La nave fantasma (9 page)

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Authors: Diane Carey

Tags: #Ciencia ficción

—Data —urgió Picard.

—Lo tengo, señor. Un momento —respondió Data mientras trabajaba furiosamente en los ajustes sensoriales de la computadora, luego pulsó la orden de visualización de la densidad órganica y miró la pantalla.

La imagen del puente era escalofriante. Cada uno se vio a sí mismo en el lugar que ocupaba en ese momento. Todo parecía normal, todo correcto. Los monitores del puente parpadeaban con los habituales informes de situación, la moqueta color topacio, la trama de la camisa gris de Wesley, y los uniformes de los oficiales, rojo y negro, dorado y negro, o azul y negro, demostraban que los colores eran correctos y la imagen nítida; algo no muy tranquilizador en ese instante… porque por la zona de estribor del puente caminaban unos espectros. Más de una docena de siluetas humanas relumbraban en amarillo, planas como las imágenes de difracción de rayos X. Contornos y movimientos sin definición, sin profundidad; cristalinas siluetas que se movían tras una cortina de impulsos espectrales, delineadas por un hilo de chisporroteante azul. Se movían de una forma errática, dando vueltas de aquí para allá por la rampa, delante de la enorme pantalla y en la zona de mando. Riker se atrevió por fin a acercarse al monitor; trató de asimilar lo que veía: algunas siluetas estaban ahora inmóviles, como si lo mirasen. Riker tenía la sensación de contemplarse en un espejo donde unas imágenes lo observaban a él, y esas imágenes estaban a su lado por más que él sólo las captara mediante la pantalla.

Se volvió a toda velocidad, y escudriñó la zona de estribor en apariencia vacía. Se le agarrotó la garganta y se le trabó el habla. Lo único que pudo hacer fue observar al capitán Picard que se volvía de espaldas al monitor y buscaba lo que no podía ser visto por los simples ojos humanos. A diferencia de todos los demás, que se habían apartado cautelosamente de esa zona del puente, Picard avanzó ahora hacia ella con la férrea determinación de enfrentarse a aquello grabada en el rostro.

—Abran todas las frecuencias. Conecten el traductor. —Aguardó sólo un instante, hasta que el chasquido y posterior pitido le dijeron que Tasha había superado su aterrada parálisis y obedecido. Alzó la voz—. Les habla el capitán JeanLuc Picard de la Federación de Planetas Unidos. Han penetrado en mi nave sin que se les haya invitado. ¿Cuál es su propósito?

No hubo respuesta, no ocurrió nada.

A pesar de tener erizados los pelos de la nuca, Riker mantuvo la mirada sobre las siluetas del monitor, esas que tenía justo detrás de él.

—Solicitamos que se comuniquen con nosotros —declaró Picard en tono enérgico—. Especifiquen en el acto sus intenciones.

Riker contemplaba el monitor, incapaz de mirar hacia la cubierta en apariencia vacía, y se le puso la carne de gallina. Dos de las imágenes comenzaron a avanzar hacia Picard, una desde un lado y la otra por detrás.

Riker dio un salto.

—¡Capitán!

Aferró a su superior por un brazo con ambas manos y tiró de él hacia un lado; su precipitada acción lo colocó entre el capitán y los espectros que se acercaban. En cosa de segundos, Worf saltó a la zona de mando, y, en el nivel superior, Yar tenía desenfundada su pistola fásica. En una reacción instintiva, Riker volvió la cabeza de un lado a otro, buscando lo que no podía ser visto, y se le contrajo el estómago en espera de los golpes de unas manos invisibles.

Entonces…

—Se han marchado…

LaForge habló con la claridad suficiente como para poner a todo el mundo nervioso.

Riker no lo creyó. La sensación que tenía en las entrañas afirmaba lo contrario.

Pero el capitán se fió del monitor sensible a las longitudes de onda que ahora mostraba el puente ocupado sólo por él y sus tripulantes. Aunque no pudo evitar volverse a echar una mirada subrepticia para comprobarlo.

—Bien, señor Riker —murmuró entonces—, tranquilícese. Pero nadie estaba tranquilo. Nadie en absoluto. Wesley Crusher entrecerró sus jóvenes ojos.

—La nave está encantada… —susurró.

4

—¿Encantada? —bufó el capitán—. No me venga con vanas supersticiones. Abandone esa actitud, alférez.

Avanzó hacia el centro de mando, no del todo dispuesto a sentarse aún, perseguido por la sensación de que aquellas entidades todavía estaban caminando en torno a él. Le lanzó a Wesley Crusher una mirada intolerante, comunicándole que lo único que necesitaban en ese momento para acabar de arreglar las cosas era la sabiduría de un adolescente. Al ver la expresión de perrillo apaleado de Wesley, se arrepintió de la decisión de nombrarle alférez, decisión que ningún buen padre habría tomado pero que él, como hombre que nunca había tenido hijos, tomó sin prever las consecuencias. Tendría que haberlo sabido porque, como oficial al mando, venía a ser el padre de toda su tripulación. La cara de Wesley era la de un niño; ningún oficial hecho y derecho se habría tomado de una forma tan personal la reprimenda. Y tras haberla pronunciado, Picard no podía retirarla.

