La nave fantasma (20 page)

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Authors: Diane Carey

Tags: #Ciencia ficción

—Yo soy un aparato versátil —prosiguió Data, que continuaba mirando al suelo. Su voz carecía por completo de la ronquera emocional que se habría apoderado de una voz humana a esas alturas, y sin embargo había una tristeza en el tono que le prestaba cierta calidad a su confesión. La escasa luz del puente de batalla se reflejaba tenuemente sobre los suaves y pálidos contornos de sus cejas y mandíbula—. Soy un instrumento. Ningún ser humano puede hacer las cosas que yo hago. Sólo eso tendría que haber sido una prueba para mí mucho antes de que ocurriera esto.

—Una característica de los seres humanos —probó Riker, aferrándose a una diminuta esperanza— es aceptar los propios talentos al igual que los propios fallos. Ésa es una peculiaridad que ninguna máquina puede reproducir.

—Por favor, señor —dijo el androide, levantando ahora la mirada, movimiento que atravesó a Riker como una estaca de madera—. Si en verdad no soy más que una máquina, no puedo tener sentido del yo, conciencia, sino únicamente programas que incluyan una ilusión del yo. Es un hecho que tendría que aceptar. El contacto con el mecanismo me ha recordado con toda claridad que soy… artificial.

Riker hizo una mueca de dolor. Picard sabía manejar, y evitar, estas situaciones. Riker lo había visto contener comentarios que podrían haber sido temerarios, groseros o consoladores, y siempre se había preguntado cómo sabía Picard escoger el momento de guardar silencio. Pero quizá Picard lo había aprendido por la vía dura, alguien le habría gritado: «Controle sus estallidos». Y a un oficial superior se le escucha con atención, y todo lo que dice se recuerda. Nada puede ser descuidado; toda emoción ha de ser dominada para no correr el riesgo de herir a alguien. Era el precio del mando. Y no iba a desaparecer. Si lo pensaba detenidamente, no sabía si Data estaba vivo o no; no tendría que haber abierto su bocaza. La verdad es que en ningún momento creyó que Data fuera a tomarse sus comentarios tan a pecho…, pero quizás eso lo creyera el androide que había en él.

Vio en los ojos de Data, en su expresión, una intensa necesidad de aclararse, definirse, descubrir su verdadera naturaleza.

«Y aquí estoy yo, que he alentado que se planteara este interrogante. El resultado podría ser el admitir una verdad poco agradable.»

—Yo no sé qué es usted, lo admito —dijo a Data como aquel que se encoge de hombros—. No estoy cualificado para saberlo. Pero la Flota Estelar lo puso a prueba y usted dio unos resultados que indicaron que estaba vivo. Eso es bastante para…

—La prueba la hicieron máquinas, señor —le recordó Data con voz dolorida—. Las máquinas informan de cualquier cosa que les digan que informen. Ningún ser humano me mira y piensa que también yo soy humano. Y usted, más que nadie, aún me trata como a una máquina.

Hasta que comenzó a notar una opresión en el pecho, Riker ni siquiera inspiró. Tenía que confesar que no sabía cómo se le había ocurrido comportarse así. «¿Qué pasa cuando alguien te abofetea e insiste en que mires?»

—Señor —volvió a comenzar Data con solemnidad—, si puedo retirarme ahora…

Con tristeza, Riker se recostó contra el asiento de mando y asintió con la cabeza.

—Puede retirarse.

Detrás de sí —no miró—, oyó el suspiro de la puerta del turboascensor y el leve sonido del vacío cuando éste se alejó por las entrañas de la nave. Riker se encontró observando fijamente el punto en que las botas de Data habían dejado una leve impresión sobre la moqueta. Ahora respiró profundamente, aunque eso no le proporcionó ningún alivio, y oyó su propia voz apagada:

—El hombre de hojalata quiere un corazón.

—Quería intimidad. La tiene. Lo único que le pido es que haga buen uso de ella, consejera.

Las delicadas manos blancas de ella estaban temblando, y nada, nada conseguía detenerlas. No se culpaba por su falta de control… de hecho, no hizo mucho para recobrarlo. El ocultar lo que sentía y experimentaba sólo le haría daño. Pero el capitán se encontraba allí y estaba dispuesto a escuchar una confesión, una confesión que tomaría un problema único y lo multiplicaría. Ella había creído que el tener las respuestas la ayudaría, aliviaría su carga, pero no. Sabía muchas más cosas que una hora antes, pero nada se había hecho más fácil. En este caso, la claridad era más dolorosa que la oscuridad.

Le dolían la cabeza y el cuello como si alguien se los hubiera retorcido.

—Nunca había experimentado nada parecido a esto, capitán —comenzó, dejándose llevar—. He podido bloquear pensamientos con anterioridad, pero éstos atravesaron mis barreras. Esta gente está tan desesperada que se abre camino a la fuerza hasta mi mente, por mucho que yo intente mantenerlos fuera. No soy una científica, pero son sin duda seres vivos, esencias de vida conscientes dentro del fenómeno. Ni memorias ni residuos, sino la auténtica esencia vital de cada uno. Ignoro cómo, pero esta cosa preserva la conciencia y se deshace del cuerpo, de lo físico. Y tienen un claro sentido del yo, capitán.

