La música del azar (17 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Nashe no estaba ni mucho menos tan inquieto como había pensado. Una vez aceptó el hecho de que ya no tenía el coche, sintió pocos o ningún deseo de volver a la carretera, y la facilidad con que se adaptó a sus nuevas circunstancias le dejó algo perplejo. No parecía natural que pudiera abandonarlo todo tan rápidamente. Pero descubrió que le gustaba trabajar al aire libre, y después de un tiempo la quietud del prado pareció tener un efecto tranquilizante sobre él, como si la hierba y los árboles hubiesen producido un cambio en su metabolismo. No obstante, eso no significaba que se sintiera enteramente a gusto allí. Un aire de sospecha y desconfianza continuaba flotando en el ambiente y a Nashe le molestaba la deducción de que el muchacho y él no iban a cumplir su parte del trato. Habían dado su palabra, incluso habían firmado un contrato, y sin embargo toda la organización estaba montada sobre la suposición de que ellos intentarían escapar. No sólo no se les permitía trabajar con máquinas, sino que ahora Murks venía todas las mañanas al prado a pie, demostrando así que hasta el todoterreno era considerado una tentación demasiado peligrosa, como si su presencia hiciera imposible resistirse a robarlo. Estas precauciones ya eran bastante desagradables, pero todavía más siniestra era la cerca metálica que Nashe y Pozzi descubrieron la tarde que siguió a su primer día completo de trabajo. Después de cenar decidieron explorar las zonas boscosas que rodeaban el prado. Fueron primero hasta el extremo más lejano y entraron en el bosque por un camino de tierra que parecía haber sido abierto recientemente. Los árboles talados yacían a ambos lados del mismo, y de las señales de neumáticos marcadas en la blanda y margosa tierra dedujeron que era por allí por donde habían pasado los camiones para dejar su carga de piedras. Nashe y Pozzi siguieron andando, pero antes de llegar a la autopista que delimitaba el borde septentrional de la finca tropezaron con la cerca. Tenía unos dos metros y medio de altura y estaba rematada por una amenazadora maraña de alambre de espino. Una sección parecía más nueva que el resto, lo cual indicaba que una parte había sido derribada para que entraran los camiones, pero, aparte de eso, toda huella de acceso había sido eliminada. Continuaron caminando a lo largo de la cerca, preguntándose si encontrarían alguna abertura en ella, y cuando cayó la noche hora y media después habían regresado al mismo punto de donde partieron. En un momento dado pasaron por delante de la puerta de barrotes de hierro por la que entraron con el coche el día de su llegada, pero ésa era la única interrupción. La cerca estaba por todas partes, rodeando la extensión completa de los dominios de Flower y Stone.

Se esforzaron por tomarlo a broma, comentando que los ricos siempre viven detrás de cercas, pero eso no pudo borrar el recuerdo de lo que habían visto. La barrera había sido levantada para evitar la entrada, pero una vez que estaba allí, ¿qué le impedía evitar también la salida? En esa pregunta se encerraban toda clase de amenazadoras posibilidades. Nashe trató de no dejar volar la imaginación, pero hasta que recibió una carta de Donna el octavo día no consiguió calmar sus temores. A Pozzi le resultó tranquilizador que alguien supiese dónde estaban, pero para Nashe lo importante era que Murks había cumplido su promesa. La carta era una muestra de buena fe, la prueba tangible de que nadie trataba de engañarlos.

Durante aquellos primeros días en el prado la conducta de Pozzi fue ejemplar. Parecía haber decidido apoyar a Nashe y, le pidiera lo que le pidiese, nunca se quejaba. Hacía su trabajo con imperturbable buena voluntad, arrimaba el hombro en las tareas domésticas y hasta fingía que le gustaba la música clásica que Nashe ponía todas las noches después de cenar. Nashe no esperaba que el muchacho fuera tan complaciente y le agradecía que hiciera aquel esfuerzo. Pero la verdad era que estaba recibiendo únicamente lo que ya se había ganado. Él había recorrido toda la distancia por Pozzi la noche del combate de póquer, yendo más allá de cualquier límite razonable, y aunque se había arruinado en el intento, se había ganado un amigo. Ahora aquel amigo parecía dispuesto a hacer cualquier cosa por él, incluso si eso significaba vivir en un prado remoto durante los siguientes cincuenta días, desriñonándose como un presidiario condenado a una pena de trabajos forzados.

