La música del azar (19 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

—Yo no he dicho eso. Sólo quiero decir que no deberías haberlo cogido. En otro momento quizá, pero no cuando estábamos jugando al póquer.

—Pero está aquí. Y cada vez que lo miras, te asustas un poco, ¿no es así? Es como si te estuvieran echando mal de ojo.

—Más o menos.

—¿Qué quieres que haga con ellos? ¿Devolverlos? ¿Te haría eso sentir mejor?

—Es demasiado tarde. El daño ya está hecho.

—Todo tiene remedio, muchacho. Un buen católico como tú debería saberlo. Con la medicina adecuada, cualquier enfermedad se cura.

—Ahora si que me he perdido. No sé de qué coño estás hablando.

—Observa. Dentro de unos minutos todos tus problemas se habrán acabado.

Sin decir más, Nashe se fue a la cocina y cogió una fuente de horno, un sobre de cerillas y un periódico. Cuando volvió al cuarto de estar puso la fuente en el suelo, a pocos centímetros de los pies de Pozzi. Luego se agachó y colocó las figuritas de Flower y Stone en el centro de la fuente. Arrancó una hoja del periódico, la rasgó en varias tiras e hizo una bolita con cada tira. Luego, con mucha delicadeza, puso las bolas en la fuente alrededor de las estatuas de madera. Se detuvo un momento para mirar a Pozzi a los ojos, y como el chico no dijo nada, siguió adelante y encendió una cerilla. Una por una, acercó la llama a las bolas de papel, y cuando estaban todas ardiendo, el fuego ya había prendido en las figuras de madera, produciendo una viva llamarada de calor crepitante mientras los colores se quemaban y se derretían. La madera que había debajo era blanda y porosa y no pudo resistir el furioso ataque. Flower y Stone se ennegrecieron, encogiéndose a medida que el fuego devoraba sus cuerpos, y en menos de un minuto los dos hombrecitos habían desaparecido.

Nashe señaló las cenizas en el fondo de la fuente y dijo:

—¿Lo ves? Es bien fácil. Una vez que conoces la fórmula mágica, ningún obstáculo es demasiado grande.

Finalmente el muchacho levantó la mirada del suelo y observó a Nashe.

—Estás loco —dijo—. Espero que te des cuenta de ello.

—Si lo estoy, entonces ya somos dos, amigo. Por lo menos ya no tendrás que sufrir solo. Eso es un consuelo, ¿no? Estoy contigo en cada paso del camino, Jack. En cada jodido paso, hasta el mismísimo final del camino.

A mediados de la cuarta semana el tiempo comenzó a cambiar. Los cielos cálidos y húmedos dieron paso al fresco de principios de otoño y ahora casi todas las mañanas se ponían jerséis para ir a trabajar. Los insectos, esos batallones de mosquitos que les habían incordiado durante tanto tiempo, habían desaparecido, y con las hojas empezando a cambiar de color, muriendo en una profusión de amarillos, naranjas y rojos, era difícil no sentirse un poco mejor. La lluvia podía resultar molesta a veces, eso era cierto, pero hasta la lluvia era preferible a los rigores del calor, y no permitieron que les impidiera continuar con su trabajo. Se les proporcionó ponchos de lona y gorras de béisbol, que les servían razonablemente bien para protegerse de los aguaceros. Lo esencial era seguir adelante, hacer sus diez horas diarias y concluir el asunto en la fecha prevista. Desde el principio habían optado por no tomarse tiempo libre, y no iban a dejar que un poco de lluvia les intimidase ahora. En este punto, curiosamente, Pozzi era el más decidido de los dos. Pero eso era porque tenía más ganas que Nashe de acabar, y hasta en los días más tormentosos y tristes salía a trabajar sin una protesta. En cierto sentido, cuanto más inclemente era el tiempo, más contento estaba, porque Murks tenía que estar allí con ellos, y nada complacía más a Pozzi que ver al ceñudo y patizambo capataz, adornado con su conjunto impermeable amarillo, de pie bajo un paraguas negro durante horas y horas mientras sus botas se hundían cada vez más en el barro. Le encantaba ver sufrir al viejo de aquella manera. Era una forma de consuelo, un pequeño desquite por todos los sufrimientos que él había soportado.

