Pozzi aceptó el ofrecimiento sin decir una palabra; se limitó a asentir con la cabeza cuando Nashe le dijo que iba a Nueva York, y se metió en el coche con dificultad. Por el modo en que su cuerpo se derrumbó cuando tocó el asiento, era evidente que hubiera ido a cualquier parte, que lo único que le importaba era huir de donde estaba. Le habían hecho daño, pero además parecía asustado y se comportaba como si esperara alguna nueva catástrofe, otro ataque de la gente que le perseguía. Pozzi cerró los ojos y gimió cuando Nashe apretó el acelerador, pero incluso cuando ya estaban viajando a ochenta o noventa continuó sin pronunciar palabra y apenas parecía ser consciente de que Nashe estaba allí. Nashe supuso que sufría un shock y no le apremió, pero era un silencio extraño, una manera desconcertante de comenzar las cosas. Nashe deseaba saber quién era aquella persona, pero sin alguna pista en la que basarse, era imposible sacar conclusiones. Las pruebas eran contradictorias, llenas de elementos que no encajaban. La ropa, por ejemplo, parecía un contrasentido: un traje deportivo azul grisáceo, una camisa hawaiana con el cuello desabrochado, zapatillas de deporte blancas y calcetines finos también blancos. Eran prendas sintéticas y chillonas, y ni siquiera cuando semejante atuendo estaba de moda (¿diez, veinte años antes?), lo llevaba nadie excepto los hombres de mediana edad. La idea era parecer joven y deportista, pero en un chico joven el efecto era bastante ridículo: como si tratara de representar a un hombre maduro que se viste para parecer más joven de lo que es. Dado el tipo de ropa barata, no parecía extraño que el muchacho llevase también un anillo, pero por lo que Nashe podía apreciar, el zafiro era auténtico, lo cual sí parecía extraño. En algún momento el chico debía de haber tenido el dinero para comprárselo. A menos que no lo hubiera comprado; lo cual querría decir que alguien se lo había regalado, o que lo había robado. Pozzi no mediría más de un metro sesenta y cinco o sesenta y siete, y Nashe dudaba que pesara sesenta kilos. Era un nervudo enanito de manos delicadas y cara delgada y puntiaguda y lo mismo podría haber sido un viajante de comercio que un estafador de poca monta. Sangrando por la nariz y con la sien izquierda herida e hinchada, era difícil saber qué impresión producía al mundo normalmente. Nashe percibía que emanaba de él cierta inteligencia, pero tampoco podía estar seguro. Por el momento lo único seguro era el silencio del muchacho. Eso y el hecho de que le habían dado una paliza casi mortal.
Cuando habían recorrido cinco o seis kilómetros, Nashe se metió en una gasolinera y detuvo el coche.
—Tengo que poner gasolina —dijo—. Puedes aprovechar para lavarte en el lavabo de caballeros, si quieres. Quizá así te sientas un poco mejor.
No hubo respuesta. Nashe supuso que el desconocido no le había oído, pero cuando estaba a punto de repetirle la sugerencia, el hombre hizo una ligera, casi imperceptible inclinación de cabeza.
—Sí —dijo Pozzi—. No debo de tener muy buen aspecto, ¿verdad?
—No —contestó Nashe—, no muy bueno. Parece como si acabaras de salir a rastras de una hormigonera.
—Así es más o menos como me siento.
—Si no puedes hacerlo tú solo, te echaré una mano encantado.
—No, está bien, amigo, puedo hacerlo yo. Observa. No hay nada que no pueda hacer cuando me lo propongo.
Pozzi abrió la puerta y empezó a salir del coche, gruñendo al moverse, claramente asombrado de lo agudo del dolor. Nashe dio la vuelta para ayudarle, pero el chico le indicó con la mano que se alejara y se encaminó hacia el lavabo con lentos y cautelosos pasos, como concentrando su voluntad en no caerse. Mientras tanto, Nashe llenó el depósito de gasolina y comprobó el aceite, y como su pasajero seguía sin aparecer, entró en el edificio y compró dos vasos de café en la máquina. Pasaron sus buenos cinco minutos y Nashe empezó a preguntarse si el chico se habría desmayado en los lavabos. Se terminó el café, salió fuera y estaba a punto de ir a llamar en la puerta cuando le vio. Pozzi iba en dirección al coche con un aspecto algo más presentable después de lavarse. Por lo menos se había limpiado la sangre de la cara, se había peinado el pelo hacia atrás y se había deshecho de la chaqueta rota. Nashe comprendió que probablemente se curaría solo, que no sería preciso llevarle a un médico.
