Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Un poco tiempo antes no habría sabido qué significaba esa expresión,
Oíd Hag.
Ahora estaba apuntada con letra diminuta en su cuaderno y era un matiz del idioma y también una contraseña, porque así era como llamaba Judith a la que decía llamarse Madame Mathilde, la dueña o anfitriona del chalet al fondo de un jardín hacia el final de la calle O'Donnell, quien los recibía siempre con una ficción de solemne reserva y hospitalidad distinguida, como si en vez de una casa de citas regentara un salón literario y artístico. En el cuaderno estaba la fecha y el lugar y en muchos casos hasta la hora de cada una de las veces que había estada con Judith, con alguna palabra clave que aludía a algún rasgo específico de cada encuentro. En las mismas páginas había notas de sus citas de trabajo, observaciones técnicas, bocetos de pormenores arquitectónicos que había visto o imaginado: pero él distinguía, dueño único de su código secreto, archivero tenaz.
Dejándote papelitos en todas partes y yo encontrándolos sin querer cuando te revisaba los bolsillos de los pantalones o de la chaqueta antes de mandarlos al tinte.
Olvidar era un despilfarro, un lujo que él no podía permitirse. Olvidar era como no fijarse bien en Judith cuando estaba con ella, no esforzarse en fijar en la memoria esos rasgos que lo enamoraban y lo excitaban tanto y sin embargo luego no sabía invocar, aun con el auxilio de las fotografías. Cuál era de verdad el color de sus ojos, la forma exacta de su barbilla, cómo sonaba su voz, cómo eran las dos líneas que se formaban a los lados de su boca cuando se reía. Dejaba de verla durante unos días y a pesar de las cartas y las llamadas de teléfono la distancia tan breve lo arrasaba todo; de modo que verla de nuevo era siempre una revelación, y la expectativa resultaba tan dolorosa, tan llena de suspenso, que no parecía que la presencia real pudiera estar a la altura de lo que se había deseado tanto, o que la ansiedad por la recompensa de una espera tan larga no malograra su disfrute. Verla desnuda le quitaba el aliento. Cada vez que besaba su boca golosamente abierta lo traspasaba el mismo relámpago de deseo y asombro que la primera noche en el bar del Florida, la lengua impúdica de ella buscando la suya. Pero el sediento no saborea los primeros sorbos del agua en los labios secos, no se detiene a apreciar la forma del vaso ni el modo en que la luz atraviesa el cristal. Él podía estar distraído por algo, ella nerviosa, desmejorada por una noche de mal sueño, aturdida por el ruido que los rodeaba en un café, íntimamente vejada por tener que encontrarse con su amante en esa habitación mercenaria, con un bidet medio escondido tras un biombo de una vulgaridad mustia, con un olor a desinfectante agravado por el perfume de rosas que intentaba disimularlo, esparcido por Madame Mathilde apretando una pera de goma roja con una borla adherida al frasco, mientras sostenía en la otra un cigarrillo. En casa de Madame Mathilde se oían los pájaros del jardín, las campanillas de los tranvías, algún rumor o una risa o un gemido en alguna habitación contigua. Otros amantes se habrían mirado en ese espejo ligeramente turbio, de marco dorado y desconchado, que había enfrente de la cama. A Judith le producía una sensación de desagrado el roce de las sábanas contra su piel desnuda; las sábanas limpias pero muy ajadas, lavadas muchas veces, muchas veces humedecidas por sudores o secreciones de cuerpos idénticos a los suyos en su anonimato, en un impulso genérico de apareamiento que borraba cualquier singularidad, cualquier tentación de romanticismo.
