—Vamos a asegurarnos condenadamente bien de que no pueda volver a hacer caso omiso de nosotros. Vamos a impactar con eso, y ahora mismo. Esa cosa no va a…
—¡Señor! —exclamó Yar con voz ahogada—. ¡Está acercándose al platillo! Aumento de velocidad a cero coma siete cinco…
—¡Trace rumbo directamente a su centro, factor hiperespacial tres!
Tanto LaForge como Data volvieron la cabeza el uno hacia el otro como para ver si ambos habían oído lo mismo, y que el capitán lo viera.
—¡He dicho a su centro! —tronó Picard. Luego su voz bajó hasta un susurro como el de un volcán a punto de entrar en erupción—. Vamos a pasar justo por el centro de ese bonito bastardo.
Picard se erguía en su puente de batalla como si éste fuese un carro de guerra. En las manos tenía las riendas de los que cargaban, en los ojos la imagen del enemigo. Incluso para Riker, que era un hombre imponente, Picard pareció de pronto un gigante.
Para toda nave había una situación que no podría salvar; ésta era la de ellos. A pesar de la primitiva programación de la cosa que estaba fuera, era muy eficiente y los tenía completamente a su merced. Iban a tener que enfrentarse con ella; no había forma de escapar.
Ahora llenaba del todo la pantalla, sin dejar ni un negro resquicio. Era una muralla fulminante, la típica cosa que hacía crujir el misterio. El cuerpo de batalla dirigió su gran cabeza de cobra hacia esa muralla y se lanzó hacia delante a toda la velocidad de que era capaz. Incluso el factor hiperespacial tres —cualquier factor hiperespacial— era impresionante y bastante aterrorizador para cualquiera que estuviese en su sano juicio.
En los últimos segundos, Riker cerró los ojos. Tuvo que hacerlo para aceptar el hecho de que estaba a punto de morir con el fin de salvar a los otros. Ése era su deber implícito, lo sabía; era el porqué de que la nave se hubiera separado. Cuando las cosas iban mal, el cuerpo de batalla resultaba prescindible. Se suponía que debían sacrificarse, interponerse en la trayectoria fatal. Ésa era la idea.
Su fuerte cuerpo se puso rígido. Sintió en la boca el metálico sabor del ataque anterior de la cosa y ahora…
La
Enterprise
se estrelló contra la muralla eléctrica en el centro exacto, produciendo un estallido pirotécnico acompañado de un ensordecedor «crack». Una sacudida de alto voltaje recorrió la nave, atacando cada panel, cada cuerpo vivo; una terrible convulsión sobre convulsión. Los espasmos los atormentaban, cada uno acompañado por un relámpago de luces enloquecidas. Riker oyó que Deanna chillaba cuando la acometió la entidad, pero no pudo siquiera volverse, no pudo siquiera mirar.
«Crack»… «CRAAAAAACK…»
Y la nave salió despedida por el otro lado… Una nave conmocionada, llena de gente conmocionada, arrastrando tras de sí una cola de fuego espectral.
—¡LaForge, vire hacia el interior de los asteroides! ¡Motores, aquí Picard…!
¿Cómo podía hablar? ¿Cómo podía modular aún sonidos de su garganta?
Riker volvió a intentar girarse, ahora hacia el capitán, y esta vez lo consiguió. Picard estaba acuclillado contra el asiento de mando, un codo trabado por encima del asiento, gritando por el intercomunicador.
—¡Motores! ¡Descarga de antimateria de emergencia cuando diga ya…! ¿Me reciben?
—Motores… eh, le recibimos… preparados cuando…
—LaForge, ¿hemos llegado ya a esos asteroides?
Tratando de pasar las manos a través del campo eléctrico que aún se arremolinaba a su alrededor, LaForge tecleó el curso en el terminal del timón. Cada vez que pulsaba, sus dedos eran asaltados por un voltaje que lo sacudía, pero él continuó hasta que la nave se lanzó hacia la polvorienta estela de desechos planetarios cercana al gigante gaseoso.
A través de una resplandeciente nube que llenaba el puente de mamparo a mamparo y de la base al techo, Riker se esforzó por ver a Picard y, más allá de él, a Deanna.
También ella estaba acuclillada, sujetándose con ambas manos a la barandilla, con el rostro vuelto hacia un brazo como para protegerse los ojos y tal vez muchas percepciones vitales de sí misma.
Pero un instante después fue la pantalla lo que captó su atención, a tiempo de ver que la cosa soltaba el hueso que llevaba para intentar coger el que se reflejaba en el agua. Sus colores se avivaron y se lanzó hacia ellos a una velocidad inimaginable. Lo habían conseguido: habían llamado su atención. Quizá demasiado bien.
—¡Capitán, va tras nosotros! —gritó por encima de los relámpagos eléctricos que los rodeaban por todas partes.
—¡Máxima velocidad! —tronó Picard. También él se volvió, miró y vio.
—Entrando en los asteroides, señor —gritó LaForge; a pesar de su visor, apenas era capaz de soportar la frenética danza de luces que lo rodeaba.
