—Investigador de conflictos laborales, ¿eh? La compañía te llama cuando hay un problema y entonces tú te paseas por la oficina buscando agujeros que tapar. Eso es gestión de alto nivel. Debes haber ganado una pasta.
—No, me refiero a fuegos de verdad. De los que se apagan con mangueras, el viejo sistema de la escalera. Hachas, edificios ardiendo, gente saltando por las ventanas. Lo que se lee en los periódicos.
—Me estás tomando el pelo.
—Es verdad. Estuve en el cuerpo de bomberos de Boston cerca de siete años.
—Pareces muy orgulloso de ti mismo.
—Supongo que lo estoy. Hacía bien mi trabajo.
—Si te gustaba tanto, ¿por qué lo dejaste?
—Tuve suerte. De repente llegó mi barco.
—¿Te tocó la lotería irlandesa o algo así?
—Fue más como el regalo de graduación del que me hablaste.
—Pero más grande.
—Sí.
—¿Y ahora? ¿A qué te dedicas ahora?
—Ahora mismo estoy sentado en este coche contigo, muchachito, confiando en que esta noche me saques las castañas del fuego.
—Un auténtico aventurero.
—Eso es. Simplemente sigo a mi nariz y espero a ver qué pasa.
—Bienvenido al club.
—¿Club? ¿Qué club es ése?
—La Hermandad Internacional de Perros Perdidos. ¿Cuál iba a ser? Te admitimos como socio de pleno derecho con carnet. Número de serie cero, cero, cero, cero.
—Creí que ése sería tu número.
—Lo es. Pero también es el tuyo. Esa es una de las ventajas de la Hermandad. Todos los socios tienen el mismo número.
Cuando llegaron a Flemington la tormenta ya había pasado. La luz del sol se abrió paso por entre las nubes que se dispersaban y la tierra húmeda relucía con una súbita, casi sobrenatural claridad. Los árboles destacaban más nítidamente contra el cielo y hasta las sombras parecían marcarse más profundamente en el suelo, como si sus oscuros e intrincados perfiles hubiesen sido grabados con la precisión de un escalpelo. A pesar de la tormenta, Nashe había hecho una buena media e iban un poco adelantados sobre el horario previsto. Decidieron parar a tomar una taza de café, y ya que estaban en el pueblo, aprovechar la ocasión para vaciar la vejiga y comprar un cartón de cigarrillos. Pozzi explicó que normalmente no fumaba, pero le gustaba tener cigarrillos a mano siempre que jugaba a las cartas. El tabaco era un apoyo útil y le ayudaba a evitar que sus oponentes le observaran demasiado atentamente, como si literalmente pudiera ocultar sus pensamientos detrás de una nube de humo. Lo importante era permanecer inescrutable, levantar un muro alrededor de uno mismo y no dejar entrar a nadie. El juego era algo más que simplemente apostar basándote en tus cartas, era estudiar a tus oponentes en busca de debilidades, leer sus gestos tratando de descubrir tics y reacciones reveladoras. Una vez que conseguías detectar una pauta de conducta, la ventaja estaba claramente a tu favor. Por la misma razón, el buen jugador siempre hacía todo lo posible para negarles esa ventaja a los demás.
Nashe pagó los cigarrillos y se los dio a Pozzi, quien se metió el cartón de Marlboro bajo el brazo. Luego salieron de la tienda y dieron un breve paseo por la calle principal, sorteando los pequeños grupos de turistas veraniegos que habían reaparecido con el sol. Después de un par de manzanas, llegaron a un viejo hotel con una placa en la fachada que informaba de que los reporteros que cubrían el juicio por el secuestro del hijo de Lindbergh se habían alojado allí en los años treinta. Nashe le explicó a Pozzi que probablemente Bruno Hauptmann era inocente, que había nuevas pruebas que parecían indicar que el hombre ejecutado no era culpable del crimen. Luego siguió hablando sobre Lindbergh, el prototipo del héroe americano, y comentó que durante la guerra se había vuelto fascista, pero Pozzi parecía aburrido con su pequeña conferencia, así que dieron media vuelta y regresaron al coche.
