—Deanna… ¿qué sucede?
Ella jadeó un poco, con sus perfectas cejas tan fruncidas que le formaban dos marcadas arrugas sobre el hueso nasal.
—¿Por qué… por qué hay alerta amarilla?
Incluso ahora hablaba con suavidad, las palabras tocadas por el ligero acento alienígena betazoide. Estaba luchando con ahínco para recobrar la compostura, pero era evidente que algo la desasosegaba.
Riker se acercó un paso más con la esperanza de tranquilizarla.
—Estamos intentando cerrar órbita en torno a eso. —Hizo un gesto hacia la pantalla, pero su mente no se encontraba en la misma más que la de ella. Separó los labios para decir algo más, pero Data lo interrumpió.
—Estamos disparando al interior de la atmósfera para obtener lecturas de retroalimentación. A pesar de que el núcleo no está en estado ígneo, el planeta libera tres veces más energía de la que debiera, principalmente en radiaciones de onda larga. Tenemos que permanecer alerta por si se produjeran ondas de choque o retrocesos gravitacionales…
—Data —le espetó Riker, mientras deseaba que tuviera un interruptor de apagado. Silenció al androide con una mirada feroz, y luego volvió a mirar a Troi.
—Tendría que haberle dicho a la computadora que se saltara el procedimiento estándar y no la llamara aquí arriba. Es culpa mía.
Ella tendió una mano en lo que comenzó como un gesto tranquilizador, pero mientras hablaba se transformó en el tipo de movimiento que hace una mujer cuando quiere apoyarse para conservar el equilibrio.
—No… no es culpa suya…
El capitán avanzó hasta colocarse junto a Riker.
—¿Qué la está trastornando, consejera? —le preguntó con suavidad pero con un atisbo de impaciencia.
Los ojos delineados en negro de ella se entrecerraron debajo de las cejas unidas por el fruncimiento del ceño.
—Oí algo… en la mente…
—¿Puede describirlo? —inquirió Riker. Una punzada le recorrió la columna vertebral. Las capacidades telepáticas de Deanna Troi siempre lo ponían nervioso. No era exactamente incredulidad, pues nadie podía poner en tela de juicio las características mentales betazoides, sino una especie de desconfianza.
Ella retrocedió un paso.
—Lo siento… —Parpadeó, respiró en profundidad y fingió recuperarse—. Capitán, lamento la interrupción. No tenía intención de alterar sus pruebas. Le ruego que me excuse.
Antes de que ninguno de los hombres pudiese hablar, ella realizó una rápida y nerviosa salida.
Riker miró fijamente las puertas del turboascensor. —Nunca la he visto actuar de esa manera —murmuró. Data se levantó y avanzó algunos pasos hacia la rampa. —¿Está enferma la consejera Troi? —Se trata de otra cosa —decidió Riker, hablando en voz baja, más para sí que para Data.
—Se ha comportado de manera anormal.
Entonces él apartó los ojos del turboascensor y le lanzó a Data una mirada que habría causado una contusión de ser un golpe.
—No creo que esté usted capacitado para emitir un juicio —le ladró.
Picard ladeó medio cuerpo y dijo:
—Permiso para abandonar el puente, número uno. Temporalmente.
—Gracias, señor —replicó Riker—. No tardaré mucho. —Tuvo que reprimirse o hubiera saltado hacia el turboascensor. Lanzó otra mirada cáustica a Data antes de salir.
Picard suavizó el momento con una serena frase referida a la prueba científica.
—Continúen con los disparos fásicos a intervalos regulares.
Data apartó de su mente la punzante reacción de Riker que lo confundía, y se sentó ante su habitual puesto de observación, a proa del puente.
—Los terminales científicos están ahora recibiendo información continua del núcleo planetario, capitán. —Bajó la voz como les había visto hacer con frecuencia a los seres humanos, y dijo a LaForge—: El comandante Riker está molesto conmigo.
LaForge se encogió de hombros. Miró al androide pero no vio lo que los ojos humanos verían. El calor corporal del androide estaba distribuido de forma desigual por el cuerpo de alta tecnología, un cuerpo muchísimo más denso que uno humano de igual volumen. Las secciones de infrarrojos estaban localizadas en forma de puntos nítidos, mucho más definidos que las burbujas infrarrojas de un cuerpo humano, y LaForge podía distinguir con claridad los lugares en los que se había injertado material orgánico dentro de los intrincados mecanismos. Data despedía un aura electromagnética, pero no era precisamente una tostadora.
—Podría tratar de ser un poco menos rígido. Aprenda más jerga —coloquialismos, imágenes— o algo así.
Los labios de Data se sumieron.
—Jerga. Lenguaje coloquial, palabras no normalizadas, habla de la calle… con frecuencia es imprecisa. He intentado incorporar ese tipo de habla en mi uso del lenguaje, pero ha sido en vano, no consigo fluidez.
