La noche de los tiempos (51 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Había que sobreponerse al desánimo agravado por el letargo físico para organizar como una campaña militar las tareas anuales del traslado a la Sierra («cuanto antes os marchéis de Madrid, mejor, hija mía; dice tu padre que va a pasar algo muy malo y yo le pido que se calle y que no me lea más el periódico porque ya sabes cómo me pongo, que me falta tiempo para llegar al baño»): la retirada de las alfombras, la complicación colosal del lavado de toda la ropa blanca, el arreglo de los armarios, el encerado de los parqués y de los muebles y la limpieza de las lámparas antes de cubrirlo todo con las fundas para el polvo que seguiría filtrándose a pesar de que quedaran bien cerrados todos los postigos, el polvo de desierto de los veranos en Madrid. Pero de dónde sacaría las fuerzas para dar órdenes a las criadas y mantener la autoridad vigilante que le hacía falta para revisarlo todo si andaba por la casa arrastrando los pies, en bata y zapatillas a pesar de la hora, despeinada, sin ganas de mirarse, sin ánimos para reñirle a la cocinera por tener la radio tan alta, con aquellos anuncios y canciones flamencas que le retumbaban en el interior del cráneo. Como el latido del dolor en las sienes el llavín se insinuaba en sus conversaciones y en sus actos. Había momentos en los que se esforzaba en olvidarse de él y otros en los que lamentaba el azar de haberlo visto, y se reprochaba al mismo tiempo su curiosidad y su cobardía, su impaciencia por examinar el interior del cajón y su miedo a lo que pudiera encontrar en él. Pero también podía no haber nada que justificara tanto desasosiego, de modo que lo más saludable sería sentarse tranquilamente delante de la mesa del despacho y girar la llave escuchando el chasquido de su mecanismo, y encontrarse curada de incertidumbre un minuto más tarde, incluso permitirse un poco de remordimiento, por haber sucumbido a una curiosidad chismosa, por haber invadido un reducto privado que a ella no le pertenecía.

No estaba ciega, no era tonta; no habría podido no sospechar: no a causa de su desconfianza, sino de la negligencia tan masculina de él, su falta de atención a lo que él mismo revelaba con sus actos, sin que lo vigilara nadie. Si él no estaba Adela sólo entraba en el despacho para supervisar la limpieza, moviéndose con una mezcla de reverencia y sigilo, para no alterar nada y al mismo tiempo no permitir la proliferación del desorden, actuando con una diligencia invisible. Miraba las cosas, sin tocarlas, examinaba una hoja en la que había algo dibujado y volvía a dejarla en el mismo sitio, o tal vez imponía una cierta armonía geométrica en los objetos y los papeles del escritorio. (Qué envidia sentía cuando Zenobia Camprubí le contaba que era ella la mano derecha, la secretaria, la mecanógrafa, casi la editora de Juan Ramón; que él se lo leía todo y no daba nada por definitivo y ni siquiera accedía a pasarlo a máquina hasta que Zenobia no daba su aprobación.) Guardaba lápices y pinceles en un tarro, reunía notas sueltas, tarjetas de visita y hojas arrancadas de un cuaderno y las ponía bajo un pisapapeles, no esforzándose demasiado en descifrar la caligrafía diminuta que le era tan conocida, y que con los años había ido volviéndose más rápida y más cercana a lo microscópico, aunque no más difícil de comprender para ella. (Le dolía más escuchar a Zenobia hablar de sus tareas agobiantes —sonriendo, con aquella mezcla suya de queja y halago, los ojos claros muy brillantes, igual que su piel clara y su dentadura americana— porque ella también, en otros tiempos, había disfrutado pasando a máquina los artículos y notas de clase de Abel, complacida de ayudarle, de estar haciendo algo útil que la relacionaba activamente con el trabajo de él.) En la letra cada vez más pequeña parecía que hubiera una vocación instintiva de invisibilidad. Por