—Parece que el chulito se siente muy orgulloso, ¿eh?
—Tiene derecho a ello —contestó Nashe—. Ha trabajado mucho.
—Bueno, no ha sido fácil, lo reconozco. Pero parece que ahora vamos avanzando. Parece que al fin esto va subiendo.
—Poco a poco, piedra a piedra.
—Así es como hay que hacerlo. Piedra a piedra.
—Supongo que tendrás que empezar a buscar nuevos obreros. Según nuestros cálculos, nosotros nos marchamos de aquí el dieciséis.
—Ya lo sé. Sin embargo, es una pena que os vayáis justo cuando le habéis cogido el tranquillo y todo eso, quiero decir.
—Así es la vida, Calvin.
—Sí, supongo que sí. Pero si no os sale nada mejor, puede que volváis. Ya sé que ahora te parecerá una locura, pero piénsalo de todas formas.
—¿Pensarlo? —dijo Nashe, no sabiendo si reír o llorar.
—No es un trabajo tan malo —siguió Murks—. Por lo menos está todo ahí, delante de ti. Pones una piedra y pasa algo. Pones otra piedra y pasa algo más. No tiene ningún misterio. Ves cómo va subiendo el muro y al cabo de algún tiempo empieza a producirte una sensación gratificante. No es como segar la hierba o hacer leña. Eso también es trabajo, pero nunca luce mucho. Cuando trabajas en un muro siempre tienes algo que enseñar.
—Supongo que tiene sus ventajas —dijo Nashe, un poco desconcertado por la incursión de Murks en la filosofía—, pero se me ocurren otras cosas que preferiría hacer.
—Como quieras. Pero recuerda que nos quedan nueve hileras. Podrías sacarte un buen dinero si continuaras.
—Lo tendré en cuenta. Pero yo en tu lugar, Calvin, me esperaría sentado.
Sin embargo, existía un problema. Había estado allí todo el tiempo, una pequeña preocupación en el fondo de sus cabezas, pero ahora que sólo faltaba una semana para el dieciséis, de pronto se hizo enorme, adquiriendo unas proporciones tales que todo lo demás parecía una nimiedad. La deuda quedaría saldada el día dieciséis, pero en ese momento sólo volverían a estar a cero. Serían libres, quizá, pero no tendrían un centavo. ¿Y hasta dónde les llevaría esa libertad si no tenían dinero? Ni siquiera podrían pagarse un billete de autobús. En cuanto salieran de allí se convertirían en mendigos, un par de vagabundos sin blanca tratando de avanzar en la oscuridad.
Durante unos minutos pensaron que la tarjeta de crédito de Nashe podría salvarles, pero cuando la sacó de su cartera y se la enseñó a Pozzi, éste descubrió que había caducado a finales de septiembre. Hablaron de escribir a alguien para pedir un préstamo, pero las únicas personas que se les ocurrían eran la madre de Pozzi y la hermana de Nashe, y a ninguno de los dos les apetecía pedirles nada. No compensaba la vergüenza, dijeron, y además, probablemente ya era demasiado tarde. Entre que enviaban las cartas y recibían las respuestas, habría pasado el dieciséis.
Entonces Nashe le contó a Pozzi la conversación que había tenido con Murks aquella tarde. Era una perspectiva terrible (en un momento dado hasta le pareció que el muchacho se iba a echar a llorar), pero poco a poco acabaron aceptando la idea de que tendrían que quedarse con el muro un poco más de tiempo. Sencillamente no tenían alternativa. A menos que reunieran algo de dinero, sólo encontrarían nuevos problemas cuando se marcharan, y ninguno se sentía capaz de enfrentarse a ellos. Estaban demasiado cansados, demasiado trastornados para correr ese riesgo ahora. Con uno o dos días extra bastaría, se dijeron, unos doscientos dólares por cabeza para ponerse en camino. A la larga, tal vez no fuese tan terrible. Por lo menos estarían trabajando para sí mismos y eso ya era algo. Eso se decían, pero ¿qué otra cosa podían decirse en aquel momento? Se habían bebido casi una quinta parte de una botella de bourbon, y profundizar en la verdad sólo hubiese servido pata empeorar las cosas.
