• Artemisa de Gortari.
A Luis Jorge Peña lo agarraron el 25 de septiembre. Al día siguiente, 26 de septiembre, la casa donde se encontraba enfermo el delegado por Chapingo, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, fue rodeada por agentes de la Dirección Federal de Seguridad. Luis Tomás no vivía en la casa, sino en un ala en construcción. Sólo dos personas conocían la dirección de la casa Jorge Peña y Ayax Segura Garrido. Los agentes se dirigieron al sitio exacto donde debía estar Cabeza de Vaca: el ala en construcción, pero en ese momento, Cabeza estaba en la casa, comiendo. Fue arrestado junto con otros dos muchachos familiares de las personas que lo hospedaban. Salían policías con metralletas hasta de los maizales que rodean la casa, la cual se encuentra en las afueras de la ciudad. Fue aprehendido con todo este aparato de seguridad y una vez en los separos de la policía pasó por las mismas torturas que Luis Jorge Peña, con un solo cambio; el ministro al que debía denunciar ahora no era Martínez Manautou sino el de Agricultura, profesor Juan Gil Preciado.
• Raúl Álvarez Garín, del
CNH
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El mayor se me acercó y me puso un capuchón de una tela gruesa como lona, pero su tejido dejaba pasar algunos rayos de luz de los focos. El capuchón me cubría toda la cabeza hasta el cuello, cerrándolo a la altura de la garganta. Me doblaron los brazos y me ataron las manos por la espalda.
Nuevamente escuché aquella voz ronca que me increpaba:
—¿Quién es tu sucesor en el Consejo Nacional de Huelga?
—No lo sé, no tengo idea.
—Ahorita te vamos a refrescar la memoria. Aquí hablas o te mueres.
—¡Traidor, hijo de puta! A ver ¿qué quieren cabrones? ¿Qué es lo que andan buscando?
—Queremos que se respete nuestra Constitución.
—Mira cabroncito, no se hagan ilusiones. La Constitución la manejamos nosotros. ¿Quién les daba las armas?
—No tenemos armas; nuestro movimiento no es armado, es un movimiento democrático y legal, nuestras armas son la Constitución y la razón.
—No te hagas pendejo, tú portabas armas. Ya lo dijeron Ayax, Sócrates y Osuna.
—Mienten, yo nunca he portado armas.
—Es mejor que digas la verdad y tal vez salves la vida.
Era tentadora la oferta, pero yo no decía otra cosa que no fuera la verdad. Sentía que mi vida estaba perdida y, dijera lo que dijera, si tenían orden de matarme, de todos modos lo harían.
El mayor llamó a uno que seguro era sargento porque le dijo:
—Sargento, refrésquele la memoria a este hijo de la chingada, traidor, que nos quiere hacer comunistas, mientras yo mando por el pelotón de fusilamiento.
Ya no me importaba, estaba dispuesto a morir; no podía traicionar a mis compañeros, no debía ni ensuciar ni traicionar la lucha, lucha justa, limpia, hermosa. No podía traicionarme a mí mismo, tenía que luchar hasta donde las fuerzas me alcanzaran. Saqué coraje de flaqueza y me preparé para lo peor.
Los pasos del soldado se acercaron y un golpe de su mano empuñada se estrelló en mi estómago al tiempo que preguntaba:
—¿Quién les da el dinero?
—El pueblo, en colectas populares.
—¡Mientes, desgraciado! ¿Cuánto les da Gil Preciado?
—Nada, absolutamente nada.
—Lo que pasa es que te tienen amenazada la vida. Si nos dices quién les da el dinero nosotros te protegeremos. ¿Cuánto les ha dado Madrazo?
—Ni Gil Preciado ni Madrazo ni ningún otro político nos da dinero. El dinero nos lo da el pueblo.
—Pero te llevas bien con Gil Preciado.
—Ni con él ni con ningún político. A todos los odio por igual.
Otro tremendo golpe en el estómago.
—¿Quiénes formaban las columnas de choque en Tlatelolco?
