La música del azar (7 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

—Tenías que inventarte algo. No es posible dejarlo en blanco. La mente no te lo permite.

—Puede. Pero la verdad es que me inventé un montón de mierda. Estaba metido en ella hasta el cuello.

—¿Qué pasó cuando al fin se presentó?

—Esta vez llamó primero y habló con mi madre. Recuerdo que yo ya estaba en la cama y ella subió a mi cuarto para decírmelo. «Quiere que pases el fin de semana con él en Nueva York», me dijo, y no era difícil ver que estaba furiosa. «Qué jeta tiene el muy hijoputa, ¿no?» repetía. «Qué jeta la de ese hijoputa.» El viernes por la tarde se para delante de casa en otro Cadillac. Éste era negro, y recuerdo que él llevaba uno de esos abrigos de pelo de camello y estaba fumando un gran cigarro. No tenía nada que ver con James Bond. Parecía un personaje salido de una película de Al Capone.

—Esta vez era invierno.

—Pleno invierno, y helaba. Cruzamos el Lincoln Tunnel, nos inscribimos en el Plaza y luego nos fuimos a Gallagher’s, en la calle Cincuenta y dos. Todavía recuerdo el sitio. Cientos de solomillos colgados en el escaparate, era como para volverse vegetariano. Pero el comedor estaba bien. Las paredes estaban cubiertas de fotos de políticos, deportistas y estrellas de cine, y reconozco que yo estaba muy impresionado. Ese era el propósito del fin de semana, supongo. Mi padre quería impresionarme, y consiguió hacer un buen trabajo. Después de cenar fuimos a los combates del Garden. Al día siguiente volvimos allí para ver un partido de baloncesto y el domingo fuimos al estadio a ver a los Giants jugando contra los Redskins. Y no creas que nos sentamos en las gradas. A cincuenta metros, amigo, las mejores localidades del estadio. Sí, yo estaba impresionado, estaba absolutamente boquiabierto. Y a todas partes donde íbamos, mi viejo va separando billetes de un grueso fajo que lleva en el bolsillo. De diez, de veinte, de cincuenta…, ni se molestaba en mirar. Daba propinas como si nada, ¿entiendes? A los acomodadores, a los camareros, a los botones. Todos ponían la mano y él les soltaba los pavos como si no hubiera mañana.

—Estabas impresionado. Pero ¿lo pasaste bien?

—No mucho. Verás, si así era como vivía la gente, entonces ¿qué había hecho yo todos aquellos años? ¿Sabes lo que quiero decir?

—Creo que sí.

—Era difícil hablar con él, y la mayor parte del tiempo yo me sentía incómodo, bloqueado. Estuvo fardando conmigo todo el fin de semana, contándome sus negocios, tratando de que yo pensara que era un tío grande, pero la realidad es que yo no sabía de qué coño estaba hablando. También me dio muchos consejos. «Prométeme que terminarás los estudios en el instituto», me dijo dos o tres veces, «prométeme que terminarás los estudios en el instituto para que no te conviertas en un pobre diablo.» Yo no era más que un enano que estaba en sexto, ¿qué iba yo a saber del instituto y esos rollos? Pero me lo hizo prometer, así que le di mi palabra. Resultó un poco horripilante. Pero lo peor fue cuando le conté lo que había hecho con los cien dólares que me había dado la última vez. Pensé que le gustaría saberlo, pero en realidad le escandalizó, lo vi en su cara, reaccionó como si le hubiera ofendido o algo así. «Guardar el dinero es cosa de tontos», dijo. «No es más que un asqueroso pedazo de papel, muchacho, y no te servirá de nada metido en una caja.»

—Palabras de un tipo duro.

—Sí, quería demostrarme que era un tipo muy duro. Pero quizá no hizo el efecto que él pensaba. Recuerdo que volví a casa el domingo por la noche, estaba bastante trastornado. Me dio otro billete de cien dólares, y al día siguiente salí a gastármelo después de la escuela, así, sin más. Él me había dicho que me lo gastara y eso hice. Pero lo extraño fue que no me apetecía usar el dinero en algo para mí. Me fui a una joyería y le compré un collar de perlas a mi madre. Todavía recuerdo el precio. Ciento ochenta y nueve dólares, impuestos incluidos.

