—Señor, no sé si lo oirá. Ya sabe qué quiero decir.
Con suavidad, Riker contestó:
—Yo haré que me escuche. —Comenzó a avanzar hacia el turboascensor, luego dio media vuelta y chasqueó los dedos—. Avisen a la doctora Crusher. Que suspenda el aislamiento del capitán, lo estabilice y le informe de esto. Pero antes denme tiempo para alejarme de la nave.
LaForge dio un indeciso paso hacia él.
—Señor, ¿podría yo…?
—No —respondió Riker—. Usted quédese aquí. De hecho —agregó, abarcando el puente con un gesto—, hágase cargo del mando.
Los malos recuerdos se apilaban unos sobre los otros como una avalancha y no había modo de detenerlos. Nada que le distrajera la mente ni le diera algo, cualquier cosa, a lo que aferrarse. Ni un picor, ni un parpadeo, nada. Ya no podía concentrar sus pensamientos de forma voluntaria. Su mente se movía a su libre albedrío. Cuanto más se esforzaba por no pensar en ciertas cosas, más rápidamente salía su mente disparada hacia ellas. Ya no había modo alguno de evitar aquellos pensamientos, de contenerlos, frenarlos. Después de que los buenos recuerdos hubiesen sido revividos, su mente penetró más y más profundamente en el pasado que él había aprendido a controlar hacía mucho tiempo; todas las cosas terribles de la infancia, e incluso de su vida adulta, regresaban precipitándose contra él y no había manera de detenerlos. Su mente era como un enorme cadáver sobre el que se hubieran arrojado miles de aves carroñeras.
¿Por qué lo estaban dejando allí durante tanto tiempo? ¿Por qué lo habían olvidado?
Si al menos pudiera mover los dedos de los pies… Los de las manos. Cualquier cosa. Sentir su propia presencia sería al menos algo… como mínimo… Había perdido por completo la noción del tiempo, por mucho que procurara lo contrario… llevar la cuenta. Su mente corría a algo así como veinticuatro mil palabras por minuto, así que probablemente le daba la impresión de que había pasado más tiempo del que en realidad llevaba allí; pero ¿cuánto? Si fuese capaz de parpadear, podría comenzar a calcular el tiempo otra vez. Si pudiese inspirar o mover un dedo, tendría un punto de referencia. Si sólo hubiese algo, alguna sensación de tiempo o vida… respiración, latidos del corazón, cualquier cosa… Ahora le resultaba difícil saber si estaba despierto o dormido, o distinguir la diferencia entre ambos estados. Por mucho que se recordara continuamente dónde se encontraba y por qué estaba allí, toda noción de propósito se le escapaba ahora de forma casi instantánea. Los pensamientos ya no podían aguardar en su mente. Luego cambió la derrota de sus ideas. Condenado a la redundancia de sus propios pensamientos, sintió el horror del futuro. Incluso el dolor sería bien venido.
«Se han olvidado de mí. Se han olvidado de que estoy aquí. ¿Pero dónde es aquí? Ya no estoy seguro. ¿Saben que me han abandonado? ¿Han abandonado la supervisión del experimento? ¿Han olvidado que tienen un capitán llamado Picard? ¿No recordaban lo de la entidad?»
«Riker quería abandonar el área, no atacar a la criatura… ¿Habrá aprovechado esta oportunidad para hacerlo?»
«Imposible.»
«¿Pero qué otra explicación…?»
«Esa cosa está ahí fuera. Tiene que haber atacado otra vez. Se ha apoderado de todos nosotros y ésta es la eternidad. ¡Dios mío, debemos de estar todos dentro de esa cosa! No hay otra explicación. ¿Por qué otro motivo iba a estar yo aquí dentro durante tantos días? ¿Cómo puede existir semejante soledad? El hombre no estaba destinado a esto. Yo no estaba destinado a esto. Lo aborrezco.»
