—¿Qué es esto, una broma? —preguntó Nashe.
—Me temo que no —dijo Murks.
—Pero se suponía que todas estas cosas estaban incluidas.
—Eso creía yo también. Pero parece que estábamos equivocados.
—¿Qué quieres decir con eso de equivocados? Nos dimos la mano. Lo sabes tan bien como yo.
—Puede. Pero si miras el contrato, verás que no se menciona la comida. El alojamiento sí. La ropa de trabajo sí. Pero ahí no dice ni palabra de la comida.
—Esto es una canallada, Calvin. Espero que lo comprendas.
—Yo no soy quién para opinar. Los jefes siempre me han tratado bien y nunca he tenido motivos de queja. Ellos piensan que un empleo quiere decir ganar dinero por el trabajo que haces, pero cómo te gastes ese dinero es asunto tuyo. Así funciona conmigo. Ellos me dan el sueldo y una casa donde vivir, pero mi comida me la compro yo. Es un buen arreglo en lo que a mí respecta. Nueve de cada diez personas que trabajan no tienen esa suerte. Se tienen que pagar todo. No sólo la comida, sino también la casa. Así es como funciona en todo el mundo.
—Pero nuestras circunstancias son especiales.
—Bueno, puede que no sean tan especiales, después de todo. Si lo piensas bien, deberías alegrarte de que no os cobren un alquiler y las herramientas.
Nashe se dio cuenta de que el puro que estaba fumando se le había apagado. Lo miró durante un momento sin verlo realmente, luego lo tiró al suelo y lo pisó.
—Creo que ya es hora de que vaya a la casa principal y hable con tus jefes —dijo.
—No puedes hacerlo —contestó Murks—. Se han ido.
—¿Que se han ido? ¿Qué estás diciendo?
—Pues que se han ido. Se marcharon a París, Francia hace unas tres horas, y no volverán hasta después de Navidad.
—Me cuesta creer que se hayan largado así por las buenas, sin molestarse en venir a ver el muro. No tiene sentido.
—Oh, sí que lo han visto. Les he traído esta mañana temprano cuando el muchacho y tú estabais durmiendo. Les ha parecido que estaba quedando realmente bien. Buen trabajo, han dicho, seguid así. Estaban contentisímos.
—Mierda —dijo Nashe—. Que se vayan a la mierda ellos y su maldito muro.
—No vale la pena enfadarse, amigo. Sólo serán dos o tres semanas más. Si suprimís las fiestas y esas cosas habréis salido de aquí antes de que os deis cuenta.
—Tres semanas a partir de ahora, ya será noviembre.
—Eso es. Eres un tipo duro, Nashe, tú puedes aguantarlo.
—Si, yo puedo aguantarlo. Pero ¿y Jack? Este papel le va a matar.
Diez minutos después de que Nashe volviera a entrar en el remolque Pozzi se despertó. El muchacho tenía tan mal aspecto y los ojos tan hinchados que Nashe no tuvo valor para darle la noticia enseguida y durante media hora dejó correr la conversación haciendo comentarios intrascendentes y escuchó la minuciosa descripción de Pozzi de lo que él y la chica se habían hecho el uno al otro después de que Nashe se fuera a la cama. Le pareció mal interrumpir semejante historia y estropear el placer del muchacho al contarla, pero una vez transcurrido un intervalo discreto, Nashe cambió al fin de tema y sacó el sobre que le había dado Murks.
—Pasa lo siguiente, Jack —dijo, casi sin darle una oportunidad al muchacho de que mirara el papel—. Nos han jugado una mala pasada y ahora estamos hundidos. Pensábamos que ya estábamos en paz, pero según sus cálculos todavía estamos en el hoyo por tres mil dólares. Comida, revistas, hasta la maldita ventana rota, nos lo han cobrado todo. Por no hablar de la señorita Bragas Calientes y su chófer, cosa que probablemente no hace falta decir. Dimos por sentado que esas cosas las cubría el contrato, pero el contrato no dice nada de ellas. La cuestión es ésta: ¿qué hacemos ahora? Por lo que a mí respecta, tú ya no estás en esto. Has hecho suficiente y a partir de ahora este asunto es sólo problema mío. Así que voy a sacarte de aquí. Cavaremos un hoyo bajo la cerca y cuando oscurezca pasarás por ese hoyo y estarás libre.