No obstante, la lealtad no era lo mismo que la convicción. Desde el punto de vista de Pozzi toda la situación era absurda, y el hecho de que hubiera optado por apoyar a su amigo no quería decir que pensara que Nashe estaba en sus cabales. El muchacho le estaba consintiendo, y cuando Nashe lo hubo comprendido, hizo todo lo que pudo por callarse sus pensamientos. Pasaban los días, y aunque rara vez había un momento en que no estuvieran juntos, continuó sin decir nada de lo que verdaderamente le preocupaba —nada acerca de la lucha para rehacer su vida, nada acerca de que veía el muro como una oportunidad de redimirse ante sus propios ojos, nada acerca de que consideraba los trabajos del prado un modo de expiar su imprudencia y su autocompasión—, porque sabía que, una vez empezara, todas las palabras inadecuadas saldrían de su boca como un torrente, y no deseaba poner a Pozzi más nervioso de lo que ya estaba. Lo importante era mantenerle animado, ayudarle a pasar aquellos cincuenta días de la forma menos dolorosa posible. Era mucho mejor hablar de las cosas en términos muy superficiales —la deuda, el contrato, las horas de trabajo— y salir adelante con comentarios graciosos e irónicos encogimientos de hombros. A veces Nashe se sentía muy solo, pero no veía qué otra cosa podía hacer. Si llegaba a desnudar su alma ante el muchacho, se desencadenaría una catástrofe. Sería como abrir una lata de gusanos, como buscarse la peor clase de problemas.

Pozzi continuaba comportándose admirablemente con Nashe, pero con Murks era otra historia, y no pasaba un día sin que se metiera con él, le insultara y le atacara verbalmente. Al principio Nashe lo interpretó como una buena señal, pensando que si el muchacho podía volver a su antigua conducta revoltosa, tal vez eso significara que soportaba la situación bastante bien. Lanzaba sus insultos con tal sarcasmo, acompañados de tal variedad de sonrisas e inclinaciones de cabeza, que Murks apenas parecía enterarse de que se estaba burlando de él. Nashe, a quien tampoco le agradaba mucho Murks, no culpaba a Pozzi por desahogarse un poco a costa del capataz. Pero a medida que pasaba el tiempo empezó a pensar que el chico se estaba excediendo, que no actuaba por rebeldía innata sino como reacción al pánico, a una acumulación de temores y confusión. El muchacho le recordaba a un animal acorralado, esperando para agredir a lo primero que se le acercara. Y ocurría que era siempre Murks, pero por muy insoportable que se pusiera Pozzi, por mucho que tratara de provocarle, el viejo Calvin jamás se inmutaba. Había algo tan profundamente imperturbable en aquel hombre, tan básicamente oblicuo y carente de humor, que Nashe nunca podía llegar a saber a ciencia cierta si estaba riéndose de ellos por dentro o era simplemente un bobo. Se limitaba a cumplir con su trabajo, haciéndolo siempre con el mismo ritmo lento y concienzudo, sin decir nunca una palabra acerca de sí mismo ni preguntarles nada a Nashe o a Pozzi, sin mostrar la más leve indicación de enojo, curiosidad o placer. Llegaba puntualmente a las siete todas las mañanas, entregaba los comestibles y provisiones que le habían encargado el día anterior, y luego se entregaba a la tarea durante las once horas siguientes. Era difícil saber qué pensaba del muro, pero supervisaba el trabajo prestando meticulosa atención a los detalles, dirigiendo a Nashe y a Pozzi en cada paso de la construcción como si supiera lo que se hacía. Sin embargo, guardaba las distancias con ellos, y nunca les echaba una mano ni colaboraba en ninguno de los aspectos físicos del trabajo. Su obligación era supervisar la edificación del muro y se mantenía en ese papel, marcando su estricta y absoluta superioridad sobre los hombres a su cargo. Murks tenía los aires de suficiencia de alguien que está satisfecho con su papel en la escala jerárquica, y, como sucede con la mayoría de los sargentos y jefes de equipo de este mundo, sus lealtades estaban firmemente del lado de quienes le daban órdenes. Nunca comía con Nashe y Pozzi, por ejemplo, y cuando terminaba la jornada laboral nunca se quedaba un rato a charlar. Dejaban el trabajo exactamente a las seis y él se marchaba siempre enseguida.

