• Lorenzo Calderón, Alfonso García Méndez, Vicente Orozco, vecinos de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco.
Las palabras serenas, la advertencia: «Se informa a los compañeros que la manifestación programada ha sido suspendida. Repetimos. No habrá manifestación al Casco. Ésta ha sido suspendida. Dentro de unos momentos nos separaremos todos, porque no va a haber marcha al Casco de Santo Tomás», las porras espontáneas de una multitud tensa pero pacífica, se enfrentaron repentinamente a ráfagas de ametralladoras y bayonetas homicidas.
Ese lenguaje no lo hablábamos. Nuestra palabra había sido siempre otra. Cuando la lucha adquirió caracteres nacionales, nuestras banderas irrumpieron más de una vez en el Zócalo, para exigir libertad política, cese de la represión, derecho de huelga efectivo, libertad para los presos políticos.
Estábamos unidos y teníamos razón.
La respuesta pudo ser afirmativa; pero entre la solución de las demandas y la represión asesina, el gobierno escogió esta última.
• Pablo Gómez, estudiante de Economía de la
UNAM
.
La Tercera Delegación está rodeada de policías; no se puede entrar pero se acerca mi marido, pregunta por uno de ellos porque Se acordó que entre sus pacientes del ISSSTE había un encargado de esa delegación. Lo llaman, reconoce a mi marido y éste le explica que estamos muy nerviosos porque nuestro hijo fue al cine Tlatelolco y no tenemos noticias de él; que sabe que hay unos cadáveres en la delegación y quiere que le permita pasar a verlos.
—Bueno, voy a ver si puedo.
Al rato sale y dice.
—Bueno, pues pásenle, pásenle…
Al verme tan alterada, llorando, el policía añade:
—No, pase usted solo, doctor, usted que está acostumbrado.
Mi marido regresó pálido:
—¿Qué pasa? ¿Está el niño allí?
—No, no está…
—¿Viste bien? —le dije.
—¡Hombre, cómo de que no, vámonos!
Salimos y afuera nos dijo que contó veintidós cadáveres tirados en el suelo. Después en el periódico publicaron que había veinte. Él vio a una mujer embarazada. Se acercó a cerciorarse si el niño estaba vivo y entonces el estudiante de Antropología que nos acompañaba le hizo notar: «Pero, maestro, murió hace más de cinco horas». «Me di cuenta de eso —me dijo mi marido—, cuando me acerqué a tocarla pero en el momento mismo tuve esa reacción instintiva». A la una de la mañana intentamos de nuevo entrar en Tlatelolco; sólo se podía llegar por el lado de Reforma y uno de los policías que estaban en la esquina frente al Cuitláhuac nos dijo:
—Se llevaron a muchos al Campo Militar número 1…
Nos fuimos para allá y nos negaron que hubiera alguien. Tanto en la puerta principal como en las puertas laterales del Campo Militar los soldados nos decían: «No hay nadie aquí, no hay nadie aquí, no hay nadie aquí…».
• Margarita Nolasco, antropóloga.
El (Hospital) Leñero informó que era literalmente imposible para la gente que deseaba ver a sus allegados, pasar al interior del nosocomio, pues la policía lo estaba impidiendo.
• «Lista Parcial de Muertos y Heridos en la Refriega»,
Novedades
, 3 de octubre de 1968.
Se llevaron los muertos quién sabe a dónde.
Llenaron de estudiantes las cárceles de la ciudad.
• José Carlos Becerra.
El teniente coronel y otros oficiales empezaron a contar hasta el 60 para meternos a los dormitorios. Yo fui el 60 y detrás quedó mi hermano. A él lo pasaron a otro dormitorio con otros sesenta. Nos hicieron desfilar de uno en uno; iban anotando el nombre de cada quien; empezaron a tomar edades, casi todos éramos jóvenes, aunque había un señor con su esposa y su hija, cuatro muchachos, tres extranjeros —me imagino que camarógrafos, porque traían aparatos de cine y grabadora—, y tres chamacas, de los trece a los quince años, que estaban muy asustadas.