Esta pregunta me extrañó mucho porque era la primera vez que oía algo sobre el 2 de octubre. Respondí:
—No sé nada, estoy preso desde el 27 de septiembre.
Más golpes, ahora en los testículos. Un intenso dolor hizo que se me doblaran las piernas y caí al suelo. Ahora ya no eran golpes sino patadas en todo el cuerpo.
—¿Conoces a Heberto Castillo?
—No, nada más de vista.
—¿En dónde está?
—No sé.
Más golpes en los testículos, en el estómago, en los muslos. Yo gritaba de dolor, de impotencia, de coraje y las lágrimas brotaban de mis ojos. Las preguntas continuaban una tras otra, atropelladas.
—¿Conoces a Eli de Gortari? ¿A Marcué Pardiñas? ¿A Fausto Trejo? ¿Cuánto les daba Marcué? ¿Qué hacía De Gortari en el Consejo? ¿De qué línea es Trejo? ¿Te llevó Heberto a La Habana? ¿Cuál es la consigna?
—No, no los conozco. Marcué no da nada. No conozco Cuba. ¡No sé nada!
Los golpes se combinaron con toques eléctricos en los testículos, en el recto, en la boca. Y más preguntas.
—¿Qué relaciones tenías con Raúl Álvarez?
—Las mismas que con cualquier otro compañero del Consejo.
—¿Qué planes tenían Guevara y tú?
—Ninguno, lo trataba muy poco.
—¿Y con Sócrates?
—Tampoco. Lo traté más que a Guevara, pero nunca supe de ningún plan.
Más torturas, golpes, toques eléctricos. Seguían increpándome:
—A Tayde sí lo conoces ¿verdad? ¿No te has fijado que siempre anda muy arregladito, con muy buena ropa? ¿Sabes que los traicionó, que el dinero se lo da Gil Preciado?
Me dio coraje oír esas calumnias:
—Tayde es mi compañero de escuela y nunca le he conocido una transa. Además lo conozco hace más de cuatro años.
• Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, del
CNH
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Yo no tenía la menor simpatía por el Movimiento Estudiantil; su pliego petitorio siempre me pareció absurdo: «Destituir a Cueto». ¿Para qué?, si siempre lo reemplazarían con otro igual. Cada uno de los puntos era ingenuo… Pero la barbarie del castigo, la saña de las autoridades en contra de los jóvenes, la desproporción absoluta entre la culpa y la represión me hizo cambiar… El gobierno ha logrado ahora convertirlos en héroes.
• Héctor Mendieta Cervantes, doctor en Neurología.
Hacia la media noche al salir de una graduación junto con Jesús Bañuelos Romero, Fernando Palacios y otro muchacho, caminábamos por las calles de Gorostiza rumbo a nuestros domicilios cuando desde una camioneta unos sujetos nos gritaron, al tiempo que nos apuntaban con sus pistolas:
—Deténganse, hijos de su pinche madre; no corran, tenemos orden de tirar a matar.
Ante esas amenazas nos detuvimos; rápidamente bajaron de la camioneta sin dejar de apuntarnos y nos pidieron identificación. Al cerciorarse de que éramos estudiantes, uno de ellos, con aventones y golpes, nos subió a la camioneta diciéndonos que nos iban a matar «porque éramos estudiantes». Una vez en marcha, los tipos nos siguieron amenazando. Después supimos que eran agentes. Iban diciéndose entre ellos. «Ahorita los vamos a desaparecer, les vamos a dar en la madre, los vamos a echar al canal del desagüe». Cada vez que preguntábamos a dónde nos llevaban nos golpeaban y nos decían que nos iban a matar. Luego llegamos a la Jefatura de Policía del DF, nos bajaron de la camioneta a empujones y golpes, tanto de los agentes como de soldados que se encontraban allí en gran número. Fuimos conducidos a los Servicios Especiales. Nos encerraron en un cuarto lleno de desperdicios en el cual pasamos toda la noche.