Le tendió el segundo vaso de café y le dijo:
—Me llamo Jim. Jim Nashe. Por si querías saberlo.
Pozzi bebió un sorbo del café ya tibio e hizo una mueca de desagrado. Luego le alargó la mano derecha a Nashe.
—Soy Jack Pozzi —dijo—. Mis amigos me llaman Jackpot.
—Ya veo que te ha tocado el premio gordo. Pero puede que no fuera el que esperabas.
—Hay momentos buenos y momentos malos. Anoche fue uno de los peores.
—Por lo menos sigues respirando.
—Sí. Puede que tuviera suerte, después de todo. Ahora tengo la oportunidad de ver cuántas cosas absurdas más pueden pasarme.
Pozzi sonrió al hacer el comentario y Nashe le devolvió la sonrisa, animado al saber que el muchacho tenía sentido del humor.
—Si quieres un consejo —dijo Nashe—, yo me desharía también de esa camisa. Creo que sus mejores días ya han pasado.
Pozzi observó la tela sucia y con manchas de sangre y la tocó con pena, casi con afecto.
—Lo haría si tuviera otra. Pero pensé que ésta era mejor que ir por el mundo enseñando mi precioso cuerpo. Cuestión de decencia, ¿comprendes? Se supone que la gente tiene que ir vestida.
Sin decir nada, Nashe se dirigió a la parte de atrás del coche, abrió el maletero y empezó a buscar en una de sus maletas. Un momento después sacó una camiseta de los Boston Red Sox y se la tiró a Pozzi, quien la cogió con la mano libre.
—Puedes ponerte eso —dijo Nashe—. Es demasiado grande para ti, pero al menos está limpia.
Pozzi dejó el vaso de café en el techo del coche y examinó la camiseta con los brazos extendidos.
—Los Boston Red Sox —dijo—. ¿Qué eres, un campeón de causas perdidas o algo así?
—Eso es. No puedo interesarme por nada a menos que sea algo sin esperanzas. Ahora cállate y póntela. No quiero que me pringues de sangre el coche.
Pozzi se desabrochó la rasgada camisa hawaiana y la dejó caer a sus pies. Tenía el torso blanco, huesudo, y patético, como si su cuerpo no hubiera estado al sol desde hacía años. Luego se metió la camiseta por la cabeza y abrió las manos con las palmas hacia fuera, presentándose para la inspección.
—¿Qué tal? —preguntó—. ¿Algo mejor?
—Mucho mejor —contestó Nashe—. Ya empiezas a parecer humano.
La camiseta le estaba tan grande que Pozzi casi se ahogaba en ella. El largo le colgaba hasta la mitad de las piernas, las mangas, cortas, le llegaban más abajo del codo, y por un instante a Nashe le pareció que se había convertido en un escuálido crío de doce años. Por razones que no comprendía con claridad, Nashe se sintió conmovido por ello.
Se dirigieron hacia el sur por la Taconic State Parkway, calculando que llegarían a la ciudad en dos horas o dos horas y media. Nashe descubrió pronto que el silencio inicial de Pozzi no era normal en él. Ahora que el chico estaba fuera de peligro empezó a enseñar su verdadero carácter y al cabo de un rato estaba hablando sin parar. Nashe no le pidió que le contara la historia, pero él se la contó de todas formas, actuando como si las palabras fuesen una forma de pago. Si salvas a un hombre de una situación difícil, te ganas el derecho a saber cómo llegó a ella.
—Ni un céntimo —dijo—. No nos dejaron ni un jodido céntimo.
Pozzi dejó ese críptico comentario en el aire durante un momento y, como Nashe no dijo nada, empezó de nuevo, casi sin detenerse a tomar aliento durante los siguientes diez o quince minutos.