—¿Y tú? —dijo Pozzi.
—Yo voy a quedarme a terminar el trabajo.
—Ni hablar. Tú te escapas por el hoyo conmigo.
—Esta vez no, Jack. No puedo.
—¿Y por qué demonios no puedes? ¿Te dan miedo los hoyos o algo así? Ya llevas dos meses viviendo en uno es que no te has dado cuenta?
—Me prometí a mí mismo que llegaría hasta el final. No te pido que lo entiendas, pero no voy a huir. Ya lo he hecho demasiadas veces y no quiero continuar viviendo así. Si me largo de aquí a hurtadillas antes de pagar la deuda, no valdré nada a mis propios ojos.
—El último bastión del general Custer.
—Eso es. La vieja historia de aguantar y callarse.
—Es una batalla equivocada, Jim. No harás más que perder el tiempo, joderte para nada. Si los tres grandes son tan importantes para ti, ¿por qué no les mandas un cheque? A ellos les da igual cómo reciban el dinero y lo tendrán mucho antes si te marchas esta noche conmigo. Mierda, hasta estoy dispuesto a ir al cincuenta por ciento contigo. Conozco a un tipo en Philly que nos puede meter en una partida mañana por la noche. Lo único que tenemos que hacer es conseguir que alguien nos coja en autoestop y tendremos la pasta en cuarenta y ocho horas. Es bien sencillo. Se la mandamos por correo urgente y se acabó la historia.
—Flower y Stone no están aquí. Se han marchado a París esta mañana.
—Dios, eres un terco hijoputa, ¿verdad? ¿A quién coño le importa dónde estén?
—Lo siento, muchacho. No es negociable. Puedes ponerte morado de tanto hablar, pero yo no me voy.
—Tardarás el doble trabajando tú solo, gilipollas. ¿No se te ha ocurrido pensarlo? Serán diez dólares la hora, no veinte. Estarás cargando esas piedras hasta Navidad.
—Ya lo sé. No olvides mandarme una tarjeta, Jack, es lo único que te pido. Suelo ponerme sentimental en esa época del año.
Siguieron discutiendo durante cuarenta y cinco minutos más hasta que finalmente Pozzi dio un puñetazo sobre la mesa y salió de la cocina. Estaba tan enfadado con Nashe que no quiso hablarle durante tres horas: se encerró en su dormitorio y se negó a salir. A las cuatro Nashe se acercó a su puerta y le dijo que iba a salir para empezar a cavar el hoyo. Pozzi no respondió, pero poco después de ponerse la chaqueta y salir del remolque, Nashe oyó un portazo y un momento después el muchacho trotaba por el prado para alcanzarle. Nashe le esperó y luego fueron juntos hacia el cobertizo de las herramientas en silencio, sin que ninguno de los dos se atreviera a reanudar la discusión.
—He estado pensando —dijo Pozzi cuando estaban parados ante la puerta del cobertizo, cerrada con llave—. ¿Para qué molestarnos en toda esta historia de la fuga? ¿No sería más fácil ir a ver a Murks y decirle que yo me marcho? Mientras tú te quedes aquí para cumplir el contrato, ¿qué más les da?