Otras cosas tampoco podían retirarse. El contraproducente error de designar al muchacho para un empleo en el puente con tanta prontitud, sin que se lo hubiera ganado. «Y no tanto un perjuicio para el puente, como para el chico.»

Picard se volvió hacia la pantalla, apartando la mirada del joven rostro que le ocupaba la mente.

Sí, el ascenso de Wesley y su destino en el puente habían suscitado el resentimiento de oficiales de la Flota Estelar que podrían no ser tan brillantes como él pero tal vez lo merecían más. Wesley Crusher se había convertido en una especie de ornato… un bonito despliegue de talento, pero no un elemento de veras funcional. Todo lo que hacía en el puente tenía que ser supervisado, por mucho que pudiera realizar mentalmente los cálculos, a veces antes de que la computadora entregara sus resultados. Así habían resultado las cosas.

«¿Y por qué le hice eso? —se preguntó Picard, dejando que ese pensamiento le pasara por la cabeza mientras lo miraba—. ¿Me siento responsable por la muerte de su padre hasta ese punto? ¿Tan en deuda me siento con Jack Crusher por el error que lo mató… que cometería otro error con su hijo? ¿Y estoy tan deseoso de ganarme la gratitud de su madre que utilizaría la brillantez del muchacho para demostrar mi buena voluntad? Y ahora me arriesgo a traumatizarle al destruir la distorsionada imagen que tiene de sí mismo si le retiro su condición de alférez y lo devuelvo a donde le corresponde… Ah, Picard,
tu t’es fait avoir
.
[2]
»

Suspiró y se volvió a mirar a sus oficiales.

—Muy bien. El alférez Crusher lo llama «fantasmas». Es un punto de partida tan bueno como cualquier otro.

La frente klingon de Worf se frunció.

—¡Pero señor, los fantasmas son seres fabulosos, no existen!

—Tal vez que sí, su existencia no puede demostrarse físicamente. —Picard dijo eso con serenidad y sin pausas—. Así que vamos a abordarlos desde un punto de vista completamente científico. Descarten toda idea de fantasmas y piensen en términos de formas de vida y formas de mente alternativas. Señor Data, ¿qué puede decirme sobre eso?

Cogido con la guardia baja ante el hecho de que le plantearan un tema tan fantástico, Data parpadeó y adoptó un repentino aire de desamparo.

Riker intervino, sabiendo que cometía un error pero no lo bastante deprisa como para contenerse.

—Un androide no conoce nada sobre la vida, señor, mucho menos la sobrenatural.

Los ojos del capitán se le clavaron como dagas. —Estoy hablando de apariciones espectrales, Riker, y su observación está fuera de lugar, ¿verdad?

Herido en su orgullo, Riker asintió, resentido.

—Sí, señor. Supongo que así es.

—Le he formulado una pregunta a Data.

Puede que Data hubiera apreciado o no el rapapolvo en defensa suya, pero el hecho era que en ese tema se encontraba en terreno delicado. Al tratarse su caso de un ser para quien el conocimiento habían sido siempre los hechos sin más, lo mágico y lo especulativo eran arenas movedizas. Muy consciente de la atención que le dedicaban, Data miró a Riker, se irguió un poco y habló.

—Señor —comenzó—, yo postularía que, dado que las formas de vida fueron captadas por el visor de Geordi y luego por los sensores ajustados del puente, no son mixtificaciones producidas por la psique humana en ocasiones hiperestésica, sino de una composición hilozoica sustantiva.

La boca de Picard se abrió.

—¿Qué?

—Que son reales.

—Ah. Podría haberlo dicho así.

—Lo siento, señor.

—Lo que usted quiere decir —prosiguió Picard—, es que algo incorpóreo no tiene que carecer necesariamente de vida. Según la tradición, los fantasmas carecen de vida. Estos seres, no.

Data ladeó la cabeza.

—Es difícil asegurarlo, señor. Eso entra dentro del terreno de la semántica. Tendríamos que definir lo que significa… estar vivo.

La repentina incomodidad del androide con esas palabras atrajo la atención de Picard una vez más hacia los ojos de Data, hacia la infantil inocencia de un ser que había recorrido todo el camino a través de la academia de la Flota Estelar, pasado doce años en naves de la misma, y, sin embargo, de alguna forma, continuaba siendo la quintaesencia de la ignorancia. Data podría haberle aplicado ese juicio a él; pero ningún aprendizaje estrictamente intelectual, por extenso que fuese, podía reemplazar los inapreciables placeres y conflictos de la interacción vital.

—¿Tiene análisis de laboratorio? —preguntó el capitán.