—¿Y qué hiciste con los otros once dólares?

—Le compré una gran caja de bombones. Una de esas cajas rojas en forma de corazón.

—Debió de ponerse muy contenta.

—Sí, se conmovió y se echó a llorar cuando le di los regalos. Me alegré de haberlo hecho. Me hizo sentirme bien.

—¿Qué me dices del instituto? ¿Mantuviste tu promesa?

—¿Crees que soy estúpido? Claro que terminé los estudios en el instituto. Y además bien. Tuve una media de aprobado y jugué en el equipo de baloncesto. Era un auténtico triunfador.

—¿Qué hacías, jugar con zancos?

—Era el escolta, hombre, y te diré que se me daba muy bien. Me llamaban el Ratón. Era tan rápido que lograba pasar el balón por entre las piernas de los jugadores. En un partido batí el récord del instituto con quince asistencias. Era un hombrecito muy duro en la pista.

—Pero no tuviste ofertas de beca de ninguna universidad.

—Recibí algunas migajas, pero nada que realmente me interesara. Además, pensé que podía ganarme mejor la vida jugando al póquer que haciendo unos cursos de administración de empresas en una escuela técnica de mierda.

—Así que te buscaste un puesto en unos grandes almacenes.

—Temporalmente. Pero luego mi viejo me hizo un regalo de graduación. Me mandó un cheque de cinco mil dólares. ¿Qué te parece? No veo al muy cabrón en seis años y luego se acuerda de mi graduación en el instituto. Lo mío sí que fueron reacciones encontradas. Podía haberme muerto de felicidad. Pero también tenía ganas de darle una patada en los huevos a ese hijoputa.

—¿Le mandaste una nota dándole las gracias?

—Sí, claro. Era algo obligado, ¿no? Pero él nunca me contestó. No he vuelto a saber de él.

—Cosas peores han sucedido, creo yo.

—Mierda, ya no me importa. Probablemente sea mejor así.

—¿Y ése fue el principio de tu carrera?

—Exactamente. Ese fue el principio de mi gloriosa carrera, mi ininterrumpida marcha hacia las cumbres de la fama y la fortuna.

Después de esta conversación Nashe notó un cambio en sus sentimientos hacia Pozzi. Cierta suavización, un gradual aunque renuente reconocimiento de que había algo intrínsecamente simpático en el muchacho. Eso no significaba que Nashe estuviera dispuesto a confiar en él, pero a pesar de toda su cautela experimentaba un nuevo y creciente impulso de cuidarle, de asumir el papel de guía y protector de Pozzi. Quizá tuviese algo que ver con su tamaño, con su cuerpo malnutrido, casi atrofiado —como si su pequeñez sugiriese algo aún incompleto—, pero también podría ser consecuencia de la historia que le había contado sobre su padre. Durante todo el relato de los recuerdos de Pozzi, inevitablemente Nashe había estado pensando en su propia infancia, y la curiosa correspondencia que encontró entre sus vidas le había tocado una cuerda sensible: el temprano abandono, el inesperado regalo de dinero, la perdurable cólera. Una vez que un hombre empieza a reconocerse en otro, ya no puede considerar a esa persona un extraño. Quiera o no, se ha establecido un vínculo. Nashe se dio cuenta de que esos pensamientos eran una trampa potencial, pero en ese momento era poco lo que podía hacer para evitar sentirse atraído hacia ese ser perdido y demacrado. La distancia entre ellos se había estrechado de repente.