un reflejo de cautela prefería no empeñarse en leerla, eludiendo la posibilidad de enterarse de algo que hubiera resultado doloroso; palpaba los bolsillos de sus americanas antes de mandarlas a la tintorería procurando no mirar lo que hubiera escrito en algún papel olvidado, no preguntarse por qué había dos entradas de cine de una sesión matinal en un día de trabajo, no indagar a quién pertenecía un número de teléfono anotado en el margen de un periódico. Lo que uno no sabe no puede herirlo: puede incluso no haber llegado a existir. La curiosidad era de antemano una capitulación: la señal del peligro, del pánico. Adela había sido educada para no hacer preguntas ni poner en duda el comportamiento de los hombres más allá de la esfera doméstica. La honorabilidad de las personas no se sometía a un escrutinio demasiado exigente. De otro modo se permitía y hasta se alentaba la irrupción de lo grosero y lo inaceptable, lo que una vez que se ha mostrado a plena luz ya no se puede fingir que no se ha visto. Ahora lo grosero estaba siempre a la vista en España, con una carnalidad ofensiva, sin que a nadie le importara. Un puesto de tanta responsabilidad en las obras de la Ciudad Universitaria exigía todo el tiempo de la vida diurna de un hombre inteligente y vigoroso que además intentaba no abandonar otros proyectos y que empezaba a recibir sus primeros encargos internacionales. Como tenía un alma honrada y un carácter pasivo a Adela le gustaba que las cosas fueran lo que parecían. ¿No decía siempre su marido que un edificio ha de mostrar honradamente lo que es, de qué está hecho, para qué sirve, para quién? Algunas mañanas era mayor el desorden porque él se había quedado trabajando hasta la madrugada: para no despertarla había dormido en el diván usualmente ocupado por libros y legajos de planos. Con el tiempo se fue haciendo más habitual que durmiera en el despacho. El diván era grande y cómodo; en un armario ella se aseguraba que hubiera siempre una manta y una almohada limpia. A veces ella estaba enferma y era incómodo para los dos dormir juntos. De vez en cuando, sobre todo el último año, él tenía tanto agobio por las obras de la Ciudad Universitaria que sólo volvía a casa a las dos o a las tres de la madrugada. Por muy cuidadosamente que abriera la puerta y se moviera por el pasillo ella advertía su llegada. Estaba despierta, mirando la hora en las agujas fosforescentes del reloj de la mesa de noche: o se había quedado dormida y el sueño era tan frágil que el ruido lejano del ascensor poniéndose en marcha la espabilaba, o el roce de la llave al entrar con extremado sigilo en la cerradura. Los pasos se acercaban, Adela cerraba los ojos, se quedaba rígida en la cama, procurando que su respiración tuviera la regularidad del sueño. Que él no supiera que había estado esperando despierta; que no tuviera la sospecha de estar siendo vigilado. Pero los pasos no se detenían junto al dormitorio, continuaban camino del despacho. Qué claramente se oía todo en el silencio de la casa, a pesar de su anchura, qué perceptible cada sonido familiar, catalogado en la memoria: la puerta del despacho abriéndose, luego cerrada, el dic de la lámpara que él habría encendido, el peso fatigado de su cuerpo sobre los muelles del diván. Tan agotado, tantas horas de trabajo sin tregua, tantos días sin respiro, tan sumergido en sus angustias y sus obsesiones, los plazos que se acababan, los detalles innumerables que requerían su atención, los accidentes en los tajos, andamios que se derrumbaban porque fueron levantados con prisa y con negligencia, las huelgas, los días perdidos, las amenazas en el teléfono, los anónimos recibidos en el correo.

Qué más habría querido yo que poder ayudarte si me ¡o hubieras permitido si hubieras tenido confianza en mí como la tenías al principio y hubieras considerado que tenía inteligencia suficiente para entender lo que me contaras.

