La música del azar (10 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

—A Willie y a mí siempre nos han encantado las cartas —estaba diciendo Flower—. En Filadelfia jugábamos al póquer todos los viernes por la noche. Era un rito para nosotros y creo que no debimos perdernos más de un puñado de partidas en diez años. Algunas personas van a la iglesia los domingos, pero para nosotros era el póquer de los viernes por la noche. ¡Ah, cómo nos gustaban los fines de semana en aquel entonces! No hay mejor medicina que una partida de cartas amistosa para quitarse de encima las preocupaciones de la vida cotidiana.

—Es relajante —dijo Stone—. Te ayuda a distraerte de los problemas.

—Exactamente —dijo Flower—. Ayuda a abrir el espíritu a otras posibilidades, a dejar la mente limpia. —Hizo una pausa y retomó el hilo de su historia—. El caso es —continuó— que durante muchos años Willie y yo tuvimos nuestros despachos en el mismo edificio de Chestnut Street. Él era optometrista y yo era contable, y todos los viernes cerrábamos a las cinco en punto. La partida era siempre a las siete, y semana tras semana pasábamos esas dos horas exactamente de la misma manera. Primero nos íbamos al quiosco de periódicos de la esquina y comprábamos un billete de lotería y luego cruzábamos la calle para ir a Steinberg’s Deli. Yo pedía siempre un bocadillo de pastrami con pan de centeno y Willie tomaba el de cecina. Hicimos eso durante mucho tiempo, ¿verdad, Willie? Nueve o diez años, diría yo.

—Por lo menos nueve o diez —dijo Stone—. Puede que once o doce.

Nashe había comprendido ya claramente que Flower había contado esa historia muchas veces, pero eso no le impedía disfrutar de la oportunidad de volver a hacerlo. Tal vez era comprensible. La buena suerte no es menos desconcertante que la mala, y si literalmente te han caído del cielo millones de dólares, quizá tienes que contar la historia una y otra vez para convencerte de que te ha sucedido realmente.

—En cualquier caso —siguió Flower—, mantuvimos esta rutina mucho tiempo. La vida continuaba, naturalmente, pero las noches de los viernes eran sagradas y al final resultaron lo más fuerte de todo. La mujer de Willie murió; mi mujer me dejó; sufrimos multitud de decepciones que estuvieron a punto de rompernos el corazón. Pero a pesar de todo eso, las sesiones de póquer en la oficina de Andy Dugan en el quinto piso continuaron con la precisión de un reloj. Nunca nos fallaron, podíamos contar con ellas pasara lo que pasase.

—Y luego —le interrumpió Nashe—, de pronto, se volvieron ricos.

—Así, de golpe —dijo Stone—. Una cosa de lo más inesperada.

—Fue hace casi siete años —dijo Flower, tratando de no perder el hilo del relato—. El cuatro de octubre, para ser exactos. Hacía varias semanas que nadie había acertado el número ganador y el premio gordo había alcanzado la cifra más alta de todos los tiempos. Más de veinte millones de dólares, aunque no se lo crean, una suma verdaderamente asombrosa. Willie y yo llevábamos años jugando y hasta entonces nunca habíamos ganado un penique, ni un centavo a cambio de los cientos de dólares que habíamos gastado. Ni lo esperábamos. Al fin y al cabo, las probabilidades son siempre las mismas, juegues las veces que juegues. Millones y millones contra una, remotísimas. Creo que comprábamos esos billetes para poder hablar de lo que haríamos con el dinero si alguna vez llegábamos a ganar. Ese era uno de nuestros pasatiempos favoritos: sentarnos en Steinberg’s Dell con nuestros bocadillos e inventar historias sobre cómo viviríamos si la suerte nos sonreía de repente. Era un juego inofensivo y nos hacía felices dejar volar nuestra imaginación de esa manera. Hasta se le podría llamar terapéutico. Imaginas otra vida para ti y eso hace que tu corazón siga latiendo.

