Nashe encontró divertido el pasaje, pero al mismo tiempo le dejó demasiado azorado como para tener ganas de reírse. Al fin y al cabo había algo terrible en semejante franqueza, y se preguntó dónde había encontrado Rousseau el valor para revelar algo así de sí mismo, para admitir tan descarado autoengaño. Nashe apagó la lámpara, cerró los ojos y escuchó el zumbido del aire acondicionado hasta que ya no pudo oírlo. En algún momento de la noche soñó con un bosque en el cual el viento pasaba por entre los árboles con el sonido de los naipes al barajarse.
A la mañana siguiente Nashe siguió retrasando la prueba. A esas alturas casi se había convertido en una cuestión de honor, como si la verdadera prueba fuese para sí mismo y no para comprobar la habilidad de Pozzi con las cartas. La cuestión era ver cuánto tiempo podía vivir en un estado de incertidumbre: actuar como si se hubiese olvidado del asunto, y de esa forma utilizar el poder del silencio para obligar a Pozzi a dar el primer paso. Si Pozzi no decía nada, eso querría decir que el muchacho no era más que palabrería. Le gustaba la simetría de ese acertijo. La ausencia de palabras significaría que era todo palabras, y las palabras significarían que era sólo farol y fraude. Si Pozzi era serio, sacaría el tema antes o después, y a medida que pasaba el tiempo Nashe se encontraba cada vez más dispuesto a esperar. Pensó que era como tratar de respirar y contener el aliento a la vez, pero ahora que había empezado el experimento sabía que iba a seguirlo hasta el final.
Pozzi parecía considerablemente reanimado después de sus largas horas de sueño. Nashe le oyó abrir la ducha poco antes de las nueve, y veinte minutos más tarde estaba de pie en su cuarto, de nuevo con la indumentaria de las toallas blancas.
—¿Qué tal se encuentra el senador esta mañana? —le preguntó Nashe.
—Mejor —contestó Pozzi—. Todavía me duelen los huesos, pero Jackus Pozzius está otra vez en la brecha.
—Lo cual quiere decir que probablemente un pequeño desayuno vendría bien.
—Mejor que sea grande. Mis tripas piden a gritos sustento.
—Entonces que sea un almuerzo dominical.
—Almuerzo, desayuno, llámalo como quieras. Estoy muerto de hambre.
Nashe ordenó que les subieran el desayuno a la habitación y pasó otra hora sin que se mencionara la prueba. Nashe empezó a preguntarse si Pozzi no estaría haciendo el mismo juego que él: negándose a ser el primero en hablar, atrincherándose para una guerra de nervios. Pero no bien empezó a pensar esto descubrió que estaba equivocado. Después de desayunar, Pozzi volvió a su cuarto para vestirse. Cuando regresó (vestido con la camisa blanca, los pantalones grises y los mocasines, que le daban un aspecto muy presentable, en opinión de Nashe) le faltó tiempo para plantearlo.
—Creí que querías ver qué clase de jugador de póquer soy —dijo—. Quizá deberíamos comprar una baraja en algún sitio y ponernos a ello.
—Ya tengo la baraja —contestó Nashe—. Sólo estaba esperando a que estuvieras listo.
—Estoy listo. Lo he estado desde el principio.
—Muy bien. Entonces parece que ha llegado el momento de la verdad. Siéntate, Jack, y enséñame tus habilidades.
Jugaron al póquer descubierto de siete cartas durante tres horas, utilizando pedazos de papel de escribir del Plaza en lugar de fichas. Siendo sólo dos jugadores, era difícil que Nashe midiese todo el alcance de los talentos de Pozzi, pero incluso en esas circunstancias distorsionantes (que exageraban el factor suerte y hacían casi imposibles las apuestas a gran escala), el muchacho le derrotó completamente, dando mordiscos a las fichas de papel de Nashe hasta que desapareció toda la pila. Nashe no era ningún maestro, naturalmente, pero estaba lejos de ser un inepto. Había jugado casi todas las semanas durante los dos años que pasó en el Bowdoin College, y después de ingresar en el cuerpo de bomberos de Boston se había sentado en suficientes partidas como para saber que podía defenderse frente a la mayoría de los jugadores decentes. Pero el muchacho era otra cosa, y Nashe no tardó en comprenderlo. Parecía concentrarse mejor, analizar las situaciones más rápidamente y estar más seguro de sí mismo que nadie con quien Nashe se hubiera enfrentado antes. Después del primer barrido, Nashe propuso que él jugara con dos manos en lugar de una, pero los resultados fueron básicamente los mismos. En todo caso, Pozzi hizo un trabajo más rápido que la primera vez. Nashe ganó una parte de las jugadas pero el producto de esas ganancias era siempre pequeño, significativamente menor que las sumas que invariablemente le reportaban a Pozzi sus manos ganadoras. El muchacho tenía una infalible habilidad para saber cuándo retirarse y cuándo ir, y nunca llevaba demasiado lejos una mano perdedora; retirándose a menudo cuando sólo se había repartido el tercer o cuarto naipe. Al principio Nashe consiguió llevarse unas manos con algunos faroles insensatos, pero al cabo de veinte o treinta minutos esa estrategia empezó a volverse en su contra. Pozzi le había calado y al final era casi como si pudiera leer en la mente de Nashe, como si estuviera sentado dentro de su cabeza observando lo que pensaba. Esto animó a Nashe, puesto que deseaba que Pozzi fuera buen jugador, pero era perturbador a pesar de todo, y esa sensación desagradable perduró durante un rato. Comenzó a jugar de una forma demasiado conservadora, confiando en la cautela en todas las jugadas, y desde ese momento Pozzi dominó la partida, faroleó y le manipuló casi como le dio la gana. El muchacho no se jactó, sin embargo. Jugaba con absoluta seriedad, sin mostrar la menor señal de su acostumbrado sarcasmo y humor. Sólo recuperó su actitud normal cuando Nashe propuso que lo dejaran; de pronto se recostó en su silla y en su cara apareció una sonrisa amplia y satisfecha.