—Eso se debe a que lo usa como si todavía estuviera entre comillas. Utiliza las palabras aisladamente en lugar del sentido total de la frase. Tiene que tratar de emplear la jerga en un tono más desenvuelto.
—¿A qué propósito sirve, en realidad?
LaForge se inclinó hacia él y le habló con delicadeza.
—Lo hace a uno más asequible. Cátelo.
Mientras sus labios pronunciaban en un susurro esa última palabra, una expresión perpleja se apoderó del semblante de Data. A diferencia de los momentos en los que trabajaba con gran ahínco en sus expresiones y acababa pareciendo un payaso de vodevil, estos instantes le conferían un aspecto más humano que cualquiera que él pudiese forzar; eran los instantes en los que las emociones humanas afloraban a su rostro.
—Catar… saborear un vino, probarlo… ¡ah! Una prueba, un intento. Sí, catarlo. Lo cataré. Computadora, muéstreme todos los bancos disponibles de diccionarios sobre la jerga terrícola y usos del lenguaje en sentido no recto, carga rápida.
La computadora despertó a la vida en el panel que tenía delante y su voz femenina, en un tono más natural que el de Data, preguntó:
—¿De qué idioma?
—Siempre he pensado que necesitaba usted una afición —masculló LaForge tras repantigarse en su sillón.
Abruptamente, se produjo un sonido en el alcázar, algo parecido a un gruñido, pero se apagó con la misma celeridad y fue reemplazado por la resonante voz de bajo del teniente Worf que miraba su monitor.
—¡No es posible!
El capitán Picard apartó la atención del gigante gaseoso y se aproximó a su propio asiento de mando tras el cual la barandilla en forma de herradura se curvaba hacia arriba y a lo largo de la consola táctica. Más allá, Worf se hallaba de espaldas al puente, contemplando su monitor de situación como si su insatisfacción pudiera atravesarlo. Por supuesto, con un klingon, ése podía muy bien ser el caso.
Invocando de manera automática la dosis de calma extra que se sorprendía empleando con Worf, Picard requirió:
—¿Teniente? ¿Sucede algo?
—No estoy seguro de haberlo visto —escupió el klingon.
Pero la jefa de seguridad Tasha Yar volvió a medias su armónico cuerpo sin apartar las manos de su consola, y dijo:
—También yo lo he visto.
—¿Visto qué? —exigió saber Picard.
—Una vibración energética, capitán. —La muchacha se echó hacia atrás un mechón de sus cabellos de corte masculino—. Una enorme. Ha atravesado todo el sistema solar.
Sólo un paso llevó a Worf junto a Tasha.
—Muy rápida y de una potencia extraordinaria, señor… un haz de rayos refractivos, parece. Como un barrido instantáneo de sensores.
—Fue disparado con una velocidad excesiva para provenir de un sensor —declaró Tasha al punto.
—¿Qué, entonces? —tronó la voz de Worf—. Ahora no hay ni rastro de ello.
Picard aprovechó la discusión para encubrir su desplazamiento rampa arriba hasta la terminal de seguridad, donde consultó la memoria inmediata. No se veía nada.
—¿Podría haberse tratado de una aberración? ¿Una retroalimentación de nuestros propios experimentos?
—Señor, procedía de fuera del sistema solar —replicó Tasha, con la garganta rígida, como le ocurría siempre que se permitía emocionarse.
—Localícelo.
—No queda nada que localizar —contestó Worf con aspereza.
Picard alzó la cabeza.
—No emplee ese tono conmigo, teniente. Todavía no estamos en una crisis.
El enorme rostro de Worf no adquirió ni por asomo una expresión de disculpa, dada la característica particularmente animal de su cráneo surcado como por un costillar propio de sus antecedentes raciales klinzhai, rasgo que había emergido como dominante durante la última depuración klingon. Worf era imponente; de hecho, era lisa y llanamente aterrorizador, porque los otros miembros de la tripulación siempre podían ver que el controlarse le resultaba una tarea dolorosa, y era posible que algún día abandonase ese esfuerzo.
—Lo siento, señor —tronó—. Estaba allí durante nuestro último disparo fásico, y luego desapareció. —Apoyó sus grandes manos sobre el panel táctico y le echó una mirada feroz a la pantalla—. No me gusta. Es como ser observado.
Picard se balanceó sobre los talones durante un contemplativo instante, con los ojos semicerrados.
—Podría tratarse de otra nave. Asegurémonos de que no nos pasan por alto. Darnos a conocer e identificarnos es parte de nuestro trabajo. Ponga los sensores en sondeo amplio. Teniente Data, usted encárguese de la transmisión de todas las frecuencias estándares de llamada con saludos en todos los idiomas y códigos interestelares así como en traducción automática universal.
—Marchando.
—Teniente LaForge, sáquenos de la órbita. Suspenda las pruebas del gigante gaseoso hasta que comprobemos la situación del sistema solar.