Encuentros reducidos a garabatos crípticos: M. Mat. Vier.7.6.30; entradas de cine guardadas entre las páginas del cuaderno que aludían a una tarde precisa, la mano certera y delicada de Judith avanzando en la penumbra hacia su bragueta, Clark Gable navegando en un velero por un mar tan ficticio como su camiseta de marino; programas de mano de películas que no recordaba haber visto; mensajes escritos en cuartillas con membretes de hoteles, en el papel de la Residencia de Estudiantes, en el de la oficina técnica de la Ciudad Universitaria; la arqueología breve del pasado común, su rastro cronológico establecido por matasellos y fechas de encabezamiento, el largo río sinuoso de palabras que era el reflejo y la prolongación de las conversaciones reales, las disipadas en el aire, las que empezaban a borrarse nada más sucedidas. El tiempo de estar juntos era siempre demasiado breve; demasiado angustioso para tener plena conciencia de lo que estaban viviendo; lo restituían, le daban forma en el recuerdo y en las cartas. Sobres estrechos de color azul claro que Judith había comprado en una papelería de París; cuartillas de un azul más atenuado cubiertas por las dos caras con una letra grande de rasgos enérgicos, soliviantada por la prisa y por una disposición de audacia, las líneas curvándose como caracteres chinos, preservando el impulso del gesto que las había trazado. La inminencia de una carta tenía algo del magnetismo de la llegada de Judith, como estar esperándola con los ojos fijos en la puerta del café en el que aparecería su silueta y verla de pronto sin haber asistido a su aproximación, por culpa de un parpadeo, de una distracción momentánea. Que hubiera de nuevo huelga general cuando volvieron de la costa de Cádiz y sólo circularan camionetas de guardias de Asalto por las calles vacías era sobre todo un contratiempo porque impediría la llegada de una carta de ella. A la hora de la mañana en que sabía que el ordenanza empezaba a repartir la correspondencia Ignacio Abel ya estaba alerta, levantando de vez en cuando los ojos de los papeles de su escritorio o de su tablero de dibujo, asomándose al corredor entre las máquinas de escribir, en la sala de la ciudad utópica, de la gran maqueta del campus todavía futuro. Qué prodigio, que entre tantos millares de cartas la de Judith no se perdiera, que estuviera viniendo hacia él escondida entre las otras, pero visible para el ojo adiestrado para distinguirla, el filo azulado, el ordenanza ajeno al valioso don que traía sosteniendo la bandeja como un camarero en un festín, solemne, moviéndose con una calma administrativa, la que correspondía a su vocación precoz de funcionario y a su chaqueta galonada. Si estaba solo en la oficina Ignacio Abel cerraba la puerta de cristal escarchado que sólo su secretaria tenía autorización para abrir sin llamar primero; si había alguien con él o tenía una llamada urgente se guardaba la carta en el bolsillo, o en el cajón del escritorio, reservándola para un poco más tarde, habiendo tocado ya su superficie, palpado su grosor, el tacto grato de muchas hojas dobladas, cediendo a la presión de los dedos con una promesa de deleite seguro. Las palabras que no habían tenido tiempo de decir en la última conversación o las que se habían perdido en la fugacidad de las voces telefónicas ahora él las poseía sin incertidumbre y también sin prisa, como hubiera querido estar alguna vez con ella misma, complaciéndose en la lentitud, desabotonando, desatando; quitándole cada prenda igual que abría con cuidado el sobre y sacaba de él las cuartillas dobladas, que olían a ella no porque les hubiera puesto una gota de su colonia sino porque el olor de ese papel no se parecía al de ningún otro y estaba sólo vinculado a ella. Pero también a veces la impaciencia era demasiado poderosa: rasgaba el sobre, y luego tenía que esforzarse para recomponerlo, para guardar en él justo esa carta, que no podría estar en ningún otro, que pertenecía a un día preciso, visible en el matasellos, a una cierta hora, a un estado de ánimo particular, que agitaba o apaciguaba la letra como una brisa más o menos fuerte la superficie de un lago. Los minutos del encuentro pasaban, abreviados por el nerviosismo del principio, por la rapidez con que se iba imponiendo la proximidad del final; en la carta el tiempo estaba preservado; la conversación fantasma del papel y la tinta traslucía un sosiego que era el único alimento de la ausencia, su calmante efectivo, cuando la carta había sido leída las primeras dos veces, doblada para introducirla en el sobre, para que cupiera bien en el bolsillo interior de la americana. El momento huía y no era posible recobrarlo; para buscar su repetición aproximada habría que esperar varios días; la carta estaba siempre allí, dócil a la indagación de los dedos, a la intensidad de la mirada, capaz incluso de ser confiada a la memoria, sin ningún esfuerzo, al cabo de unas cuantas lecturas.
Iba por el pasillo y aunque no quisiera mirar veía tu chaqueta colgada en el perchero y la punta del sobre asomando por el bolsillo qué trabajo te habría costado dejarte sus cartas en la oficina si ella te las mandaba allí pero se ve que no querías separarte ni un momento de ellas.
El alimento era más bien una sustancia adictiva; nicotina de tinta; opio de palabras, alcohol que iba embriagando despacio, desdibujando las formas del mundo exterior. ¿Qué haría si de pronto las cartas cesaban? Si Judith se cansaba de lo que los dos tardaron tanto en atreverse a nombrar (pero fue ella y no él quien se atrevió): de ser la amante de un hombre casado; si encontraba a otro hombre, más joven y más accesible, con el que no fuera necesario mantener una clandestinidad que a Judith, en el fondo, le parecía vergonzosa; si decidía que ya era tiempo de regresar a América o de continuar un viaje europeo que en realidad no había completado, una educación en la que no contaba que estuvieran incluidas las habilidades necesarias para sostener un adulterio ranciamente español (pero él nunca le preguntaba por sus planes: parecía que contaba con que ella estaría siempre cerca, disponible, extinguiéndose provisionalmente cuando se separaba de él, volviendo a existir en el momento en que él abría la puerta de la habitación alquilada por horas y la encontraba en el salón junto a la cama, desplegada y carnal como una flor magnífica).