—Hasta mañana, muchachos —les decía, y luego se adentraba en el bosque arrastrando los pies y desaparecía de su vista en cuestión de segundos.

Tardaron nueve días en acabar los preliminares. Luego empezaron con el muro y el mundo cambió repentinamente de nuevo. Según descubrieron Nashe y Pozzi, una cosa era levantar una piedra de treinta kilos, y otra cosa era, una vez levantada la primera, levantar una segunda piedra de treinta kilos, y otra bien distinta coger una tercera después de la segunda. Por muy fuertes que se sintieran al levantar la primera, buena parte de esa fuerza había desaparecido cuando tocaba levantar la segunda, y una vez que habían levantado la segunda, les quedaba aún menos fuerza para emplearla en la tercera. Y así sucesivamente. Cada vez que trabajaban en el muro, Nashe y Pozzi tropezaban con el mismo y fascinante acertijo: todas las piedras eran idénticas y sin embargo cada piedra era más pesada que la anterior.

Pasaban las mañanas transportando piedras por el prado en un carrito rojo, depositándolas una junto a otra, a lo largo de la zanja y volviendo por otra. Por las tardes trabajaban con las paletas y el cemento, colocando cuidadosamente las piedras en su sitio. De las dos tareas, era difícil saber cuál era la peor: el interminable cargar y descargar de las mañanas o el empujar y tirar que empezaba después de comer. La primera les cansaba más, quizá, pero había una secreta recompensa en tener que trasladar las piedras distancias tan largas. Murks les había ordenado comenzar por el extremo más lejano de la zanja, y cada vez que dejaban una piedra en el suelo tenían que volver con las manos vacías a buscar la siguiente, lo cual les daba un pequeño respiro. La segunda tarea era menos agotadora, pero también más implacable. Había las breves pausas necesarias para aplicar el cemento, pero eran mucho más cortas que los paseos de vuelta por el prado y, en el fondo, probablemente era más duro desplazar una piedra varios centímetros que levantarla del suelo y ponerla en el carrito. Teniendo en cuenta todas las demás variables —el hecho de que generalmente se encontraban más fuertes por la mañana, el hecho de que el tiempo solía ser más caluroso por la tarde, el hecho de que inevitablemente su aversión aumentaba a lo largo del día—, probablemente había empate. Seis de una, media docena de la otra.

Transportaban las piedras en un Fast Flyer, exactamente el mismo tipo de carrito para niños que Nashe le había regalado a Juliette cuando cumplió tres años. Al principio les pareció una broma, y tanto Nashe como Pozzi se echaron a reír cuando Murks lo sacó y se lo enseñó.

—No hablarás en serio, ¿verdad? —dijo Nashe.

Pero Murks hablaba muy en serio, y a la larga el carrito de juguete resultó ser perfectamente adecuado para aquella misión: su caja metálica podía soportar el peso y sus ruedas de goma eran lo bastante sólidas como para soportar cualquier accidente del terreno. Sin embargo, había algo ridículo en tener que utilizar semejante cosa y a Nashe le molestaba el efecto extraño e infantilizante que le producía. El carrito no era apropiado para las manos de un hombre adulto. Era un objeto para el cuarto de juegos, para el mundo trivial e imaginario de los niños, y cada vez que tiraba de él por el prado se sentía avergonzado, afligido por la sensación de su propia indefensión.