Hablaron con Calvin del asunto a la mañana siguiente, sólo para asegurarse de que la oferta iba en serio. No veía por qué no, les dijo. De hecho, ya había hablado con Flower y Stone la noche anterior y ellos no habían puesto ninguna objeción. Si Nashe y Pozzi querían seguir trabajando una vez saldada la deuda, eran libres de hacerlo. Ganarían los mismos diez dólares la hora y la oferta se mantendría hasta que el muro estuviera terminado.
—Hablamos solamente de dos o tres días —dijo Nashe.
—Claro, claro —dijo Murks—. Queréis juntar un poco de dinero antes de iros. Me figuré que antes o después acabaríais compartiendo mi punto de vista.
—No tiene nada que ver con eso —dijo Nashe—. Nos quedamos porque no tenemos otro remedio, no porque nos apetezca.
—De una forma u otra —dijo Murks—, viene a ser lo mismo, ¿no? Necesitáis dinero y este trabajo es la manera de conseguirlo.
Antes de que Nashe pudiera responder, Pozzi intervino y dijo:
—No nos quedaremos a menos que lo tengamos por escrito. Los términos exactos, todo especificado.
—Lo que se llama un aditamento al contrato —dijo Murks—. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Sí, eso es —contestó Pozzi—. Un aditamento. Si no lo tenemos, nos vamos de aquí el dieciséis.
—Me parece justo —dijo Murks, cada vez más satisfecho de sí mismo—. Pero no tenéis por qué preocuparos. Ya nos hemos ocupado de eso.
Entonces el capataz abrió los cierres de su chaqueta azul, metió la mano derecha en el bolsillo interior y sacó dos hojas de papel dobladas.
—Leed esto y decidme qué os parece —dijo.
Era el original y un duplicado de la nueva cláusula: un breve párrafo sencillamente redactado estableciendo las condiciones para «el trabajo subsiguiente a la liquidación de la deuda». Las dos copias estaban ya firmadas por Flower y Stone y, por lo que Nashe y Pozzi podían ver, todo estaba en orden. Eso era lo verdaderamente extraño. Ni siquiera habían tomado una decisión hasta la noche anterior y sin embargo ahí estaban los resultados de esa decisión esperándoles, resumidos en el preciso lenguaje contractual. ¿Cómo era posible? Era como si Flower y Stone hubiesen podido leer sus pensamientos, como si hubiesen sabido lo que iban a hacer antes que ellos mismos. Durante un breve momento de paranoia, Nashe se preguntó si habría micrófonos en el remolque. La idea era espantosa, pero era la única que podía explicar aquello. ¿Y si hubiera aparatos de escucha en las paredes? Entonces Flower y Stone podrían fácilmente haber grabado sus conversaciones, podrían haber seguido cada palabra que el muchacho y él se habían dicho durante las últimas seis semanas. Puede que ésa sea su distracción nocturna, pensó Nashe. Encienda la radio y escuche la Comedia de Jim y Jack. Diversión para toda la familia, risas garantizadas.
—Estás muy seguro de ti mismo, ¿eh, Calvin? —dijo.
—Sentido común, nada más —respondió Calvin—. Quiero decir, era cuestión de tiempo el que me lo preguntarais. No podía ser de otra manera. Así que pensé que más valía prepararse y hacer que los jefes redactaran los papeles. No tardaron más de un minuto.
Así que pusieron sus firmas en ambas copias del aditamento y el asunto quedó resuelto. Pasó otro día. Cuando se sentaron a cenar, Pozzi dijo que deberían planear una celebración para la noche del dieciséis. Aunque no se marcharan entonces, parecía lo apropiado no dejar pasar ese día sin hacer algo especial. Tenían que echar una cana al aire, dijo, montar una juerga para dar la bienvenida a la nueva era. Nashe supuso que se refería a un pastel o a una botella de champán, pero los planes de Pozzi eran más ambiciosos.