—Es bueno para la circulación —dijo Stone.

—Exactamente —dijo Flower—. Engrasa un poco el viejo mecanismo.

En ese momento llamaron a la puerta con los nudillos y la doncella entró empujando un carrito de bebidas heladas y sandwiches. Flower detuvo su relato mientras distribuían la merienda, pero en cuanto los cuatro estuvieron de nuevo instalados en sus sillones, lo reanudó inmediatamente.

—Willie y yo siempre comprábamos a medias un solo billete —dijo—. Era más agradable así, ya que no entrábamos en competencia. ¡Figúrense si hubiese ganado uno solo! Para él hubiera sido impensable no compartir el premio con el otro, así que en lugar de tener ese lío, sencillamente íbamos a medias. Uno de nosotros elegía el primer número, el otro el segundo y así hasta que habíamos perforado todos los agujeros. Nos acercamos bastante unas cuantas veces, no sacamos el gordo solamente por un número o dos. Una pérdida es una pérdida, pero debo decir que encontrábamos esos
casis
muy emocionantes.

—Nos animaban a continuar —dijo Stone—. Nos hacían creer que todo era posible.

—El día en cuestión —continuó Flower—, el cuatro de octubre de hará siete años, Willie y yo hicimos los agujeros pensándolo un poco más que de costumbre. No sé por qué sería, pero por alguna razón incluso discutimos los números que íbamos a elegir. Yo he trabajado con números toda mi vida, claro está, y al cabo de algún tiempo empiezas a pensar que cada número tiene su propia personalidad. Un doce es muy diferente de un trece, por ejemplo. El doce es honrado, concienzudo, inteligente, mientras que el trece es un solitario, un tipo turbio que no se lo pensaría dos veces si tuviera que infringir la ley para conseguir lo que quiere. El once es duro, deportivo, le gusta caminar por los bosques y escalar montañas; el diez es bastante bobo, un blando que siempre hace lo que le mandan; el nueve es profundo y místico, un Buda de la contemplación. No quiero aburrirles con esto, pero estoy seguro de que entenderán lo que quiero decir. Es todo muy privado, pero todos los contables con los que he hablado me han dicho siempre lo mismo. Los números tienen alma, y uno no puede evitar relacionarse con ellos de una forma personal.

—Así que allí estábamos —dijo Stone—, con el billete de lotería en las manos, tratando de decidir qué números elegir.

—Y miré a Willie —dijo Flower— y dije: «Primos.» Y Willie me miró a mí y contestó: «Por supuesto.» Porque eso era precisamente lo que me iba a decir. Yo pronuncié la palabra una fracción de segundo antes que él, pero a él se le había ocurrido la misma idea. Números primos. Era tan limpio y elegante… Números que se niegan a cooperar, que no cambian ni se dividen, números que permanecen inalterables para toda la eternidad. Así que escogimos una secuencia de números primos y luego cruzamos la calle y nos tomamos nuestros bocadillos.

—Tres, siete, trece, diecinueve, veintitrés y treinta y uno —dijo Stone.

—Nunca lo olvidaré —dijo Flower—. Fue la combinación mágica, la llave de las puertas del cielo.

—Pero nos dejó aturdidos de todas formas —dijo Stone—. Durante las dos primeras semanas no sabíamos qué pensar.

—Fue el caos —dijo Flower—. Televisión, periódicos, revistas. Todo el mundo quería hablar con nosotros y hacernos fotos. Aquello tardó un tiempo en pasar.

—Éramos famosos —dijo Stone—. Verdaderos héroes populares.

