La música del azar (24 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

—Lo comprendo —dijo Murks, tratando de mostrarse simpático—. Debes sentirte muy solo aquí. Quiero decir, el muchacho era bastante raro, pero por lo menos te hacía compañía. Pero te costará, claro. Aunque supongo que eso ya lo sabes.

—No me importa —contestó Nashe—. No pido un piano de verdad. No puede ser muy caro.

—Es la primera vez que oigo hablar de un piano que no es un piano. ¿De qué clase de instrumento estamos hablando?

—Un teclado electrónico. Ya sabes, uno de esos portátiles que se enchufan. Viene con altavoces y las teclas son de plástico. Probablemente los has visto en las tiendas.

—Yo creo que no. Pero eso no quiere decir nada. Tú me dices lo que quieres, Nashe, y yo me encargo de traértelo.

Afortunadamente, Nashe conservaba aún sus libros de partituras y tenía suficiente material para tocar. Cuando vendió su piano pensó que había pocas razones para conservarlos, pero no fue capaz de tirarlos, por lo que habían pasado un año entero viajando con él en el maletero del coche. Había una media docena de libros en total: selecciones de varios compositores (Bach, Couperin, Mozart, Beethoven, Schubert, Bartók, Satie), un par de libros de ejercicios de Czerny y un grueso volumen de piezas populares de jazz y blues transcritas para piano. Murks se presentó con el instrumento la noche siguiente, y aunque era un extraño y ridículo objeto tecnológico —poco mejor que un juguete, en realidad—, Nashe lo sacó encantado de su caja y lo puso sobre la mesa de la cocina. Durante un par de noches pasó las horas entre la cena y el momento de acostarse aprendiendo a tocar de nuevo, haciendo incontables ejercicios de dedos para agilizar sus herrumbrosas articulaciones mientras descubría las posibilidades y limitaciones de la curiosa máquina: la extrañeza del tacto, los sonidos amplificados, la falta de fuerza de percusión. En ese sentido, el teclado funcionaba más como un clavicémbalo que como un piano, y cuando al fin empezó a tocar piezas de verdad la tercera noche, descubrió que las obras más antiguas —piezas escritas antes de la invención del piano— tendían a sonar mejor que las más recientes. Ésto le llevó a concentrarse en obras de compositores anteriores al siglo
XIX
:
El cuaderno de Anna Magdalena Bach
,
El clavecín bien temperado
, «Las misteriosas barricadas». Le era imposible tocar esta última pieza sin pensar en el muro, y se encontró volviendo a ella más a menudo que a las otras. Se tardaba poco más de dos minutos en interpretarla y en ningún punto de su lento y majestuoso progreso, con todas sus pausas, suspensiones y repeticiones, era preciso tocar más de una nota a la vez. La música comenzaba y se detenía, luego empezaba de nuevo y se paraba de nuevo, pero a través de todo ello la pieza continuaba avanzando hacia una resolución que nunca llegaba. ¿Eran aquéllas las misteriosas barricadas? Nashe recordaba haber leído en alguna parte que nadie estaba seguro de a qué se refería Couperin con aquel título. Algunos estudiosos lo interpretaban como una referencia cómica a la ropa interior de las mujeres —la impenetrabilidad de los corsés—, mientras otros veían en el título una alusión a las armonías no resueltas de la pieza. Nashe no tenía forma de saberlo. Para él, las barricadas representaban el muro que estaba construyendo en el prado, pero eso era bien distinto de saber lo que significaban.

Ya no consideraba las horas después del trabajo un tiempo vacío y pesado. La música traía el olvido, la dulzura de no tener que pensar ya en sí mismo, y una vez que terminaba de practicar cada noche, generalmente se sentía tan lánguido y vacío de emociones que lograba dormirse sin mucha dificultad. Sin embargo, se despreciaba por permitir que sus sentimientos hacia Murks se ablandaran, por recordar la amabilidad del capataz con tanta gratitud. No era simplemente que Murks se hubiera tomado muchas molestias para comprar el teclado, era que se había alegrado francamente de esa posibilidad, actuando como si su único deseo en la vida fuese que Nashe volviera a tener una buena opinión de él. Nashe deseaba odiar a Murks totalmente, convertirle en algo menos que humano por la fuerza de ese odio, pero ¿cómo era posible cuando el hombre se negaba a comportarse como un monstruo? Murks empezó a presentarse en el remolque con pequeños regalos (empanadas hechas por su mujer, bufandas de lana, más mantas), y en el trabajo se mostraba como mínimo indulgente, diciéndole siempre a Nashe que redujera el ritmo, que no trabajara tanto. Lo más inquietante de todo era que incluso parecía estar preocupado por Pozzi, y varías veces a la semana le daba a Nashe un informe sobre el estado del muchacho, como si estuviera continuamente en contacto con el hospital. ¿Cómo podía interpretar Nashe aquella solicitud? Intuía que era un truco, una cortina de humo para ocultar el verdadero peligro que Murks representaba para él. Sin embargo, ¿cómo podía estar seguro? Poco a poco, sintió que se debilitaba, que iba cediendo gradualmente a la callada persistencia del capataz. Cada vez que aceptaba otro regalito, cada vez que se detenía a charlar sobre el tiempo o sonreía a algún comentario de Calvin, sentía que se estaba traicionando. Pero continuaba haciéndolo. Al cabo de algún tiempo, lo único que le impedía capitular era la continuada presencia del revólver. Ese era el último indicio de cómo estaban las cosas entre ellos, y le bastaba con mirar el arma colgando de la cintura de Murks para recordar su desigualdad fundamental. Un día, sólo para ver qué pasaba, se volvió a Murks y le preguntó:

—¿Por qué llevas el revólver, Calvin? ¿Todavía temes que haya problemas?