«Mis brazos. Se me están cayendo. Ya no tengo hombros para sujetarlos. Los codos están creciéndome… las rodillas… ¿cómo puedo continuar vivo de esta manera? No puedo oírme respirar. No puedo tragar. Escuchar… nada… Nada… ¿Dónde está todo? ¿Todos?»
«Se supone que la muerte no tiene que percibirse como algo innatural, como esto… Pero yo no estoy muerto. No estoy muerto. Pero la vida no es así, ¿y cómo puede haber algo que no sea la vida ni la muerte? ¿Beverly? ¿Está supervisando esto? Me han abandonado. Han pensado que estaba muerto y han abandonado mi cuerpo en el espacio y de algún modo mi mente continúa despierta. Esto es intolerable… monstruoso. No puedo tocarme a mí mismo. Un ser humano debería tenerse al menos a sí mismo como compañero. ¿Dónde estoy? ¡Déjenme salir! ¡No me abandonen en el espacio! Hace demasiado frío aquí…»
Troi se paseaba por el exterior de la cámara de aislamiento con los brazos cruzados, muy ceñidos al cuerpo. No conseguía entrar en calor. La había irritado su frustrado intento de hallar las palabras adecuadas para explicarle sus percepciones al capitán, una exposición lo bastante gráfica como para hacerla llegar hasta allí y haber evitado este experimento de la cámara. La mente era su campo profesional, y esa clase de distorsión mental siempre la había irritado. La mente no necesitaba que la forzaran hasta deformarla para entenderla, ni para hacer que entendiera. ¿Qué hombre era Picard, sometiéndose a esto por la pequeña probabilidad de que eso ayudara a que su decisión fuera un poco más fundamentada de lo que sería en caso contrario?
—Tome un poco de café, Deanna —propuso la doctora Crusher, que había perdido la cuenta de los pasos que Troi había dado entre la cámara y el monitor.
Troi interrumpió en seco su paseo.
—¿Cómo está? ¿Lo sabe?
—Estable, físicamente. El encefalograma es un poco errático, pero nada que yo calificaría como inesperado.
Sacudiendo la cabeza, Troi dijo:
—Tengo que estar más afectada de lo que creo para dejarle hacer esto. Nunca he aprobado estos procedimientos.
—Si el capitán sale de ahí siquiera un poco más seguro, todo esto habrá valido la pena.
—No estoy convencida —replicó Troi.
—Siéntese, ¿quiere? —Crusher ordenó al dispensador una humeante taza de café y se la entregó a Troi; de hecho tuvo que cerrar la mano de la consejera alrededor de la taza—. Beba el café. Y olvídese del capitán por unos minutos. Le garantizo que él se ha olvidado de usted por completo.
—Eso es lo que me preocupa. Crusher volvió a sentarse y asintió con la cabeza, comprobó de nuevo los monitores; los encontró sin cambios; luego cruzó las piernas e intentó seguir su propio consejo.
—¿Y qué me dice de usted? ¿Qué está haciéndole a usted? Los negros ojos de Troi estaban fijos, y a la vez desenfocados, sobre el café.
—Están sobre mí cada segundo. No me dan descanso… estos extraños… Están tan desesperados, Beverly… y es una intimidad imposible de describir. No creo que ni un betazoide puro pudiera comprenderlo. Intenté con tanto ahínco hacérselo entender al capitán… y a Bill…
Crusher se inclinó hacia delante y le apretó una muñeca a Deanna con intención tranquilizadora.
—No se lo tome demasiado a pecho. El estaba haciendo lo que creía más correcto.
—¿Usted cree?
—Creo que sí.
Troi sintió que sus labios se tensaban en su lucha contra la avalancha de emociones.
—Desearía que el uno o el otro pudiera estar… en otra parte.
—Ya lo sé —dijo la doctora, haciéndose cargo—. Es difícil tratar con alguien que reaparece desde nuestro pasado. Especialmente cuando se está en desacuerdo.
