Sólo quiero ser listo.

—Loco, querrás decir. Sigue así, colega, y muy pronto estarás tan loco como ellos.

—Son menos de dos meses, Jack, no es tan terrible. Nos darán de comer, un sitio donde vivir, y antes de que te enteres, nos habremos ido. A lo mejor incluso nos divertimos.

—¿Divertirnos? ¿Le llamas divertirse a levantar piedras? A mí me suena a trabajos forzados.

—No va a matarnos. No por cincuenta días. Además, el ejercicio probablemente nos sentará bien. Es como el levantamiento de pesas. La gente paga un montón de dinero por hacer eso en los gimnasios. Ya hemos pagado la cuota, así que más vale que la aprovechemos.

—¿Cómo sabes que sólo serán cincuenta días?

—Porque ése es el acuerdo.

—¿Y qué pasa si no cumplen el acuerdo?

—Escucha, Jack, no te preocupes tanto. Si tropezamos con algún problema, ya lo resolveremos.

—Es una equivocación fiarse de esos cabrones, te lo digo yo.

—Entonces puede que tengas razón, puede que debas irte ahora. Fui yo el causante de este lío, así que la deuda es responsabilidad mía.

—Soy yo el que perdió.

—Tú perdiste el dinero, pero fui yo el que cortó y perdió el coche.

—¿Quieres decir que te quedarías aquí tú solo?

—Eso es lo que estoy diciendo.

—Entonces es que estás realmente loco, ¿no?

—¿Qué importa que lo esté? Tú eres libre, Jack. Puedes largarte ahora y no te lo reprocharé. Prometido. No te guardaré ningún rencor.

Pozzi miró a Nashe durante un largo momento, debatiéndose con la elección que acababan de darle, buscando en los ojos de Nashe para ver si realmente hablaba en serio. Luego, muy despacio, empezó a formarse una sonrisa en su cara, como si acabara de comprender cuál era la gracia de un oscuro chiste.

—Mierda —dijo—. ¿De veras crees que te dejaría aquí solo, viejo? Si hicieras ese trabajo tú solo, probablemente te quedarías seco de un ataque al corazón.

Nashe no esperaba aquello. Había dado por supuesto que Pozzi se apresuraría a aceptar su ofrecimiento, y durante esos momentos de certidumbre ya había empezado a imaginar cómo sería vivir solo en el prado, tratando de resignarse a aquella soledad, llegando a tal punto de aceptación que casi comenzaba a darle la bienvenida. Pero ahora que el muchacho estaba incluido se alegraba de ello. Cuando volvían a la sala para comunicar su decisión, se sintió aturdido al darse cuenta de lo contento que estaba.

Pasaron la hora siguiente poniéndolo todo por escrito, redactando un documento que consignaba los términos del acuerdo en un lenguaje lo más claro posible, con cláusulas que especificaban la cantidad de la deuda, las condiciones de la devolución, el jornal por hora, etc. Stone lo mecanografió por duplicado y luego firmaron los cuatro. Después de eso, Flower dijo que se iba a buscar a Murks para hacer los preparativos necesarios en lo relativo al remolque, las obras y la compra de provisiones. Aquello le llevaría varias horas, dijo, y mientras tanto ellos podían desayunar en la cocina si tenían apetito. Nashe le hizo una pregunta respecto al diseño del muro, pero Flower le contestó que no se preocupara por eso. Él y Stone ya habían terminado los planos y Murks sabía exactamente lo que había que hacer. Mientras siguieran las instrucciones de Calvin, nada podía salir mal. Con esa nota de optimismo, el gordo salió de la habitación, y Stone condujo a Nashe y Pozzi a la cocina, donde le pidió a Louise que les preparara el desayuno. Luego, murmurando una breve y azorada despedida, el delgado desapareció también.

