La nave fantasma (24 page)

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Authors: Diane Carey

Tags: #Ciencia ficción

Con súbita decisión, depositó su insignia sobre el teclado, junto a la de Geordi.

Cuando se arrodilló junto a las cajas que los ingenieros habían llevado allí por orden suya, su cuerpo comenzó a serenarse ante la tarea que tenía entre manos. Al disminuir los latidos de su corazón a la cadencia habitual, Data comenzó a abrir las cajas de suministros de ingeniería y codificadores nemotécnicos, y se dispuso a construir un improvisado dispositivo de camuflaje.

—¡Espere un minuto! —Riker se deslizó del escritorio y comenzó a sacudir las manos ante Troi—. ¡Nosotros no podemos interferir así!

—Tenemos que hacerlo —replicó Troi alzando la voz. Sintió que su rostro enrojecía y la furia se apoderaba de su corazón. ¡Cómo se atrevía él a interponerse!

—Vamos a ver —les recordó Picard no sin enojo—, he convocado esta reunión por una razón clara y está enturbiándose. Si voy a verme forzado a tomar una decisión, quiero tener todas las informaciones y opiniones. Y quiero criterios fundamentados. Procedamos con método, y es una orden.

Antes de que Riker tuviera oportunidad de responder, Troi se inclinó hacia Picard; era la primera vez que cambiaba de postura desde que había comenzado todo aquello.

—Capitán, los seres humanos somos intervencionistas por naturaleza. Desde épocas remotas hemos intervenido en el curso de la evolución. Por poner un caso, en las primitivas tribus, el jefe escogía como sus mujeres a las doncellas más hermosas, jóvenes y fuertes, y ellas tenían hijos que serían los que tomarían las decisiones por toda la tribu. ¡Ésa también es nuestra herencia!

—¡Eso es ridículo! —acusó Riker.

—No necesariamente —continuó Crusher. Su agudo tono indicaba su decisión de contraatacar, y volviéndose de espaldas a Riker, le habló al capitán—: Cuando encontramos la cura de la neumonía y la tuberculosis, alteramos la evolución para siempre. Incontables millones de personas enfermas condenadas a morir no murieron. Cuando se inventaron las gafas, todos los millones de miopes se transformaron de pronto en perfectamente normales. Y tuvieron más hijos miopes. La humanidad ha estado escapando a sus limitaciones, burlando la selección natural durante tanto tiempo que se ha convertido en innatural el no hacerlo…

—¿Y qué me dice de la ciencia? —interrumpió Riker, rodeando el escritorio hasta colocarse junto al capitán—. ¿Podría la tecnología introducir esas entidades en nuevos cuerpos? ¿Como el de Data?

Picard lo fulminó con la mirada, y luego se volvió hacia Crusher.

—¿Qué dice a eso, doctora?

Ella pasó de apoyarse en un codo a otro, y dijo pensativa:

—Esto no es como tener una varita mágica… En mi opinión, podría ser demasiado tarde para ellos. Si han permanecido en un estado incorpóreo desde 1995 y la mayoría incluso desde muchos años antes, puede que hayan perdido la capacidad para readaptarse, encontrarse, dentro de una forma humanoide.

—¿Quiere decir como un ciego que de repente viera a la perfección? —sugirió Picard—. ¿Algo así?

—Sí, exactamente. Hay muchas circunstancias que le permiten a la medicina actual el devolver la vista, pero a menos que el paciente sea muy joven, por lo general se presentan graves complicaciones. Si yo de pronto le devolviera la vista a Geordi con un trasplante, él tendría que readaptar todos sus sentidos. Todo su cuerpo… todo su cerebro. Su sentido de la acomodación visual estaría completamente distorsionado, para empezar. Intentaría coger cosas que estuvieran a tres metros de distancia, porque no sería capaz de distinguir la diferencia entre ésas y las que tuviera más cerca. Es probable que tampoco pudiera caminar con los ojos abiertos. No sin una rehabilitación prolongada. Tal vez perdiera el equilibrio. Ha habido demasiados casos desastrosos de vista reimplantada. Algunos pacientes acabaron por solicitar que los dejaran nuevamente ciegos.

—Dios mío… ¿en serio?

—Demasiados como para que yo recomendara el intentar introducir a esos lo que sean en cuerpos de androide. —Bajó la voz y dejó que la compasión se deslizara en su valoración profesional—. Sería un infierno peor que el que ya están sufriendo. Y, capitán, pienso que la única decisión racional y éticamente aceptable —agregó— es la que ellos han escogido por sí mismos.

—No estamos tan seguros de que eso sea lo que quieren —insistió Riker.

Troi se retorció en el asiento; su cara era la viva imagen de la melancolía y decepción. Su rostro manifestaba el dolor y la infelicidad que sentía dentro de sí además del efecto de las insidiosas palabras que acababa de oír.

—Bueno, usted no lo está —le dijo Riker—. No lo está, ¿verdad?

—Bill… —Troi se atragantó.

Él se encaró con ella.

—Usted misma ha admitido que esa gente podría estar loca o incapacitada…

—Algunos de ellos, pero…

La doctora Crusher colocó su estilizada mano sobre el brazo de él, y lo empujó para apartarlo.