Al encontrarnos en esa situación lo único que nos preguntábamos unos a otros era: «¿Por qué nos habrán detenido si no hemos hecho nada?».
Al otro día, en la mañana del 4 de octubre, un agente entró al cuarto y como le preguntáramos por qué nos habían detenido nos dijo que era una «razzia». Y que saldríamos apenas llegara su jefe. Con eso nos calmamos un rato, pero después de las nueve de la mañana los mismos agentes que nos detuvieron, con otro más, entraron al cuarto. Les volvimos a preguntar.
—¿Por qué nos detuvieron? ¿De qué se nos acusa?
A lo que contestaron:
—Por feos, hijos de su pinche madre, por eso están aquí, cabrones.
Y se volvieron a ir, dejándonos encerrados.
Como a las once o doce del mismo día regresaron. Al entrar, uno de ellos, al parecer el jefe, preguntó a los demás agentes cuál de nosotros era el cabecilla. Un agente me señaló, diciendo:
—Ése me gusta para cabecilla del grupo, por ser el más alto.
El jefe dijo:
—Tráiganmelo a la oficina.
Me llevaron golpeándome y jalándome de los cabellos. El jefe de los agentes me preguntó:
—¿Quién les paga por andar haciendo esto?
Le contesté que no sabía de qué me estaba hablando.
—¡Cómo que no, hijo de tu pinche madre!
Acto seguido volvió a preguntar lo mismo, pero ahora quería que yo aceptara los cargos.
—¿Quién les paga por andar quemando tranvías?
Dijo tener testigos de que yo había participado en la quema de un tranvía en la calle de Zaragoza. Yo ni conocía la calle de Zaragoza, todavía no la conozco y así se lo dije.
Me regresaron al mismo cuarto y llamaron a Jesús Bañuelos. Cuando regresó me dijo que le habían preguntado lo mismo y que lo habían golpeado. Luego llegaron nuevamente los agentes al cuarto; nos exigieron que les entregáramos todos nuestras pertenencias —nunca las volvimos a ver— y se retiraron.
Ya entrada la tarde de ese mismo 4 de octubre, me volvieron a llamar a la oficina y el mismo jefe de agentes me dijo:
—¿Usted se llama José Luis Becerra Guerrero?
—Sí —le contesté.
—¿Vive en la calle de Gorostiza?
—Sí.
—¿De modo que usted no andaba en la quema de tranvías?
—No —le respondí.
—¿A usted le dicen
Pepito el Diablo
?
—No.
—¿Cómo se llama usted?
—José Luis Becerra Guerrero.
—¿Si se llama José Luis Becerra Guerrero cómo no le van a decir
Pepito el Diablo
?
Cada vez que no aceptaba lo que él decía me golpeaban él y los cuatro agentes. Le pregunté que si sólo porque me llamaba José Luis me tendrían que apodar como él quería. Entonces me volvieron a golpear en la cabeza y en el estómago con unas macanas y me dieron de patadas en las espinillas. El jefe, viendo que me negaba a todas las acusaciones que me hacía, les ordenó que me dieran una «calentadita» para ver si así me seguía negando. Me regresaron al cuarto y me obligaron a desvestirme, me siguieron golpeando y sacaron un aparato de fierro en forma de macana con el cual me dieron choques eléctricos en varias partes del cuerpo principalmente en los testículos, el estómago y la cara al mismo tiempo que me decían:
—¿Conque no quieren policías ni granaderos? Pues, chinguense, hijos de su puta madre.
No recuerdo cuánto tiempo me estuvieron golpeando; sólo me acuerdo que me decían que tenía que aceptar que andaba en la quema de tranvías y que, si no, me seguirían golpeando hasta hacerme aceptar, al fin que no importaba que me mataran, «pues uno más o menos ni quién lo note, si sólo sirven para andar de alborotadores quemando tranvías». Me dejaron tirado en el suelo casi inconsciente.
• José Luis Becerra Guerrero, estudiante, preso en Lecumberri.
Usted no es como Morelos, siervo de la nación; usted es gato de GDO.