La sirvienta estaba visiblemente molesta por tener que hacerles el desayuno y, mientras se dedicaba a batir los huevos y freír el bacon, mostró su desagrado negándose a dirigirles la palabra a ninguno de los dos, mascullando por lo bajo una ristra de improperios y comportándose como si la tarea fuese un insulto a su dignidad. Nashe se dio cuenta de que las cosas habían cambiado radicalmente para ellos. Pozzi y él habían sido privados de su rango y en adelante ya no se les trataría como a invitados. Habían sido rebajados al nivel de jornaleros, vagabundos que vienen a mendigar las sobras por la puerta trasera. Era imposible no notar la diferencia, y mientras estaba sentado esperando la comida se preguntó cómo se habría enterado Louise tan rápidamente de su degradación. El día anterior ella se había mostrado perfectamente cortés y respetuosa; ahora, sólo dieciséis horas después, apenas podía disimular su desprecio por ellos. Y sin embargo, ni Flower ni Stone le habían dicho nada. Era como si un comunicado secreto hubiese sido retransmitido silenciosamente por toda la casa, informándola de que él y Pozzi ya no contaban, que habían sido relegados a la categoría de pobres diablos.

Pero el desayuno era excelente y ambos comieron con considerable apetito, devorando grandes cantidades de tostadas con varias tazas de café. No obstante, una vez que sus estómagos estuvieron llenos, en un estado de sopor y durante la siguiente media hora lucharon por mantener los ojos abiertos fumando los cigarrillos de Pozzi. La larga noche les había alcanzado al fin y ninguno de los dos parecía capaz de hablar más. De hecho, el muchacho se durmió en su silla y después de eso Nashe permaneció durante mucho rato mirando al vacío sin ver nada, mientras su cuerpo se rendía a un profundo y lánguido agotamiento.

Murks llegó unos minutos después de las diez, irrumpiendo en la cocina con un estrépito de botas de trabajo y llaves tintineantes. El ruido hizo que Nashe volviera a la vida inmediatamente y estaba de pie antes de que Murks se acercara a la mesa. Pozzi siguió durmiendo, sin embargo, inconsciente del jaleo que le rodeaba.

—¿Qué le pasa? —dijo Murks, señalando con el pulgar a Pozzi.

—Ha tenido una noche muy dura —dijo Nashe.

—Ya, bueno, por lo que he oído tampoco te fueron muy bien las cosas.

—Yo no necesito dormir tanto como él.

Murks consideró el comentario durante un momento y luego dijo:

—Jack y Jim, ¿no? ¿Cuál de los dos eres tú?

—Jim.

—Supongo que eso quiere decir que tu amigo es Jack.

—Buena deducción. A partir de ahí, el resto es fácil. Yo soy Jim Nashe y él es Jack Pozzi. No creo que te cueste demasiado aprendértelo.

—Sí, ya recuerdo. Pozzi. ¿Qué es, una especie de hispano o algo así?

—Más o menos. Es descendiente directo de Cristóbal Colón.

—¿De veras?

—¿Iba yo a inventarme una cosa así?

Murks se quedó callado otra vez, como tratando de asimilar esta curiosa información. Luego, mirando a Nashe con sus ojos azul pálido, cambió bruscamente de tema.

—He sacado tus cosas del coche y las he puesto en el todoterreno —dijo—. Las maletas y todas esas cintas. Me figuré que querrías tenerlas contigo. Dicen que vas a estar aquí algún tiempo.

—¿Y el coche?

—Me lo llevé a mi casa. Si quieres, puedes firmar los papeles del registro mañana. No hay prisa.

—¿Quieres decir que te han dado el coche a ti?

—¿A quién si no? Ellos no lo querían y Louise acaba de comprarse un coche nuevo el mes pasado. Parece un buen coche. Se conduce muy bien.

La afirmación de Murks le golpeó como un puño en el estómago y por un momento se encontró conteniendo las lágrimas. No se le había ocurrido pensar en el Saab y ahora, de repente, la sensación de pérdida fue absoluta, como si acabaran de decirle que su mejor amigo había muerto.