Data recorrió con los dedos el tablero de la computadora que tenía más cerca y accedió a la información a medida que le era enviada a través del complejo sistema de análisis comparativo.

—Parece haber alguna clase de energía en fases, señor.

—¿Qué significa eso?

—Al parecer, existen en impulsos. Están aquí y no lo están. No se trata de energía como nosotros la definimos. Se parece más a una protoenergía. Tiene algunas de las propiedades de la energía y la materia, pero a veces ninguna de ellas. Parece algo desconocido para nuestra ciencia. —Data levantó la mirada—. Por lo que parece, la estabilidad no es su fuerte.

—Ése es un no análisis interesante, señor Data. Me parece que la computadora está tomándose muchas molestias para evitar admitir que no tiene respuestas.

—Por el momento no puedo culparla, señor.

Picard le lanzó una mirada cáustica, pero se vio agradablemente distraído cuando Troi se le aproximó, con las manos deliberadamente entrecruzadas ante sí, evidencia del esfuerzo que realizaba para conservar el control.

—Señor…

—Adelante, consejera. Nada puede resultar estrafalario a estas alturas.

—Si son… fantasmas… es decir, el material mental residual de formas físicas muertas —dijo—, ¿pueden ser destruidas?

—Destruidas… —Picard sopesó la palabra—. Quiere decir si se las puede matar, ¿no? El que a uno pueda matársele es uno de los signos de la vida.

Impelida por aquella respuesta esquiva, Troi se obligó a insistir en ese punto.

—Y si se puede matarlas, ¿no significaría eso que están vivas?

—Nadie ha hablado todavía de medidas violentas, consejera —replicó el capitán—. Pero esas imágenes de destrucción que usted recibe… —agregó—, no puedo quitármelas de la cabeza.

Por la expresión de ella se dieron cuenta de que su intención no era plantear una hipótesis en abstracto; la pregunta contenía una verdadera urgencia para ella, una auténtica cuestión de vida o muerte.

—Sí, señor, lo sé. Pero me desespera que mis percepciones puedan ser mal interpretadas. Todavía no confío en mí para analizarlas. No quisiera que emprendiera usted acciones defensivas antes de que estén justificadas, sólo por mi percepción.

—¿Está diciéndome que de hecho percibe usted peligro para nosotros?

Frustrada, ella sacudió la cabeza y suspiró.

—Estoy intentando no decirlo, pero también tengo miedo de no hacerlo. No sé si me comprende…

—Mmm, creo que la entiendo. Estas entidades existen en un plano tan diferente del nuestro que su existencia misma podría ponernos en peligro. Ya nos hemos encontrado con esa clase de cosas al expandirse la Federación.

—Sí, señor, eso quiero decir —contestó Troi con ansiedad—. Incluso en el caso de que representen un peligro para nosotros, ¿merecen que se les mate cuando lo único que han hecho es entrar en la nave?

—Mmmm —murmuró Picard—. Me pregunto si ellos serán tan generosos cuando hablen de nosotros. —Se paseó en torno a ella, contemplando la moqueta—. Tendré presente todo esto. Sea cual fuere el caso, no permitiré que mis tripulantes sucumban a la superstición. Encontraremos las respuestas, y tendrán bases científicas.

Troi se irguió.

—Sí, señor.

—Sí, señor —agregó Data, y se volvió hacia su consola.

—Estoy de acuerdo, señor —dijo Riker—. Quienesquiera que sean esos seres, tenemos que suponer que son inteligentes, y que deberemos averiguar sus intenciones antes de emprender una acción.

—Sí —murmuró Picard—. Y la pregunta sigue en pie —agregó en voz baja al tiempo que con los ojos recorría el puente ahora tan inquietante y silencioso como un cementerio al alba—. ¿Qué están haciendo aquí?

Las palabras del capitán les helaron la sangre. Picard no aguardó a que se entibiara.

—Señor Riker, a mi sala de reuniones. Quiero hablar con usted.

Riker se obligó a seguir la silueta en retirada del capitán al interior de la sala privada contigua al puente. En cuanto la puerta se deslizó hasta cerrarse a sus espaldas, el capitán lo inmovilizó con una feroz mirada altiva.

—Ha minado usted mi autoridad, señor Riker.

Mientras repasaba mentalmente los instantes pasados, desprovistos ahora del nerviosismo que aún recorría el puente al otro lado de la puerta, Riker preguntó:

—¿Eso he hecho, señor?

El capitán se hallaba de pie, con el paisaje de estrellas como telón de fondo de su fibrosa constitución, y se parecía mucho a un noble entre sus brillantes iguales.

—Lo hizo.

Inclinando la cabeza, Riker explicó:

—Pero es que vi que esas siluetas se acercaban a usted. No sabía qué intenciones tenían.

—No necesitaba lucir su salto olímpico a costa mía —replicó el capitán—. Una simple palabra de advertencia habría bastado.

Riker cuadró los hombros, aunque no demasiado.

—Es mi deber protegerlo, señor —proclamó.

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