—Pero nunca diJimos ninguna de esas tonterías que dicen otros ganadores —comentó Flower—. Las secretarias que dicen que conservarán su empleo, los fontaneros que juran que seguirán viviendo en sus diminutos apartamentos. No, Willie y yo nunca fuimos tan estúpidos. El dinero cambia las cosas, y cuanto más dinero tengas, mayores serán esos cambios. Además, nosotros ya sabíamos lo que íbamos a hacer con las ganancias. Habíamos hablado tanto de ello que ciertamente no era ningún misterio para nosotros. Una vez que se acabó el barullo, vendí mi parte de la firma y Willie hizo otro tanto con su negocio. En ese momento ni siquiera tuvimos que pensarlo. Era un resultado inevitable.

—Pero eso fue sólo el principio —dijo Stone.

—Efectivamente —dijo Flower—. No nos dormimos en los laureles. Ingresando más de un millón al año, podíamos hacer prácticamente lo que nos diera la gana. Incluso después de comprar esta casa, nada nos impedía usar el dinero para hacer más dinero.

—¡El país de los pavos! —exclamó Stone, soltando una breve risotada.

—Bingo, una diana perfecta —dijo Flower—. En cuanto nos hicimos ricos empezamos a hacernos más ricos. Y una vez que fuimos muy ricos, llegamos a ser fabulosamente ricos. Yo entendía de inversiones, después de todo. Habíamos estado tantos años manejando el dinero de otras personas que, como es natural, había aprendido algún que otro truco. Pero, para ser sinceros con ustedes, nunca supusimos que las cosas saldrían tan bien como salieron. Primero fue la plata. Luego los eurodólares. Después el mercado de artículos de consumo. Bonos basura, superconductores, bienes raíces. Cualquier sector que se les ocurra, seguro que hemos obtenido beneficios en él.

—Bill tiene el toque de Midas —dijo Stone—. Una mano que deja pequeñas a todas las demás.

—Ganar la lotería fue una cosa —dijo Flower—, pero uno pensaría que ahí se acababa la historia. Un milagro que sólo ocurre una vez en la vida. Pero nuestra racha de buena suerte ha continuado. Hagamos lo que hagamos, todo parece salirnos bien. Ahora nos llueve tanto dinero que la mitad lo damos para fines benéficos, y así y todo tenemos tanto que ya no sabemos qué hacer con él. Es como si Dios nos hubiera escogido. Nos ha colmado de fortuna y nos ha elevado a las cimas de la felicidad. Sé que esto puede sonar presuntuoso, pero a veces siento que nos hemos vuelto inmortales.

—Puede que estéis nadando en pasta —dijo Pozzi, entrando al fin en la conversación—, pero no se os dio tan bien cuando jugasteis conmigo al póquer.

—Es cierto —dijo Flower—. Muy cierto. En los últimos siete años es la única vez que nos ha fallado la suerte. Willie y yo metimos mucho la pata aquella noche, y tú nos diste una soberana paliza. Por eso teníamos tantas ganas de organizar la revancha.

—¿Qué os hace pensar que esta vez va a ser diferente? preguntó Pozzi.

—Me alegro de que hagas esa pregunta —contestó Flower—. Después de que nos derrotaras el mes pasado, Willie y yo nos sentimos humillados. Siempre nos habíamos considerado unos jugadores bastante respetables, pero tú nos demostraste que estábamos equivocados. Así que, en lugar de renunciar, decidimos mejorar. Hemos estado practicando día y noche. Hasta hemos recibido lecciones de alguien.

—¿Lecciones? —dijo Pozzi.

—De un hombre que se llama Sid Zeno —contestó Flower—. ¿Has oído hablar de él?

—Claro que he oído hablar de Sid Zeno —respondió Pozzi—. Vive en Las Vegas. Ya va para viejo, pero fue uno de los seis mejores jugadores del país.

—Sigue teniendo una excelente reputación —dijo Flower—. Así que le trajimos en avión desde Nevada y terminó pasando una semana con nosotros. Creo que esta vez comprobarás que nuestro juego ha mejorado mucho, Jack.