No fue difícil encontrar el puente en Frenchtown, pero una vez que cruzaron el Delaware y entraron en Pennsylvania, la ruta se volvió más incierta. Ockham estaba a sólo veintitrés kilómetros del río, pero tenían que hacer una serie de complicadas desviaciones para llegar allí y acabaron rodando lentamente por estrechos y serpenteantes caminos durante casi cuarenta minutos. De no ser por la tormenta, la cosa habría sido un poco más rápida, pero el suelo estaba embarrado, y una o dos veces tuvieron que bajarse del coche para retirar ramas caídas que les cortaban el paso. Pozzi comprobaba continuamente las indicaciones que había anotado mientras hablaba por teléfono con Flower, y anunciaba cada punto de referencia cuando aparecía a la vista: un puente cubierto, un buzón azul, una peña gris con un círculo negro pintado. Al cabo de un rato empezaron a tener la impresión de que iban por un laberinto y cuando finalmente llegaron a la última desviación reconocieron que les habría resultado muy difícil encontrar el camino de vuelta al río.
Pozzi no había visto nunca la casa, pero le habían dicho que era un lugar grande e imponente, una mansión con veinte habitaciones rodeada de más de ciento veinte hectáreas de terreno. Desde la carretera, sin embargo, nada hacía suponer la riqueza que se hallaba detrás de la barrera de árboles. Un buzón plateado con los nombres de F
LOWER
y S
TONE
se alzaba al lado de un camino sin asfaltar que se adentraba por una densa masa de bosque y arbustos. Tenía un aspecto abandonado, como si fuera la entrada a una vieja y destartalada granja. Nashe metió el Saab por el camino y avanzó despacio unos quinientos o seiscientos metros, lo suficiente como para empezar a dudar de si el camino llevaría a alguna parte. Pozzi no dijo nada, pero Nashe notaba su preocupación, un silencio malhumorado y mohíno que parecía decir que él también estaba comenzando a dudar de la empresa. Sin embargo, al final el camino comenzó a hacerse más empinado y cuando la cuesta se acabó, unos minutos después, pudieron ver una alta verja de hierro a unos cincuenta metros. Siguieron, y al llegar a la verja la parte superior de la casa se hizo visible entre los barrotes: una inmensa estructura de ladrillo que se alzaba en la cercana distancia, con cuatro chimeneas destacando contra el cielo y el sol rebotando en el inclinado tejado de pizarra.
La puerta estaba cerrada. Pozzi se bajó del coche para abrirla, pero después de dar dos o tres tirones en el picaporte se volvió hacia Nashe y negó con la cabeza, indicando que estaba cerrada con llave. Nashe dejó el coche en punto muerto, puso el freno de mano y se bajó para ver qué se podía hacer. De pronto el aire le pareció más fresco, y de la sierra venía una fuerte brisa que agitaba el follaje con la primera y leve señal del otoño. Un arrollador sentimiento de felicidad inundó a Nashe cuando puso el pie en el suelo y se irguió. Duró sólo un instante, luego dio paso a una breve, casi imperceptible sensación de mareo, que desapareció en cuanto echó a andar hacia Pozzi. Después de eso su cabeza pareció quedarse curiosamente vacía, y por primera vez en muchos años cayó en uno de aquellos trances que a veces le afligían de muchacho: un brusco y radical desplazamiento de su orientación interior, como si el mundo que le rodeaba hubiese perdido de pronto su realidad. Le hacia sentirse como una sombra, como alguien que se ha quedado dormido con los ojos abiertos.
Tras examinar la puerta durante un momento, Nashe descubrió un pequeño botón blanco en uno de los pilares de piedra que sostenían la verja de hierro. Supuso que estaba conectado con un timbre dentro de la casa y lo apretó con la punta del índice. Como no oyó ningún sonido, lo apretó de nuevo para asegurarse, pues no sabía si tenía que sonar fuera. Pozzi frunció el ceño, impacientándose con tanto retraso, pero Nashe esperó en silencio, respirando los olores de la tierra húmeda, gozando de la tranquilidad que le rodeaba. Unos veinte segundos después vieron a un hombre que venia trotando de la casa en dirección a ellos. A medida que la figura se acercaba, Nashe dedujo que no podía ser ni Flower ni Stone, al menos a juzgar por la descripción de Pozzi. Éste era un hombre macizo, de edad indeterminada, vestido con pantalones de faena azules y una camisa de franela roja, y por su ropa Nashe supuso que era alguien que pertenecía al servicio de algún tipo: el jardinero o tal vez el guarda. El hombre les habló a través de los barrotes, todavía jadeante por la carrera.