La voz de Picard resonó por todo el puente. —¡MacDougal, descargue el depósito de antimateria… ahora!
Cuando fue disparada la descarga, sonó como si tiraran de la cadena de un gigantesco retrete. Se produjo un ruido de torbellino, luego un estremecimiento en las secciones inferiores. Era una drástica maniobra reservada para las fugas de obstaculización inesperadas, la nave regurgitó y descargó todo el contenido de su depósito de antimateria. La antimateria salió despedida de las barquillas y entró en el cinturón de asteroides. Cada vez que chocaba con materia en el vacío del espacio, se producía una explosión… una mayúscula. Una explosión que lanzaba sus tentáculos de fuego aquí y allá a lo largo de miles de kilómetros, de cientos de miles. Cada estallido y su correspondiente estela de detonaciones más pequeñas lanzaba ondas expansivas de materia/antimateria hacia el espacio, empujando a la nave hacia delante y sacudiéndola mientras ésta aceleraba para escapar.
La nave viajó a través de los asteroides y salió por el otro lado, pero en cuanto la antimateria fue despedida, la velocidad hiperespacial disminuyó y la marcha aminoró hasta lentitud de impulso. Todos los del puente fueron lanzados hacia delante al tiempo que la nave gemía por el esfuerzo de compensar la repentina pérdida de velocidad. Riker alzó un brazo para protegerse los ojos de las descargas que aún corrían desbocadas por el puente, y encontró la pantalla a tiempo de ver una sarta de explosiones de color amarillo brillante, grandes y pequeñas, todas cegadoras.
—Mantengan los escudos como prioridad —jadeó Picard—. Estarán débiles con sólo la energía de impulso, y puede que tengan que desviar la energía fásica para mantenerlos. Motores, ¿me reciben? —Continuaba aferrado como podía a su asiento y dirigiendo órdenes aquí y allá mientras observaba a la cosa instalándose en el cinturón de asteroides para alimentarse con las explosiones.
Luego, un último estallido de color y alto voltaje explosionó en el puente y les golpeó a todos como un inmenso cortocircuito. Pero aquello no perdió más tiempo. Silbó a lo largo del puente; en un movimiento que semejaba predeterminado se contrajo en una masa informe y se abalanzó sobre Data como si quisiera absorberlo. Lo golpeó violentamente, arrojándolo fuera del asiento. Data recibía ahora la totalidad del voltaje que hacía un momento atacaba a los demás. Fue arrastrado de lado y lanzado de espaldas contra la barandilla del puente, la fuerza no podía empujarlo más allá. Una envoltura de rayos infrarrojos que lo arrastraban se formó alrededor de él y lo sacudió. Dentro de ésta, Data se estremecía y jadeaba al ser estrujado, junto con el resto de su cuerpo, el sistema de bombeo que le servía de pulmones.
—¡No! —gritó Geordi. Esta vez la amenaza era conocida, y ni ésta ni la reacción de Geordi resultó inesperada… ni para Riker ni para Data.
Así que saltó Geordi de su asiento, Riker le aplicó una inmovilización de cuando jugaba en la universidad, y sus manos se cerraron como una presa en torno a un brazo de Geordi. En el mismo instante, Data, aprovechando un lapso entre estrujón y estrujón, gritó:
—¡No se acerque! Geordi…
La electricidad estática chisporroteó por la mano de Geordi al tenderla, pero la advertencia de Data le hizo retirarla. A través de su visor contempló la diabólica envoltura infrarroja, y ésta le escupió una advertencia extrañamente comprensible.
—¡LaForge, continúe con lo que estaba haciendo! —Picard se interpuso entre ellos. Examinó el campo de electricidad estática mientras éste chasqueaba alrededor de Data.
Riker dio un rodeo para acercarse a Data, manteniéndose justo fuera del alcance de la electricidad. Sólo una vez apartó la vista, el tiempo suficiente para comprobar cómo estaba Troi. Ella se encontraba en el nivel superior, aferrada a la barandilla, mirándolos por encima de la misma, su rostro marcado por la preocupación y la expectación. Pero de momento parecía estar bien, considerando las circunstancias.
—Capitán —comenzó Riker, tendiendo una mano como para calmar los ánimos—, si no podemos hablar ahora con esto…
LaForge avanzó, detenido sólo por la presencia de Picard.
—¡No! ¡Tenemos que sacarlo de ahí!
—Ésta podría ser nuestra única oportunidad —insistió Riker.
—Él no merece estar en su lista de candidatos a la muerte, señor Riker —dijo LaForge con amargura, a punto de gruñir.
—Lo sé —replicó Riker—. Lo sé. Retroceda. Es una orden. Capitán…
Picard describió medio círculo en torno al androide y la fuerza que lo retenía.
—Sí… sí… quietos todos. —Se acercó tanto que el campo estático le recorrió brazos y piernas y le puso la carne de gallina—. Data, ¿puede oírme?