—No está mal, muchacho —dijo Nashe—. Me has machacado.
—Ya te lo dije —contestó Pozzi—. Yo no bromeo cuando se trata del póquer. Nueve veces sobre diez voy a quedar encima. Es como una ley de la naturaleza.
—Esperemos que mañana sea una de esas nueve veces.
—No te preocupes, voy a aniquilar a esos cretinos. Te lo garantizo. No son ni la mitad de buenos que tú, y ya has visto lo que he hecho contigo.
—Destrucción total.
—Exactamente. Esto ha sido un holocausto nuclear. Un maldito Hiroshima.
—¿Estás dispuesto a mantener el trato que hicimos en el coche?
—¿Ir a partes iguales? Sí, estoy dispuesto.
—Descontando los primeros diez mil dólares, claro está.
—Descontando los diez grandes. Pero además hay que tener en cuenta las otras cosas.
—¿Qué cosas?
—El hotel. La comida. La ropa que me compraste ayer.
—No te preocupes por eso. Esas cosas son a fondo perdido, lo que podríamos llamar los gastos normales de un negocio.
—Mierda. No tienes por qué hacer eso.
—No tengo por qué hacer nada. Pero lo he hecho, ¿no? Es un regalo, Jack, y dejemos el asunto. Si quieres, puedes considerarlo como una prima por permitirme entrar en el negocio.
—La comisión del intermediario.
—Exacto. Una comisión por los servicios prestados. Ahora lo único que tienes que hacer es coger el teléfono y comprobar si Laurel y Hardy siguen contando contigo. No es cosa de que vayamos hasta allí para nada. Y asegúrate de que te indican bien cómo se va. No sería correcto llegar tarde.
—Será mejor que les diga que vas a venir conmigo.
—Diles que tienes el coche en el taller de reparaciones y que te va a llevar un amigo.
—Les diré que eres mi hermano.
—Tampoco hay que pasarse.
—Sí, les diré que eres mi hermano. Así no harán preguntas.
—De acuerdo, diles lo que quieras. Pero no te inventes una historia demasiado complicada. No querrás empezar con una metedura de pata.
—No te preocupes, compañero, fíate de mí. Soy el Chico del Gordo, ¿recuerdas? Da igual lo que diga. Mientras sea yo el que lo diga, todo saldrá bien.
Salieron hacia Ockham a la una y media del día siguiente. La partida no empezaría hasta el anochecer, pero Flower y Stone les esperaban a las cuatro.
—Es como si todo les pareciera poco para nosotros —dijo Pozzi—. Primero nos darán el té. Luego nos enseñarán la casa. Y antes de sentarnos a jugar, vamos a cenar. ¿Qué te parece? ¡El té! No me lo puedo creer.
—Para todo hay una primera vez —dijo Nashe—. No te olvides de portarte bien. Nada de sorber ruidosamente. Y cuando te pregunten cuántos terrones de azúcar quieres di que uno.
—Puede que esos dos sean tontos, pero parece que tienen buen corazón. Si yo no fuera un hijoputa tan avaricioso, casi me darían pena.
—Eres la última persona de la que esperaría que sintiera pena por dos millonarios.
—Bueno, ya me entiendes. Primero ellos nos invitan a beber su vino y comer su cena y luego nosotros nos largamos con su dinero. Hay que tenerles lástima a unos bobos así. Por lo menos una poca.
—Yo no me apenaría demasiado. Nadie entra en una partida esperando perder, ni siquiera los millonarios bien educados. Nunca se sabe, Jack. A lo mejor ahora mismo ellos están en Pennsylvania compadeciéndose de nosotros.