• Luis González de Alba, del
CNH
, al Juez del Juzgado Sexto.
Empezaron los toques eléctricos en los testículos, el «pocito» de agua sucia en el que lo sumergen a uno hasta estar a punto de perder el conocimiento; las torturas por cansancio muscular, por crisis nerviosa, los golpes en todo momento.
• Gilberto Guevara Niebla, del
CNH
.
Pedro tenía un rostro tan doloroso que casi no lo reconocí por la intensidad que el sufrimiento había impreso en sus rasgos.
• Francisco Gutiérrez Zamora, padre de familia.
A todos los detenidos se les preguntó si conocían al ingenien Heberto Castillo y, obviamente, por tratarse de una persona prestigiada, la mayoría contestó que sí. Sobre esta base —cuando aprehendieron a Heberto—, la Procuraduría dio como prueba de culpabilidad el hecho de que se le mencionara en más de doscientas declaraciones. En todos los casos de personas más o menos conocidas, del
CNH
o de la Coalición, se empleó el mismo procedimiento de múltiples «referencias» a falta de pruebas concretas de los supuestos «delitos» que se les atribuye.
• Gilberto Guevara Niebla, del
CNH
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Ya entrada la tarde del mismo 4 de octubre, después de que me habían golpeado, regresaron los agentes al cuarto. Nos volvieron a torturar, hicieron que limpiáramos y laváramos el cuarto en que nos encontrábamos. En una esquina había un montón de basura, puros desperdicios, y estaba manchado por los vómitos que nos provocaron las torturas. Estaban ahí detenidos junto con nosotros otros jóvenes que también eran estudiantes y que no conocíamos. Nos dieron un bote con agua y un trapo a Jesús Bañuelos, Fernando Palacios y a mí para que limpiáramos el cuarto; después nos hicieron limpiar y trapear toda la oficina, no exactamente la oficina sino la parte de afuera —creo que era donde pasaban lista a todos los agentes—, allí nos hicieron limpiar todos los
lockers
. Mientras limpiábamos, cada agente que llegaba preguntaba: «¿Y ésos que están limpiando?». Y le decían: «Son estudiantes».
—¿Ah sí? ¿A ver si es cierto que son muy cabrones?
Y nos golpeaban en las costillas al tiempo que decían:
—¿No que muy cabrones? Sólo en bola se creen los amos, ¿verdad?, pero a ver ahorita que están solos, pónganse al brinco. Tengan, por pendejos, hijos de su pinche madre.
Y nos pegaban en el estómago y en las costillas. Esto se repetía con cada agente que llegaba. Preguntaba por qué estábamos allí, le decían que por ser estudiantes y nos golpeaban siempre, por lo regular en las costillas.
Como a las seis de la tarde me volvieron a llevar a la oficina y el jefe me dijo:
—Creo que después de la calentadita que te dieron ahora sí vas a hablar, ¿verdad, hijo de la chingada?
Le contesté que ya le había dicho que yo no participé en ninguna quema de tranvía. Añadí:
—Ustedes me quieren acusar de eso sólo por ser estudiante.
Me callaron y me golpearon con una macana en brazos y piernas y con las manos abiertas me pegaban en los oídos y en el estómago y me decían: «¿Conque muy cabroncito? A ver si es cierto». Me enseñaron una declaración ya redactada en la cual decía que yo había participado junto con Jesús Bañuelos R., Fernando Palacios V., Raymundo Padilla S. y Fernando Borja en la quema de un tranvía. Los dos últimos corresponden a dos amigos que jugaban en mi mismo equipo de fútbol y los sacaron de mi agenda. La supuesta quema de un tranvía había ocurrido en la calle de Gorostiza esquina con Jesús Carranza el día 2 de octubre como a las seis y media de la noche, según la declaración que me enseñaron, lo cual es completamente falso. Sin embargo a mí me detuvieron un día después como a las doce de la noche. Luego supe que ni el día 2 ni el 3 ni ningún otro día hubo tranvía alguno quemado en dicha esquina.