Nashe decidió posponer la prueba de las cartas por el momento y ocuparse del guardarropa de Pozzi. Las tiendas cerrarían al cabo de pocas horas y no tenía sentido hacer que el chico andara por ahí el resto del día con su enorme atuendo de payaso. Nashe comprendió que probablemente debería haber sido más severo al respecto, pero Pozzi estaba claramente exhausto y él no tenía valor para obligarle a hacer una exhibición inmediata. Eso era un error, naturalmente. Si el póquer era un juego de resistencia, de cálculos rápidos en situaciones de tensión, ¿qué mejor momento para poner a prueba la capacidad de alguien que cuando su mente estaba obnubilada por el agotamiento? Con toda probabilidad, Pozzi fracasaría en la prueba y el dinero que Nashe estaba a punto de gastarse en ropa para él sería dinero perdido. No obstante, dada la inminencia de la decepción, Nashe no tenía prisa por ir al grano. Deseaba saborear sus expectativas un poco más, engañarse para creer que aún había algún motivo de esperanza. Además, le apetecía mucho la pequeña excursión de compras que había planeado. Unos cientos de dólares no tendrían mucha importancia a la larga, y la idea de ver a Pozzi pasearse por Saks de la Quinta Avenida era un placer que no quería negarse. Era una situación cargada de posibilidades cómicas y, aunque no sacara más que eso, saldría con el recuerdo de unas risas. En última instancia, hasta eso era más de lo que esperaba lograr cuando se despertó aquella mañana en Saratoga.

Pozzi empezó a criticar en el mismo momento que entraron en la tienda. El departamento de caballeros estaba lleno de ropa pija, dijo, y prefería ir por la calle envuelto en las toallas de baño a que le vieran con aquellas mariconadas repugnantes. Tal vez estaban bien si uno se llamaba Dudley L. Dipshit III y vivía en Park Avenue, pero él era Jack Pozzi de Irvington, Nueva Jersey, y antes se dejaba matar que ponerse una de aquellas camisas rosas. En su pueblo te daban una patada en el culo si te presentabas con una cosa así. Te destrozarían y echarían los pedazos al retrete. Mientras lanzaba sus insultos, Pozzi no cesaba de mirar a las mujeres que pasaban, y si alguna de ellas era joven o atractiva, se callaba y hacia un intento de cruzar su mirada con la de ella o volvía por completo la cabeza para observar el contoneo de sus nalgas mientras se alejaba por el pasillo. Les guiñó el ojo a un par de ellas, y a otra que le rozó el brazo inconscientemente se atrevió a dirigirle la palabra.

—Oye, guapa, ¿tienes planes para esta noche?

—Cálmate, Jack —le advirtió Nashe una o dos veces—. Cálmate. Te van a echar de aquí si sigues así.

—Estoy calmado —dijo Pozzi—. ¿Es que no puede uno tantear el terreno?

En el fondo, era casi como si Pozzi estuviera montando el número porque sabía que Nashe lo esperaba de él. Era una representación consciente, un torbellino de previsibles payasadas que ofrecía como expresión de agradecimiento a su nuevo amigo y benefactor, y si hubiera notado que Nashe quería que parase, hubiese parado sin decir una palabra más. Por lo menos ésa fue la conclusión a la que llegó Nashe más tarde, porque una vez que empezaron a examinar la ropa en serio, el chico mostró una sorprendente falta de resistencia a sus argumentos. La deducción era que Pozzi comprendía que se le daba la oportunidad de aprender algo y de ahí se deducía a su vez que Nashe ya se había ganado su respeto.

—Escucha, Jack —le dijo Nashe—. Dentro de dos días vas a enfrentarte a un par de millonarios. Y no vas a jugar en un garito de mala muerte, estarás en su casa como invitado. Probablemente piensan darte de comer e invitarte a pasar la noche. No querrás causar mala impresión, ¿verdad? No querrás entrar allí con pinta de chorizo ignorante. He visto la clase de ropa que te gusta llevar. Dan el cante, Jack, te delatan como un pardillo. Ves a un tío vestido así y te dices: Ahí va un anuncio viviente de Perdedores Anónimos. Esa ropa no tiene estilo ni clase. Cuando íbamos en el coche me dijiste que en tu trabajo hay que ser actor. Pues un actor necesita un disfraz. Puede que no te guste esta ropa, pero los ricos la llevan y tú quieres demostrar al mundo que tienes buen gusto, que eres un hombre con criterio. Ya es hora de que madures, Jack. Es hora de que empieces a tomarte en serio.