—¿Todos humanos?

—No estoy segura, señor. Recibo impresiones de otros, aunque podría suceder que sólo los humanos puedan empatizar conmigo lo suficiente como para comunicarse. Pero… ahora sé quiénes son.

Picard se sentó detrás de su brillante escritorio negro y movió la cabeza. Pugnaba en su interior por no parecer impaciente, y aunque no había forma de engañarla, al menos que apreciara su esfuerzo. Pero su postura decía bien a las claras que estaba esperando.

—Arkady Reykov y los miembros de su tripulación —dijo con bastante poca expresividad y un deje de decepción.

Troi parpadeó.

—¿Cómo lo ha sabido?

Picard dejó caer las manos sobre el escritorio, y dijo con tono casual:

—No hace falta ser un telépata.

Ella titubeó, mirando el lustre negro del escritorio con el ceño fruncido.

—Sí —dijo—, supongo que es obvio. Pero hay más, señor. O, debería decir, son más. Muchos más. Millones más, de hecho. Su nivel de comunicación es mucho más alto que cualquiera de carácter verbal, como si hubiesen olvidado, con el paso de los años, cómo utilizar las palabras y las imágenes sencillas. Nosotros podríamos ser el primer contacto externo que han tenido…

—Desde 1995 —apuntó él con firmeza.

—Sí —murmuró ella—. Durante algún tiempo, lo que querían resultaba confuso. Eran tantas mentes que me gritaban, algunas racionales, otras no… sólo las más fuertes de ellas

pueden aún conservar su imagen individual, pero sólo durante períodos de tiempo limitados.

—Como la aparición que Riker vio en el corredor.

—Creo que sí —contestó ella, aún no dispuesta a comprometerse en ese punto con un sí rotundo.

—¿Y ahora está más claro? —requirió acuciante Picard—. ¿Qué quieren? ¿Tiene usted alguna idea?

Troi inclinó la cabeza, y sus pestañas como pinceles cayeron para sombrearle los ojos. Luego alzó la mirada.

—Capitán, no se lo he contado todo.

Jean-Luc Picard se inclinó hacia delante, sus codos sobre la pulida superficie del escritorio, y estimó que ella era de quien menos se esperaba que ocultara información, lo cual equivalía a mentir. Y a su juicio no había lugar para mentiras o silencios piadosos. La primera reacción fue de enfado, pero éste se encendió y apagó con más rapidez que una cerilla al viento. No obstante, una confesión semejante en una nave estelar podía costar vidas, y ese riesgo siempre le alarmaba. Además, las mentiras le irritaban.

Pero algo la había impulsado a esto, y a esas alturas la curiosidad de Picard era muchísimo mayor que su deseo de hacer valer la disciplina de la que era depositario.

—Entonces, cuéntemelo todo ahora —dijo.

Troi alzó la barbilla como si estuviese buscando las palabras.

—En cuanto a la confusión. Es verdad que hay millones de mentes ejerciendo presión sobre mí, pero existe… una unanimidad absoluta en lo que quieren…

Se oyó el zumbido del llamador de la puerta.

—¿Sí, quién es? —ladró Picard con impaciencia.

—Riker para informar, capitán.

Picard iba a indicarle que entrara, pero Troi, echándose hacia delante en el asiento, se cogió al borde del escritorio, y dijo:

—No, señor, por favor, no. No le deje entrar.

Le devoraba la curiosidad.

—¿Ni siquiera a Riker? —preguntó Picard.

—Por favor, señor…

La contempló durante unos instantes, y luego habló por el intercomunicador.

—Sólo unos minutos más, señor Riker.

El silencio que siguió a estas palabras podía cortarse con un cuchillo. Picard podía imaginarse las miradas que recorrían el puente principal.

—Sí, señor… estaré aquí fuera.

Picard profirió un pequeño gruñido y murmuró:

—Parecía un poco herido, ¿verdad? Ahora, ¿qué es todo esto, consejera? ¿Esa gente quiere que hagamos algo por ellos?

—Tiene que tomar una decisión que ninguna persona debería tener la obligación de tomar. He pensado que sería mejor que no tuviera que considerar también las opiniones de toda la tripulación. Por eso he tenido tanto interés en hablar con usted en privado.

—Lo tengo en cuenta, pero, por favor…

—La mayoría de las religiones describen alguna clase de infierno, capitán —dijo ella con cautela. Los hombros se le estremecían a causa del esfuerzo—. Ahora… sé lo que es.

—No lo dudo pero ¿qué tiene que ver eso con estos seres? Los adorables ojos de Troi adquirieron una expresión de: —No he podido aclarar, señor, si esa gente está aún viva. Pero no son seres sobrenaturales. Se trata de entes vivos, muchos de los cuales fueron… tan humanos como lo es usted. Han alcanzado verdaderamente la inmortalidad. Aún son conscientes y tienen sentido de su propio yo.