—Esperaba su apoyo —dijo Troi con una voz que se le quebraba—. Nos conocemos mejor que cualquier otra persona de la nave. Pensaba que él, de entre todos, defendería mi postura.
—Su trabajo no es el defender sus posturas, Deanna, usted lo sabe. En cualquier caso, su deber es asegurarse de que el capitán mantiene claras las ideas y controla todas las implicaciones de una situación crítica.
—Oh, Beverly, no es eso lo que estaba haciendo. Podía sentirlo. Creía de verdad lo que decía.
—Tiene derecho a ello —contestó Crusher con voz de efectos calmantes—. El tenerse mutuo afecto no implica que tenga que haber comunión de ideas. Uno tiene derecho a no estar de acuerdo.
—Eso ya lo sé, pero…
—¿Cuánto hace que se conocen?
—Oh, casi cinco años. —Un cálido caracoleo nostálgico suavizó la turbada expresión de Troi—. Pasamos una alegre temporada juntos hasta que él decidió dedicar su vida a una misión larga. Hubo una época en la que planeamos un futuro común… antes de darnos cuenta de que deseábamos cosas diferentes de la vida. Era galante y caballeroso, como es ahora… tal vez un poco brusco y arrogante…
—Como es ahora —apuntó Crusher con una irónica sonrisa.
Troi asintió con la cabeza.
—Esto —comentó, abarcando con la mirada la totalidad de la
Enterprise
—, fue una coincidencia que ninguno de los dos habíamos previsto.
—¿Por qué usted lo llama Bill cuando todos los demás lo llamamos Will?
Las mejillas de Troi se ruborizaron y ella consiguió esbozar una tímida sonrisa.
—No sabía que fuera tan obvio.
—No lo es. Yo soy asombrosamente observadora, ¿sabe?
La delicada sonrisa de Troi se hizo más ancha.
—«Bill» suena como una palabra del idioma betazoide. Una palabra que me gusta… me recuerda mi infancia allí. No tiene traducción, pero tenía que ver con… oh, no debería contárselo. No me gustaría comprometerlo.
—Continúe —dijo la doctora con un brillo travieso en los ojos—, comprométalo.
—Bueno, significa…
—¿Sí?
—Crema de afeitar.
—¿«Bill» significa «crema de afeitar» en betazoide?
A Troi le dio un golpe de risa que subía burbujeante desde su interior.
—Esa palabra siempre me recuerda la marca de crema de afeitar que solía usar mi padre. Tenía aroma a pinos y…
—¡Oh, eso lo explica! —dijo Crusher—. Las impresiones latentes de la infancia, del aroma al pino… paternal. ¡Ahí lo tiene! ¡No es Riker quien la atrae, son los pinos! Y yo me considero que soy una psicóloga sólo regular. Es más, Deanna, creo que esto me gusta. Espere a que Wesley se entere. Crema de Afeitar Riker.
—¡Beverly, no será capaz!
—¿Ah, no? Correrá como la pólvora entre todos los que cuenten menos de veinte años…
Tenía el rostro animado por una expresión conspiradora cuando la puerta de la enfermería se abrió de pronto. Geordi entró como un rayo y sin la menor vacilación señaló con un dedo la cámara de aislamiento y dijo:
—Sáquenlo de ahí. Tenemos problemas.
—¿Capitán? ¿Capitán? ¿Jean-Luc, puede oírme? ¿Jean-Luc?
Él oyó la voz. De hecho, la había estado oyendo durante lo que parecían años. Avanzó hacia ésta a través de una terrible oscuridad, un túnel en espiral con paredes vidriadas, y tras una eternidad abrió los ojos.
—¿Jean-Luc? —Crusher se inclinó sobre él con la preocupación grabada en sus facciones.
Él sintió que la cólera le afloraba al rostro, el esfuerzo de intentar hablar cuando su cuerpo casi había olvidado cómo hacerlo. Se sentía traicionado y enfurecido, quería exigir una explicación de por qué lo habían dejado ahí dentro durante tanto tiempo; por qué habían tenido que hacerle pasar por eso; por qué habían dejado que el fenómeno lo devorara a él y a todo lo que para él era precioso.