Sin embargo la lluvia causaba problemas. Un día de la última semana de septiembre cayó tan fuerte que destruyó casi un tercio de la zanja. Ya habían puesto aproximadamente setecientas piedras y calculaban que terminarían la primera hilera en diez o doce días más. Pero durante la noche hubo una enorme tormenta que azotó el prado con una lluvia feroz agitada por el viento, y cuando salieron a la mañana siguiente para comenzar el trabajo, descubrieron que la parte abierta de la zanja tenía varios centímetros de agua. No sólo seria imposible poner más piedras hasta que la tierra se secara, sino que toda la meticulosa labor de nivelar el fondo de la zanja había quedado arruinada. Los cimientos del muro estaban convertidos en una masa de remolinos de agua y barro. Pasaron los tres días siguientes transportando piedras mañana y tarde y llenando el tiempo como mejor podían. Luego, cuando el agua se evaporó al fin, abandonaron las piedras durante un par de días y se dedicaron a rehacer el fondo de la zanja. Fue entonces cuando la tensión entre Pozzi y Murks estalló finalmente. De repente Calvin se implicó de nuevo en el trabajo y, en lugar de quedarse a un lado observándoles a cierta distancia (como tenía por costumbre hacer), ahora se pasaba el día dando vueltas alrededor de ellos, fastidiándoles con constantes comentarios e instrucciones, para asegurarse de que las reparaciones se hacían correctamente. Pozzi lo soportó la primera mañana, pero cuando la intromisión continuó por la tarde, Nashe se dio cuenta de que estaba empezando a poner nervioso al chico. Al cabo de tres o cuatro horas más, el muchacho perdió la paciencia.

—De acuerdo, bocazas —dijo, tirando la pala y mirando a Murks con enojo—, si tú eres tan experto en todo esto, ¡por qué coño no lo haces tú mismo!

Murks tardó un momento en contestar, al parecer cogido de improviso.

—Porque ése no es mi trabajo —dijo al fin en voz muy baja—. Sois vosotros quienes tenéis que hacerlo. Yo estoy aquí sólo para ocuparme de que no lo jodáis.

—¿Sí? —le respondió el chico—. ¿Y qué te hace tan alto y poderoso, cabeza de patata? ¿Por qué rayos tú te quedas ahí parado con las manos en los bolsillos mientras nosotros nos machacamos los riñones en este montón de mierda? ¿Eh? Venga, patán, suéltalo. Dame una buena razón.

—Es muy sencillo —dijo Murks, incapaz de contener la sonrisa que se estaba formando en sus labios—. Porque vosotros jugáis a las cartas y yo no.

Fue la sonrisa, pensó Nashe. Una expresión de profundo y auténtico desprecio cruzó por la cara de Murks y un momento después Pozzi se abalanzó sobre él con los puños cerrados. Por lo menos un puñetazo dio en el blanco, porque cuando Nashe logró apartar al chico, de una comisura de la boca de Calvin manaba sangre. Pozzi, aún hirviendo de ira, se debatió violentamente entre los brazos de Nashe durante casi un minuto, pero éste le retuvo con todas sus fuerzas y finalmente el muchacho se calmó. Mientras tanto Murks había retrocedido unos pasos y se estaba enjugando el corte con un pañuelo.

—No importa —dijo al fin—. El chulito éste no soporta la tensión, eso es todo. Hay tíos que tienen lo que hay que tener y otros no. Lo único que digo es esto: que no vuelva a suceder. La próxima vez no me lo tomaré tan bien.

—Miró su reloj y dijo—: Creo que hoy pararemos antes. Ya son casi las cinco y no tiene sentido reanudar el trabajo con los ánimos tan caldeados.