—Te diré por qué —dijo Nashe, cogiendo una piedra del suelo y golpeando con ella la puerta para romper la cerradura—. Porque no me fío de él. Calvin no es tan estúpido como parece y sabe que tu nombre está en el contrato. Estando fuera Flower y Stone, nos dirá que no tiene autoridad para hacer ningún cambio, que no podemos hacer nada hasta que ellos vuelvan. Ese es su estilo, ¿no? Yo sólo trabajo aquí, muchachos, y hago lo que los jefes me mandan. Pero sabe todo lo que pasa, ha sido parte del asunto desde el principio. De lo contrario, Flower y Stone no se habrían ido dejándole encargado de esto. Finge estar de nuestra parte, pero les pertenece a ellos, nosotros le importamos un pepino. En cuanto le dijéramos que querías marcharte, se imaginaría que ibas a escaparte. Ese es el siguiente paso, ¿no? Y no quiero darle ningún preaviso. ¿Quién sabe qué clase de faena nos haría?
Así que forzaron la puerta del cobertizo, cogieron dos palas y se las llevaron por el camino de tierra que cruzaba el bosque. La distancia hasta la cerca era más larga de lo que recordaban, y cuando empezaron a cavar, la luz ya había empezado a desvanecerse. La tierra estaba dura y la base de la cerca iba profundamente enterrada. Ambos gruñían cada vez que clavaban las palas en la tierra. Veían la carretera justo delante de ellos, pero en la media hora que estuvieron allí sólo pasó un coche, una rubia baqueteada en la que iban un hombre, una mujer y un niño pequeño. El niño les saludó con la mano con expresión de sorpresa, pero ni Nashe ni Pozzi le respondieron. Cavaron en silencio, y cuando finalmente el hoyo era lo bastante grande como para que el cuerpo de Pozzi pasara por él, les dolían los brazos por el esfuerzo. Entonces tiraron las palas y regresaron al remolque. Cruzaron el prado mientras el cielo se volvía púrpura a su alrededor con el débil resplandor de un crepúsculo de mediados de octubre.
Tomaron su última cena juntos como si fueran desconocidos. Ya no sabían qué decirse y sus intentos de conversación eran torpes, a veces incluso embarazosos. La marcha de Pozzi estaba demasiado cercana para permitirles pensar en nada más, pero ninguno de los dos deseaba hablar de aquello, por lo que durante largos intervalos de tiempo permanecieron encerrados en su silencio, cada uno imaginando lo que iba a ser de él sin el otro. No tenía sentido recordar el pasado, rememorar los buenos ratos que habían vivido juntos, porque no había habido buenos ratos y el futuro era demasiado incierto para ser algo más que una sombra, una presencia informe e inarticulada que ninguno de los dos deseaba examinar muy atentamente. Sólo después de que se levantaran de la mesa y empezaran a recoger los platos la tensión se desbordó y se convirtió de nuevo en palabras. Ya era de noche y repentinamente había llegado el momento de los últimos preparativos y adioses. Intercambiaron direcciones y números de teléfono y prometieron mantenerse en contacto, pero Nashe sabía que no lo harían, que aquélla era la última vez que vería a Pozzi.
Prepararon una pequeña bolsa con provisiones —comida, cigarrillos, mapas de carreteras de Pennsylvania y Nueva Jersey—, y luego Nashe le dio a Pozzi un billete de veinte dólares que había encontrado en el fondo de su maleta aquella tarde.
—No es mucho —le dijo—, pero supongo que es mejor que nada.
Era una noche fría, y se pusieron las sudaderas y las chaquetas antes de salir del remolque. Cruzaron el prado con las linternas en la mano, caminando a lo largo del muro inacabado para que les guiara en la oscuridad. Cuando llegaron al final y vieron los enormes montones de piedras al borde del bosque movieron el haz de luz de las linternas sobre sus superficies por un momento al pasar. Esto produjo un efecto fantasmal de extrañas formas y sombras móviles, y Nashe no pudo evitar pensar que las piedras estaban vivas, que la noche las había convertido en una colonia de animales dormidos. Quiso hacer una broma sobre ello, pero no se le ocurrió nada lo bastante deprisa y un momento después ya iba por el camino de tierra del bosque. Cuando llegaron a la cerca vio las dos palas que habían dejado en el suelo y comprendió que no era conveniente que Murks encontrase las dos. Una pala querría decir que Pozzi había planeado su fuga él solo, pero dos significaría que Nashe había participado en ella. En cuanto Pozzi se fuera tendría que coger una y volverla a poner en el cobertizo.