—Claro —dijo, haciendo un gran esfuerzo para no mostrar sus sentimientos—. Tráeme los papeles mañana.

—Bien. Hoy estaremos muy ocupados de todas formas. Hay mucho que hacer. Primero tenéis que instalaros y luego os enseñaré los planos y daremos una vuelta por el lugar. No te puedes figurar cuántas piedras hay. Es como una montaña, eso es lo que es, una verdadera montaña. Nunca en mi vida he visto tantas piedras.

6

No había camino de la casa al prado, por lo que Murks metió el todoterreno directamente por el bosque. Al parecer tenía mucha práctica y se lanzó a una velocidad frenética, maniobrando por entre los árboles con bruscas curvas cerradas y saltando temerariamente sobre las piedras y las raíces descubiertas. El todoterreno hacia un ruido tremendo y los pájaros y las ardillas salían despavoridos cuando se aproximaban, huyendo atropelladamente a través de la oscuridad cubierta de hojas. Cuando Murks llevaba conduciendo de esta forma unos quince minutos, el cielo se iluminó de pronto y se encontraron en un borde herboso tachonado de arbustos bajos y delgados retoños. El prado estaba frente a ellos. Lo primero en que se fijó Nashe fue en el remolque —una estructura verde claro apoyada sobre varias hileras de bloques de madera— y luego, en el otro extremo del prado, vio los restos del castillo de Lord Muldoon. Contrariamente a lo que Murks le había dicho, las piedras no formaban una montaña sino una serie de montañas, una docena de montones desordenados que se alzaban del suelo en diferentes ángulos y elevaciones, un caos de escombros desparramados como un juego de construcción infantil. El prado mismo era mucho más grande de lo que Nashe había creído. Rodeado de bosques por los cuatro costados, parecía cubrir una extensión más o menos equivalente a tres o cuatro campos de fútbol: era un inmenso territorio de hierba corta y áspera, tan plano y silencioso como el fondo de un lago. Nashe se dio la vuelta y buscó la casa con la mirada, pero ya no estaba a la vista. Había imaginado que Flower y Stone estarían en una ventana observándoles con un telescopio o unos prismáticos, pero el bosque se interponía misericordiosamente. El mero hecho de saber que quedaban ocultos a su vista era de agradecer, y en esos primeros momentos después de bajarse del todoterreno empezó a sentir que ya había recobrado una parte de su libertad. Sí, el prado era un lugar desolado, pero también tenía cierta belleza triste, un aire de lejanía y calma que casi podía calificarse de consolador. No sabiendo qué otra cosa pensar, Nashe trató de animarse con eso.

El remolque no estaba mal. Dentro hacía calor y estaba polvoriento, pero era lo suficientemente espacioso como para que dos personas pudieran vivir allí con relativa comodidad: una cocina, un cuarto de baño, un cuarto de estar y dos dormitorios pequeños. La electricidad funcionaba, el wáter también, y cuando Murks abrió el grifo del fregadero salió agua. El mobiliario era escaso y tenía un aspecto apagado e impersonal, pero no era peor que el que se encuentra en el típico motel barato. Había toallas en el cuarto de baño, la cocina estaba equipada con cacharros, platos y cubiertos, en las camas había sábanas y mantas. Nashe se sintió aliviado, pero Pozzi no dijo apenas nada, haciendo todo el recorrido como si su mente estuviera en otra parte. Todavía pensando en el póquer, supuso Nashe. Decidió dejar tranquilo al chico, pero le era difícil no preguntarse cuánto tardaría en superarlo.

Airearon el remolque abriendo las ventanas y poniendo el ventilador en marcha y luego se sentaron en la cocina para estudiar los planos.

—No se trata de nada fantasioso —dijo Murks—, pero probablemente más vale así. Esto va a ser monstruoso y no tiene sentido intentar hacerlo bonito.

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