—De acuerdo —dijo Picard—. Eso lo entiendo. ¿Qué quieren?

Ella apretó sus puños fuertemente, la piel que cubría sus nudillos se tensó, y éstos adquirieron un tono blanquecino, como de hielo.

—Quieren que les ayude a morir.

—Deje de decir eso. Usted no es una máquina. Eso puedo saberlo con sólo mirarlo.

Geordi LaForge empujó a Data con gesto juguetón al entrar ambos en el corredor oscuro que llevaba a las reservas de antimateria. Hacía falta un código de acceso para atravesar tres puertas, cada una con un letrero que decía SÓLO PERSONAL AUTORIZADO, antes de franquear la pesada puerta sobre la que se leía:

ÁREA RESTRINGIDA

CENTRO CONTENEDOR DE RESERVA DE ANTIMATERIA

NO ENTRAR SIN PERMISO DE NIVEL 5

La habitación estaba muy oscura, alumbrada sólo por dos diminutas luces auxiliares rojas a cada lado. A pesar de que la oscuridad los rodeaba, Geordi podía ver bastante bien en aquella penumbra, y encabezó la marcha a través de las pilas de contenedores de almacenamiento y paneles mecánicos e informáticos.

—Sabía que me encontraría con un montón de problemas en mi destino espacial —comentó Geordi—, pero no esperaba que uno de ellos fuera el de buscar una definición para la vida misma.

—Ése es en verdad el dilema del capitán en este momento —dijo Data—, por mi causa.

—No es por su causa. Basta ya con eso. Muchacho, después de todos sus intentos de actuar como un ser humano, le aseguro que ha encontrado una fastidiosa manera de hacerlo.

Data alzó los ojos en la oscuridad, rápida, esperanzadamente.

—¿Qué estoy haciendo?

—Compadeciéndose de usted mismo, eso es lo que está haciendo. Corte el rollo.

Dado que no había sido consciente de estar haciéndolo, Data no estaba muy seguro de qué rollo cortar. Para cuando encontró la expresión «corta el rollo» en sus bancos de memoria, ya era tarde y Geordi estaba entrando en una antesala que contenía la mayor parte de los monitores correspondientes al contenedor de antimateria. Sobre los paneles iluminados por el mortecino resplandor, unas pocas luces y líneas parpadeaban y destellaban alegremente en su mecánica ignorancia, como si intentasen decir que todo iba bien, que todo estaba como debía.

—Tiene que encontrarse aquí, en alguna parte —murmuró Geordi—. Usted pruebe con el inyector de antimateria y yo…

Tras cerrarse la puerta a sus espaldas, se produjo un estrépito en el extremo de estribor de la sala que los hizo mirar a ambos justo a tiempo de ver una silueta que se acuclillaba detrás de un panel.

—¿Quién está ahí? —exigió saber Geordi.

Data se colocó delante de él y con voz severa afirmó: —Soy el oficial Data. Se encuentra en un área restringida. Identifíquese.

Un rostro inocente asomó en el rincón, con una expresión repentinamente muy culpable.

—¡Wesley! —exclamó Geordi—. ¿Qué está haciendo aquí dentro? Salga de ahí.

La larguirucha figura de Wesley, de adolescente aún por crecer, salió con lentitud de detrás del panel. Se cogía con las manos el borde del jersey, un jersey oscuro y de punto grueso que en esas circunstancias parecía un atuendo de trabajo. Era evidente que sabía que iba a encontrarse en un área fría de la nave.

—¿Qué están haciendo ustedes dos aquí? —preguntó a modo de eco—. Vamos, estamos más o menos en medio de una crisis, ¿no?

—En el medio exacto —respondió Geordi—. El capitán ha ordenado un corte de energía…

—Lo sé.

—Y hemos descubierto una fuga energética en el contenedor de reserva. Tenemos que encontrarla antes de que la detecte la criatura.

A través de su visor, Geordi vio que en el rostro de Wesley se producía una repentina erupción de infrarrojos.

—No puede ser una fuga muy importante, ¿verdad? —preguntó el chico—. Si no la han descubierto antes…

—Es correcto, pero eso no cambia las cosas. Wesley, ¿qué sabe usted de esto?

Data se aproximó a ellos y dijo:

—Wesley, si sabe usted algo acerca de la fuga será mejor que nos lo diga. La antimateria del depósito ha sido descargada a causa de una emergencia, y no podremos recargar de las reservas hasta haber descubierto la fuga y la hayamos cerrado.

Los fulgentes ojos de Wesley destellaron en la penumbra. —Bueno… yo sólo… estaba… Geordi, muy enojado, aumentó la intensidad del rayo de su linterna, furioso.

—¡Esta área está limitada, por amor de Dios, Wes!

—Ya lo sé, pero eso es sólo una formalidad, y me habría llevado semanas, tal vez meses, obtener la autorización correspondiente si hubiese pasado por los canales…

—Esos canales existen por una razón. Al igual que las regulaciones de las áreas restringidas. ¿Sabe usted qué significa área restringida? ¿Qué se trae entre manos?

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