—Son las cuatro de la mañana —continuó— y llevamos sentados a la mesa siete horas seguidas. Somos seis en la habitación y los otros cinco son los clásicos imbéciles, gilipollas de primera clase. Uno da su brazo derecho por entrar en una partida con tipos como ésos, los ricos de Nueva York que juegan buscando un poco de emoción para el fin de semana. Abogados, agentes de bolsa, peces gordos de empresa. Perder no les preocupa siempre que obtengan su dosis de excitación. Buena partida, te dicen después de que les has ganado, buena partida, y luego te dan la mano y te ofrecen una copa. Dame un suministro continuo de tíos así y podré retirarme antes de los treinta. Son los mejores. Firmes republicanos, con sus chistes de Wall Street y sus malditos martinis secos. Los fulanos de los cigarros de cinco dólares. Auténticos gilipollas americanos.
»Así que allí estoy yo jugando con esos pilares de la comunidad, pasándomelo realmente en grande. Bien y serio, llevándome mi parte de ganancias, pero sin tratar de alardear ni nada por el estilo, jugando bien y serio, manteniéndolos a todos en la partida. No hay que matar a la gallina de los huevos de oro. Estos memos juegan todos los meses y a mí me gustaría que volvieran a invitarme. Me costó lo mío conseguir la invitación de anoche. Por lo menos llevaba tras ella medio año, así que mostraba mis mejores modales, en plan cortés y respetuoso, hablando como un maricón que va al club de campo todas las tardes a jugar al golf. Hay que ser un actor en este negocio, por lo menos si quieres entrar en los círculos donde hay verdadera acción. Quieres que estén contentos de que les vacíes los bolsillos y para lograr eso tienes que demostrarles que eres un tipo educado. Decir siempre por favor y gracias, sonreír cuando cuentan sus estúpidos chistes, ser modesto y digno, un auténtico caballero. Vaya, ésta debe ser mi noche de suerte, George. Caramba, Ralph, parece que me están saliendo buenas cartas. Esa clase de mierda.
»El caso es que llegué allí con poco más de cinco de los grandes en el bolsillo y a las cuatro de la mañana tenía casi nueve. La partida se va a terminar dentro de una hora más o menos y yo me estoy preparando para el final. He calado a esos bobos, domino la situación de tal modo que sé qué cartas tienen en la mano sólo con mirarles a los ojos. Pienso que iré por una jugada fuerte más, para salir de allí con doce o catorce mil, y habrá sido un buen trabajo.
»Tengo buenas cartas, full de jotas, y las apuestas están empezando a crecer. La habitación está en silencio, todos estamos concentrados en las apuestas, y entonces, de repente, la puerta se abre de golpe y entran cuatro cabrones enormes. «No se muevan», gritan, «no se muevan o les matamos.» Gritan con todas sus fuerzas y nos apuntan con escopetas a la cara. Van todos vestidos de negro y llevan medias metidas por la cabeza para que no se les reconozca. Era la escena más fea que había visto en mi vida, cuatro monstruos de la laguna negra. Yo tenía tanto miedo que creí que me iba a cagar en los pantalones. Al suelo, dice uno de ellos, túmbense en el suelo y no les pasará nada.
»La gente te cuenta cosas de éstas, atracar partidas de póquer es una actividad muy vieja. Pero nunca crees que te va a ocurrir a ti. Y lo peor de todo es que estamos jugando con dinero en efectivo. Toda esa pasta está allí mismo, sobre la mesa. Es un disparate, pero a esos ricachos les gusta hacerlo así, les hace sentirse importantes. Como malhechores de una estúpida película del Oeste, protagonizando la escena culminante en el saloon. Hay que jugar con fichas, todo el mundo lo sabe. La idea es olvidarse del dinero, concentrarse en el maldito juego. Pero esos abogados juegan así y yo no puedo hacer nada para cambiar las reglas de la casa.
