La chica se hacía llamar Tiffany y no debía de tener más de dieciocho o diecinueve años. Era una de esas rubias pálidas y flacas con los hombros caídos y el pecho hundido, y se tambaleaba sobre unos tacones de siete centímetros como si tratara de andar sobre la cuchilla de unos patines. Nashe se fijó en el pequeño hematoma amarillento que tenía en el muslo izquierdo, en el maquillaje excesivo y en la triste minifalda que dejaba al descubierto sus delgadas piernas sin forma. Su cara era casi bonita, pensó, pero a pesar de su expresión infantil dejaba traslucir un gesto de fatiga, una hosquedad que se percibía a través de las sonrisas y la aparente alegría de su actitud. Daba igual que fuera tan joven; sus ojos eran demasiado duros, demasiado cínicos, y tenían la expresión de alguien que ha visto ya demasiadas cosas.
El muchacho abrió otra botella de champán y los tres se sentaron para tomar una copa antes de la cena, Pozzi y la chica en el sofá, Nashe en una silla un poco separada de ellos.
—¿Cómo va la historia, tíos? —dijo ella—. ¿Esto va a ser un trío o vais de uno en uno?
—Yo soy sólo el cocinero —dijo Nashe, un poco desconcertado por la franqueza de la chica—. En cuanto acabemos de cenar yo desaparezco.
—El viejo Jeeves es un mago en la cocina —dijo Pozzi—, pero le dan miedo las señoras. Cosas que pasan. Le ponen nervioso.
—Ya —dijo la chica, examinando a Nashe con una mirada fria y valorativa—. ¿Qué pasa, grandullón, no tienes ganas esta noche?
—No es eso —dijo Nashe—. Lo que pasa es que tengo mucho que leer. Estoy tratando de aprender una receta nueva y algunos de los ingredientes son muy complicados.
—Bueno, siempre puedes cambiar de opinión —dijo la chica—. El gordo me soltó una pasta por esto y yo vine aquí pensando que iba a follarme a los dos. No tengo inconveniente. Por esa cantidad de dinero me follaría a un perro si hiciera falta.
—Comprendo —dijo Nashe—. Pero estoy seguro de que estarás muy ocupada con Jack. Una vez que empieza puede ser un verdadero salvaje.
—Así es, nena —dijo Pozzi, apretándole un muslo a la chica y atrayéndola para darle un beso—. Mi apetito es insaciable.
La cena prometía ser triste y lúgubre, pero el buen humor de Pozzi la convirtió en otra cosa: algo animado y memorable, una locura de caparazones de langosta y risas alcohólicas. El muchacho era un torbellino aquella noche, y ni Nashe ni la chica pudieron resistirse a su felicidad, a la energía maníaca que manaba de él e inundaba la habitación. Parecía saber exactamente qué debía decirle a la chica en cada momento, cómo hacerla reír, y Nashe se asombró al ver cómo ella iba cediendo poco a poco al asalto de sus encantos, cómo se le suavizaba la cara y los ojos se le ponían cada vez más brillantes. Nashe nunca había tenido talento con las chicas y observaba la actuación de Pozzi con una creciente sensación de asombro y envidia. Comprendió que era cuestión de tratar a todo el mundo igual, de dedicarle tanta atención y cuidado a una prostituta triste y poco atractiva como le dedicarías a la muchacha de tus sueños. Nashe siempre había sido demasiado exigente para hacer eso, demasiado reservado y serio, y admiró al muchacho por conseguir que la chica se riera tan alegremente, por amar tanto la vida en ese momento, que podía sacar a la luz lo que aún estaba vivo en ella.
La mejor improvisación se produjo a mitad de la cena, cuando Pozzi empezó de pronto a hablar de su trabajo. Él y Nashe eran arquitectos, explicó, y habían venido a Pennsylvania hacia un par de semanas para supervisar la construcción de un castillo que habían diseñado. Eran especialistas en el arte de la «reverberación histórica», y como había muy poca gente que pudiera permitirse el lujo de contratarlos, invariablemente acababan trabajando para millonarios excéntricos.
—No sé qué te habrá dicho de nosotros el gordo dueño de la casa —le dijo a la chica—, pero puedes olvidarlo todo ahora mismo. Es muy bromista y preferiría hacerse pis en los pantalones en público que darte una contestación seria a nada que le preguntes.
Todos los días acudía al prado una cuadrilla de treinta y seis albañiles y carpinteros, continuó, pero Jim y él vivían en el lugar de la construcción porque siempre lo hacían así. El ambiente lo era todo, y la obra siempre salía mejor si ellos vivían la vida que tenían que recrear. Este trabajo era una «reverberación medieval», así que por el momento tenían que vivir como monjes. Su siguiente trabajo les llevaría a Texas, donde un magnate del petróleo les había encargado que le construyeran una réplica del Palacio de Buckingham en su jardín trasero. Eso podía parecer fácil, pero cuando te dabas cuenta de que había que numerar cada piedra previamente, empezabas a comprender lo complicado que era. Si las piedras no se ponían en el orden correcto, todo el edificio se te venía abajo. Imagínate construir el puente de Brooklyn en San José, California. Pues eso era lo que habían hecho para alguien el año anterior. Figúrate lo que era diseñar una Torre Eiffel de tamaño natural para levantarla junto a una casa estilo rancho en una urbanización residencial de Nueva Jersey. Eso también estaba en su currículum. La verdad era que en ocasiones les entraban ganas de retirarse e irse a vivir a West Palm Beach, pero en realidad el trabajo era demasiado interesante para dejarlo, y con tantos millonarios norteamericanos que querían vivir en castillos europeos, no tenían valor para rechazarlos a todos.
