Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Dos horas más tarde, hacia las seis, la vieron bajar de un tren en la estación del pueblo al otro lado de la Sierra en el que veraneaba la familia. El cielo estaba igual de encapotado que en Madrid pero el calor no agobiaba tanto. Al jefe de estación, que la conocía desde que era niño, le extrañó verla vestida tan de ciudad, pero más todavía verla sola, y sin ninguna maleta, con aquellos zapatos de tacón sobre los que le sería tan difícil avanzar por el atajo que cruzaba de la estación hasta el camino de su casa, que se adentraba pronto en los pinares a la salida del pueblo. También debieron de verla algunos de los hombres que jugaban las cartas y bebían vino en la cantina, los que se quedaban callados un momento y miraban por la ventana cada vez que llegaba algún tren. Aunque hacía calor no habían empezado a llegar las familias de veraneantes. La vieron alejarse por el sendero estrecho entre las matas de jara —ahora recién florecidas, con pistilos amarillos entre los pétalos blancos y hojas de un brillo pegajoso—, manteniendo con dificultad la regularidad de sus pasos sobre la tierra áspera y los guijarros menudos. Debieron de suponer que había venido para inspeccionar la casa antes de que se trasladara a ella la familia, aunque era raro que viniese sola, sin las criadas que solían ayudarla, y vestida de aquella manera tan formal. Pero se detuvo quizás un momento delante de la verja y no llegó a entrar. O si entró volvió a salir muy pronto y dejándolo todo como estaba, sin abrir siquiera los postigos, como si hubiera decidido que no tocaría nada, que no alteraría la quietud de las cosas guardadas en la oscuridad durante todo el invierno.
Continuó por el camino cansada de los tacones, muy digna todavía, con su sombrero de ciudad y su bolso bien apretado en la mano, aunque después se vio que no llevaba casi nada dentro de él, aparte del monedero, vacío después de la limosna para el ciego del violín y el importe del taxi, sólo el billete de tren casi deshecho por el agua, aunque no tanto que no pudiera verse que había comprado sólo un billete de ida. El camino ascendía suavemente hacia el oeste, hacia las lomas de pinos y encinas y las dehesas separadas entre sí por muros bajos de piedra en las que pastaban las vacas. Era el mismo camino hacia la presa que habían seguido desde que sus hijos eran pequeños. Por las mañanas, después del desayuno, o cuando habían terminado la siesta y el calor empezaba a suavizarse, aunque a aquella altura era raro que no soplara al menos un poco de brisa. Los niños primero de la mano, luego, año tras año, corriendo por delante de ellos, impacientes por llegar a la presa y tirarse al agua transparente y helada, detenidos en apariencia en la duración estática de los veraneos y sin embargo alejándose de la infancia a una velocidad que ahora era increíble no haber advertido. Y ellos, Ignacio Abel y Adela, vigilándolos cada vez más desde lejos, cada verano más expertos en la tarea de pasar mucho tiempo juntos sin hablar demasiado, sin salir cada uno de sus pensamientos, conversando de una manera impersonal sobre cosas neutras, llevando la cesta de mimbre con la merienda, las sillas plegables para sentarse a la orilla, a la sombra de los pinos, dormitando mientras los niños chapoteaban en el agua o se zambullían saltando desde el ancho muro de contención hacia la parte más profunda. Los niños ya eran mayores, y nadaban y se sumergían y surgían saltando entre chorros de espuma brillantes y veloces como delfines, pero Adela había seguido yendo a la presa con ellos cada día del verano, hasta que a principios de septiembre, cuando ya eran más cortos los días y se acercaba tristemente el regreso a Madrid, el agua ya estaba tan helada que dolía el cuerpo entero nada más entrar en ella. No recordaba cuándo fue el último verano que su marido los acompañó regularmente en aquellas excursiones. Cada año tenía más obligaciones en Madrid, y si llegaba al pueblo el sábado por la mañana se volvía el domingo por la tarde. Diligente, a pesar del calor, como si se hubiera desprendido de una parte del peso que la hacía caminar cada vez más despacio en los últimos años, Adela seguía el sendero cada vez más desdibujado entre los pinos, complacida en el olor de la resina, en la perduración serena de las cosas, indiferentes a los sobresaltos de las presencias