Ese hecho inmutable de la cobertura periodística soviética era de poco consuelo; sin embargo, cuando Reykov se volvió a mirar a Timofei Vasska, pronunció en voz baja unas palabras que encadenaron a ambos a sus asientos y la desazón cobró cuerpo en ellos.
—Prepare la demostración de la VEC.
Con el espectáculo de la actuación de la última hora aún resonándole en los oídos, el vello de Vasska se erizó ante aquella orden, aunque no dejó que su aprensión se hiciera visible. ¡Semejante artefacto! El primero de su clase que se montaba sobre una unidad móvil. Incluso los (satisfactorios) anteriores a ése no habían sido más que unas pocas armas de prueba aisladas. El que llevaban a bordo era real, montado de modo permanente en el centro del sistema de armas del
Gorshkov
. VEC… vibración electromagnética controlada.
—Avise al
Vladivostok
que comience a disparar los
Teardrops
de prueba. Y, Vasska —se apresuró a agregar Reykov al tiempo que alzaba un dedo—, asegúrese de que disparen uno solo por vez y nos den cuarenta segundos para reproducir la vibración.
Vasska meneó la cabeza.
—¿No sería maravilloso que nuestros enemigos se mostraran tan cooperadores como para no disparar más de un misil cada vez? —comentó.
Reykov se encogió de hombros.
—Estamos trabajando en ello —replicó—. Obtendremos resultados lo bastante buenos si podemos interferir los sistemas de guía uno a uno. No se crea que nuestros ingenieros son tontos.
Vasska hizo un gesto de asentimiento a Myakishev, que transmitió la orden.
—Lanzado —fue el anuncio seco que les llegó pocos momentos después—. Un misil
Teardrop
, dirigiéndose a cuatro cero exactamente.
—¿Entrada en campo visual?
—En cinco segundos, señor.
—Cuando sea visible, activen la VEC a mi orden.
—Sí, camarada capitán. Visibilidad en tres… dos… uno… objetivo a la vista.
Miraron con los ojos entrecerrados a la atmósfera azul y vieron el misil falso que se acercaba. Poco más que un destello plateado contra el cielo, incluso aquel misil de pruebas hacía un nudo en el estómago de todos. Reykov imaginó que la piel de los dignatarios se ponía de gallina más o menos en ese momento.
—Disparen.
Myakishev pulsó un botón de su panel, y en la torre del portaaviones, una antena de tres metros y medio giró hacia el objeto dirigido contra el barco. Todos dieron un respingo cuando la vibración se disparó…
Se produjo un chasquido casi simultáneo y un destello blanco. Al principio pareció que primero había llegado el chasquido, pero cuando hubo acabado ya no se sintieron tan seguros.
En el distante cielo, el
Teardrop
se desvió de su trayectoria, zigzagueó hacia un lado, y se precipitó al interior del mar muy lejos de su objetivo, víctima de un sistema de guía inactivo.
El puente estalló en vítores.
Reykov dejó escapar un suspiro de alivio.
—Recarguen, camarada Vasska.
—Recargando, camarada capitán.
—Buen chico, buen chico… —Reykov inhaló profundamente e intentó apartar de sí aquella sensación de angustia. No estaba realmente nervioso, pero por alguna razón tenía las manos frías.
—Camarada capitán… —Myakishev se inclinó por encima de los hombros del oficial que se encontraba ante el radar.
—¿Camarada? —inquirió Reykov mientras las manos le caían a los lados.
Vasska, que había captado algo en el tono de Myakishev, también se hallaba inclinado sobre la pantalla del radar.
—Tenemos un misil dirigido hacia aquí…, y no se trata de uno de los nuestros.
Vasska se lanzó hacia el teléfono TBS y lo tenía contra el oído en el momento en que Reykov ladraba: —Contacten con el
Vladivostok
.
—Señor, el capitán Feklenko informa que ellos no han disparado. Ellos no han disparado contra nosotros. —¿Qué es, entonces?
—No lo sé, señor.
—¿Qué es? ¿Los norteamericanos?
—No lo parece.
—¿Qué son entonces? ¿Los franceses? ¿Los británicos? ¿Los albaneses? ¿Tienen los africanos misiles? ¿A quiénes pertenece?
—Señor, no lo identificamos en el registro… y ni siquiera estoy seguro de que sea un misil —declaró Vasska mientras chasqueaba los dedos hacia otros oficiales técnicos con el fin de dar órdenes silenciosas.
Reykov se inclinó sobre un hombro de Myakishev.
—Gastamos millones de rublos en ustedes los genios y no puede decirme qué es eso. Quiero saber a quién pertenece. ¿Qué se nos viene encima?
—¡Se dirige directamente hacia nosotros!
Reykov se enderezó y fijó los ojos entrecerrados en el distante cielo. Por primera vez en su vida tomó el tipo de decisión que había deseado no verse obligado a tomar nunca.
—Giren la VEC hacia él. Disparen cuando esté lista.