—¿Qué desean, muchachos? —dijo.
Era una pregunta neutra, ni amable ni hostil, como fuera la misma pregunta que le hacía a cada visitante que venía a la casa. Cuando Nashe examinó al hombre más atentamente, le chocó el notable azul de sus ojos, un azul tan claro que los ojos casi desaparecían cuando les daba el sol.
—Hemos venido a ver al señor Flower —dijo Pozzi.
—¿Son los dos de Nueva York? —quiso saber el hombre, mirando más allá de ellos hacia el Saab parado en el camino de tierra.
—Efectivamente —contestó Pozzi—. Venimos directos del Hotel Plaza.
—¿Qué me dicen del coche entonces? —dijo el hombre, pasándose los gruesos dedos por el pelo rubio canoso.
—¿Qué pasa con el coche? —preguntó Pozzi.
—Pues que no lo entiendo —dijo el hombre—. Ustedes vienen de Nueva York, pero la matrícula del coche dice Minnesota, «la tierra de los diez mil lagos». Me parece a mí que eso cae en dirección contraria.
—¿Le pasa algo en la cabeza, jefe? —dijo Pozzi—. ¿Qué coño importa de dónde sea el coche?
—No hace falta que se ponga así, hombre —respondió el otro—. Yo estoy cumpliendo con mi trabajo. Mucha gente viene merodeando por aquí y no podemos dejar que se cuele nadie que no esté invitado.
—Nosotros sí estamos invitados —dijo Pozzi, tratando de dominar su mal genio—. Venimos a jugar a las cartas. Si no me cree, vaya a preguntarle a su jefe. Flower o Stone, da igual. Los dos son amigos míos.
—Se llama Pozzi —añadió Nashe—. Jack Pozzi. Supongo que le habrán dicho que le esperaban.
El hombre se metió la mano en el bolsillo de la camisa, sacó un pedacito de papel, lo ocultó en la palma y lo estudió brevemente con el brazo extendido.
—Jack Pozzi —repitió—. ¿Y usted quién es? —preguntó mirando a Nashe.
—Nashe —contestó éste—. Jim Nashe.
El hombre se guardó el trozo de papel en el bolsillo y suspiro.
—No dejar pasar a nadie sin nombre —dijo—. Esa es la regla. Deberían habérmelo dicho desde el principio. Así no habría habido ningún problema.
—No nos lo preguntó —dijo Pozzi.
—Sí —masculló el hombre, casi para sí—. Bueno, a lo mejor se me ha olvidado.
Sin decir nada más, abrió la doble puerta de la verja y señaló hacia la casa que había detrás de él. Nashe y Pozzi volvieron al coche y entraron en el recinto.
El timbre de la puerta sonó con las primeras notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Ambos sonrieron estúpidamente por la sorpresa, pero antes de que pudieran hacer ningún comentario, una doncella negra vestida con un uniforme gris almidonado les abrió la puerta y les hizo pasar. Les condujo a través de un gran vestíbulo con el suelo de baldosas blancas y negras, atestado de piezas de escultura rotas (una ninfa desnuda a la que le faltaba el brazo derecho, un cazador sin cabeza, un caballo sin patas que flotaba sobre un plinto de piedra con una barra de hierro unida al vientre), luego les hizo cruzar un comedor de techo alto con una enorme mesa de nogal en el centro y recorrer un pasillo mal iluminado cuyas paredes estaban decoradas con una serie de pequeños cuadros de paisajes, y finalmente llamó a una pesada puerta de madera. Contestó una voz desde dentro y la doncella abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar entrar a Nashe y a Pozzi.