El crepitar disminuyó de repente. Fue como si un globo reventase y se encogiera hasta su forma natural; colores desagradables, transparentes, que envolvían a Data y bullían en torno a él. Su respiración se hizo menos jadeante, pero aún le costaba reemprender el ritmo, el ataque proseguía. Tenía los ojos fijos en el tenuemente iluminado techo del puente de batalla, pero los movía como si desease comunicar algo. Parpadeaba, entornaba los párpados, luchando para hallar un significado a lo que captaba. Los brazos le destellaban junto a los flancos y sus manos, extendidas, se retorcían.
Riker se movió muy lentamente hacia el capitán, y habló en tono bajo, apenas por encima del susurro.
—Está teniendo lugar una especie de simpatía armónica. Como las ondas de radio que hacen vibrar un cristal. De alguna forma, él es compatible con esa cosa.
Picard asintió con un solo gesto.
—¿Data? —comenzó otra vez—. ¿Puede oírme? ¿Entiende lo que le estoy diciendo?
Durante un momento no hubo respuesta. Luego se oyó el más diminuto «Sí…».
La respuesta los atravesó como un cuchillo.
—Data, hábleme —le instó el capitán, utilizando su resonante voz como el eficaz instrumento que era.
—Yo…
—Continúe. Inténtelo con más fuerza. Le estoy escuchando. Continúe.
—Sub… circuito… com… com…
—¿Comunicación?
—Sí…
—Tenía la esperanza de oír eso. ¿Puede hablar con el ente?
Las perfiladas facciones de Data se contrajeron con frustración.
—No puedo… no puedo transmitir…
—Continúe intentándolo. Quédense quietos. Que nadie se mueva. Worf, informe.
Incluso el klingon se vio impulsado a bajar la voz ante el ataque del torbellino eléctrico sobre Data.
—Todavía está absorbiendo las reacciones de antimateria en el cinturón de asteroides, señor. No hay señal de cambio de curso.
—Les hablo a ustedes…
La voz de Deanna Troi era suave, pero esta vez tenía una inflexión que no reconocieron, algo que los hizo volverse a mirarla, a pesar de que Data estaba prisionero, mientras Deanna Troi descendía, rígida, hasta la cubierta principal. Riker le tendió una mano y ella la tomó, pero su expresión era la de alguien que estuviera mirando hacia una luz cegadora. La misma que Data tenía ahora, como si viese algo que no existía.
—Vuestro idioma —murmuró ella—. Puedo hablarlo.
Riker tenía la mano de ella en la suya, y ahora inició un vacilante paso que lo llevaría justo hasta su lado.
—No —dijo Picard en tono tajante, a la vez que hacía un gesto para que retrocediera.
Remachando su orden con un empujón apartó a Riker y se interpuso entre ambos, muy consciente de que la mano de Troi, ahora vacía, se tendía hacia Riker al alejarse éste… Así que al menos una parte de ella estaba allí…
—¿Quién es usted? —comenzó Picard con cautela.
—Todo… vosotros terminar…
—No le entendemos. No sabemos qué es usted —dijo el capitán con claridad.
Troi comenzó a temblar, un temblor desde lo profundo de los huesos que provenía tanto del propio esfuerzo de ella como del efecto de lo que estaba sucediéndole, fuera lo que fuese. A pesar del rechazo de Picard a los relatos de fantasmas, el puente fue bañado por una calinosa aura de sesión de espiritismo. La propia Troi era ahora como un espectro de edades oscuras, de edades en las que la ignorancia dejaba marcas indelebles en la imaginación de todos los hombres. Era un susurro de leyenda transferido al presente. Sus cabellos de ébano relumbraban bajo los destellos, y a pesar de todas las luces provenientes del atacante de Data, sus ojos eran del habitual ónice. Sin embargo, en aquella mágica bruma, era obra de una mente científica. Y en ningún momento pudieron olvidar que Data era víctima de aquello; el relampagueante torbellino se deslizaba en dirección a Troi ahora ya como resto informe.
Riker dio un vacilante paso hacia ella y se sintió agradecido porque Picard no lo detuviera.
—Deanna… —comenzó. Luego no tuvo nada más que decir.
Troi se obligó a hablar. Sin saber cómo, veían que la insistencia era de ella y no de alguien más.
—Vosotros… podéis acabar… esto.
El capitán entrecerró los ojos como si deseara ver las palabras. Algo en la forma en que ella había hablado lo impulsó a pedir silencio con un gesto a los tripulantes del puente.
La voz de ella era sólo un susurro ronco, aunque a su manera delicado. Pero tenía fuerza, una cualidad que Picard no había esperado oír en un momento como ése. Y cuando acabó la frase, aquello desapareció por completo. La fuerza la abandonó, ella pudo respirar profundamente, y los dibujos de luz que se reflejaban en su rostro comenzaron a desvanecerse.
Riker y Picard se volvieron al instante, y vieron que Data se parecía más a Data y menos a unos fuegos de artificio.
—¡Que nadie se mueva! —advirtió Picard—. Esperen hasta que se haya marchado del todo.