Murks miró la cartuchera con expresión de desconcierto y contestó:

—No lo sé. Me he acostumbrado a llevarlo, supongo.

Y cuando vino al prado a la mañana siguiente para empezar el trabajo, el revólver había desaparecido.

Nashe ya no sabía qué pensar. ¿Le estaba Murks indicando que ya era libre? ¿O esto no era más que otra trampa dentro de una complicada estrategia de engaño? Antes de que Nashe pudiera llegar a alguna conclusión, un nuevo elemento fue arrojado al torbellino de su incertidumbre. Apareció en la forma de un niño, y durante varios días Nashe sintió que estaba al borde de un precipicio, mirando el fondo de un infierno privado que ni siquiera sabía que existiera: un ardiente inframundo de bestias vociferantes y oscuros e inimaginables impulsos. El treinta de octubre, justo dos días después de que Murks dejase de llevar el revólver, acudió al prado con un niño de cuatro años cogido de la mano y se lo presentó como su nieto, Floyd Junior.

—Floyd padre perdió su trabajo en Texas este verano —dijo—, y ahora él y mi hija Sally han vuelto aquí para tratar de empezar de nuevo. Los dos están buscando trabajo y un sitio donde vivir, y como Addie está un poco pachucha esta mañana, pensó que sería una buena idea que el pequeño Floyd se viniera conmigo. Espero que no te importe. Le vigilaré y no le dejaré que te moleste.

Era un chiquillo escuálido, con la cara larga y estrecha y la nariz mocosa, que se quedó al lado de su abuelo, bien abrigado con una gruesa parka roja, mirando fijamente a Nashe con curiosidad e indiferencia a la vez, como si le hubieran colocado delante de un pájaro o un arbusto de aspecto extraño. No, a Nashe no le importaba, pero aunque así hubiese sido, ¿cómo iba a atreverse a decirlo? La mayor parte de la mañana el niño estuvo jugando entre los montones de piedras, trepando por ellas como un raro y silencioso mono, pero cada vez que Nashe volvía allí para cargar el carrito, el chiquillo se paraba, se ponía en cuclillas sobre su atalaya y estudiaba a Nashe con aquella mirada suya absorta e inexpresiva. Nashe empezó a sentirse incómodo, y después de cinco o seis veces llegó a ponerle tan nervioso que se obligó a levantar la cabeza y sonreír al niño, simplemente para romper el encantamiento. Inesperadamente, el niño le devolvió la sonrisa y le saludó con la mano, y sólo entonces, como si recordara algo de otro siglo, Nashe se dio cuenta de que era el mismo niño que les había saludado a él y a Pozzi aquella noche desde la ventana trasera de la rubia. ¿Era así como les habían descubierto?, se preguntó. ¿Les había contado el niño a sus padres que había visto a dos hombres cavando un hoyo bajo la cerca? ¿Había informado el padre a Murks de lo que había dicho el crío? Nashe nunca pudo entender cómo sucedió, pero un instante después de que se le ocurriese esta idea miró de nuevo al nieto de Murks y comprendió que le odiaba más de lo que había odiado a nadie en su vida. Le odiaba tanto que sintió que deseaba matarle.

Fue entonces cuando comenzó el horror. Una diminuta semilla había sido plantada en la cabeza de Nashe, y antes incluso de que se percatara de su existencia, ya había brotado dentro de él, proliferando como una flor mutante, un retoñar extático que amenazaba con invadir todo el campo de su conciencia. Lo único que tenía que hacer era agarrar al niño, pensó, y todo cambiaría para él: de pronto sabría lo que necesitaba saber. El niño a cambio de la verdad, le diría a Murks, y en ese momento Calvin tendría que hablar, tendría que decirle lo que le había hecho a Pozzi. No le quedaría otro remedio. Si no hablaba, su nieto moriría. Nashe se encargaría de eso. Estrangularía al niño con sus propias manos.

Una vez que permitió que esa idea entrara en su cabeza, siguieron otras, cada una más violenta y repulsiva que la anterior. Le cortaba la garganta al niño con una navaja. Le daba patadas hasta matarlo. Le cogía la cabeza y se la machacaba contra una piedra, golpeando el pequeño cráneo hasta que su cerebro se convertía en pulpa. Al final de la mañana Nashe era presa de un frenesí, un delirio de lujuria homicida. Por mucho que intentaba desesperadamente borrar esas imágenes, empezaba a desearlas con ansia en cuanto desaparecían. Ese era el verdadero horror: no que pudiera imaginar matar al niño, sino que incluso después de haberlo imaginado, deseara volver a imaginarlo.