El trabajo avanzaba despacio, casi imperceptiblemente. En una mañana buena lograban trasladar veinticinco o treinta piedras hasta la zanja. Si Pozzi hubiese sido un poco más fuerte, podrían haber doblado su rendimiento, pero el chico no era capaz de levantar las piedras él solo. Era demasiado bajo y frágil, nada acostumbrado al trabajo manual. Conseguía levantar las piedras del suelo, pero una vez que las tenía cogidas, era incapaz de llevarlas a ningún sitio. En cuanto intentaba andar, el peso le hacia perder el equilibrio y no bien daba dos o tres pasos la piedra empezaba a escapársele de las manos. Nashe, que superaba al muchacho en veinte centímetros y treinta y cinco kilos, no tenía ninguna de estas dificultades. Sin embargo, no habría sido justo que él hiciera todo el trabajo, así que acabaron levantándolas entre los dos. También habría sido posible cargar el carrito con dos piedras (lo cual habría aumentado su rendimiento en un tercio aproximadamente), pero Pozzi no estaba hecho para tirar de más de cincuenta kilos. Podía con treinta o treinta y cinco sin demasiado esfuerzo y, puesto que habían acordado repartirse el trabajo a la mitad —lo que significaba que tiraban del carrito por turno—, optaron por cargar una sola piedra en cada viaje. En realidad, probablemente eso era lo mejor. El trabajo era ya lo bastante penoso y tampoco tenía sentido dejar que los aplastara.

Poco a poco, Nashe se fue acostumbrando. Los primeros días fueron los más duros, y era raro el momento en que no se sentía abrumado por un agotamiento casi intolerable. Le dolían los músculos, tenía la mente nublada, su cuerpo clamaba constantemente pidiendo descanso. Todos aquellos meses de estar sentado en el coche le habían ablandado, y el trabajo relativamente ligero de los primeros nueve días no le había preparado para el trauma del verdadero esfuerzo físico. Pero Nashe aún era joven y lo bastante fuerte como para recuperarse de su largo periodo de inactividad, y, a medida que pasaba el tiempo, empezó a notar que tardaba un poco más en cansarse, que así como al principio una mañana de trabajo había sido suficiente para llevarle al límite de su resistencia, ahora transcurría buena parte de la tarde antes de que le sucediera eso. Finalmente, notó que ya no necesitaba arrastrarse hasta la cama inmediatamente después de cenar. Empezó a leer libros de nuevo y a mitad de la segunda semana comprendió que lo peor ya había pasado.

Pozzi, en cambio, no se adaptó tan bien. El muchacho había estado razonablemente contento durante los días en que cavaron la zanja, pero cuando pasaron a la siguiente etapa del trabajo estaba cada vez más disgustado. No había duda de que las piedras exigían de él mucho mayor esfuerzo que de Nashe, pero su irritabilidad y mal humor tenían menos que ver con el sufrimiento físico que con una sensación de ultraje moral. El trabajo era insoportable para él, y cuanto más se prolongaba, más evidente le parecía que era víctima de una terrible injusticia, que sus derechos habían sido pisoteados de una manera monstruosa y terrible. Repasaba la partida de póquer con Flower y Stone constantemente, repitiéndole a Nashe las jugadas una y otra vez, incapaz de aceptar el hecho de que había perdido. Cuando llevaba diez días trabajando en el muro estaba ya convencido de que Flower y Stone habían hecho trampas, que les habían robado el dinero y usado cartas marcadas o algún otro truco ilegal. Nashe hacía lo que podía por evitar el tema, pero la verdad era que no estaba enteramente convencido de que Pozzi estuviera equivocado. Ya se le había ocurrido a él la misma idea, pero sin ninguna prueba que respaldara la acusación, no veía que tuviera sentido animar al muchacho. Aunque tuviera razón, no podían hacer absolutamente nada.

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