—Eso espero —dijo Pozzi, evidentemente nada impresionado, pero tratando de seguir siendo cortés—. Sería una lástima haber gastado todo ese dinero en clases sin sacar nada de ellas. Apuesto a que el viejo Sid cobró una buena cantidad por sus servicios.

—No salió barato —respondió Flower—. Pero valió la pena. En un momento dado le pregunté si había oído hablar de ti, pero me confesó que no conocía tu nombre.

—Bueno, el viejo Sid está un poco fuera de onda hoy en día —dijo Pozzi—. Además, yo estoy aún al principio de mi carrera. Todavía no se ha corrido la voz.

—Supongo que se podría decir que Willie y yo también estamos al principio de nuestra carrera —dijo Flower, levantándose del sillón y encendiendo otro puro—. La partida de esta noche será emocionante, por lo menos. Me apetece muchísimo.

—A mí también, Bill —dijo Pozzi—. Va a ser explosiva.

Comenzaron la visita a la casa en la planta baja, recorriendo una habitación tras otra mientras Flower les hablaba de los muebles, las reformas arquitectónicas y los cuadros que colgaban de las paredes. Ya en la segunda habitación, Nashe notó que el hombretón rara vez olvidaba mencionar lo que había costado cada cosa y, a medida que el catálogo de gastos aumentaba, descubrió que estaba desarrollando una clara antipatía hacia aquel grosero individuo que parecía tan engreído y que disfrutaba tan desvergonzadamente con los nimios detalles de su mentalidad de contable. Como antes, Stone no dijo casi nada, excepto algún que otro comentario incoherente o redundante, el perfecto pelotillero esclavo de su amigo, más voluminoso y agresivo. La situación comenzó a deprimir a Nashe y llegó un momento en que apenas podía pensar más que en lo absurdo de su estancia allí, enumerando las extrañas conjunciones del azar que le habían llevado a aquella casa en aquel momento, al parecer con el único fin de escuchar el jactancioso parloteo de aquel desconocido gordo e hinchado. De no haber sido por Pozzi, podía haber caído en un serio estado de pánico. Pero allí estaba el muchacho, yendo alegremente de habitación en habitación, rebosante de sarcástica cortesía mientras fingía seguir lo que Flower explicaba. Nashe no pudo por menos que admirarle por su espíritu, por su habilidad para sacar el máximo partido de la situación. Cuando Pozzi le hizo un rápido guiño de diversión en la tercera o cuarta habitación, se sintió casi agradecido, como si fuera un rey taciturno al que las chanzas del bufón de su corte levantan el ánimo.

La cosa mejoró considerablemente cuando subieron al primer piso. En lugar de enseñarles los dormitorios que había detrás de las seis puertas cerradas en el vestíbulo principal, Flower les llevó al final del pasillo y abrió una séptima puerta que conducía a lo que él llamó el «ala este». Aquella puerta era casi invisible, y Nashe no se percató de ella hasta que Flower puso la mano en el picaporte y empezó a abrirla. Cubierta con el mismo papel que el resto del pasillo (un feo y anticuado dibujo de flores de lis en apagados tonos rosa y azul), la puerta estaba tan hábilmente camuflada que se fundía en la pared. La sala este, explicó Flower, era donde Willie y él pasaban la mayor parte de su tiempo. Era una nueva sección de la casa que ellos habían construido poco después de trasladarse a la mansión (y aquí dijo la cantidad exacta que había costado, una cifra que Nashe trató de olvidar rápidamente), y el contraste entre la casa vieja, oscura y con cierto olor a humedad, y esta nueva ala era imponente, casi asombroso. En el momento en que cruzaron el umbral se encontraron bajo un cristal de muchas facetas. La luz caía a raudales desde arriba, inundándoles con la claridad de media tarde. Los ojos de Nashe tardaron un momento en adaptarse, pero luego vio que aquello no era más que un corredor. Directamente enfrente de ellos había otra pared recién pintada de blanco con dos puertas cerradas.

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