—Sí, señor. Suspendiendo situación orbital.
LaForge pulsó los controles del hermoso panel sin mover apenas las muñecas, y con esa misma facilidad sacó a la descomunal nave del campo gravitatorio del gigante gaseoso. Durante la maniobra, mientras la nave estaba a salvo bajo el control de la computadora navegacional, se tomó un momento para mirar a Data.
Cuando miraba a los otros miembros de la tripulación, veía las capas de infrarrojo que podía intensificar según sus necesidades; la sangre corriendo dentro de las arterias, las arteriolas y los vasos capilares y demás, pero los veía mejor que una computadora porque su cerebro actuaba como un descodificador y era más intuitivo que cualquier computadora. Por encima de esa imagen infrarroja, como una media de nailon sobre un maniquí, veía la piel y un confuso brillo de fino vello. Aquellos simples humanos parecían iluminados desde el interior, y tenían un suave fulgor.
Pero Data… Data era una obra de arte. Sólo Geordi podía ver los preciosos y remotos materiales, brillantemente combinados; los diferentes niveles de calor y frío; las diferentes densidades en las que lo metálico se encontraba con lo sintético, donde lo sintético se unía a lo orgánico y formaban todos una red. Veía la densidad del cuerpo de Data, y los millones de diminutos impulsos eléctricos que lo mantenían en funcionamiento y corrían como enjambres de insectos por su cuerpo cuando trabajaba más intensamente o se concentraba algo más y empleaba una fuerza mayor. Pero no era como mirar a la computadora que tenían delante ni al mecanismo del dispensador de café y comida. En absoluto. Éstas eran máquinas.
LaForge tenía a veces la sensación de que la gente olvidaba que él también podía oír. Había oído el tono de Riker justo antes de que abandonara el puente. Había captado la agitación en la voz de Data cuando mencionó que Riker no estaba contento con él. Data era algo mecánico, pero para Geordi LaForge no era una máquina.
Geordi se permitió mirar abiertamente el rostro de Data mientras el androide fulgía de concentración. Vio la estructura de los huesos faciales sintéticos, diminutos ligamentos alimentados por sangre unidos a los intérpretes de impulsos, cubiertos por la fría membrana que era su piel. Geordi tenía un rostro hermoso, sin temor de sus propias expresiones, una cara que podía mostrar muchos sentimientos —desde la valentía al cálculo, desde la confusión a la compasión a aquellos que fueran lo bastante sensibles como para captar los cambios casi imperceptibles. Y los ojos de Data, por mucha apariencia de azufre que tuvieran, eran siempre de una dulzura infalible.
Geordi sacudió la cabeza y masculló: —… Y una leche una máquina. Picard levantó la cabeza.
—¿Teniente?
—Distancia de seguridad, señor.
—Hable en voz alta, entonces.
—Sí, señor.
El zumbido de la puerta sonó con claridad, pero Troi no contestó. Una vez más, las luces danzaban sobre su rostro, pero no las de la alerta amarilla. Estaba sentada ante su escritorio, observando una holografía que simulaba el movimiento de un océano azul. Al final de la holografía, de treinta centímetros de ancho, el océano desaparecía y se transformaba en mesa. En el centro justo del fragmento de agitadas aguas había una imagen tridimensional de una antigua embarcación militar. Tenía forma de cuña e iba sobrecargada de estructuras metálicas gris acero que carecían de significado para ella. En la pantalla aparecía una descripción sencilla: «Primer barco de vapor con hélices de hierro,
Gran Bretaña
».
Frunció el ceño y pulsó el botón para la siguiente selección. La imagen tridimensional pareció desintegrarse con un leve sonido implosivo, al tiempo que giraba sobre sí misma, y finalmente se recompuso en un objeto bastante distinto, mayor, más plano, que se desplazaba traqueteante. En la barra inferior del monitor se leía: «Petrolero,
Edmund Fitzgerald
, perdido junto con toda la tripulación, Lago Superior, Michigan, Estados Unidos, la Tierra, 1975».
Troi pulsó el botón casi con furia. No eran las correctas. No lo eran. La imagen siguiente apareció casi al instante, un gran barco, en negro, blanco y rojo, muy elegante, obviamente destinado a transportar gente. Gente… eso era correcto. Miró la información de la pantalla. «Crucero de lujo
Queen Elizabeth II
, Líneas Cunard, la Tierra.»
No… no… Los labios teñidos de color mora de Troi perdieron su forma perfecta. No. Su dedo volvió a pulsar.
«HMS
Dreadnough
, barco de guerra, Gran Bretaña, la Tierra, 1906.»
Se inclinó hacia delante como si reconociera algún elemento… el color, el porte de aquella nave… se acercaba. Volvió a pulsar el botón, esta vez diciendo:
—Este tipo de embarcación.