• Félix Lucio Hernández Gamundi, del
CNH
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Perdimos de vista a Reyes y oí un grito de mi hermano: «¡No me sueltes!». Nos agarramos de la mano fuertemente. Me fui hacia la derecha, tratando de llegar al jardín donde están las ruinas. Muchos estaban allí intentando esconderse de la terrible balacera que venía de todas direcciones. El impacto de los proyectiles se imponía sobre los otros sonidos y una lluvia de fragmentos producidos por las piedras de las ruinas bajo el impacto de las balas se batía sobre nuestras cabezas. Todavía tenía firmemente agarrada la mano de mi hermano a pesar de que había personas que se habían interpuesto entre nosotros y traté de jalarlo hacia mí. Algunos estudiantes entre nosotros habían caído, unos muertos, otros heridos. A mi lado estaba una muchacha que había sido tocada en la cara por una bala expansiva. ¡Qué horror! Todo el lado izquierdo de su cara había sido volado.
Los gritos, los aullidos de dolor, los lloros, las plegarias y el continuo y ensordecedor ruido de las armas, hacían de la Plaza de las Tres Culturas un infierno de Dante.
• Diana Salmerón de Contreras.
¡Un médico, por favor, por piedad, por lo que usted más quiera! ¡Un médico, por Dios!
• Olga Sánchez Cuevas, madre de familia.
¡No dejan entrar a las cruces! Llegaron aullando como locas. Las detuvieron; les pidieron que apagaran su sirena, su luz.
• Berta Cárdenas de Macías, habitante de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco.
¡Les dije a todos que la plaza era una trampa, se los dije! ¡No hay salida! ¡Más claro lo querían ver! Les dije que no había ni por donde escapar, que nos quedaríamos todos encajonados allí, cercados como en un corral. ¡Se los dije tantas veces, pero no!
• Mercedes Olivera de Vázquez, antropóloga.
Amo el amor
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• Botón hippie encontrado en la Plaza de las Tres Culturas.
Jalé el brazo de mi hermano: «Julio, ¿qué te pasa?». Lo volví a jalar, sus ojos estaban muy tristes y entreabiertos y pude oír sus palabras: «… Es que…».
No pude pensar en nada. El tremendo apretujamiento de la gente hacía difícil oír. Después pensé que si hubiera sabido, si me hubiera dado cuenta de que Julio ya estaba muriéndose, hubiera hecho algo descabellado en ese mismo momento y lugar.
Más tarde algunos de los soldados que habían disparado a los edificios que rodean la Plaza se nos acercaron. El olor a pólvora era insoportable. Poco a poco la gente nos hizo un lugar para que me pudiera acercar a Julio: «Hermano, contéstame».
—Debe estar herido —me dijo una mujer—. Afloje su cinturón.
Cuando aflojé su cinturón, mi mano se hundió en una herida. Después en el hospital supe que había sido tocado tres veces; una en el estómago, otra en el cuello y otra en la pierna. Estaba muriéndose.
• Diana Salmerón de Contreras.
¡Ya basta! ¿A qué horas se va a acabar esto?
• Pedro Díaz Juárez, estudiante.
Hermanito, ¿qué tienes? Hermanito, contéstame.
• Diana Salmerón de Contreras.
El fuego sobre el Edificio Chihuahua alcanzó tal magnitud que, cerca de las 19 horas comenzó a incendiarse gran parte del edificio.
Durante largo tiempo se prolongó el siniestro. Las llamas alcanzaron del piso diez al trece y muchas familias tuvieron que salir de la zona, en medio del intenso tiroteo, cargando a sus pequeños y arriesgándose a ser heridos. Así, vimos a muchos otros caer heridos por las balas.
• Jorge Avilés R., reportero. «Durante Varias Horas Terroristas y Soldados Sostuvieron Rudo Combate»,
El Universal
, 3 de octubre de 1968.
Hermanito, háblame… ¡Una camilla, por favor! Hermanito, aquí estoy… ¡Una camilla!… ¡Soldado, una camilla para una persona herida!… Hermanito, ¿qué te pasa?… Hermano, contéstame… ¡Una camilla!
• Diana Salmerón de Contreras.