—Sus invitados están aquí —dijo, casi sin mirar hacia la habitación, y luego cerró la puerta y se fue rápida y silenciosamente.
Era una habitación enorme, casi exageradamente masculina. De pie en el umbral durante los primeros instantes, Nashe se fijó en la madera oscura que cubría las paredes, la mesa de billar, la gastada alfombra persa, la chimenea de piedra, los sillones de cuero, el ventilador de techo girando. Le recordó más que nada el decorado de una película, una imitación de un club de hombres británico en algún lejano lugar colonial a principios de siglo. Se dio cuenta de que eso lo había provocado Pozzi. Tanto hablar de Laurel y Hardy había dejado en la mente de Nashe una asociación con Hollywood, y ahora que estaba allí le resultaba difícil no ver la casa como un espejismo.
Flower y Stone llevaban trajes de verano de color blanco. Uno estaba de pie junto a la chimenea fumando un puro y el otro sentado en un sillón de cuero con un vaso en la mano que lo mismo podía contener agua que ginebra. Los trajes blancos contribuían sin duda al ambiente colonial, pero una vez que Flower habló para darles la bienvenida con su áspera aunque no desagradable voz americana, el espejismo se hizo pedazos. Sí, pensó Nashe, uno era gordo y el otro delgado, pero ahí se acababa el parecido. Stone parecía tenso y demacrado, y recordaba más a Fred Astaire que a la cara larga y llorosa de Laurel, y Flower era más fornido que gordo, con una cara de fuerte mandíbula que recordaba a algún personaje pesado como Edward Arnold o Eugene Pallette más que al corpulento pero ágil Hardy. Pero a pesar de estas sutiles diferencias, Nashe entendía a lo que se refería Pozzi.
—Saludos, caballeros —dijo Flower, acercándose a ellos con la mano extendida—. Encantado de que hayan podido venir.
—Hola, Bill —dijo Pozzi—. Me alegro de volver a verte. Este es mi hermano mayor, Jim.
—Jim Nashe, ¿no? —dijo Flower cordialmente.
—Eso es —dijo Nashe—. Jack y yo somos hermanastros. La misma madre, diferentes padres.
—No sé quién será el responsable —dijo Flower, señalando con la cabeza en dirección a Pozzi—, pero es un jugador de póquer endiablado.
—Le inicié yo cuando no era más que un chiquillo —dijo Nashe, incapaz de resistirse al papel—. Cuando se ve que hay talento es un deber estimularlo.
—Así es —dijo Pozzi—. Jim fue mi mentor. Me enseñó todo lo que sé.
—Pero ahora me da sopas con honda —comentó Nashe—. Ya ni siquiera me atrevo a sentarme a la misma mesa que él.
A todo esto Stone había logrado ya levantarse de su sillón y venía hacia ellos, aún con la copa en la mano. Se presentó a Nashe, le estrechó la mano a Pozzi y un momento después los cuatro estaban sentados en torno a la chimenea vacía esperando que les trajeran la merienda. Puesto que Flower llevaba todo el peso de la conversación, Nashe dedujo que era el elemento dominante de los dos, pero a pesar de toda la cordialidad y el fanfarrón sentido del humor del gordo, Nashe se encontró más atraído hacia el silencioso y tímido Stone. El flaco escuchaba atentamente lo que los otros decían y, aunque hacía pocos comentarios (balbuceando confusamente cuando hablaba, casi azorado por el sonido de su propia voz), había una calma y serenidad en sus ojos que Nashe encontraba profundamente simpática. Flower era todo agitación y precipitada buena voluntad, pero había algo tosco en él, pensó Nashe, un filo de ansiedad que le hacía parecer incómodo consigo mismo. Stone, por el contrario, era un tipo más sencillo y dulce, un hombre sin pretensiones que se sentía a gusto en su pellejo. Pero Nashe se daba cuenta de que éstas eran sólo las primeras impresiones. Mientras observaba a Stone, que continuaba bebiendo sorbos del claro líquido que había en su vaso, se le ocurrió que tal vez estuviese borracho.