Todas estas tonterías iban acompañadas del ruido de partir el caparazón de las langostas y de servir el champán. Cuando Nashe se puso de pie para recoger la mesa tropezó con una pata de su silla y tiró dos o tres platos al suelo. Se rompieron con gran estrépito, y como uno de ellos era un cuenco que contenía los restos de la mantequilla derretida, el desastre en el linóleo fue total. Tiffany hizo un movimiento para ayudar a Nashe a limpiar el suelo, pero andar nunca había sido su fuerte, y ahora que las burbujas del champán habían penetrado en su corriente sanguínea no logró dar más de dos o tres pasos antes de caer sobre el regazo de Pozzi, presa de un ataque de risa. O tal vez fuera que Pozzi la agarró antes de que pudiera apartarse de él (a aquellas alturas, Nashe ya no podía captar tales matices); el caso es que, cuando Nashe se irguió con los pedazos de vajilla rota en las manos, los dos jóvenes estaban juntos en la silla dándose un beso apasionado. Pozzi empezó a frotar un seno de la chica y un momento después Tiffany puso la mano en el paquete del muchacho, pero antes de que las cosas fueran a más, Nashe (no sabiendo qué hacer) carraspeó y anunció que era hora de tomar el postre.
Habían encargado una de esas tartas de chocolate en capas que se encuentran en el departamento de congelado de A&P, pero Nashe la trajo con toda la pompa y la ceremonia de un lord chamberlán a punto de colocar una corona en la cabeza de una reina. En consonancia con la solemnidad de la ocasión, se encontró inesperadamente cantando un himno de su infancia. Era
Jerusalem
, con letra de William Blake, y aunque hacía más de veinte años que no lo cantaba, todos los versos volvieron a su memoria y salieron de su boca como si hubiera pasado los dos últimos meses ensayando para aquel momento. Oyendo las palabras que cantaba, el
oro ardiendo
y la
lucha mental
y los
oscuros molinos satánicos
, comprendió lo hermosas y dolorosas que eran y las cantó como para expresar su propio anhelo, toda la tristeza y la alegría que habían brotado en él desde el primer día en el prado. Era una melodía difícil, pero salvo unas cuantas notas falsas en la primera estrofa, la voz no le traicionó. Cantó como siempre había soñado, y por la forma en que Pozzi y la chica le miraban, por la expresión de asombro en sus caras cuando comprendieron que los sonidos salían de su boca, supo que no se estaba engañando. Escucharon en silencio hasta el final y luego, cuando Nashe se sentó y les dirigió azorado una sonrisa forzada, se pusieron los dos a aplaudir y no cesaron hasta que finalmente aceptó levantarse y hacer una reverencia.
Se bebieron la última botella de champán con la tarta mientras contaban historias de su infancia, y luego Nashe se dio cuenta de que había llegado el momento de retirarse. No deseaba seguir estorbando al muchacho y, una vez acabada la comida, ya no tenía excusa para permanecer allí. Esta vez la chica no le pidió que reconsiderara su decisión, pero le dio un fuerte abrazo y le dijo que esperaba que volvieran a encontrarse. Nashe pensó que era un simpático gesto por su parte y le contestó que él también lo esperaba. Luego le guiñó un ojo al muchacho y se fue a la cama tambaleándose.
Pero no resultaba fácil estar allí tumbado en la oscuridad escuchando sus risas y sus ruidos en la otra habitación. Trató de no imaginarse lo que ocurría allí, pero la única manera de conseguirlo era pensar en Fiona, y eso sólo parecía empeorar las cosas. Afortunadamente, estaba demasiado borracho como para mantener los ojos abiertos mucho rato. Antes de que pudiera compadecerse de verdad de sí mismo, ya estaba muerto para el mundo.
Pensaban tomarse libre el día siguiente. Parecía lo más apropiado después de trabajar siete semanas completas y, contando con la resaca que inevitablemente seguiría a su noche de jarana, habían acordado este respiro con Murks varios días antes. Nashe se despertó poco después de las diez con la sensación de que las sienes se partían en dos, y se fue hacia la ducha. Por el camino, echó una ojeada al cuarto de Pozzi y vio que el muchacho seguía durmiendo, solo en su cama con los brazos abiertos a ambos lados. Nashe permaneció bajo el agua sus buenos seis o siete minutos y luego entró en el cuarto de estar con una toalla alrededor de la cintura. Sobre un cojín del sofá había un sujetador de encaje negro arrugado, pero la chica había desaparecido. La habitación tenía el mismo aspecto que si un ejército merodeador hubiese acampado allí, y el suelo era un caos de botellas vacías, ceniceros volcados, guirnaldas de papel caídas y globos desinflados. Sorteando los escombros, Nashe entró en la cocina y se hizo café.