La ancha antena rectangular giró como la cabeza de un insecto inverosímil, y una vez más les llegaron el chasquido y el destello cuando la vibración electromagnética atravesó velozmente la atmósfera con científica frialdad.
Tendría que haber funcionado. Tendría que haber interferido los controles de guía de cualquier clase de misil o nave aérea, los de cualquier clase.
Los de cualquier clase.
—¡Se dirige hacia el rayo… aceleren ahora!— La voz de Myakishev resonó como un golpeteo en su garganta.
—Ni siquiera los norteamericanos tienen algo como esto… —susurró Vasska.
Reykov dio media vuelta y se lanzó hacia la ventana por entre la tripulación del puente. Miró hacia afuera, al cielo de las aguas del mar Negro.
Ahí había algo. No era un misil.
En el horizonte, como en una fantástica película de dibujos animados, en la distancia que mediaba entre el
Gorshkov
y aquello, había una muralla.
Una muralla eléctrica. Chisporroteaba y restallaba, proyectando colores contra el cielo, informe y fea; el fenómeno parecía, más que cualquier otra cosa, una imagen infrarroja de falsos colores… colores dentro de colores. Pero sobre todo informe. Se deslizaba sobre el agua, con el tamaño de un rascacielos.
Detrás del capitán, Myakishev se atragantó.
—El radar no funciona. Las comunicaciones se desactivan… ahora estamos recibiendo una retroalimentación…
Reykov intentó hablar dos veces antes de que las palabras pudieran salir de su boca.
—¡Media vuelta! ¡Centro de operaciones! ¡Centro…!
Su voz enmudeció. En torno a él, todos los instrumentos se apagaron. Como si hubieran vertido melaza sobre el puente, todos los mecanismos fallaron. Ni siquiera había el tranquilizador sonido de la alarma del circuito de seguridad. De hecho, no se oía sonido alguno.
Entonces sí se oyó algo… un alarido eléctrico atravesó las aguas y se tragó la nave cuando el fantasma de falsos colores se acercó rugiendo a la popa por estribor y englobó el portaaviones. Era tres veces el tamaño de la embarcación. Tres veces.
El último movimiento de Reykov como ser humano fue el volverse hacia el puesto del radar. Miró a Timofei Vasska, el cual se irguió para mirar a su capitán con ambas manos sobre los oídos, y cada cual fijó sus ojos en el del otro, agarrotados, congelados. Se sentían como si toda la sangre estuviera coagulándoseles de golpe.
La última percepción de Reykov fue la de las cejas de Vasska, que se juntaban ligeramente en el momento en que ambos iban a compartir la plenitud de ese instante anterior a la destrucción total.
Luego el rostro de Vasska se cubrió con aquella imagen de falsos colores y la mente de Reykov, misericordiosa, dejó de funcionar.
El fenómeno de falso color inundó el portaaviones con su torrente eléctrico. Al cabo de unos minutos, ya no quedaban formas de vida a bordo. La inmensa embarcación había sido despojada de organismos, desde aquel contingente humano hasta la más pequeña cucaracha escondida en el zapato del cocinero. Incluso el cuero de los asientos del camarote del capitán había desaparecido.
Sólo quedaba acero, alambres , aluminio, titanio y las diversas telas —lienzos alquitranados y uniformes— reconocidos como inertes. El
Gorshkov
flotaba en las abiertas aguas, vacío.
El casco y la pista de aterrizaje que tenía encima comenzaron a vibrar, a retumbar. En la línea de flotación comenzaron a formarse ondas que se separaban del portaaviones y trazaban dibujos sobre el mar; a cada segundo que pasaba, la intensidad de esas vibraciones aumentaba hasta que el
Gorshkov
llegó a crear verdaderas olas en el mar Negro.
La embarcación se sacudía como un juguete, se estremecía, y, por fin, se rajó en dos como si estuviera hecha de bizcocho. El estruendo del metal al cuartearse recorrió todo el mar. Cada trozo del portaaviones se convirtió en una explosión, una mancha dentro del torbellino eléctrico, y luego estalló como un igual número de granadas de fragmentación.
Noventa mil toneladas de trozos de metal llovieron por las aguas del mar Negro.
—El capitán está en el puente.
El portaaviones
Theodore Roosvelt
(CVN-71) avanzaba por el mar en el centro del grupo de apoyo compuesto por seis cruceros y diecisiete destructores. Desde su lugar junto al puesto de navegación, el capitán León Ruszkowski podía ver con facilidad dos de los cruceros Aegis que avanzaban lentamente a una distancia de cuatro millas a proa y a babor.
—Bonito —murmuró—. Cielo azul, día tibio, las aguas del exótico Mediterráneo debajo de nosotros, y una canción en nuestros corazones. ¡Ah, estar en París! O en Atenas…, demonios, escoja una ciudad.
—¿Se conformaría con un café?
El segundo al mando, David Galanter, apareció, y el aroma del café moka, con azúcar y sin crema, llegó con él con una seguridad inexorable.