—Esa máquina absorbevidas está violando los derechos de sus cautivos.

Riker dio media vuelta y le clavó la mirada.

—¿Qué derechos?

—El derecho a llevar una vida según ellos la consideran, y la siempre salvaguardabas propia elección. Les ha robado la vida hasta un grado tal, que lo único que ven como alternativa para sí mismos es la muerte.

—¿Así que nosotros se la proporcionamos porque Deanna lo dice?

Troi bajó los párpados, y de ellos se derramaron lágrimas.

—Oh, Bill —susurró.

Pero él continuó.

—¿Cómo podemos saber que la decisión de ellos es racional? Podría ser motivada por la simple desesperación o una depresión pasajera.

Crusher no retrocedió ante ese desafiante argumento, tenía preparada la réplica.

—¿Llama usted algo pasajero a trescientos años?

—¿En la escala temporal de esa cosa? Podría serlo. Y ni usted ni yo podemos afirmar lo contrario. Esa cosa podría ser una especie de paraíso galáctico, o el cielo de los cristianos, por lo que sabemos. Podría proporcionar tiempo interminable para pensar, recordar y compartir vivencias… ¿y quién sabe qué más? Tal vez Deanna sólo capta los deseos de un puñado de recién llegados que no saben lo que tienen.

—Yo no lo creo —contestó Troi con los dientes casi apretados.

—De acuerdo… de acuerdo, digamos que yo tampoco. Digamos que me ha convencido. ¿Qué sucederá una vez que lo hayamos hecho? ¿Una vez que se haya establecido un precedente? Si abrimos esa puerta aunque sea una rendija, quizá no vuelva a cerrarse. Una vela puede iniciar una catástrofe, capitán.

Crusher se puso en pie de repente y avanzó hacia él, utilizando su esbelta figura para demostrarle que no era el único capaz de destacar entre los demás.

—Podemos mantener el control de nosotros mismos, señor Riker. La ciencia médica ha tenido que vivir con el autocontrol como base personal durante siglos. Capitán, ya sé que a usted no le gusta emplear las armas, pero esa entidad ejerce una cruel tiranía sobre esos seres.

Riker se inclinó por encima del escritorio, con las palmas apoyadas en su negra superficie.

—Si transgredimos nuestras reglas —insistió—, o si las enmendamos, aunque sea a petición de un enfermo terminal, nos ponemos en riesgo todos nosotros. Cuando rechazamos las solicitudes de muerte por parte de los pacientes y personas allegadas, nos protegemos todos. —Miró al capitán y dijo—: Estamos jugando a la ruleta ética, señor, y yo no me siento cómodo con esto.

Troi no lo miró, el tono de su voz rezumaba una inclemente hostilidad.

—No es de su comodidad de lo que estamos hablando.

Los ojos de él relampaguearon.

—No —devolvió el ataque—, pero estamos poniendo en peligro la seguridad de toda la vida inteligente con la que entremos en contacto a partir de ahora. ¿Cuánto pasará antes de que esto se nos vaya de las manos? Si eso sucediese, estaremos en peligro, habremos desvirtuado nuestros ideales.

El capitán lo miró con el entrecejo fruncido.

—No estoy dispuesto a echar sobre mis espaldas la carga moral de la Humanidad, número uno —dijo—, pero tengo intención de adoptar una postura aquí y ahora. Aprecio su labor de abogado del diablo, pero…

—No estoy haciéndolo —replicó Riker—. No creo que nos corresponda hacer esto. Y pienso que no es justo por parte de esos seres el pedírnoslo. Tenemos derecho a no convertirnos en asesinos.

—Capitán —intervino Crusher—, se ha sobrepasado el punto en el que ya no hay posibilidad de echarse atrás. Puede que el matarlos sea duro para nosotros, pero su vida es más dura para ellos.

—Ésa es su opinión, doctora —señaló Riker.

—Sí —dijo ella—. El capitán me ha pedido mi opinión. Si algún día llega a ser capitán, no tendrá por qué pedírmela.

La amargura cayó sobre ellos y, durante varios segundos, Crusher se dejó penetrar por ella. Una vez que el silencio se hizo opresivo, la doctora inspiró profundamente y se dirigió al capitán con su última palabra.

—Señor, mi opinión como médico en jefe de la
Enterprise
—declaró— es que estamos ante lo que en mi informe constará como previo consentimiento aceptablemente expreso.

El capitán oyó que la pelota caía limpiamente en su campo. ¿Sería responsable frente a esos seres de la entidad, frente a la entidad, frente a la nave, frente a las formas de vida cuyas esencias serían absorbidas por esa cosa en el futuro, si se negaba a actuar ahora?

—El mandato de la Federación es evitar interferir en la galaxia, capitán. —El rostro de Riker se reflejaba con claridad en una de las ventanillas de la sala.

Picard asintió con rigidez.

—Sí, no podemos olvidar eso. La política de la Federación tendría que ser mi guía en este caso. La triste realidad es que podríamos no ser capaces ni de salvarnos nosotros. Lo más sensato y a la vez arriesgado puede que fuera salir de aquí y dejar que la Federación decida cómo enfrentarse con esta cosa.