—No —dijo—, hay que hacerlo verdaderamente a lo grande. Langosta, caviar, de todo. Y además traeremos chicas. No se puede hacer una fiesta sin chicas.
Nashe no pudo por menos que sonreír ante el entusiasmo del muchacho.
—¿Y quiénes serán esas chicas, Jack? —le dijo—. La única chica que yo he visto por aquí es Louise, y, no sé por qué, me parece que no es tu tipo. Y aunque la invitáramos, dudo que quisiera venir.
—No, no, estoy hablando de titis de verdad. Fulanas. Ya me entiendes, nenas jugosas. Chicas para follar.
—¿Y dónde encontraremos a esas neñas jugosas? ¿Ahí en el bosque?
—Las traeremos de fuera. Atlantie City no está lejos de aquí, ya sabes. Esa ciudad está abarrotada de carne femenina. Hay conejitas a la venta en cada esquina.
—Estupendo. ¿Y qué te hace suponer que Flower y Stone estarán de acuerdo?
—Dijeron que podíamos tener todo lo que quisiéramos, ¿no?
—Una cosa es la comida, Jack. Un libro, una revista, incluso una o dos botellas de bourbon. Pero ¿no crees que eso es ir demasiado lejos?
—Todo quiere decir todo. No perdemos nada por pedirlo.
—Claro, puedes pedir lo que quieras. Pero no te sorprendas cuando Calvin se ría de ti.
—Se lo diré mañana por la mañana en cuanto aparezca.
—De acuerdo. Pero pide sólo una chica. Este abuelete no sabe si está en condiciones para esa clase de celebración.
—Pues este niño si, te lo aseguro. Hace tanto tiempo que no mojo que tengo el pito a punto de reventar.
Contrariamente a lo que Nashe había predicho, Murks no se rió de Pozzi a la mañana siguiente. Pero la expresión de confusión y azoramiento que pasó por su cara fue casi tan buena como una carcajada, quizá mejor. El día anterior estaba preparado para sus preguntas, pero esta vez se quedó atónito, ni siquiera entendía de qué le hablaba el muchacho. Después del segundo o tercer intento, finalmente lo comprendió, pero eso sólo pareció aumentar su desconcierto.
—¿Quieres decir una puta? —dijo—. ¿Es eso lo que tratas de decirme? ¿Quieres que te proporcionemos una puta?
Murks no tenía autoridad para responder a una petición tan heterodoxa, pero prometió transmitírsela a sus jefes aquella noche. Sorprendentemente, cuando volvió con la contestación a la mañana siguiente le dijo a Pozzi que se ocuparían de ello, que tendría una chica el dieciséis.
—Ese era el trato —dijo—. Podéis tener lo que queráis. La verdad es que no parecían muy complacidos, pero un trato es un trato, dijeron, así que la tendrás. En mi opinión, se han portado de maravilla. Son buena gente, esos dos, y cuando dan su palabra están dispuestos a hacer cualquier cosa por cumplirla.
A Nashe le pareció muy extraño. Flower y Stone no eran de esa clase de gente que tira su dinero en fiestas para otros, y el hecho de que hubieran aceptado la petición de Pozzi le puso inmediatamente en guardia. Por su propio bien, pensó, hubiese sido mejor seguir con el trabajo y luego salir de allí lo más rápida y silenciosamente posible. La segunda hilera estaba resultando menos difícil que la primera y el trabajo avanzaba con regularidad, quizá más que antes. El muro era más alto ahora y ya no tenían que someter sus espaldas a las múltiples contorsiones de doblarse y agacharse para colocar las piedras en su sitio. Con un solo y económico gesto era suficiente, y una vez que dominaron los aspectos más precisos de este nuevo ritmo, lograron aumentar su rendimiento hasta cuarenta piedras al día. Cuánto más sencillo hubiera sido continuar así hasta el final. Pero el muchacho estaba empeñado en tener una fiesta, y ahora que la chica iba a venir, Nashe comprendió que no podía hacer nada para impedirlo. Si decía algo en contra parecería que trataba de estropearle a Pozzi su diversión, y eso era lo último que deseaba. El chico se merecía su pequeña juerga, y aunque trajese más problemas de los que valía, Nashe sentía que tenía la obligación moral de apoyarle.
