Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Si ella hubiera podido estudiar; si hubiera tenido una parte mínima de las ventajas que aguardaban a su propia hija, las que ya resplandecían en ella, con sólo catorce años; o si hubiera tenido el coraje de ir de un lado para otro vendiendo y comprando cosas y amueblando y alquilando pisos, como Zenobia Camprubí, sin que le importara la opinión de los demás, la censura de su propia familia. ¿Cuántas veces le había dicho Zenobia que por qué no le ayudaba en su tienda de artesanía popular? Ganaría algo de dinero, escaparía del tedio de los trabajos domésticos, ahora que los niños ya no necesitaban su presencia constante. Claro que hubiera querido, pero jamás iba a atreverse. Que su hijo no fuera muy brillante, o muy aplicado, no la preocupaba. Los hombres acababan encontrando su lugar en la vida. Pero la niña, Lita, ella era la que importaba que estudiara, que supiera desenvolverse en público, nunca paralizada por la timidez de su madre, nunca sumisa de antemano no ya a las órdenes expresas y ni siquiera a las miradas de censura sino incluso a los deseos no formulados de otros, a la necesidad enfermiza de despertar agrado mediante la obediencia, de saber lo que otras personas pensaban de ella. Cómo admiraba la tajante capacidad de su marido para prestar atención a las opiniones ajenas sólo en la medida en que a él le convenía. Lo había visto solicitar, halagar, incluso, en algún momento, rebajarse hasta un punto que para ella había sido incómodo de observar. Un hombre con tan alto concepto de sí mismo no podía reconocer que había actuado con hipocresía: de modo que le era preciso creerse sus propias mentiras mientras las contaba y olvidarse cuanto antes de que las había dicho. Ella no lo juzgaba. Si percibía esas flaquezas era por la atención sin descanso que el amor la impulsaba a prestarle. Le dio consuelo en períodos de incertidumbre, se quedó despierta junto a él cuando se despertaba porque no podía dormir, angustiado por la espera de una decisión que tardaba demasiado en llegar. Nadie más que ella sabía lo impúdicamente que Ignacio Abel había ansiado el nombramiento, hacia el que bien pronto manifestaría delante de los demás un educado escepticismo, el desaliento del ilustrado español ante la tarea ingente de fortalecer el bien público. El idealismo generoso podía no ser incompatible con la vanidad. Pero lo más deseado se convertía al cabo de no mucho tiempo en una carga: la trampa que uno construye voluntariosamente y en la que luego cae y queda atrapado. El ansia, brevemente apaciguada por el logro de lo que parecía haberla excitado, revivía como el microbio de una enfermedad que ha de transmutarse para seguir actuando en un medio distinto. Un hombre tenía ante sí tal abundancia de posibilidades que cualquier ambición que eligiera quedaría socavadapor la conciencia de las que había descartado. Él siempre tenía que estar deseando algo: su entusiasmo y su decepción seguían veloces cursos paralelos. Por trabajar en la Ciudad Universitaria había descuidado su propia carrera de arquitecto: las obras que no hacía o las que postergaba eran oportunidades perdidas que alimentaban su ansia y no le dejaban disfrutar de lo que verdaderamente estaba haciendo. La buena vida que tenía, lo logrado con tanto esfuerzo, a lo largo de tantos años, era sobre todo el reverso tangible de las otras vidas que hubiera podido conocer. De eso tenía miedo Adela, desde siempre, no de la tentación de otras mujeres sino del ansia, la queja sorda disfrazada de insatisfacción consigo mismo, el deseo de cosas que le importaban sobre todo porque no las tenía, o porque las tenían otros que no eran mejores que él, de lugares cuyo mayor atractivo era que él no había estado en ellos. Miraba en las revistas edificios que habían proyectado otros colegas, y que hubiera podido hacer él, de no encontrarse empantanado en las obras sin fin de la Ciudad Universitaria; lo habían invitado a diseñar aquella biblioteca en los Estados Unidos y ni siquiera eso apaciguaba el disgusto: quizás no era un encargo internacional tan importante como los que recibían Lacasa o Sánchez Arcas o Sert, siendo más jóvenes que él; quizás la confirmación no llegaba, o el gobierno no le autorizaba la licencia para marcharse un año entero; quizás prefería 410 llevar con él a su familia, y aún no se había decidido a decirlo, y por eso cambiaba de conversación cuando los chicos le preguntaban por el viaje y eludía la mirada de ella. Pero siempre la estaba eludiendo: no la miraba a los ojos, y si lo hacía era por un instante incómodo y no llegaba a verla. Nada de lo que buscaba podía dárselo ella. De lo que le había dado en otro tiempo él ya no se acordaba. Quizás se avergonzaba de haberla querido alguna vez, o al menos de haberla necesitado. Escribía sus anotaciones con letra diminuta y las guardaba bajo llave en un cajón igual que guardaba sus pensamientos cuando estaba con ella y los niños y se quedaba un momento con la mirada perdida, o asentía a algo que le contaban de la escuela sin hacer ningún caso, o parecía recordar de pronto que tenía que hacer una llamada urgente, o que asistir a una reunión a deshoras.
