Finalmente habría una unidad total dentro de la Federación, el primer paso para que la gente estuviera en su patria en cualquier planeta. El principio de los antiguos Estados Unidos, básicamente; no importaba si uno se había criado en Vermont y vivía en California. Continuaba estando en su patria, en Estados Unidos. Si el nombre de uno era Baird o Yamamura o Kwame, no era por obligación leal a Escocia, Japón o Ghana, sino a Estados Unidos. Unas cuantas décadas de viaje espacial y la frase se había convertido en «soy ciudadano de la Tierra», sin importar el país. Esta nave venía a ser un primer paso. Tanto si uno nacía en la Tierra o en Épsilon Indü VI, uno era ciudadano de la Federación. Los niños de esta colonia llamada
Enterprise
visitarían los planetas de la Federación y se sentirían parte de cada uno, bien acogidos en todos. Esta nave estelar, esta colonia que viajaba por el espacio era la más grande portadora de la mayor visión de futuro. Su misión era única, ilusionante.
Y arriesgada.
Y resultaba que era Jean-Luc Picard quien tenía que hacerla funcionar.
«¿Por qué yo? ¿Me ha cegado el prestigio ante la pérdida de libertad y aventura? Niños. Imagínate.»
—Señor Riker —dijo entonces en voz alta, interrumpiendo sus propios pensamientos—. Quiero que usted, Data y LaForge bajen a ingeniería y hagan un análisis espectrométrico y electrónico del fenómeno mientras aún tenemos tiempo. Quiero saber qué sucedería si disparásemos nuestras armas directamente a su interior, y qué si no lo hiciéramos. —De pronto señaló al primer oficial con un dedo y declaró con firmeza—: Riker, le corresponde a usted averiguar cómo enfrentarnos con esa cosa.
A Riker le hizo falta todo su control para no desasosegarse. Sintió que el cuerpo se le ponía rígido.
—Sí, señor. —Giró sobre sí y se encaminó hacia el turboascensor—. Data, LaForge… acompáñenme.
Salieron del puente, y mediante un rápido y preciso despliegue de movimientos fueron reemplazados en el control de navegación y observación por Worf y Tasha. Picard los observó marchar y se sintió menos solo ante el oscuro túnel de las horas venideras. Miró a su alrededor; la nave continuaba allí, los sistemas chasqueando y desviando energía por un millón de pequeñas vías alternativas; cualquier método era bueno, por pequeño que fuese, para comenzar a trabajar otra vez. El procedimiento era robar energía de unos sistemas en beneficio de otros prioritarios para que el núcleo de la computadora pudiera hacer efectivas esas diminutas operaciones sólo realizables por mecanismos complejos integrados. Sintió la presencia del enjambre de ingenieros bajo cubierta, todos esforzándose al máximo para dirigir ese delicado robo de energía; los sentía con la misma certidumbre con la que la consejera Troi percibía la presencia de los seres que representaban una tan clara amenaza.
—Estaré en la enfermería —anunció, y se encaminó hacia el turboascensor.
—Confusión, señor.
Troi yacía en el banco de la cúpula de diagnóstico, envuelta por la quietud artificial de la enfermería, intentando poner en palabras lo que no tenía letras ni signos de puntuación. A su derecha, el capitán Picard tenía el control, mantenía las cosas en funcionamiento, le transmitía fortaleza. A su izquierda, Beverly Crusher le proporcionaba otro tipo de seguridad, observándola de una forma por completo distinta. Pero ahora el capitán quería respuestas, y ninguna acudía fácilmente.
—Parece haber miles de ondas emocionales separadas —dijo Troi—. Tal vez haya millones. Me siento incapaz de explicarle esto con claridad… doctora, ¿puedo levantarme, por favor?
Crusher le dirigió una mirada de censura.
—Supongo que sí —respondió—. Pero sólo porque no puedo encontrarle nada fuera de lo normal. Eso no significa que no esté lesionada en algún sentido.
Apartó la cúpula de diagnóstico de Troi y se hizo a un lado mientras el capitán ayudaba a Troi a bajar de la camilla. Sin hacer pausa alguna, la condujo a un asiento cercano; era evidente que, por lo que a él se refería, la conversación estaba lejos de haber concluido. Hizo un gesto a Crusher para que ocupara otro asiento, y se sentó en un tercero; luego entrelazó las manos y descansó los brazos en la fría superficie negra de su sitio.
—¿Sería posible que esa cosa fuera una nave y usted hubiera estado recibiendo todo eso de su tripulación?
—Esa posibilidad ya se me ha ocurrido —respondió Troi, que prefería no decir que no lo sabía, aunque ésa fuera la realidad—. No la he pasado por alto. Pero si podemos definir esas imágenes humanoides como fantasmas, no hay mal alguno en denominar esas impresiones como sus… almas. No, por favor… déjeme continuar. Me doy cuenta de que esto es algo impreciso, señor. Lamento tener que hablar de este modo. «Alma» es un término vago y acientífico, pero creo que ésa es la imagen que estas entidades tienen de sí mismas.