Varios cadáveres en la Plaza de las Tres Culturas. Decenas de heridos. Mujeres histéricas con sus niños en los brazos. Vidrios rotos. Departamentos quemados. Las puertas de los edificios destruidas. Las cañerías de algunos, rotas. De varios edificios salía agua. Y las ráfagas aún continuaban.
• «Se Luchó a Balazos en Ciudad Tlatelolco, Hay un Número aún no Precisado de Muertos y Veintenas de Heridos»,
Excélsior
, 3 de octubre de 1968.
Ahora que Julio y yo estábamos juntos pude levantar la cabeza y mirar alrededor. Mi primera impresión fue la de las personas que estaban tiradas en la Plaza; los vivos y los muertos se entremezclaban. Mi segunda impresión fue que mi hermano estaba acribillado a balazos.
• Diana Salmerón de Contreras.
Quien esto escribe fue arrollado por la multitud, cerca del edificio de Relaciones Exteriores. No muy lejos se desplomó una mujer, no se sabe si lesionada por algún proyectil o a causa de un desmayo. Algunos jóvenes trataron de auxiliarla, pero los soldados lo impidieron.
• Félix Fuentes, reportero, «Todo empezó a las 18.30 Horas»,
La Prensa
, 3 de octubre de 1968.
—¡Soldado, una camilla, soldado!
—¡Cállate y échate si no quieres dos! —contestó el «heroico Juan», como los llama el presidente. Insistí e insistí. De pronto se acercó un estudiante de medicina:
—¡Este muchacho necesita ser llevado a un hospital, rápido! —le dijo al soldado.
—Cállate, hijo de la chingada.
Todos los que miraban se unieron y empezaron a gritar: «Una camilla».
Se improvisó una camilla con algunos tubos y un abrigo, pero el estudiante de medicina que nos ayudó fue detenido.
• Diana Salmerón de Contreras.
En unos minutos aquello era un infierno. El rugido de las armas era ensordecedor. Los cristales de los departamentos volaban hechos añicos y en el interior las familias, locas de terror, trataban de proteger a sus hijos más pequeños.
• Jorge Avilés R., redactor, «Durante Varias Horas Terroristas y Soldados Sostuvieron Rudo Combate»,
El Universal
, 3 de octubre de 1968.
¡Lucianito está allá adentro!
• Elvira B. de Concheiro, madre de familia.
—¡Déjenme ir con él, soy su hermana!
Entonces me dieron permiso de seguir a la camilla. Subí con mi hermano a la ambulancia militar.
• Diana Salmerón de Contreras.
ÚNETE-PUEBLO - ÚNETE-PUEBLO – ÚNETE-PUEBLO-ÚNETE-PUEBLO-
• Coro en manifestaciones.
Hermanito, ¿por qué no me contestas?
• Diana Salmerón de Contreras.
Empecé a ver todo nublado, no sé si por las lágrimas o por el agua que caía. Presenciaba la matanza a través de esa cortina de lluvia, pero todo lo veía borroso, ondulante, como mis fotografías en la emulsión, cuando empiezan a revelarse… No veo bien, no veo. Moqueaba, sorbía mis mocos, sacaba fotos sin ver, el lente salpicado de agua, salpicado de lágrimas…
• Mary Mc Callen, fotógrafa de prensa.
Allí me encontré (en la pared de la iglesia) con los compañeros de
Excélsior
, un redactor y un fotógrafo. A Jaime González le habían quitado su cámara por la fuerza. El redactor decía: «Soy periodista», pero un soldado le contestó: «Mucho gusto… pero me importa poco, siga contra la pared». A Jaime González le hirieron una mano de un bayonetazo para quitarle la cámara.
• «Cómo vivieron la refriega los fotógrafos», versión de Raúl Hernández, fotógrafo de La Prensa,
La Prensa
, 3 de octubre de 1968.
Antes de entrar a la ambulancia militar, un «estudiante» que había visto en la
UNAM
se me acercó:
—Tu bolsa, por favor…
—¿Para qué?
El soldado que me acompañaba también se sorprendió:
—¿Quién eres tú?
Un signo en la mano del seudo-estudiante lo convenció:
—Ah, ¿eres de ellos?