La tarde era bochornosa, y había densas masas de nubes en el cielo y una amenaza de lluvia en el aire. Cruzaron el Lincoln Tunnel y comenzaron a seguir una serie de autopistas de Nueva Jersey en dirección al río Delaware. Durante los primeros cuarenta y cinco minutos ninguno de los dos habló mucho. Nashe conducía y Pozzi miraba por la ventanilla y estudiaba el mapa. Nashe estaba seguro de que había llegado a un momento de cambio decisivo, de que pasara lo que pasase en la partida de aquella noche, sus días en la carretera habían tocado a su fin. El mero hecho de estar en el coche con Pozzi ahora parecía demostrar la inevitabilidad de ese fin. Algo había terminado y algo estaba a punto de comenzar, y por el momento Nashe se encontraba en medio, flotando en un lugar que no era aquí ni allí. Sabía que Pozzi tenía grandes posibilidades de ganar, que de hecho jugaba con muchos puntos de ventaja, pero la idea de ganar le parecía demasiado fácil, algo que ocurriría con demasiada rapidez y naturalidad como para traer consecuencias permanentes. Por ello la posibilidad de la derrota ocupaba un lugar predominante en su pensamiento, y se decía que siempre era preferible prepararse para lo peor que dejar que te cogiera por sorpresa. ¿Qué haría si las cosas salían mal? ¿Cómo actuaría si perdía el dinero? Lo extraño no era que pudiera imaginar esta posibilidad, sino que pudiera hacerlo con tal indiferencia y distanciamiento, con tan poco dolor interno. Era como si en realidad no tomara parte en lo que estaba a punto de sucederle. Y si ya no estaba implicado en su propio destino, ¿dónde estaba, entonces? ¿Y qué había sido de él? Pensó que quizá había vivido en el limbo durante demasiado tiempo, y ahora que necesitaba encontrarse a sí mismo de nuevo ya no había nada a que agarrarse. De pronto se sintió muerto por dentro, como si todos sus sentimientos se hubieran agotado. Deseaba sentir miedo, pero ni siquiera el desastre podía aterrorizarle.
Cuando llevaban algo menos de una hora en la carretera, Pozzi comenzó a hablar de nuevo. Iban pasando por una tormenta en ese momento (en algún punto entre New Brunswick y Princeton) y, por primera vez en los tres días que habían estado juntos, mostró cierta curiosidad por el hombre que le había salvado. Eso pilló a Nashe con la guardia baja, y como no estaba preparado para las preguntas directas de Pozzi, se encontró hablando más abiertamente de lo que habría supuesto, descargándose de cosas que normalmente no habría compartido con nadie. No bien se dio cuenta de lo que estaba haciendo, casi se interrumpió, pero luego decidió que no importaba. Pozzi habría desaparecido de su vida al día siguiente, ¿por qué molestarse en ocultarle algo a una persona a la que nunca volvería a ver?
—Bueno, profesor —dijo el muchacho—, ¿qué vas a hacer después de que nos hagamos ricos?
—No lo he decidido aún —contestó Nashe—. Mañana por la mañana probablemente me iré a ver a mi hija y pasaré unos días con ella. Luego me sentaré a hacer planes.
—Así que eres papá, ¿eh? No me había imaginado que fueses un hombre de familia.
—No lo soy. Pero tengo una hija en Minnesota. Cumplirá cuatro años dentro de dos meses.
—¿Y no hay una esposa en la escena?
—La había, pero ya no.
—¿Está en Michigan con la cría?
—Minnesota. No, la niña vive con mi hermana. Con mi hermana y mi cuñado. Él jugaba de defensa trasero con los Vikings.
—¿En serio? ¿Cómo se llama?
—Ray Schweikert.
—No puedo decir que lo conozca.
—Sólo duró un par de temporadas. El pobre diablo se machacó una rodilla entrenando y ahí se acabó su carrera.
—¿Y qué me dices de tu mujer? ¿La palmó o algo así?
—No exactamente. Probablemente está viva en alguna parte.
—Un caso de desaparición, ¿eh?
—Supongo que se le podría llamar así.
—¿Quieres decir que te dejó plantado y no se llevó a la cría? ¿Qué clase de fulana haría una cosa así?
—Me he hecho esa pregunta muchas veces. Por lo menos me dejó una nota.
—Qué amable.
—Sí, me llenó de inmensa gratitud. El único problema fue que la puso encima de la repisa de la cocina. Y como no se había molestado en limpiar después del desayuno, la repisa estaba mojada. Cuando llegué a casa aquella noche, la nota estaba empapada. Es difícil leer una carta cuando la tinta está corrida. Hasta mencionaba el nombre del tipo con el que se largó, pero no pude entenderlo. Gorman o Corman, creo que era, pero sigo sin saber cuál de los dos.
—Supongo que era guapa, por lo menos. Algo tendría cuando quisiste casarte con ella.
—Oh, ya lo creo que era guapa. La primera vez que vi a Thérèse pensé que probablemente era la mujer más guapa que había visto en mi vida. No podía apartar las manos de ella.
—Un buen culo.
—Es una forma de decirlo. Tardé un poco en darme cuenta de que todo el cerebro lo tenía también ahí abajo.
—Es una historia muy vieja, amigo. Dejas que tu pito piense por ti y eso es lo que pasa. De todas formas, si llega a ser mi mujer, la habría traído a rastras y le habría dado una buena paliza para que espabilara.
—No habría servido de nada. Además, yo tenía mi trabajo. No. No podía dejarlo por las buenas para ir a buscarla.
—¿Trabajo? ¿Quieres decir que tienes un empleo?
—Ya no. Lo dejé hace un año.
—¿Qué hacías?
—Apagar fuegos.