Echada en la penumbra del dormitorio, en el calor opresivo de la mañana de junio, escuchando el trajín de las criadas por la casa (murmurarían algo sobre ella: qué suerte tenía la señora, que podía meterse en la cama en mitad del día, con el cuento de la jaqueca, de la mala noche: no sería porque el marido le hubiera estado dando mucha guerra; y qué iba a darle, si parecía su madre; dónde se buscaría lo que estaba claro que no le daban en casa. Les tenía miedo; levantaban las voces a propósito cuando pasaban junto a la puerta cerrada del dormitorio; también ellas decían que las monjas y las señoronas beatas regalaban caramelos envenenados a los hijos de los pobres), Adela veía con los ojos cerrados la pequeña llave en la cerradura y se veía a sí misma abriendo el cajón, y de pronto vio algo o imaginó algo más doloroso aún que la posibilidad de estar siendo engañada: tal vez no era que él ya no la quería, sino que no la había querido nunca; que se acercó a ella porque ninguna mujer del tipo y del rango que a él le atraían lo habría aceptado; que la pretendió con el mismo cálculo y la misma apariencia de sinceridad con que años más tarde supo halagar a quienes podían influir en su nombramiento; que las tías y primas decepcionadas por el fracaso de los vaticinios sobre su soltería y asombradas de que un joven bien educado y atractivo pero desoladoramente pobre quisiera casarse con ella habían tenido razón en sus primeras sospechas, las que se fueron diluyendo al paso de los años, pero nunca habían sido del todo descartadas. No había término medio en sus ambiciones de respetabilidad. Todo lo había calculado desde que era muy joven, cuando descubrió con alivio que la muerte de su padre no significaría el final de sus estudios, pero también que nada le sería regalado aparte de la pequeña cantidad que su padre había ahorrado para él y que le permitiría subsistir hasta el final de la carrera a condición de que viviese en una austeridad inflexible, cercana a la miseria. No se había concedido ninguna debilidad, ningún vicio. Su inteligencia y su obstinación lo llevaron hasta un punto en el que tenía todas las cualificaciones necesarias pero no el derecho a dar un paso más hacia el ascenso social que le importaba tanto, aunque él se viera a sí mismo como un radical desdeñoso de las formalidades burguesas, saludablemente resentido contra un sistema de castas del que tenía una experiencia de primera mano, al haber nacido y haberse criado literalmente en uno de sus escalones más bajos, en el sótano de una portería. Cómo aceptar que la vida entera había consistido en un engaño. Adela se levantó de la cama y comió algo muy ligero, desganada por el calor del día y el dolor de cabeza. Sonó el teléfono y le pareció que se le paraba el corazón. Algo le había pasado a él; un tiroteo o una bomba en las obras; alguien había disparado contra su hermano. La Herminia, la Hermi, como decía Miguel, contestó al teléfono y dejó el auricular sin colgar. Dijo que no sabía, que iba a preguntar por la señora. No sería algo muy grave. «Doña Zenobia Camprubí, que si puede usted ponerse.» «Dígale que no estoy. Que volveré esta tarde y me dará usted el recado.» A sus amigas les extrañaba mucho que ya no fuera a las conferencias del Lyceum Club, que nunca tuviera tiempo para acompañarlas al teatro o a los conciertos o simplemente para ir a tomar el té, a casa de la señora Margarita Bonmatí, que vivía sólo unos portales más allá, o a la de Zenobia, a un paso, todavía más cerca, casi en la esquina de Príncipe de Vergara con Padilla. Pero salía cada vez menos y se daba cuenta de que le daba miedo la gente, la gente hostil que gritaba pero también las personas conocidas, las que eran más afectuosas con ella; de pronto sentía una vergüenza que la paralizaba; una necesidad de no ser vista, de no mirarse ni siquiera al espejo. Tan sólo quería quedarse quieta, sin ver a nadie, echada en la cama, en la penumbra; pero también el miedo la perseguía hasta ese refugio, la alarma de unos pasos acercándose o del timbrazo del teléfono, o la inquietud de que sus hijos tardaran al volver de la escuela, o de que se hiciera de noche y no hubiera llegado todavía su marido: mejor cerrar los ojos y no escuchar nada ni sentir nada, no morir pero sí quedarse a salvo de cualquier sobresalto. Después contaron las criadas que desde la mañana ya le habían notado a la señora que estaba rara, que le pasaba algo. Se levantó de la mesa sin reparar en que la servilleta se le había caído al suelo y la cocinera vio que en lugar de retirarse al cuarto donde bordaba y leía entró en el despacho del señor, cuidándose de dejar cerrada la puerta.