—Funciones neurológicas acercándose a lo normal, Bev —dijo alguien detrás de ella. Otro médico. ¿Cómo se llamaba? ¿Mitchell? Sí, el neurólogo.
—Por fin —suspiró ella—. Jean-Luc, ¿entiende usted lo que digo?
Él logró indicar que sí con la cabeza, y sus venas latieron a modo de protesta. La forzó a moverse, descubrió que su cuello no estaba en mejores condiciones, pero ahora era capaz de ver a la consejera Troi de pie junto a su cama con una expresión semejante a la de Beverly. Su enfado comenzó a disiparse lentamente al poder diferenciar la realidad del sueño. Como si estuviese emergiendo de una vívida pesadilla, tuvo que avanzar con cuidado, decidiendo punto por punto qué era real y qué no lo era.
—Dios mío… —dijo con voz áspera. Una voz que sonó como grava—. ¿Cuánto… cuánto tiempo…?
—Más de catorce horas en aislamiento —respondió Crusher—, y nos ha llevado otras dos horas más despertarlo. Ya le dije que no quería hacer esto.
—Catorce —articuló él—. Pareció más…
—Guarde silencio mientras estabilizamos sus constantes. Relájese.
Dejó caer la cabeza nuevamente sobre la almohada, fijó la vista en el techo y susurró:
—Dios mío…
Permaneció allí tendido, consciente de la incansable mirada de Troi pero incapaz todavía de fijar sus ojos en ella, con la mente atiborrada de confusión. Era como despertar de una larga, distorsionada, inexorable pesadilla y no saber con seguridad qué partes eran sólo sueño. Esa somnolencia permanecía con él en los charcos de sudor que tenía entre los dedos de las manos —sus preciosos dedos que creía desaparecidos— y en el frío de sus pies que no entraban en calor. Finalmente oyó su propia respiración. Desigual, pero era una alegría volver a escucharla. Se concentró de una forma tan singular en ella que cuando la puerta de la enfermería se abrió con un sonido sibilante él se preguntó por qué su respiración sonaba de ese modo. Sólo cuando la gigantesca estructura del teniente Worf se encumbró por encima de la consejera, comenzó Picard a separar la realidad de la ilusión.
—Usted dijo que se pondría en contacto con nosotros cuando estuviera despierto —tronó Worf a Crusher.
—Dije que les avisaría cuando estuviera estabilizado —le contradijo Crusher con severidad—. Y aún no lo está. Los llamaré cuando lo esté, no se preocupe, teniente.
Pero Worf no se marchó.
—Es prioritario, doctora.
—Creo que tendrán que esperar.
Picard alzó una mano entumecida.
—Teniente —luchó para decir—, informe.
—Sí, señor. Hemos tenido que sacarlo del aislamiento antes de tiempo porque ha surgido una nueva emergencia. El comandante Data se ha llevado una lanzadera y ha entrado en el sector donde fue vista por última vez la entidad para intentar contactar con ella, y el comandante Riker ha salido tras él en una cápsula de exploración.
—¿Qué…? —Picard estaba ya a medio descender de la cama cuando se lo impidieron por la fuerza la doctora, el neurólogo y dos internos que consiguieron apartar a Worf del camino con un empellón—. ¿Qué? ¿Cuándo?
—Riker hará unas dos horas, señor. Estamos en contacto con él, pero no ha encontrado a Data. Mantenemos las comunicaciones al mínimo, por supuesto.
—¿Qué clase de absurdo…? Póngame en pie.
Crusher hizo un gesto con la cabeza y pidió un estimulante.
Picard contempló incrédulo cómo ella le aplicaba una inyección en su brazo. La situación tenía que ser aún más delicada de lo que estaba captando su brumosa mente.