Troi salió disparada de su asiento.

—¡Usted no lo entiende! ¡Esta gente no puede siquiera comunicarse entre sí! Hay millones de ellos. Y no es como tener un cuerpo discapacitado. Incluso en ese caso puede haber vista, sonidos, tacto, interacción corporal… ¡esta gente no tiene nada!

El capitán hizo un movimiento hacia ella.

—Consejera…

Ella retrocedió.

—¡Usted no sabe cómo es eso! No puede saberlo. Capitán, si esa entidad viene tras nosotros y no hay forma de impedir que nos absorba, ¡yo le prometo que no voy a dejarme llevar con facilidad ¡No lo haré! ¡Antes me mataré!

—Deanna —comenzó Crusher, tendiendo una mano hacia ella.

Pero todos estaban afectados por la absoluta convicción que trasmitía su voz, su rostro, por la irracional promesa de una persona a la que conocían como de una racionalidad suprema.

Riker se sentía especialmente responsable, y permaneció a pocos pasos de distancia, incapaz de avanzar hacia ella.

La doctora Crusher rodeó a Troi con un brazo y la condujo hacia la puerta.

—Venga conmigo. Le daré algo para calmarla.

Troi comenzó a caminar, pero casi de inmediato se separó con violencia.

—¡No! ¡No me atrevo a permitir que me sede! Mis escasas defensas serían barridas por ellos. ¿Es que nadie lo entiende?

—Sí, sí —le dijo Crusher—. Usted sabe que yo la entiendo. Salgamos sólo al puente. —Condujo a la otra mujer hacia la puerta, y echó una mirada de reprensión a Riker y Picard—. Sólo será unos minutos. —Sus palabras decían una cosa; su expresión, otra.

Sin decir una palabra, Picard las observó cómo salían. Cuando por fin quedaron solos, él y Riker, se volvió hacia la ventanilla y miró al espacio.

Ante él estaba el panorama de las lejanas estrellas y sistemas solares, el gigante gaseoso que hasta hacía poco era el problema más grande que tenían y que de pronto parecía pequeño e insignificante mientras giraba en su brillante inocencia anaranjada al borde mismo del campo visual que ofrecía la luneta. Dos profundas líneas se le marcaron a cada lado de su boca, como paréntesis. Era un hombre ante una alternativa.

—Esa cosa infernal está escondida ahí fuera, esperando a que cometamos un error —comentó. Su voz bajó hasta ser casi un susurro—. ¿Cuántas cosas cómo ésta habrá ahí fuera, Riker? ¿Cuántas decisiones más como ésta? ¿Qué hacemos cuando no tenemos ninguna duda respecto al deseo racional y razonable de una persona… una comunidad… de morir?

De pie junto a él, Riker no podía ofrecer ninguna solución… pero tenía su respuesta. Una que como primer oficial, no como capitán, podía permitirse.

Sin moverse, preguntó en voz baja:

—¿Tenemos eso, señor?

Picard continuó mirando por la ventanilla, unas arrugas aparecieron en su frente al entrecerrarse sus ojos.

—Necesito saber, con toda la exactitud posible, si esa cosa es una especie de paraíso o un más allá flotante —reflexionó—, o un infierno interestelar.

10

—Esto no me gusta nada, capitán. Haré constar en mi informe que esto está haciéndose con mi oposición.

—Eso le dará vivacidad al informe, doctora, si alguna vez llega a la Flota Estelar.

La unidad de aislamiento de la enfermería zumbaba, preparándose para la gravedad cero y la exacta temperatura corporal de Picard. Éste observaba con expresión circunspecta mientras la doctora Crusher preparaba una hipodérmica que le haría lo que ninguna persona en su sano juicio permitiría. Tal vez hacía falta un toque de locura para llevar a un hombre hasta esos extremos, o tal vez sólo se necesitaba desesperación. Todos los peligros, todos los riesgos, el buen criterio mismo, tenían que doblegarse ante la resuelta solicitud de aquel sobre quien recaía la decisión final. Y ése era Picard.

Junto a él, Troi daba señales de agotamiento. Los finos cabellos negros de alrededor de su frente estaban húmedos y ensortijados, sus ojos estaban tensos, y su postura era desmadejada. Todo lo que siempre había parecido tan fácil para ella, de pronto suponía un esfuerzo. A pesar de su deseo de que él supiera lo que sus empáticos contactos estaban experimentando, encontró la presencia de ánimo para decir:

—Tengo que expresar mi acuerdo con la doctora, señor. Nunca he considerado que la privación sensorial fuera una técnica válida.

—Es algo digno de una cámara de los horrores, si quiere mi opinión —agregó Crusher, remachando sus palabras con un ademán terminante.

—Muy bien —les respondió el capitán—, entonces ustedes dos pueden discurrir una forma mejor de que yo sepa cómo son las cosas para esa gente, y hacerlo ahora, porque estoy decidido a eliminar tantas dudas como pueda mientras tengamos tiempo.

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