Ya no la vieron cuando volvió a salir. Se marchó de casa sin decir que se iba, sin poner de nuevo en su sitio el cajón que se le había caído de las manos cuando encontró las cartas y las fotografías. Sólo algunas de ellas estaban fuera de los sobres, como si Adela no hubiera sentido curiosidad por leerlas todas, o como si hubiera tenido la sangre fría de doblarlas de nuevo después de leerlas y guardar cada una en su sitio. El cajón quedó volcado en el suelo, aún con la llave diminuta en la cerradura. Lo que más la hería no era la cara joven y el cuerpo grácil de la amante extranjera, sino la cara de él en algunas de las fotos, la sonrisa franca y jovial que ella no había recibido nunca, la que ponía al posar para la otra. Adela debió cruzar el pasillo hasta su dormitorio, donde se vistió de calle, y salió de casa sin que la vieran las criadas, que sólo la echaron de menos cuando los dos hijos volvieron de la escuela y no la encontraron en el cuarto de costura, donde solía estar sentada cada tarde mirando hacia la calle, porque le gustaba verlos venir y asegurarse de que cruzaban la calle de la manera adecuada, mirando a ver si venía algún automóvil. Así había esperado también en otra época el regreso de su marido, cuando los dos eran más jóvenes, y cuando él trabajaba en una oficina municipal y mantenía horarios más regulares (lo veía llegar asomada al balcón y él saltaba del tranvía en la esquina y levantaba los ojos hacia ella). Probablemente quiso evitar el riesgo de que sus hijos se encontraran con ella, frustrando su propósito, si es que al salir de la casa ya lo había concebido y sabía adonde iba. Fue el portero el único que la vio salir, y quien contó luego que le pareció que la señora deAbel iba más distraída que de costumbre, y que no se paró ni a cruzar con él unas breves palabras, dirigiéndole tan sólo un gesto de la cabeza, como si tuviera prisa por llegar a alguna parte, como cuando salía apurada los domingos para la misa de las doce. El dueño del ultramarino de la esquina la vio cruzar la calle y esperar un rato la llegada de un taxi, alzando ligeramente la mano enguantada cada vez que se aproximaba uno, con aquella especie de distinguida timidez que solía haber en sus gestos, como insegura de que fuese adecuado para una señora estar sola en la calle en la media tarde caliente de principios de verano y alargar la mano para reclamar un taxi. Llevaba un pequeño sombrero con un velo corto, un bolso de mano, un vestido claro, unos zapatos blancos, unos guantes cortos de encaje. La pesada neblina debilitaba las sombras de las cosas sin llegar a difuminarlas: las siluetas de los árboles sobre el pavimento, su propia sombra extraña que la precedía. El dueño de la tienda la vio subir al taxi y al cabo de un rato vio llegar a sus hijos de la escuela, empujándose y discutiendo como tantas veces, el niño tan serio, parecido a la madre, la niña algo mayor pero bastante desastrosa, despeinada, riéndose a carcajadas, con el uniforme en desorden, con las rodillas sucias. En una esquina de la calle de Alcalá, frente a las verjas del Retiro, Adela le pidió de golpe al taxista que se detuviera. Le dio un billete y le dijo que mantuviera el taxímetro en marcha, que sólo tardaría unos minutos en volver. Le daba miedo la cara de ese hombre, su manera brusca de volverse hacia ella y de preguntarle adónde iba. No había nadie ya que no la intimidara. En la puerta de la pequeña iglesia a la que venía muchas veces no para rezar sino para quedarse sentada en silencio, en la penumbra fresca, tintada por la luz de las vidrieras, había siempre un violinista ciego acompañado por un perro. Cuando pasaban chicas jóvenes con redobles veloces de tacones el ciego tocaba aires de zarzuela o de music-hall; cuando escuchaba los pasos más lentos de una señora y olía su perfume ponía una expresión de arrobo religioso y alargaba las notas del