humanas, enajenada y a la vez completamente dueña de sí misma, por fin armada de un propósito, apretando el bolso en el que sólo había un billete de ida y un monedero vacío como esas mujeres que avanzaban con tanta decisión por las aceras de Madrid. El aire de la Sierra la sumergía en su dulzura de rememoraciones, en oleadas cálidas de veranos que se remontaban más allá de la niñez de sus hijos hasta la lejanía de su propia infancia. Llegó a la presa y le pareció que la profundidad del agua inmóvil hacía más denso el silencio. En la superficie lisa se reflejaba el cielo gris claro más allá del arco sombrío de las copas de los pinos. Por un momento temió no estar sola: pero no había nadie en las ventanas sin postigos del edificio abandonado donde estuvieron las turbinas de la central eléctrica. Hacia el sur, más allá del límite de la bruma, estaba Madrid. Hacia el oeste distinguió entre las rocas y los encinares las siluetas esfumadas de las cúpulas de El Escorial. Ni un solo pormenor había cambiado en el paisaje de líneas tenues y manchas apagadas de color que había estado mirando desde niña. Dio unos pasos por el muro de contención y se quedó quieta en el filo del agua, mirando sin melancolía su reflejo, sus rodillas gruesas, las caderas ensanchadas, el vestido claro que nunca había sabido llevar con elegancia, el sombrero. Cerró los ojos y no dio un salto para tirarse al agua, sólo un paso más, en el vacío, apretando el bolso entre las manos, como si temiera perderlo.
Nada más verla sentada en la mesa de siempre al fondo del café comprendió que su cara ya no era la misma, que sus ojos no iban a mirarlo de la misma manera. Judith no advirtió que él había llegado. No había estado atenta, como otras veces, impaciente, la mirada fija en la claridad que venía de la entrada y se debilitaba en penumbra hacia los rincones donde ellos solían refugiarse, incapaz de hacer caso al periódico o al libro o a los papeles que tenía delante. Era ella quien había propuesto que se encontraran en el café: la idea de ir esa mañana a casa de Madame Mathilde le producía repulsión física. No levantó la cabeza aunque debió de oír la puerta de cristales abriéndose en el café casi vacío. No estaba leyendo el libro abierto que tenía en las manos. Fumaba, lo que era muy raro en ella a esa hora. No había tocado el café con leche que tenía delante, y que ya no humeaba cuando IgnacioAbel se acercó a la mesa. Por un instante doloroso fue una extraña: una mujer a la que no reconocería cuando levantara la cabeza, ante la que murmuraría una disculpa por haberla confundido con otra. Antes de que Judith alzara por fin los ojos Ignacio Abel tuvo tiempo de verse en el espejo que había detrás del diván rojo donde ella estaba sentada. Tampoco su cara era ya la misma, y no sólo porque no hubiera dormido nada la noche anterior, que había pasado casi entera en el corredor del sanatorio, sentado delante de una puerta cerrada detrás de la cual no distinguía ningún sonido por mucha atención que prestara. Daba vueltas por el corredor, desierto a esas horas, esperando, oyendo rumores de voces, vagas quejas de enfermos emitidas en sueños. Algunas veces la puerta de la habitación se abrió para dejar paso a una enfermera, que cerraba en seguida, nada más salir, para asegurarse de que él no entraba, o al médico de expresión sombría que al principio no le había dado ninguna esperanza y sólo mucho más tarde, ya amaneciendo, le dijo que la paciente había respondido al tratamiento de reanimación. Probablemente, aunque todavía era pronto para afirmarlo con seguridad, se recuperaría sin que le quedaran secuelas. En ningún momento el médico preguntó qué había ocurrido: ni siquiera dijo la palabra accidente. Sólo miraba con un aire de reserva que tal vez escondía una acusación, la misma que brillaba en los ojos fatigados de la enfermera, la sugerida por el modo tajante con que cerraban la puerta sin dejar que se asomara, que se acercara a ella. En medio del silencio Ignacio Abel creyó oír arcadas muy fuertes, ruidos guturales que luego le parecieron, en la extrañeza de la noche sin sueño en un corredor de azulejos sanitarios y puertas numeradas bajo la luz eléctrica, producto de su imaginación. Pero al cabo de unos minutos salió la enfermera llevando un cubo medio lleno de algo que parecía agua sucia y olía a cañería y a vómito y un aparato clínico terminado en un tubo de goma negra.