—¿Percibe identidades? —preguntó Crusher. La cobriza cascada de sus cabellos se deslizó sobre los hombros de la doctora al inclinarse hacia adelante.
Los ojos de ninfa de Troi se abrieron de par en par.
—¡Claro, sí! Ése es el motivo de que haya sentido dudas respecto a mis percepciones. Algunas de las visiones son sorprendentemente claras. Una imagen de Vasska, por ejemplo, y el recuerdo de las órdenes que recibía cuando esa cosa atacó al
Gorshkov
.
—Eso no lo había dicho antes —apuntó el capitán. Su tono tenía un timbre de fastidio, como si de verdad hubiera esperado que ella le diera un informe aún más claro de aquellas confusas imágenes y ondas.
—No, señor. Antes no estaba muy segura de ello. Sólo lo recordé cuando fui atacada en el puente. Ojalá pudiera explicarlo.
—Entonces, ¿empatiza usted con el capitán Reykov? —conjeturó el capitán Picard.
—A veces —respondió ella—. La suya es la personalidad más fuerte. Pero señor… hay muchas otras. Muchas otras.
Esas visiones están enturbiadas por incontables fuerzas vitales que rodean el fenómeno, como un halo a su alrededor, como si las arrastrara por el espacio adondequiera que va.
—¿Son prisioneros?
Cuando Picard le planteó esa cuestión, Troi dio un respingo. Se retrepó en el asiento, casi como para alejarse, y de sus facciones mediterráneas y aquellos tintos ojos betazoides desapareció toda emoción.
—¿Está pidiéndome que especule, señor?
—Le estoy pidiendo que me ayude a formular un plan de acción —replicó él—, o al menos un plan de acercamiento.
—Sí —murmuró ella—. Más que ayudarlo, esta vez voy a ponerle en una posición difícil.
—No es culpa suya, Deanna —intervino Crusher.
—En absoluto —agregó Picard.
Troi sondeó al capitán en su yo telepático, pero Picard no era un hombre cuyos sentimientos bajaran los escudos con facilidad. Sintió la resistencia de él ante su sondeo, una resistencia tan sutil como lo era él mismo, así que se retiró a su propio interior al considerar que, por respeto a su autoridad, no era lícito vulnerar tal defensa.
—Si esas esencias vitales son prisioneros, como usted sugiere, y nosotros destruimos su prisión —continuó Troi—, ¿estaríamos cometiendo un asesinato?
Con esa pregunta penetró hasta el núcleo del problema de Picard. Él la estudió: atractiva, considerada, exótica… sí, ésa era la palabra que le correspondía, y se preocupaba por los demás; aunque ahora se sentía tan impotente como el resto de ellos.
—Tiene usted una tendencia en exceso emotiva, ¿lo sabía, consejera? —observó él en tono suave—. Me doy cuenta de que su tarea es un foco de tensiones, pero la mía también. Si nuestra única posibilidad de supervivencia es destruir esos miles o millones de mentes que usted percibe, ¿qué debo hacer? ¿Salvarnos o sacrificarnos? ¿Las vidas de quiénes deben ser condenadas?
—Ése es el fallo de la Primera Directriz, capitán —comentó Crusher—. Cuando el interferir en otra cultura es la única forma de salvar las vidas que a uno se le han confiado… tampoco yo sé qué haría. Cuente las cabezas y vea quién tiene más vidas que salvar.
El capitán se recostó en el respaldo y se pasó los nudillos por el labio inferior.
—Por lo que ha dicho la consejera, eso nos pone en una inferioridad numérica bastante evidente. —Pulsó el intercomunicador más cercano del escritorio—. Picard al puente. ¿Qué situación tenemos ahí arriba?
—Sin cambios respecto de la entidad, señor —informó Yar—. El estado de la nave mejora, pero nos vemos obligados a privar a muchos sistemas para restablecer la energía de los escudos. Todo está agotado, incluyendo la potencia hiperespacial.
—Estupendo —respondió Picard—. Van a tener que trabajar más deprisa.
—Sí, señor, a mí también me gustaría eso.
—Picard, corto. Consejera, ¿tiene algo concreto que decir? Troi suspiró.
—He estado tratando de aislar las impresiones, de ver si son sólo recuerdos de formas de vida o verdaderas esencias vitales, pero hasta ahora no puedo decirle nada específico.
—Es usted quien me preocupa —dijo Crusher a Troi.
La boca de Troi se arqueó.
—Es usted muy amable. Pero no logro emplear mis capacidades en bien de la nave…
—Ya sabe de qué estoy hablando —la interrumpió la doctora—. Del peligro inherente de la telepatía. Si otros telépatas son más dominantes, la fuerza de sus mentes podría dañar la de usted, Deanna. Y no puede ponerse un vendaje sobre la mente.
—He intentado cerrar mi mente, pero ellos derriban las barreras…
—¿Está usted diciendo que esas cosas podrían representar un verdadero peligro para usted? —rugió Picard.