Ave María
de Schubert o el de Gounod echado hacia delante, el perro entre sus piernas, como vigilando la caja de cartón en la que recibía las limosnas. Aquí estaba, a pesar de la hora, a la puerta de la iglesia donde no entraría nadie más hasta mucho más tarde. «Ave María Purísima», le dijo a Adela, quizás reconociendo sus pasos o su perfume, y ella contestó «Sin pecado concebida», asustada por el gesto con que adelantó hacia ella los brazos que sostenían el violín y se inclinaba en una reverencia paródica, pero no cayó en la cuenta de dejarle una moneda, tan aturdida iba, tan impaciente por entrar en la iglesia, por disfrutar de la sensación bienhechora de fresco y de sombra, de refugio, de una quietud que durante unos minutos no sería alterada. Se había aficionado a visitar esa iglesia porque casi nunca había nadie y porque el cura no la conocía. El de su parroquia la llamaba doña Adela o señora de Abel y le sugería de vez en cuando que se uniera a los grupos de damas piadosas, al ropero de la caridad, a las novenas. En las homilías tronaba contra la impiedad de los tiempos y pedía enfáticamente que se rezara por la salvación de la afligida España. En febrero, el domingo antes de las elecciones, cuando Adela salía de la iglesia, el párroco se le había acercado con mucho misterio, llevando unos sobres en la mano. Sabía que ella era una dama católica ejemplar, le dijo, y que podía hablarle en confianza. Había que dar al César lo que era del César y a Dios lo que era de Dios, ése era el mandato evangélico, y a la Iglesia, hija de Cristo, sólo le correspondía seguir su doctrina, sin entrometerse en los negocios del mundo. Mientras hablaba la mano que sostenía los sobres se adelantaba hacia ella, aunque no tanto que Adela se sintiera obligada a tomarlos. Pero cuando la Iglesia sufría persecución, ¿no sería tarea de los buenos católicos hacer todo lo posible por salir en su defensa? Ahora Adela entendía, y no dejaba de sonreír, de asentir, todavía confortada por la misa y la comunión, el velo negro y bordado sobre la cabeza. Ella, como buena católica, seguro que sabría decidir en conciencia a la hora de votar en las próximas elecciones, ¿pero quién podía asegurar que sus criadas, jóvenes, de poca cultura, no sucumbirían a la propaganda demagógica, al hechizo de las fuerzas impías? ¿O simplemente, en su ignorancia, en su inocencia, dejarían de votar, privando a los defensores de la Iglesia y de su Doctrina Social de un apoyo humilde, pero inapreciable? Con suavidad, con una sonrisa, Adela adelantó su mano derecha, y el párroco la suya, creyendo que iba a tomar los sobres con las papeletas electorales, pero lo que hizo Adela fue empujar suavemente la mano que se le ofrecía, tocándola apenas, inclinándose ligeramente, sonriendo un momento antes de darse la vuelta, diciendo con toda la educación que cabía en su voz, «No se preocupe, padre, seguro que todos sabremos votar lo que nos dicte nuestra conciencia, con la ayuda de Dios». Qué pensaría el párroco si supiera que ella había votado una candidatura del Frente Popular, y además socialista, la de Julián Besteiro, sin decírselo a nadie, no ya a sus padres ni a su hermano, tampoco a Ignacio, que no le había preguntado, que probablemente daba por supuesto que ella votaría a las derechas.
Tú crees que no eres tan intransigente como otros pero también piensas que si una persona tiene fe ha de ser reaccionaria y hasta un poco retrasada mental.