Cada vez más lo que la mantenía despierta por las noches era el miedo a que le hubiera sucedido algo. Por las mañanas se asomaba al balcón para verlo salir del portal y caminar hacia el garaje donde guardaba el automóvil. A un ingeniero del Canal de Lozoya lo habían esperado unos pistoleros junto al portal de su casa no muy lejos de allí, en la misma calle Príncipe de Vergara, y lo habían abatido a tiros en la parada del tranvía, rematándolo cuando ya estaba caído en el suelo, delante de la gente que esperaba, y que miró para otro lado. Zenobia le contó que la noche que mataron al capitán Faraudo ella había pasado con Juan Ramón por la esquina de Lista y de la calle Alcántara y había visto el charco de sangre que nadie había limpiado todavía y que la gente pisaba sin miramiento dejando las huellas en la acera. En otras cosas prefería no pensar, si podía evitarlo. Lo que no se pensaba era como si no existiera. Pero tenía mucho miedo por él, casi tanto como el que tenía por su hermano, sobre todo desde que el muy insensato había dado en la extravagancia de vestirse de uniforme y llevar pistola, él que era tan miope y tan torpe, que de niño se asustaba de los cohetes y de los cabezudos en las verbenas. Sonaba el teléfono a media mañana y se le detenía el corazón. Sonaban disparos o gritos en la calle y las criadas salían corriendo a asomarse a los balcones, con la misma frívola curiosidad con que se asomaban al paso de una boda o de una procesión. El día en que mataron al ingeniero la cocinera volvió de la compra asegurando que había visto con sus propios ojos el cadáver en la acera, lo cual sin duda era el motivo de que se hubiera pasado en la calle casi dos horas. «Movía la pata igual igual que un conejo», repetía, «igual igual que un conejo». Pero mejor no decirles nada, porque lo mismo les daba por encararse con ella, por murmurar por lo bajo mientras se alejaban por el pasillo hacia la cocina, qué se habrá creído ésta, que va a ser ella siempre señora y nosotras sirvientas. La gente no tenía juicio. Las criadas y el portero del edificio y el dependiente de la tienda de ultramarinos hacían tertulia en la esquina y hablaban de los muertos en un atentado como de los incidentes de un partido de fútbol. Ignacio Abel tardaba en llegar por la noche y ella pensaba en las noticias de tiroteos y asesinatos que daban a diario en la radio, aunque siempre a medias, por culpa de la censura, lo cual las hacía aún más alarmantes. La asustaba la naturalidad con que su padre o su hermano vaticinaban que muy pronto iba a ocurrir algo muy grave; que el país ya no podía seguir cayendo por aquella pendiente; que sólo después de un gran baño de sangre las cosas empezarían a enderezarse en España. Esas palabras triviales de tan repetidas le daban un escalofrío: baño de sangre; no eran abstractas para ella: imaginaba la bañera de su casa llena de sangre que rebosaba extendiendo su mancha por las baldosas blancas del suelo. Le preguntaba a él, temerosa de importunarlo, de decir algo que agravara su nerviosismo y su agotamiento, más visibles según pasaban los meses, según se acercaba el verano: «Mujer, qué va a pasar, no pasará nada, lo de siempre. Mucho ruido y pocas nueces. España es un país de charlatanes y bocazas.» Le contestaba sin mirarla a los ojos. Tan cansado que cuando llegaba pronto se quedaba dormido mientras leía el periódico esperando la cena. Tan agobiado que aun después de cenar se encerraba en el despacho para trabajar sobre el tablero de dibujo o escribir cartas