Poco a poco, Nashe le convenció, y al final salieron de la tienda con quinientos dólares de sobriedad y discreción burguesa, un conjunto tan convencional que hacía que su portador se volviera invisible en cualquier ambiente: chaqueta cruzada azul marino, pantalones gris claro, mocasines y una camisa blanca de algodón. Como aún hacía calor, dijo Nashe, podían prescindir de la corbata, y Pozzi aceptó esa omisión diciendo que ya estaba bien.

—Ya me siento como un gusano —dijo—. No hace falta que además trates de estrangularme.

Eran cerca de las cinco cuando regresaron al Plaza. Después de dejar los paquetes en la séptima planta, bajaron otra vez para tomar una copa en el Oyster Bar. Después de la primera cerveza, de pronto Pozzi pareció aplastado por la fatiga, como si estuviera luchando por mantener los ojos abiertos. Nashe intuyó que también tenía dolores y, en lugar de obligarle a aguantar un poco más, pidió la cuenta.

—Pareces agotado —le dijo—. Probablemente es hora de que subas a dormir un rato.

—Estoy hecho una mierda —dijo Pozzi, sin molestarse en protestar—. Sábado por la noche en Nueva York, pero no parece que vaya a poder aprovecharlo.

—Es la hora de los sueños para ti, amigo. Si te despiertas a tiempo, puedes cenar tarde, pero tal vez sea buena idea que sigas durmiendo hasta mañana. No hay duda de que entonces te sentirás muchísimo mejor.

—Tengo que mantenerme en forma para el gran combate. Nada de follar con las titis. El pito quieto en el pantalón y ni oler la comida con grasa. A las cinco salir a correr, a las diez entrenamiento con el sparring. Austeridad y concentración.

—Me alegro de que lo hayas entendido tan rápidamente.

—Estamos hablando de un campeonato, Jimbo, y Kid necesita descanso. Cuando se está entrenando hay que estar dispuesto a cualquier sacrificio.

Así que subieron otra vez a las habitaciones y Pozzi se metió en la cama. Antes de apagar la luz, Nashe le hizo tragar tres aspirinas y luego le dejó en la mesilla un vaso de agua y el frasco de aspirinas.

—Si te despiertas —le dijo—, tómate algunas más. Te servirán para aliviar el dolor.

—Gracias, mamá —dijo Pozzi—. Espero que no te importe que no rece mis oraciones esta noche. Dile a Dios que tenía demasiado sueño, ¿vale?

Nashe cruzó el cuarto de baño, cerrando ambas puertas, y se sentó en la cama. De repente se sintió desconcertado, sin saber qué hacer consigo mismo durante el resto de la tarde. Consideró la posibilidad de salir a cenar en algún sitio, pero luego decidió no hacerlo. No quería alejarse demasiado de Pozzi. No iba a pasar nada (estaba más o menos seguro de eso), pero al mismo tiempo le parecía que sería un error dar nada por sentado.

A las siete pidió que le subieran un sandwich y una cerveza y encendió el televisor. Los Nets jugaban en Cincinnati esa noche y siguió el partido hasta el noveno turno, barajando una y otra vez las cartas nuevas sentado en la cama y haciendo un solitario tras otro. A las diez y media apagó el televisor y se metió en la cama con un ejemplar de bolsillo de las
Confesiones
de Rousseau, que había empezado a leer durante su estancia en Saratoga. Justo antes de dormirse llegó al pasaje en el cual el autor está en un bosque tirando piedras a los árboles. Si doy a ese árbol con esta piedra, se dice Rousseau, entonces todo me irá bien en la vida a partir de ahora. Tira la piedra y falla. Esa no cuenta, se dice, y coge otra y se acerca varios metros al árbol. Vuelve a fallar. Esa tampoco contaba, se dice, y entonces se aproxima aún más al árbol y busca otra piedra. Falla de nuevo. Esa no ha sido más que la última tirada de calentamiento, se dice, es la próxima la que verdaderamente cuenta. Pero, para asegurarse, esta vez se acerca mucho al árbol, situándose justo delante del blanco. Ahora está a unos treinta centímetros, lo bastante cerca como para tocarlo con la mano. Entonces lanza la piedra directamente contra el tronco. Exito, se dice, lo logré. De ahora en adelante, mi vida será mejor que nunca.

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