Se sentó casi en un rincón, en la última fila de bancos, después de mojar los dedos en la pila del agua bendita —la piedra tan fría, rezumando humedad— y de arrodillarse brevemente ante el Santísimo mientras se persignaba. Le pesaba el cuerpo, sin fuerzas por el calor, le dolían las rodillas hinchadas. La iglesia era pequeña, sin mucho mérito, vagamente gótica, de finales del siglo pasado, con las paredes pintadas de un azul pálido, con imágenes sentimentales de Cristo, de la Virgen María, de San José con su vara de nardos, su expresión de nulidad bondadosa y su barba rizada, más alguna santa vestida de monja y con los ojos vueltos hacia el cielo. La imagen más grande era la de un Crucificado delante del cual siempre había velas encendidas. Le gustaba su expresión de noble sufrimiento humano, de aceptación del dolor y la injusticia que se habían cebado en su cuerpo mortal. Le gustaba el nombre escrito bajo el crucifijo:
Santísimo Cristo del Olvido.
Podía imaginar el comentario sarcàstico de su marido si viera esas capillas ojivales con cielos pintados de purpurina, esas imágenes. Pero a ella le gustaban las baldosas como de sala de clase media y la mezcla de olor a cera y a incienso que había en el aire, la delicada penumbra que hacía más pálidas las caras de las imágenes y en la que brillaban los ojos arrobados de vidrio, el temblor de la lámpara encendida en el altar mayor, encima del oro probablemente falso del sagrario.
Dios te salve María, llena eres de gracia.
Rezaba en voz baja no pidiendo perdón sino con el sentimiento de que la envolvía una misericordia melancólica tan apaciguadora como la penumbra.
Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre.
Bastaría la evidencia de su dolor intolerable para que el perdón le fuera concedido. Lo único que ella quería era que no acabaran nunca la quietud y el silencio, que no le hiriera los ojos la luz cruenta del sol, que se le borrara de la conciencia el brillo de esa llave diminuta, el resplandor de esa sonrisa joven y extranjera en las fotos, la desenvoltura jovial de esa caligrafía, tan distinta de la suya, de la letra de colegio de monjas en la que ella también había escrito cartas de amor hacía muchos años. Descansar era lo único que solicitaba; librarse de un agotamiento tan profundo que necesitaría años enteros para notar algo de alivio; sumergirse en ese olvido que parecía estar deseando para sí mismo el Crucificado, el olvido que era la única absolución del dolor. Las palabras de las oraciones venían sin esfuerzo a sus labios, igual que habían ido los dedos hacia el agua bendita y luego hacia la frente, la barbilla, el pecho.
Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
Pero por ahora no había descanso. El taxista se impacientaba y estaba haciendo sonar la bocina. Cada golpe de claxon, aun debilitado por los muros y por la cortina recia de la iglesia, la sacudía como un grito. Peor sería que se marchara, porque no le iba a ser fácil encontrar otro taxi a esta hora de siesta. Con infinita desgana se puso en pie y volvió a santiguarse al pasar frente al Santísimo. Encendió una lamparilla de aceite delante de la alta Virgen de escayola —tenía una sombra tenue de color en los pómulos amarillos como cera— y deslizó una moneda en la ranura del cepillo. El golpe metálico en el interior de la caja de latón resonó en el silencio.
Vuelve a nosotros estos tus ojos misericordiosos.
Por algo tenía que pedir perdón, no del deseo de disolverse en una dulce oscuridad sin memoria: tenía que pedir perdón por el rencor que había alimentado hacia su hija a causa de la devoción incondicional de la niña por su padre, de lo que a Adela le había parecido injustamente un agravio. Hasta qué punto el dolor le había hecho perder la dignidad (era mentira que el dolor ennobleciera): hasta el punto de tener celos de su hija, de guardarle rencor cada vez que la veía salir al encuentro de su padre cada vez que sonaba la llave en la cerradura en el piso de Madrid, o los goznes oxidados de la cancela en la casa de la Sierra. Los pies hinchados le dolían en el interior de los zapatos de tacón. Al oír que salía, el ciego apagó la colilla que estaba fumando y se la puso detrás de la oreja antes de emprender algo tortuosamente el
Ave María.
El taxista, acodado en la ventanilla, con la gorra de plato echada hacia atrás, la vio venir más con cara de burla indulgente que de impaciencia. Que no le hablara tan alto cuando volviera a subir al taxi, que no dijera nada en el trayecto hacia la estación del Norte. Ya estaba abriendo la puerta trasera cuando cayó en la cuenta de que tampoco ahora le había dejado nada al ciego del violín. Volvió sobre sus pasos, abrió el bolso y luego el monedero y eligió una moneda, más generosa que otras veces. El ciego se quitó la gorra al distinguir la cuantía por el sonido y le hizo una reverencia exagerada, pero esta vez se olvidó de quitarse la colilla de los labios.