Era un agente-estudiante. Le di mi bolsa. La registró y me la devolvió. Todavía no sé por qué me la pidió.
En el hospital lo llevaron adentro y esperé horas para conocer el resultado de la operación. En una de sus apariciones un enfermero preguntó a las mujeres que como yo, esperaban:
—Un muchacho de traje azul, ¿con quién vino?
—Conmigo… Aquí, aquí, conmigo, sí, sí.
Me llevó a identificar el cadáver de Julio y a firmar los papeles necesarios.
Cuando estábamos velando a Julio la solidaridad de sus compañeros me llegó muy profundamente. Todos los muchachos de la Vocacional número 1 vinieron a la casa tan pronto como supieron de la tragedia. Habían recolectado unos quinientos pesos. Mi hermana les dijo que no necesitábamos el dinero, que era mejor usarlo para el Movimiento. «No», dijeron todos «tu hermano es el Movimiento. Toma los quinientos pesos».
Julio tenía 15 años, estudiaba en la Vocacional número 1 que está cerca de la Unidad Tlatelolco. Era la segunda vez que asistía a un mitin político. Él me invitó a ir ese día. La primera vez, fuimos los dos juntos a la gran manifestación silenciosa. Julio era mi único hermano.
• Diana Salmerón de Contreras.
Me voy a morir. Me duele. Estoy seguro de que me voy a morir. Lo supe desde el momento en que los policías me pusieron la pistola en el pecho y nos hicieron levantar las manos. Pensé: «Aquí se acabó todo… A lo mejor ya me tocaba». Los disparos se escuchaban abajo y era una agitación de los mil demonios. Cuando nos pidieron que nos pusiéramos boca abajo y nos seguían apuntando, me arrepentí de no haber hecho algo más serio en la vida. Hice un balance breve de lo vivido hasta ahora y de pronto sentí el balazo. Aquí estoy en Tlatelolco, hoy 2 de octubre, tengo veinticuatro años. Me está saliendo mucha sangre. Aquél también se está desangrando. Hace un rato se movía, ahora ya no. ¿Por qué no se mueve? ¡Hijos, me duele! Sin embargo, no sentí nada, pero nada, cuando me dieron. Hasta me moví y aquí vine a caer. ¡Cómo corren todos! Y yo que no puedo ni jalar esta pierna hacia mí. No veo ni un maldito camillero, no se oye nada con estas ametralladoras. Si me muero me dedicará la mitad de su columna, a lo mejor toda la columna. Yo le pasé los datos para la «O» que le hizo a Luis H. de la Fuente. Me gustó. Le salió muy bonita, China. ¿Quién le pasará mis datos?
• Rodolfo Rojas Zea, reportero de
El Día
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Vi la sangre embarrada en la pared.
• Luz Vértiz de López, madre de familia.
A mí no me agarraron en Tlatelolco, quizá sea suerte o podamos llamarle el destino, la ciencia de vivir o no sé qué; pero ahí se vio cómo en unos cuantos minutos o en unas cuantas horas podía extinguirse toda una vida que uno ha llevado bien o mal; una vida que se acaba en esa acción brutal ejercida contra el pueblo de México: Tlatelolco. A mí me agarraron y me metieron preso, pero después, no cuando Tlatelolco. Nosotros todavía jalábamos a la gente, la calmábamos: «Es una provocación, no corran, no se asusten, es peor, no corran, nos van a ir sacando despacio»; pero la gente, como ya había tenido varias experiencias, no respondía al llamado de los compañeros ni de nadie. Fue una estampida general, porque, al mismo tiempo que se oyó el primer disparo, ¡jijos!, que salen todas las descargas. Vi caer a varios compañeros y yo con el ansia de ayudarlos hasta que se puso más fuerte la balacera y no quedó más remedio que tratar de salvarse. Hubo varios chiquillos que si no murieron de bala, murieron aplastados en el tumulto. Los soldados ya estaban rodeando la parte trasera de la Vocacional número 7, y vi que la gente se aventaba de los cubos prehispánicos para abajo; era una locura, se atropellaban unos a otros; gritos, llantos, señoras con niños en brazos, trabajadores, estudiantes, ferrocarrileros, chamaquitos. Los soldados avanzaban, como en las películas, con