El capitán aceptó la taza de porcelana.
—Dave —dijo—, algún día será usted un jefe de camareros bueno como el diablo. Nos retiraremos todos y abriremos un restaurante griego en el este de Los Ángeles. El almirante Harper podría ser el
maitre
:… Annalise puede cocinar…
La comandante de ala Annalise Drumm abandonó su ensimismamiento en el funcionamiento del portaaviones y lo miró.
—¿Tendré el desayuno gratis?
—Pulpitos escalfados con tostadas de trigo entero, nuestra especialidad.
Ella le sonrió y puso los ojos en blanco.
—Pasado un tiempo podríamos reemplazar los pulpitos por esas pequeñas gomas de borrar rosadas que vienen en los lápices de la Armada. Nadie distinguiría la diferencia.
—Probablemente conseguiríamos una crónica en el Connoisseur. ¿Qué ha sido ese pitido?
—Lo siento, señor, un momento. Compton, compruebe eso.
El capitán se acercó más, forzando la vista.
—Ha desaparecido. ¿Qué era?
Galanter sacudió la cabeza y frunció el entrecejo.
—No lo sé, señor. Todas las estaciones, verifiquen la totalidad del área.
En el puente se operó un cambio muy sutil. Los miembros de la tripulación, perfectamente entrenados, entraron en acción de una forma tan fluida que la serie de operaciones que realizaron apenas fue distinguible de un comportamiento habitual.
Luego, el oficial de radar habló con calma.
—Recibo seis señales, capitán… corrección: siete señales. Parecen ser cazabombarderos.
—¿Cazabombarderos de dónde? Annalise, ¿tiene maquinaria en el aire de la que yo no esté enterado?
Annalise se pegó a él ante el monitor, celosa de pronto de su espacio aéreo.
—No, señor, todos los alas fijas se encuentran aquí.
Las cejas del capitán se aproximaron la una a la otra.
—Y el
Dwight Eisenhower
está a tres mil millas de aquí. Obtenga la identificación, Compton.
—Parecen ser siete MiG, señor. El radar los identifica como de configuración MiG-33 B, versión naval.
—¿Estamos siendo atacados?
—No, señor. No llevan activado el radar de misiles. —¿Qué están haciendo aquí unos MiG-33 B? ¿Qué ha sucedido? ¿Quién habla ruso?
—Yo, señor —respondió Compton sin apartar los ojos de la pantalla.
El capitán no vaciló.
—Contacte con ellos y averigüe qué sucede.
—Uh, sí, señor. —Habló por el equipo de comunicaciones en ruso, y al cabo de segundos contestó—: Capitán, la escuadrilla soviética solicita permiso para aterrizar en nuestra pista. Dicen que están quedándose sin combustible. Recibo muy mal. Están muy nerviosos.
La comandante Drumm y el segundo se pegaron al capitán mientras él fruncía el entrecejo y murmuraba:
—¿Siete MiG-33 B quieren aterrizar en un portaaviones de Estados Unidos? Tiene que existir alguna jodida razón. Creo que en este caso será mejor que no esperemos la nota de mamá.
Galanter asintió con un cauteloso movimiento de cabeza. —Quedarse sin combustible es quedarse sin combustible. El capitán miró los paneles de situación.
—Dígale a la escuadrilla soviética que arroje todos sus misiles y bombas y vacíe por completo sus cañones y ametralladoras. Annalise, que despeguen de inmediato cuatro
Tomcats
para escoltarlos hasta aquí.
—Sí, capitán.
Se lanzó hacia el exterior a una velocidad tal que casi no advirtieron que salía hasta que estuvo fuera.
Pero el capitán lo sabía… ni siquiera se molestó en mirar.
—Alerta general.
La voz de Galanter se hizo rígida.
—Sí, señor. Contramaestre, ordene alerta general.
—Alerta general, sí, señor.
El contramaestre se encaminó hacia su intercomunicador, hizo que una sirena de alerta recorriera toda la embarcación y con engañosa calma envió una orden a los dos mil compartimentos estancos del portaaviones.
—Alerta general. Alerta general. Todos a sus puestos de combate. Esto no es un ejercicio. Todos a sus puestos de combate. Esto no es un ejercicio.
El capitán Ruszkowski ni siquiera aguardó a que acabara de trasmitirse el mensaje porque duraría varios minutos. Por toda la nave, miles de hombres y mujeres corrían hacia sus puestos, a todos hirviéndoles la sangre con la emoción que de forma inevitable se siente al oír esas palabras por el intercomunicador. Por muy desagradable o peligroso que fuese, siempre se experimentaba esa emoción. Eso era parte esencial de los ritos mágicos que hacían funcionar las cosas en un navío militar.
Ruszkowski esperó sólo unos segundos más hasta oír el claro sonido producido por los F-14 que despegaban de la pista de cubierta en una sucesión tan rápida que resultaba atemorizadora. Era un sonido tranquilizador, y el capitán comenzó a respirar nuevamente.