—El doctor le ha inyectado un calmante. Ahora lo que necesita es descansar.
—¿Cuándo me dejarán verla?
—Eso se lo pregunta usted al doctor.
La claridad del día ya inundaba las ventanas cuando le permitieron entrar en la habitación. No sin sorpresa se encontró frente al hermano de Adela, que montaba guardia junto a la cabecera de la cama, muy pálido, las pupilas brillantes, los párpados enrojecidos, las quijadas más descarnadas que nunca, oscuras de barba, la expresión reprobadora, la mirada fija en él y acusándolo de algo, tal vez no una falta concreta que hubiera causado la desgracia de su hermana (el accidente, decidieron llamarla) sino de una vileza general, anterior a los pormenores más o menos censurables de su comportamiento, una condición maléfica que él, el hermano pequeño y sin embargo protector, desde muy joven había estado esperando que se manifestara, desde que el pretendiente improbable se insinuó en la vida deAdela. De modo que el médico y la enfermera estaban confabulados con él.
—Tendrás que explicarme cómo has hecho para que no me dejaran entrar.
—Tú eres el que tienes que explicarme esto.
Señaló a su hermana, dormida, bajo el efecto de los sedantes, la cara ancha casi gris por contraste con la blancura del embozo, más pálida aún en la habitación que se llenaba con la primera claridad dorada del día. Tenía la boca abierta y los labios hinchados, con un tinte violáceo. El pelo todavía húmedo se esparcía desordenado y canoso encima de la almohada. Ignacio Abel permaneció callado, igual que la noche anterior en el teléfono, cuando Víctor empezó a acusarlo de algo que no sabía lo que era sin explicarle qué le había sucedido a Adela y dónde estaba.
—Tú tienes la culpa. A mí no me engañas.
—La culpa de qué.
—Mi hermana ha estado a punto de ahogarse.
Pensó, hipnotizado por un acceso de frío y de náuseas, el sudor de la noche irrespirable de junio quedándose frío en su espalda y en la mano que sostenía el teléfono: sabe lo que ha ocurrido; sabe que Adela encontró las cartas y las fotos. Pero eso era imposible, comprendió un poco después, al enterarse de que ella estaba inconsciente en una habitación del sanatorio para tuberculosos. El guarda de la central eléctrica abandonada, que hacía su ronda hacia esa hora de la tarde, oyó que un cuerpo caía al agua y se asomó a la ventana. No vio a nadie, al principio: sólo la ondulación que se expandía sobre la superficie casi siempre inmóvil. Alguien o algo, tal vez un animal que se inclinaba para beber, había caído al agua muy profunda, pero era muy raro que no manoteara para subir a la superficie. Bajó corriendo a la orilla, cerca de donde afloraba una hilera vertical de burbujas. Un sol neblinoso de media tarde traspasaba oblicuamente las capas intermedias del agua: vio a la mujer hundiéndose, o ya hundida hasta el fondo y empezando a ascender y quedando suspendida y como atrapada en la vegetación subacuática, el pelo flotando como una maraña de algas, los brazos inmóviles a lo largo del cuerpo. Saltó al agua, intentó alzarla hacia la superficie, pero pesaba mucho y parecía que tiraba de él hacia abajo, que luchaba no para apoyarse en él sino resistiéndose a ser salvada. «Podíamos habernos ahogado los dos», contó luego, en la cantina de la estación, a los mismos hombres que habían visto a Adela caminar por el andén a la hora más calurosa y deshabitada de la tarde, con su bolso y sus guantes, con su pequeño sombrero torcido, con su ropa de ciudad, avanzando torpemente sobre sus zapatos de tacón. Al principio el guarda no supo quién era, no reconoció a la mujer a la que había conocido hacía muchos veranos: la cara amoratada, los ojos cerrados, el pelo pegado y chorreante. Salió al camino sin saber qué haría y de puro milagro vio venir la camioneta de los guardas forestales. El único lugar cercano donde podrían atenderla era el sanatorio antituberculoso. Un médico vinculado a la familia la había reconocido cuando vio entrar la camilla: un médico que había tratado a Víctor en uno de sus períodos de reposo y que tenía cierta amistad con él, quizás alguna conexión falangista, pensó Ignacio Abel, observando con recelo su aire un poco chulesco, casi de desafío, imaginando una camisa azul bajo la bata blanca.