Durante las noches siguientes asumió el papel de proveedor y se sentó en el cuarto de estar con un lápiz y un papel para tomar notas mientras ayudaba a Pozzi a concretar los detalles de la celebración. Había que tomar innumerables decisiones y Nashe estaba resuelto a que el muchacho quedara satisfecho en todos los aspectos. ¿Debían empezar la cena con cóctel de gambas o con sopa de cebolla francesa? ¿El segundo plato debía ser solomillo o langosta o las dos cosas? ¿Cuántas botellas de champán debían pedir? ¿La chica debía cenar con ellos o era mejor que cenaran solos y que ella se les uniera a los postres? ¿Era necesario decorar el remolque? Y en ese caso, ¿de qué color querían los globos? Le entregaron la lista completa a Murks el día quince por la mañana, y esa misma noche el capataz hizo un viaje especial al prado para llevarles los paquetes. Por una vez fue en el todoterreno, y Nashe se preguntó si eso era una buena señal, una muestra de su inminente libertad. Pero también podía no significar nada. Había muchos paquetes, después de todo, y era posible que hubiese ido en coche simplemente porque la carga era demasiado grande para llevarla en los brazos. Pues si estaban a punto de convertirse en hombres libres, ¿por qué se molestaba Murks en seguir llevando el arma?
Pusieron cuarenta y siete piedras el último día, superando su marca anterior en cinco. Les supuso un enorme esfuerzo el lograrlo, pero ambos querían acabar con un gesto triunfal y trabajaron como si se propusieran demostrar algo, sin reducir el ritmo ni una vez, manejando las piedras con un aplomo que rayaba en el desdén, como si lo único que importara ahora fuese probar que no habían sido derrotados, que habían triunfado sobre aquel asqueroso asunto. Murks paró el trabajo a las seis en punto, y ellos dejaron las herramientas con el frío aire otoñal quemándose aún en sus pulmones. La oscuridad llegaba ahora más temprano, y cuando Nashe levantó la cabeza para mirar al cielo vio que ya tenían la noche encima.
Durante unos momentos se quedó tan aturdido que no sabia qué pensar. Pozzi se acercó a él y le dio una palmada en la espalda, charlando animadamente, pero la mente de Nashe permaneció curiosamente vacía, como si fuera incapaz de absorber la magnitud de lo que había hecho. Estoy de nuevo a cero, se dijo al fin. Y de repente supo que todo un período de su vida acababa de concluir. No era sólo el muro y el prado, era todo lo que le había llevado allí, la demencial historia de los últimos dos años: Thérèse y el dinero y el coche, todo. Estaba de nuevo a cero, y esas cosas habían desaparecido. Porque incluso el cero más pequeño era un gran agujero de nada, un círculo lo bastante grande como para contener el mundo.
Iban a traer a la chica desde Atlantic City en una limusina conducida por un chófer. Murks les había dicho que llegaría a eso de las ocho, pero eran casi las nueve cuando al fin entró por la puerta del remolque. Nashe y Pozzi ya se habían pulido una botella de champán, y Nashe estaba inclinado sobre una olla en la cocina observando cómo el agua se acercaba al punto de ebullición por tercera o cuarta vez. Las tres langostas que había en la bañera estaban medio muertas, pero Pozzi había decidido incluir a la chica en la cena («causa mejor impresión de esa manera»), así que no podían hacer nada más que esperar hasta que ella apareciera. Ninguno de los dos estaba acostumbrado a beber champán y las burbujas se les habían subido rápidamente a la cabeza, por lo que los dos estaban ya un poco alegres cuando al fin comenzó la celebración.