Bebió tres tazas sentado a la mesa y fumando cigarrillos de un paquete que se había dejado la chica. Cuando se sintió suficientemente despierto para empezar a moverse, se levantó y se puso a limpiar el remolque, procurando hacer el menor ruido posible para no despertar al muchacho. Se ocupó primero del cuarto de estar, atacando sistemáticamente cada tipo de basura (ceniza, globos, platos rotos), y luego entró en la cocina, donde vació platos, recogió caparazones de langosta y fregó vajilla y cubiertos. Tardó dos horas en poner en orden la casita, y durante todo ese tiempo Pozzi siguió durmiendo, sin salir ni una vez de su cuarto. Terminada la limpieza, Nashe se preparó un sandwich de jamón y queso y otra cafetera, y luego volvió a su cuarto de puntillas para coger uno de los libros que aún no había leído:
Nuestro común amigo
, de Charles Dickens. Se comió el sandwich, bebió otra taza de café y sacó una de las sillas de la cocina fuera y la colocó de modo que pudiera apoyar las piernas en los escalones del remolque. Hacía un día sorprendentemente cálido y soleado para mediados de octubre, y mientras estaba sentado allí, con el libro en el regazo, encendiendo uno de los cigarros puros que habían pedido para la fiesta, Nashe se sintió de pronto tan tranquilo, tan en paz consigo mismo, que decidió no abrir el libro hasta haber terminado de fumarse el puro.
Llevaba en ello unos veinte minutos cuando oyó ruido de hojas en el bosque. Se levantó de la silla, se volvió en dirección al sonido y vio que Murks venía hacia él, saliendo de la espesura con la cartuchera puesta sobre su chaqueta azul. Nashe estaba ya tan acostumbrado al revólver que ni siquiera se fijó en él, pero sí le sorprendió ver a Murks, y puesto que no se trataba de supervisar ningún trabajo aquel día, se preguntó qué significaba aquella inesperada visita. Charlaron un poco durante los primeros tres o cuatro minutos, mencionando vagamente la fiesta y el buen tiempo. Murks le dijo que el chófer se había llevado a la chica a las cinco y media, y a juzgar por cómo dormía el muchacho, dijo, parecía que había tenido una noche muy movida. Sí, dijo Nashe, no le había decepcionado, todo había salido bien.
Luego hubo una larga pausa y durante los siguientes quince o veinte segundos Murks miró al suelo y hurgó en la tierra con la punta del zapato.
—Me temo que tengo malas noticias para ti —dijo al fin, aún sin atreverse a mirar a Nashe a los ojos.
—Lo sabía —contestó Nashe—. No hubieras venido aquí hoy de no ser por eso.
—Bueno, lo siento mucho —dijo Murks, sacando un sobre cerrado de un bolsillo y entregándoselo a Nashe—. A mí me dejó confuso cuando me lo dijeron, pero supongo que están en su derecho. Todo depende de cómo se mire, supongo yo.
Al ver el sobre, Nashe pensó automáticamente que era una carta de Donna. Nadie más se molestaría en escribirle, pensó, y en el mismo momento en que esta idea entró en su conciencia se sintió abrumado por un súbito ataque de náusea y vergüenza. Se le había olvidado el cumpleaños de Juliette. El doce había sido hacía cinco días y él ni siquiera se había dado cuenta.
Luego miró el sobre y vio que estaba en blanco. No podía ser de Donna, se dijo, y cuando al fin lo abrió se encontró una sola hoja de papel mecanografiado, palabras y números ordenados en columnas perfectas con un encabezamiento que decía:
NASHE
Y
POZZI
:
GASTOS
.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó.
—Las cuentas de los jefes. Los haberes y los debes, el balance del dinero gastado y el dinero ganado.
Cuando Nashe examinó la hoja más atentamente vio que era exactamente eso: un estado de cuentas, la meticulosa labor de un contable, y al menos demostraba que Flower no se había olvidado de su antigua profesión desde que se hizo rico siete años antes. Las cantidades positivas aparecían especificadas en la columna de la izquierda, todo debidamente anotado de acuerdo con los cálculos de Nashe y Pozzi, sin objeciones ni discrepancias: 1.000 horas de trabajo a 10 dólares la hora 10.000 dólares. Pero en la columna de la derecha estaban las cantidades negativas, una lista de sumas que venía a ser un inventario de todo lo que les había sucedido en los cincuenta días anteriores:
Comida
Cerveza, bebidas alcohólicas
Libros, periódicos, revistas
Tabaco
Radio
Ventana rota
Diversiones (16/10)
—acompañante 400 $
—coche 500 $
Varios
1.628,41 $
217,36 $
72,15 $
87,48 $
59,86 $
66,50 $
900,00 $
41,14 $
3.072,90 $