»Hay cuarenta mil, puede que cincuenta mil dólares en moneda legal aireándose sobre esa mesa. Yo estoy tendido en el suelo y no veo nada, pero les oigo meter el dinero en bolsas, dando la vuelta a la mesa y barriéndolo con la mano, ras, ras, un trabajo rápido. Calculo que acabarán pronto y tal vez no vuelvan las escopetas contra nosotros. Ya no pienso en el dinero, sólo quiero salir de allí con el pellejo intacto. A la mierda el dinero, me digo, pero no me disparéis. Es curioso lo rápido que pasan las cosas. Un minuto antes estoy a punto de desplumar al fulano de mi izquierda, pensando en qué tío más listo y más fino soy, y al minuto siguiente estoy tirado en el suelo esperando que no me vuelen la tapa de los sesos. Estoy hundiendo las narices en la gruesa alfombra y rezando como un loco para que esos ladrones se hayan largado antes de que vuelva a abrir los ojos.
»Aunque no lo creas, mis oraciones son escuchadas. Los ladrones hacen lo que dijeron que harían, y tres o cuatro minutos después ya se han ido. Oímos que su coche se aleja y todos nos levantamos y empezamos a respirar otra vez. Mis rodillas entrechocan, tiemblo como si tuviera el baile de San Vito, pero se acabó y todo está bien. Por lo menos, eso es lo que yo me creo. Luego resultó que la verdadera diversión no había empezado todavía.
»Empezó George Whitney. Es el dueño de la casa, uno de esos tíos hinchados que va por ahí con pantalones de cuadros verdes y jerséis de cachemira blancos. Cuando ya nos hemos tomado una copa y calmado un poco, el gran George le dice a Gil Swanson, que es el que me consiguió la invitación: «Es lo que te dije, Gil, no se puede traer gentuza a una partida como ésta.» «¿De qué estás hablando, George?», dice Gil, y George le contesta: «Tú dirás, Gil. Jugamos todos los meses desde hace siete años y nunca ha pasado nada. Luego me hablas de este punk que se supone es un buen jugador y me insistes en traerle, y mira lo que ocurre. Yo tenía ocho mil dólares encima de esa mesa y no me hace ninguna gracia que se los lleve una panda de chorizos.»
»Antes de que Gil tenga la oportunidad de decir nada, me voy derecho a George y abro mi bocaza. Probablemente no debería haberlo hecho, pero estoy cabreado y bastante hago con no darle un puñetazo en la cara. «¿Qué coño quieres decir con eso?», le digo. «Quiero decir que nos has vendido, cabroncete», dice, y luego empieza a darme golpecitos en el pecho con un dedo, empujándome hacia atrás hasta un rincón del cuarto. Sigue golpeándome con su gordo dedo, hablando todo el rato. «No voy a dejar que tú y esos sinvergüenzas de tus amigos os salgáis con la vuestra», dice. «Vas a pagar por esto, Pozzi. Yo me encargaré de que recibas tu merecido.» Dale que te pego, clavándome el dedo y parloteándome en la cara, hasta que finalmente le retiro el brazo de un manotazo y le digo que se aparte. Ese George es un tipo muy grande, medirá uno ochenta y cinco o más. Tendrá cincuenta años, pero está en buena forma, y sé que tendré problemas si me meto con él. «Quita las manos, cerdo», le digo, «quítame las manos de encima y apártate.» Pero el hijoputa está como loco y no para. Me agarra por la camisa y en ese momento pierdo el control y le largo un puñetazo en todo el estómago. Trato de salir corriendo, pero no he recorrido ni un metro cuando otro de esos abogados me agarra y me sujeta los brazos a la espalda. Intento soltarme, pero antes de que pueda liberar mis brazos, George está otra vez delante de mí y me suelta uno bueno en el estómago. Fue horroroso, tío, una verdadera escabechina, un baño de sangre a todo color. Cada vez que consigo soltarme, otro de ellos me atrapa. Gil era el único que no participaba, pero no podía hacer mucho contra los otros cuatro. Seguían machacándome. Por un momento pensé que me iban a matar, pero después de un rato empezaron a perder empuje. Esos cabrones eran fuertes, pero no tenían mucha resistencia y finalmente logré liberarme y llegué hasta la puerta. Un par de ellos vinieron tras de mí, pero yo no estaba dispuesto a permitir que volvieran a cogerme. Salí de allí perdiendo el culo y me dirigí al bosque, corriendo con todas mis fuerzas. Si no me hubieras recogido, probablemente todavía estaría corriendo.