Luego, despidiéndose con el habitual gesto de la mano, echó a andar por el prado y desapareció en el bosque.

Nashe no pudo por menos de admirar a Murks por su serenidad. Pocos tipos se habrían aguantado sin devolver el golpe después de un ataque semejante, pero Calvin ni siquiera había levantado las manos para defenderse. Quizá había cierta arrogancia en ello —como si le estuviera diciendo a Pozzi que no podía hacerle daño por mucho que lo intentara—, pero el hecho era que el incidente había sido desactivado con asombrosa rapidez. Considerando lo que podía haber ocurrido, era un milagro que los daños no fueran mayores. Hasta Pozzi parecía consciente de ello, y aunque evitó cuidadosamente hablar del tema aquella noche, Nashe se dio cuenta de que estaba azorado y se alegraba de que le hubiese detenido antes de que fuese demasiado tarde.

No había razón para pensar que habría repercusiones. Pero cuando Murks se presentó a las siete de la mañana siguiente llevaba un arma. Era un revólver del treinta y ocho como el que usaba la policía, y estaba metido en una funda de cuero que colgaba de una cartuchera. Nashe se fijó en que faltaban de ella seis balas, prueba casi segura de que el revólver estaba cargado. Ya era bastante malo que las cosas hubieran llegado a ese punto, pensó, pero lo que lo hacía aún peor era que Calvin actuaba como si no hubiera pasado nada. No mencionó el arma, y ese silencio le resultó a Nashe más preocupante que la propia arma. Significaba que Murks consideraba que tenía derecho a llevarla… y que había tenido ese derecho desde el principio. La libertad, por tanto, nunca había existido. Los contratos, los apretones de mano, la buena voluntad, no habían significado nada. Nashe y Pozzi habían trabajado todo el tiempo bajo la amenaza de la violencia, y Murks les había dejado en paz sólo porque habían decidido colaborar con él. Al parecer, insultar y refunfuñar estaba permitido, pero en cuanto su descontento fuera más allá de las palabras, Murks estaba más que dispuesto a tomar medidas drásticas e intimidatorias contra ellos. Y dada la manera en que se había planteado la situación, no había duda de que actuaba siguiendo las órdenes de Flower y Stone.

No obstante, no parecía probable que Murks planease utilizar el revólver. Su función era simbólica, y simplemente llevarlo delante de ellos era suficiente para dejar las cosas claras. Mientras no le provocaran, Calvin no haría mucho más que pasearse con el revólver en la cadera, haciendo una estúpida imitación de un jefe de policía de pueblo. En el fondo, pensó Nashe, el único verdadero peligro era Pozzi. El comportamiento del chico se había vuelto tan excéntrico que era difícil saber si haría una tontería o no. Al final resultó que no llegó a hacer ninguna, y Nashe se vio obligado a admitir que le había subestimado. Pozzi había esperado desde el comienzo que hubiera problemas, y cuando vio el arma aquella mañana, más que sorprenderle le confirmó sus sospechas más profundas. Fue Nashe el que se sorprendió, era Nashe el que se había engañado con una falsa interpretación de los hechos, pero Pozzi siempre había sabido a qué tenían que enfrentarse. Lo había sabido desde el primer día en el prado, y lo que se deducía de ese conocimiento le había dejado medio muerto de miedo. Ahora que todo había salido al descubierto, casi parecía aliviado. Después de todo, el revólver no cambiaba la situación para él. Simplemente demostraba que estaba en lo cierto.

—Bueno, viejo —le dijo a Murks mientras los tres caminaban por la hierba—, parece que por fin has puesto tus cartas sobre la mesa.

—¿Cartas? —dijo Murks, confuso por la referencia—. Te dije ayer que yo no juego a las cartas.

—Es una manera de hablar —contestó Pozzi, sonriendo amablemente—. Estoy hablando de ese extraño juguete que llevas ahí. Ese badajo que te cuelga de la cintura.