la bayoneta calada; agachados, caminaban unos cuantos metros y luego se parapetaban detrás de los coches; desde ahí disparaban hacia el edificio Chihuahua. Me asombró oír el tableteo de una ametralladora. Me di cuenta y esto es un punto muy importante, de que cuando comenzó a disparar la ametralladora, dos compañeros, un muchacho y una muchacha de plano alzaron las manos para entregarse y no sé si los soldados estaban drogados o qué, pero hubo una descarga brutal contra ellos. Otros compañeros que presenciaron esto dieron gritos de terror; no podían hacer otra cosa más que gritar porque no tenían con qué defenderse. Cerca de ellos estaba la ametralladora disparando directamente contra el edificio; continuamente botaban los casquillos de las balas y la desesperación era absoluta porque nadie, ninguno de nosotros, podía hacer nada…
Yo pude guarecerme casi inmediatamente porque una señora abrió o cometió el error de entreabrir su puerta y todos nos arrojamos sobre esa puerta y nos metimos; éramos como sesenta y cinco en ese cuarto del edificio San Luis Potosí. Oíamos el obstinado tableteo de la ametralladora y empezó una auténtica guerra de nervios: una señora se desmayó, la dueña de la casa descontrolada, la desesperación de los compañeros de no poder defenderse, de no tener algo con qué contestar y muchos cuates, que yo creí bastante recios, comenzaron a llorar; varias compañeras los calmaban. Por coincidencia, unos momentos antes encontré a mi hermana en la bola; dejé todo, la jalé de los pelos y no la volví a soltar. Mi hermana es más luchadora que yo, más atrabancada, en eso me rebasó y estaba tan indignada que no podía dejar de decir groserías… Del departamento no podíamos salir, al menos hasta que se calmara el fuego. La señora de la casa estaba preocupada porque sus hijos no llegaban, nosotros estábamos ocupando el lugar de sus hijos. A las dos o tres horas llegaron y se tranquilizó. «Muchachos, ahora el problema es cómo van a salir». Pensamos: Bueno, aquí hay varias señoras, que salgan ellas con los muchachos. Entonces dejamos allí todo lo que pudiera identificarnos como estudiantes, porque en aquellos momentos era mayor delito ser estudiante que asesino. Mi hermana y yo salimos acompañando a una señora como a las tres de la mañana. La dueña de la casa se portó a todo dar. Toda la gente que vive en Tlatelolco jaló parejo. También en el mitin del 21 de septiembre apoyaron a los estudiantes. Los habitantes de muchos edificios de la unidad les arrojaban agua hirviendo desde las ventanas a los granaderos; en fin todos defendían Tlatelolco. Por eso, ellos sintieron en carne propia lo del 2 de octubre.
• Daniel Esparza Lepe, de la
ESIME
del
IPN
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Todos nos sentíamos impotentes. En la otra acera del Paseo de la Reforma me tocó ver compañeros —muchachitos de doce, trece, catorce años— que trataban de lanzar piedras hacia el otro lado de la avenida; tal vez eran de Pre vocacional y lloraban por lo que estaba pasando; querían hacerle frente a la situación; lloraban de rabia. Entonces me acerqué a uno de ellos y le dije: «Oye, así no vas a conseguir nada. Una bala es más rápida que una piedra. Cálmate mejor porque aquí de un balazo te acaban, Y tú con una piedra ni siquiera les llegas hasta allá». El compañero reaccionó y me dijo: «Tienes razón». Se bajó de la barda y se fue. Un señor iba gritando: «¡Asesinos, cobardes, asesinos…!». No iba herido sino que lo llevaban arrastrando porque quería regresarse a la Plaza. Una familia —creo que eran chinos— se encaminaba, todos en bola, hacia la Plaza de las Tres Culturas. Nadie los entendía pero la gente se apartaba para dejarlos pasar porque estaban llorando. Cuando llegué a mi casa, una compañera también de allí de donde vivo quería irse a Tlatelolco a buscar a su mamá que había ido al mitin con su hermano más chiquito…