Pozzi encendió una cerilla y cuando levantó la llama hasta su cigarrillo, Nashe notó que le temblaba la mano.
—Bueno, señor Bombero —dijo el muchacho—, parece que hemos llegado al punto donde se separan nuestros caminos.
—Te irá bien, Jack —contestó Nashe—. Acuérdate de lavarte los dientes después de cada comida y no te sucederá nada malo.
Se cogieron por los codos, apretando con fuerza durante un momento, y luego Pozzi le pidió a Nashe que le sujetara el cigarrillo mientras él pasaba a rastras por el agujero. Un momento después estaba de pie al otro lado de la cerca y Nashe le devolvió el cigarrillo.
—Vente conmigo —dijo Pozzi—. No seas pelmazo, Jim. Vente conmigo ahora.
Lo dijo con tal sinceridad que Nashe casi cedió, pero esperó demasiado antes de dar una respuesta y en ese intervalo la tentación pasó.
—Te alcanzaré dentro de un par de meses —dijo—. Más vale que te vayas.
Pozzi se apartó de la cerca, dio una calada al cigarrillo y luego lo tiró lejos de sí, produciendo una pequeña lluvia de chispas sobre la carretera.
—Llamaré a tu hermana mañana y le diré que estás bien —dijo.
—Lárgate —dijo Nashe, sacudiendo la cerca con un brusco gesto de impaciencia—. Vete lo más deprisa que puedas.
—Ya estoy fuera de aquí —contestó Pozzi—. Cuando termines de contar hasta cien, ni siquiera te acordarás de quién soy.
Luego, sin decir adiós, giró sobre sus talones y echó a correr por la carretera.
En la cama, aquella noche, Nashe ensayó la historia que pensaba contarle a Murks a la mañana siguiente, repitiéndola varias veces hasta que empezó a sonar a verdad: Pozzi y él se habían acostado a eso de las diez, él no había oído nada durante las siguientes ocho horas («Siempre duermo como un tronco»), había salido de su cuarto a las seis para preparar el desayuno, había llamado a la puerta del muchacho y había descubierto que no estaba allí. No, Jack no había hablado de fugarse y tampoco había dejado una nota ni ninguna otra pista de dónde pudiera estar. ¿Quién sabe lo que le habrá pasado? A lo mejor se levantó temprano y decidió dar un paseo. Claro, te ayudaré a buscarle. Probablemente está vagando por el bosque, tratando de ver a los gansos migratorios.
Pero Nashe no tuvo ocasión de contar ninguna de aquellas mentiras. Cuando su despertador sonó a las seis de la mañana, entró en la cocina y puso a hervir el agua para hacer café, y luego, sintiendo curiosidad por saber qué temperatura hacia, abrió la puerta del remolque y sacó la cabeza para probar el aire. Fue entonces cuando vio a Pozzi, aunque tardó unos segundos en darse cuenta de quién era. Al principio no vio más que un montón indistinguible, un lío de prendas manchadas de sangre extendidas en el suelo, e incluso cuando se dio cuenta de que había un hombre dentro de aquellas prendas, más que a Pozzi lo que vio fue una alucinación, algo que no podía estar allí. Se fijó en que la ropa era notablemente parecida a la que llevaba Pozzi la noche anterior, que el hombre iba vestido con el mismo chubasquero y la misma sudadera con capucha, los mismos vaqueros y las mismas botas color mostaza, pero ni siquiera entonces pudo unir esos datos y decirse:
Estoy mirando a Pozzi
. Porque los miembros del hombre estaban extrañamente enredados e inertes, y por la forma en que su cabeza se hallaba ladeada (torcida en un ángulo casi imposible, como si estuviera a punto de separarse del cuerpo), Nashe tuvo la seguridad de que estaba muerto.