Sobresaltada, Troi cerró la boca y comprendió en su integridad las implicaciones del hecho. Aún no lo había oído expresado en palabras, y no sonaba muy bien.
—Todo este asunto me preocupa —dijo Crusher—. Después de lo que me ha descrito Wesley, yo habría sugerido una alucinación colectiva de no haber aparecido en la pantalla de la computadora. Ese elemento le confiere al asunto una atemorizadora realidad científica. Ah… capitán, Wesley me ha pedido que le presente sus disculpas.
Picard recapacitó durante un momento, y finalmente preguntó:
—¿Por qué?
Crusher parpadeó.
—No lo sé. Pensaba que usted sí lo sabía.
Tras un instante, él negó con la cabeza.
—No recuerdo nada en particular, doctora.
Ella se encogió de hombros, incómoda.
—Ya veo. En ese caso, las disculpas se las presento yo. Wesley está en esa edad en que cree que todos los adultos tienen prejuicios contra los niños.
Picard inclinó una mano hacia ella.
—Por supuesto que tenemos prejuicios. Ellos son niños —razonó—. Tienen que crecer. Nadie espera nada más, ni nada menos. Cuando lleguen a adultos, ya no serán niños. Y entonces se encontrarán con nuevos prejuicios que soportar.
—¿Quiere decir, como los que hay contra los oficiales superiores?
—Sí. —El capitán rió entre dientes, y su boca se alargó en una sonrisa melancólica. El cambio de humor le aclaró la mente, y la difícil situación le resultó un poco más fácil de aceptar.
Troi volvió la mirada hacia la panorámica del espacio que le ofrecía una luneta, aguardando a que pasara el momento. «Y los que hay contra los telépatas. Ofrecer cosas confusas para explicar cosas confusas… reemplazar la ignorancia con la ambigüedad… ¿es ése el único servicio que puedo prestar?»
—Si esos seres son prisioneros —meditó Picard en voz alta—, entonces se convierten también en responsabilidad mía. Me pregunto si tengo derecho a decidir en su lugar. De algún modo tendremos que lograr comunicarnos con ellos.
Troi lo miró, mientras sus temores regresaban.
—Pero eso requiere energía, señor. Y podrá encontrarnos por esa energía y destruirnos.
Crusher intervino.
—Y hay otra cosa.
El capitán intentó no hablar con voz cansada.
—¿Sí, doctora?
Ella bajó la mirada durante un instante. Cuando volvió a levantarla, la clavó directamente en los ojos de Jean-Luc Picard.
—¿Qué haremos si sencillamente se niegan a negociar con nosotros? —preguntó—. Ya sabe lo que dicen sobre el camino hacia el infierno.
—Es curioso que una alteración electromagnética se haya centrado sobre la consejera Troi.
—Mantenga la atención en su trabajo —gruñó Riker ante el comentario del androide.
Le recorría la irritación mientras su mano, a pocos centímetros del intercomunicador, dudaba si llamar a la enfermería. A unos pasos de él estaba Data. Ya caminando como si tal cosa después del ataque. Recuperado, así, sin más. Y Deanna en la enfermería, pugnando por controlar su mente.
Data levantó los ojos de la pantalla de lectura.
—Mi atención está siempre en mi trabajo, comandante. Verá, tengo un núcleo de memoria multifase que me permite…
—No me importa —se oyó Riker a sí mismo contestarle de malos modos—. La verdad es que no estoy interesado.
Las cejas de Data se alzaron.
—Tal vez si se lo explico con palabras más accesibles…
Con la espalda poniéndosele rígida, Riker clavó sus pupilas en las de Data.
—Por favor…
—¡Cómo no, señor! —respondió el androide con afabilidad—. El concepto en el que se basa mi cerebro especial multifase…
—¡No quería decir eso!
—¿Ah, no, señor? Es lo que ha dicho.
Geordi alargó una mano y tiró de una manga al servicial androide.
—No insista, Data. El señor Riker quiere informes exclusivamente sobre la alteración y su fuente.
Con un infantil parpadeo, Data dijo:
—Vale. No pasa nada. —Giró sobre sí y volvió a inclinarse sobre la pantalla—. La conformación física del fenómeno es confusa para los sensores pasivos. Hay poco en lo que los sensores puedan centrarse porque el fenómeno está fuera de fase con tanta frecuencia como dentro de ella. Entidad o mecanismo. No puedo definirlo.
De pie entre Riker y Geordi, los tres inclinados sobre diferentes paneles de acceso a la computadora, Data se permitió un fruncimiento de entrecejo demasiado humano mientras contemplaba los gráficos que evolucionaban ante él.
A su derecha, Riker continuaba golpeando los puntos de presión del panel de microelectrónica molecular.
—Comencemos por utilizar los criterios de vida más obvios —sugirió—. ¿Hay algún signo de organismos?, ¿cualquier cosa?
—Los organismos ni sugieren ni excluyen la vida, señor. Yo soy parcialmente orgánico, pero también mecánico…