Desde muy joven su vocación de explicarse había sido tan poderosa como su deseo de aprender. Escribiendo cartas ejercía luminosamente un talento que no había encontrado su cauce verdadero hasta entonces, ni en los empeños literarios que no mostraba a nadie ni en sus cuadernos de diarios, ni tampoco en las crónicas que enviaba a aquel periódico de Brooklyn en el que siempre le pedían más análisis políticos y menos observaciones sobre la vida cotidiana de la gente en España. Escribiendo cartas sentía la exaltación nueva de tener un interlocutor con el que no habría malentendidos porque su inteligencia era un desafío y un halago para la suya y porque en el fondo los dos se parecían mucho, tanto que no habían tardado más de unos minutos en reconocerse. Todo era memorable y nuevo y merecía ser celebrado; ir por Madrid le producía una euforia semejante a la de caminar por Manhattan más allá de los límites de su barrio o a la de leer en voz alta a Walt Whitman; explicarle en una carta a ese hombre al que muy poco antes no conocía las ambiciones más secretas de su vida y los matices de la pasión sexual a la que parecía que hubieran despertado juntos era en sí misma una experiencia soberana, transida de sensualidad: volaba su mano sobre el papel, fluía la tinta de la pluma formando volutas de palabras en las que su voluntad casi no intervenía, palabras brotadas del recuerdo de algo sucedido apenas unas horas antes y del deseo que renacía en la invocación, igual que algunas veces en alguna caricia distraída que los hacía regresar inesperadamente del límite del agotamiento (el libro intuido estaba de algún modo también en aquellas cartas; el libro estaba en todo lo que hacía, y sin embargo se le escapaba cuando se ponía conscientemente a buscarlo, cuando se quedaba detenida delante de la máquina buscando una primera palabra que lo desatara todo, esperándola). Se contaban lo que habían hecho y lo que habían sentido y anticipaban lo que harían cuando volvieran a encontrarse, lo que no se habían atrevido a sugerir o a solicitar en voz alta, aun usando las palabras del otro idioma que amortiguaban la obscenidad y al mismo tiempo acentuaban su efecto. La carta era una confesión y un relato del deseo y también una forma descarada de provocarlo en el otro; haz mientras estás leyendo lo que yo imagino que te hago; que tu mano se mueva guiada por la mía, que sea mi mano la que está acariciándote aunque no estés conmigo. Qué raro que tardaran tanto en cobrar conciencia del peligro; en descubrir que había un precio y un daño y que no había remedio para la afrenta una vez cometida. Cada palabra una injuria; el hilo de tinta un rastro de veneno.
—¿Dónde guardas las cartas? —Ya me lo has preguntado otras veces: en el cajón de mi escritorio. —¿En tu casa o en la oficina? —Donde las tenga más cerca. —Tu mujer puede encontrarlas. —Lo cierro siempre con llave. —Un día se te olvidará. —Adela nunca mira en mis papeles. Ni siquiera entra en mi despacho. —Qué raro que hayas dicho su nombre. —No me había dado cuenta de que no lo dijera. —No te das cuenta de muchas cosas. Di otra vez el nombre de tu mujer. —Mi mujer eres tú.
—Cuando te hayas divorciado y te cases conmigo. Mientras tanto tu mujer es Adela.
—Tú tampoco dices nunca su nombre.
—Prométeme una cosa: quema mis cartas; o guárdalas en tu oficina, en tu caja fuerte. Pero por favor no las tengas en tu casa.
—No la llames mi casa.
—No hay otra manera de llamarla.
—No quiero separarme de tus cartas. No quemaría ni una de ellas, ni una postal, ni una entrada de cine.
—¿Guardas también las entradas de cine?
—Por fin te veo reírte esta tarde.
—No quiero que ella pueda leer todas las cosas que te he escrito. Me da vergüenza. Me da miedo.
—Siempre llevo la llave conmigo.
—Cuando sospeche algo saltará la cerradura. No hará falta. Tirará del cajón y ese día tú te habrás olvidado de cerrarlo.
—La conozco muy bien: no sospecha nada.
—No la conoces. Te pregunto cosas sobre ella y no sabes contestarme. Te pones incómodo.
—Ella está en su mundo y nosotros en el nuestro. Siempre dijimos que había una barrera entre los dos.
—Fuiste tú quien lo dijo.
—Nos bastaba lo que teníamos.
—Sólo por un tiempo. Ahora te basta a ti.
—Sabes que quiero vivir siempre contigo.
—Sé que me lo dices. También sé lo que no haces.
—Voy a irme a América contigo después del verano.
—¿De verdad se lo has dicho ya a tu mujer y a tus hijos?
—Tú sabes que sí.
—Porque tú me lo has dicho. ¿Y si me estás mintiendo?
—Ya no te fías de mí.
—Voy conociendo tu voz, la manera en que miras cuando algo te incomoda. Veo tu cara ahora mismo. Veo que no quieres seguir esta conversación.
—Voy a irme contigo a América.