o hablar por teléfono. Tardó mucho en sospechar de él. No imaginó nunca que pudiera engañarla, o que se echara una querida, como hacían tantos hombres. Le había gustado de él desde el principio que no fuera como los demás hombres: que no oliera a tabaco, que fuera siempre considerado con ella, cariñoso con los hijos, sin levantarles nunca la voz, sin levantarles la mano (salvo esa vez, en mayo, cuando salió descompuesto de la habitación y se encontró con ella en el pasillo y no le dijo nada, y el niño tenía la cara roja y estaba paralizado, congestionado, a punto de romper en llanto y temblando, la boca abierta, como si le faltara el aire, como cuando era un recién nacido y el llanto se interrumpía y se le hinchaba el pecho y parecía que iba a ahogarse); cuando su padre y su hermano, igual que casi todo el mundo, empezaron a hablar a gritos de política, él callaba sus opiniones o las expresaba en un tono irónico; no iba a los cafés; su vida entera estaba guiada por un solo propósito: que al concentrarse tanto en su trabajo pareciera que se le desdibujaran las personas y las cosas que tenía más cerca era una consecuencia de su vocación queAdela aceptaba con admiración melancólica. En su cercanía hubo cada vez más un punto de ausencia; que la ausencia envolviera un núcleo de frialdad era un descubrimiento que Adela prefería no hacer. Su educación insuficiente de señorita española le había dejado un sentimiento de inferioridad intelectual más acentuado porque su inteligencia aguda le permitía intuir la extensión de lo que no había aprendido. Cómo podría ella calibrar las energías formidables que desplegaba un hombre de voluntad y talento en el ejercicio de una profesión tan llena de dificultades y de posibles recompensas como la de su marido, tan rica de disciplinas diversas en las que había espacio por igual para la invención y para el rigor matemático, para el modelado secreto y manual de las formas (los dibujos sobre la mesa, cada mañana; las pequeñas maquetas con las que en otro tiempo jugaban los niños) y para el coraje de dar órdenes y gobernar máquinas y cuadrillas de trabajadores. Un hombre pagaba un precio por el privilegio de sumergirse en la acción, de actuar visiblemente sobre elmundo. Él, su marido, quizás no había sabido calcular al principio lo que le tocaría pagar. Él había deseado tanto que lo nombraran para ese puesto: quizás sólo ella, porque conocía mejor que nadie los signos visibles de lo que él se esforzaba en ocultar, sabía cuánto le importaba, aunque por escrúpulo masculino fingiera frialdad; con qué impaciencia había esperado llamadas que no llegaban, cartas con membrete oficial que tardaban demasiado en venir. Le importaba ser elegido entre tantos arquitectos; tener la oportunidad de trabajar en un proyecto de una originalidad y una escala inusitadas en Europa; pero también, ella lo sabía, le importaba quedar por encima de los otros: los que habían disfrutado de más oportunidades que él, los que exhibían apellidos poderosos y manejaban influencias. También él había utilizado las suyas: al mismo tiempo que hacía valer ante el doctor Negrín sus credenciales de republicano y socialista no rechazó la ayuda de amigos de su suegro, bien situados en la proximidad de los últimos gobiernos monárquicos. Quizás ni él mismo se daba cuenta en esos tiempos de la intensidad de su ambición. Los hombres, había observado Adela, no eran muy perspicaces acerca de sus propias debilidades, menos aún cuando rozaban una cierta desvergüenza en la suspensión temporal de sus principios. A ella esos principios explícitos de su marido le importaban menos que a él, así que no le costó nada observar con indulgencia su simpatía temporal hacia dos o tres carcamales de la camarilla del rey que disfrutaban cargos honorarios en la Junta de Obras de la Ciudad Universitaria y eran antiguos conocidos de don Francisco de Asís. El suegro benévolo y bien situado en el régimen cuyo colapso cercano nadie imaginaba escribió cartas, facilitó encuentros, celebró con sobreabundancia verbosa los méritos del marido de su hija. Ella lo observaba de cerca: veía aquello en lo que él mismo no reparaba, el brillo ansioso en sus ojos, su repentina facilidad para un cierto grado de adulación sincera; el ansia que había estado siempre en él y que era la causa y no la consecuencia de deseos siempre insatisfechos, no siempre formulados en su propia conciencia, menos aún comunicados a ella. Qué podía ella darle, qué satisfacción y ni siquiera qué alivio, si la habían educado para ser una criatura intelectualmente tullida, como una de esas mujeres chinas a las que desde niñas les vendaban los pies.

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