El timbre del teléfono había estallado la noche anterior sobre la mesa del despacho donde él aún permanecía de pie, mirando el cajón abierto y el desastre de los papeles y las fotos en el suelo, sin inclinarse todavía para recoger nada. Lo dejó que sonara sin levantar el auricular, imaginando cobardemente que sería Adela quien llamara, tal vez desde la casa de sus padres, digna y vengativa, la voz temblándole, atragantada por las lágrimas de su definitiva humillación. Fue Lita quien cogió el teléfono del pasillo, quien abrió la puerta (Miguel estaba allí, con el cuaderno de ejercicios) y vio a su padre de pie, muy pálido, con una expresión desconcertante de impotencia, como si hubiera descubierto un robo al entrar en el despacho, una súbita catástrofe natural que lo hubiera trastocado todo. Desde dondequiera que llamara esa noche el hermano guardián se reservaba el privilegio de no contestar ciertas preguntas: dónde habían encontrado a Adela, quién, por qué estaba en ese sanatorio. «Está entre la vida y la muerte. Si le pasa algo a mi hermana te hago responsable y tendrás que responder ante mí.» La forzada jactancia, la mala literatura, el caballero andante protector de la honra de su hermana, vengador de sus agravios, la coraza de acero debajo de la camisa azul despechugada, o viceversa, el pecho hinchado, débil a pesar de la chulería y el ejercicio físico, la coraza reluciente al sol. Las cartas y las fotos seguían esparcidas por el suelo, el cajón volcado, derramando su contenido de dulces palabras súbitamente transmutadas en veneno. La realidad de unos minutos antes pertenecía ahora a una época remota. Ignacio Abel apretaba con fuerza el auricular repitiendo preguntas que su hermano político no contestaba y el sudor de la mano hacía que se le resbalara. De la calle venía una musiquilla de verbena, una de tantas verbenas del comienzo del verano en Madrid, a las que Judith se había hecho muy aficionada (sólo unos días antes la había llevado a la verbena de San Antonio; había cumplido por fin la antigua promesa de enseñarle de cerca los frescos de Goya en la cúpula de la ermita; la había estrechado contra él y le había besado la boca abierta aprovechando un hueco de penumbra). £1 sudor le empapaba la camisa y se quedaba frío en mitad de la espalda. Alzó los ojos y Miguel y Lita estaban en la puerta del despacho, mirando con alarma y recelo a su padre, como si también ellos supieran y acusaran, cómplices de la vigilancia de su tío, reparando en el desorden de papeles y de fotos que había por el suelo, cada uno de aquellos dones (los sobres azulados, la caligrafía reconocida como una sonrisa a lo lejos, el alivio de una fotografía que lo consolaba de no estar con ella y no acordarse de su cara) convertido en parte de una infección que ya había abatido a Adela no sabía cómo ni dónde y que tal vez dañaría irreparablemente toda su vida futura, enfrentándolo al vértigo de las consecuencias letales de sus actos. «Dónde está», repitió, temiendo que los chicos pudieran enterarse de algo, «desde dónde me llamas». La línea parecía haberse cortado: pero Víctor seguía allí, callando, sometiéndolo a sus propias normas temporales, el principio del castigo que sin la menor duda caería sobre él, con más crudeza porque ni siquiera lo había anticipado. Había preferido creer que su impunidad sería ilimitada y que entre el mundo en el que estaba con Adela y sus hijos y el que compartía con Judith habría siempre una separación tan radical como la de esos universos paralelos y simultáneos sobre los que especulaban los científicos. Ahora presenciaba atónito la magnitud del desastre sin aceptar del todo que hubiera sucedido, como una inundación o un hundimiento causado por un terremoto, una calamidad que nadie sabe prever, incluir luego en el orden de las cosas reales.