Lo peor de todo fue que el niño siguió acudiendo al prado, no sólo el día siguiente, sino al otro también. Las primeras horas ya habían sido bastante malas, pero luego al niño le dio por encapricharse con Nashe, respondiendo a su intercambio de sonrisas como si hubieran hecho un juramento y ahora fuesen amigos para siempre. Ya antes de la hora de comer, Floyd Junior se bajó de su montaña de piedras y empezó a trotar detrás de Nashe mientras su nuevo héroe iba y venía por el prado tirando del carrito. Murks hizo un movimiento para impedírselo, pero Nashe, que ya estaba fantaseando cómo iba a matar al niño, le indicó con un gesto que le dejara.

—No importa —dijo—. Me gustan los críos.

Nashe había empezado a pensar que el niño tenía algo raro, una torpeza o estupidez que le hacia parecer subnormal. Apenas sabia hablar y lo único que decía mientras corría detrás de él por la hierba era
¡Jim! ¡Jim! ¡Jim!
, pronunciando el nombre una y otra vez en una especie de conjuro imbécil. Aparte de la edad, no parecía tener nada en común con Juliette, y cuando Nashe comparaba la triste palidez de aquel chiquillo con la vivacidad y el brillo de su hija, su adorada salvaje de cabello rizado, risa cristalina y rodillas gordezuelas, no sentía por él más que desprecio. Con cada hora que pasaba su impulso de atacarle se hacía más fuerte y más incontrolable, y cuando al fin dieron las seis, a Nashe le pareció casi un milagro que el niño siguiera vivo. Guardó las herramientas en el cobertizo y justo cuando iba a cerrar la puerta, Murks se le acercó y le dio unas palmadas en el hombro.

—Tengo que reconocerlo, Nashe —le dijo—. Tienes un toque mágico. El crío nunca se había encariñado con nadie como hoy contigo. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no me lo habría creído.

A la mañana siguiente el niño fue al prado con su disfraz de Halloween
[5]
: un traje de esqueleto en blanco y negro con una máscara que parecía un cráneo. Era una de esas prendas mal acabadas y ligeras que se venden en cajas en Woolworth’s, y, como ese día hacía frío, la llevaba encima de su ropa de abrigo, lo cual le daba un aspecto curiosamente hinchado, como si hubiera doblado su peso de la noche a la mañana. Según Murks, el niño había insistido en llevar el disfraz para que Nashe viera cómo le quedaba, y en el estado de demencia en que se encontraba, Nashe empezó inmediatamente a preguntarse si el niño trataba de decirle algo. El disfraz representaba a la muerte, después de todo, la muerte en su forma más pura y más simbólica, y tal vez eso quería decir que el niño sabía lo que Nashe planeaba, que había ido al prado vestido de muerte porque sabía que iba a morir. Nashe no pudo remediar verlo como un mensaje escrito en clave. El niño le indicaba que vale, que siempre y cuando fuese Nashe quien le matara, todo iría bien.

Luchó consigo mismo durante todo el día, inventando diversas estratagemas para mantener al niño esqueleto a una distancia segura de sus manos asesinas. Por la mañana le dijo que vigilara una piedra concreta en la parte trasera de uno de los montones, ordenándole que montase guardia para que no desapareciera, y por la tarde le dejó jugar con el carrito mientras él se marchaba y se atareaba en trabajo de albañilería en el otro extremo del prado. Pero inevitablemente había lapsus, momentos en los que la concentración del niño se rompía y acudía corriendo hacia él, o momentos en los que aunque fuera desde lejos, Nashe tenía que soportar la letanía de su nombre, el interminable
Jim
,
Jim
,
Jim
, resonando como una alarma desde las profundidades de su propio miedo. Una y otra vez deseó decirle a Murks que no volviera a traerle, pero la lucha por controlar sus sentimientos le agotaba de tal forma, le ponía tan al borde del colapso mental, que ya no podía fiarse de que diría las palabras que deseaba decir. Aquella noche se emborrachó hasta caer redondo, y por la mañana, como si despertara a la plenitud de una pesadilla, abrió la puerta del remolque y vio que el niño estaba allí, apretando una bolsa de dulces de Halloween contra su pecho que, sin decir una palabra, le tendió solemnemente a Nashe como un joven guerrero entregando los trofeos de su primera cacería al jefe de la tribu.

—¿Para qué es esto? —le preguntó Nashe a Murks.

—Jim —dijo el chiquillo, contestando él mismo a la pregunta—. Dulces para Jim.

—Eso es —dijo Murks—. Quiere compartir sus golosinas contigo.

Nashe abrió un poco la bolsa y miró el batiburrillo de caramelos, manzanas y pasas que había dentro.

—Esto es ir demasiado lejos, ¿no crees, Calvin? ¿Qué quiere el crío, envenenarme?

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