—Ah, esto —dijo Murks, dando unas palmaditas al revólver dentro de su funda—. Sí, bueno, pensé que no debía correr más riesgos. Tú eres un loco hijo de puta, enano. Cualquiera sabe lo que podrías hacer.

—Y eso disminuye las posibilidades, ¿no? —dijo Pozzi—. Quiero decir que una cosa como ésa coarta mucho a un hombre a la hora de expresarse. Restringe sus derechos de la Primera Enmienda, no sé si sabes a lo que me refiero.

—No seas tan listo, chaval —dijo Murks—. Conozco la Primera Enmienda.

—Por supuesto. Por eso me gustas tanto, Calvin. Eres un tío espabilado, lo que se dice un águila. No hay quien te engañe.

—Como dije ayer, siempre estoy dispuesto a darle a un hombre una oportunidad. Pero sólo una. Después, hay que tomar medidas adecuadas.

—Como poner tus cartas sobre la mesa, ¿eh?

—Si lo quieres decir así.

—Es bueno que las cosas queden bien sentadas. La verdad es que me alegro de que te hayas puesto hoy tu cinturón de vestir. Eso le da aquí a mi amigo Jim una imagen más clara de la situación.

—Esa es la idea —contestó Murks, palmeando de nuevo su revólver—. Ayuda a ajustar el enfoque, ¿a que sí?

Terminaron de reparar la zanja al final de la mañana, y luego el trabajo volvió a la normalidad. Aparte del revólver (que Murks siguió llevando todos los días), las circunstancias externas de su vida no parecieron cambiar mucho. En todo caso, a Nashe le pareció que empezaban a mejorar. La lluvia había cesado y, en lugar de los días fríos y húmedos que les habían tenido hundidos en el lodo durante más de una semana, entraron en un periodo de soberbio tiempo otoñal: cielos límpidos y relucientes, tierra firme bajo los pies, el crujido de las hojas que pasaban llevadas por el viento. Además, Pozzi también parecía haber mejorado, y ya no suponía tanto esfuerzo para Nashe estar con él. El revólver había supuesto un cambio decisivo y desde entonces el chico había recobrado parte de su fanfarronería y buen humor. Había dejado de decir disparates; controlaba su ira; el mundo había comenzado a divertirle de nuevo. Eso era un verdadero progreso, pero también estaba el progreso del calendario, y quizá eso fuera lo más importante de todo. Ya habían entrado en octubre, y súbitamente el final aparecía a la vista. Saber eso era suficiente para despertar en ellos una esperanza, una chispa de optimismo que antes no existía. Faltaban dieciséis días, y ni siquiera el revólver podía privarles de eso. Mientras siguieran trabajando, el trabajo les haría libres.

Pusieron la milésima piedra el doce de octubre, concluyendo así la primera hilera cuando aún faltaba más de una semana para que se cumpliera el plazo. A pesar de todo, Nashe no pudo evitar una sensación de logro. Habían alcanzado una marca, habían hecho algo que permanecería después de que se hubieran ido, y, estuvieran donde estuviesen, una parte de aquel muro siempre les pertenecería. Hasta Pozzi parecía satisfecho, y cuando la última piedra estuvo al fin colocada en su sitio retrocedió unos pasos y le dijo a Nashe:

—Bueno, amigo mío, contempla lo que acabamos de hacer.

Con un gesto nada característico en él, el muchacho se subió sobre las piedras de un salto y empezó a caminar a lo largo de la hilera con los brazos extendidos, como un equilibrista en la cuerda floja. Nashe se alegró de que reaccionara de aquella manera, y mientras miraba la pequeña figura que se alejaba de puntillas, siguiendo la pantomima del equilibrista (como si estuviera en peligro, como si pudiera caerse desde una gran altura), algo le ahogó de repente y notó que estaba al borde de las lágrimas. Un momento después, Murks se le acercó por la espalda y le dijo:

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