Los dormitorios constan de dos filas de literas; quince camas de cada lado, pero literas dobles de hierro, o sea que caben sesenta chavos. Fui el primero en entrar y le pregunté a un soldado que estaba allí barriendo —era un preso militar— dónde estaba el baño y lo primero que hice fue romper en pedacitos mi credencial y echarla al excusado porque me habían dicho que los más perjudicados iban a ser los estudiantes. En el dormitorio todos nos pusimos a platicar, y yo, como soy muy nervioso escuchaba una plática aquí, otra allá; iba de grupo en grupo. Metieron a una señora que gritaba histérica porque había dejado a sus niños: «Mis hijos están encerrados en el carro, mis hijos están encerrados en el carro, mis hijos se quedaron encerrados, dejé a mis hijos, mis, hijos…». Entró un teniente coronel y nos dijo:
—Por favor, señores, guarden orden. Aquí no les va a pasar nada. Que cada quien se acomode en una litera.
La señora seguía gritando. El oficial le dijo que por favor se controlara, que a las mujeres las iban a mandar a la enfermería… Entonces las que se pusieron a llorar fueron la esposa y la hija del señor y también las tres muchachas que aún tenían sus libros. Les pregunté de qué escuela eran y dijeron que de una academia, no recuerdo cuál. Un gordito que iba con su novia la abrazó pero a todos los separaron: a la esposa, a las tres muchachas, a la novia.
—Por favor, las damas tienen que pasar a la enfermería.
El esposo pidió explicaciones y el del ejército le dijo algo así —no recuerdo bien en qué palabras— que por faltas a la moral. «Aquí no pueden quedarse». No queriendo, colgándose de sus familiares y llorando, se las llevaron a la enfermería en donde tenían a las mujeres.
Al rato regresaron los oficiales a preguntar que quiénes eran los que iban con la señora y con las señoritas y los sacaron. También sacaron a los extranjeros. De ellos ya no supimos nada. Les preguntamos a los soldados:
—¿Qué ya nos irán a sacar a nosotros?
Nomás se rieron.
—¿No van a venir por nosotros?
—Sí, cómo no, van a venir a darles su calentada.
Uno de los soldados presos me dijo:
—Ahorita les van a traer colchones.
Yo se lo creí, pero lo que nos dieron fueron cartones que sólo alcanzaron para unos cuantos. Nos formaron y nos gritaron:
—Ahí les va su
box spring
.
Pero a mí ya no me tocó. En los lockers que estaban junto al baño encontramos periódicos, historietas, libros de primaria. Agarramos los libros de primaria de almohada y los periódicos como si fueran colchón. La primera noche no pude dormir por los golpes. Como a las doce de la noche un subteniente gordo y de bigotes entró a platicar con nosotros. Le preguntamos qué nos iban a hacer y cuándo nos iban a soltar.
—No se preocupen, porque si ustedes no tienen nada que ver con el Movimiento no les va a ir mal ni los van a consignar; pero a los que sí van a pasar por las armas, por traición a la patria, es a los del Consejo Nacional de Huelga…
Entraron otros oficiales y nos levantamos todos creyendo que nos iban a sacar, pero sólo venían a pasar lista y se fueron. Como a las cuatro de la mañana vi que abrieron la puerta y aventaron a otros seis muchachos. Venían más golpeados que nosotros. Uno traía toda la sangre amortajada del lado izquierdo de la cara y tenía el ojo totalmente cerrado; los otros venían mojados, descalabrados y sin zapatos; los habían desnudado y estuvieron cuatro horas así, con las manos en alto bajo la lluvia, y después —cuando la balacera rompió las tuberías allá en Tlatelolco— los encerraron en un cuarto que se iba llenando de agua. Todos empezamos a relatar lo que nos había pasado. A la mayoría los robaron; a unos, los soldados les quitaron sus cosas, a otros, los agentes secretos, a todos les quitaron dinero en efectivo. Unos decían que los policías los habían tratado muy bien, que ésos no les habían pegado, que los que les habían pegado eran los del ejército, y otros decían lo contrario, que los del ejército los habían tratado muy bien y los de la policía no. Por eso creo que a nosotros nos fue peor, porque nos tocó el ejército y la policía; los dos nos golpearon. A las siete de la mañana nos formaron para pasar lista y como a las diez unos oficiales y los mismos presos militares encargados de los peroles y de repartir el desayuno nos formaron a todo lo largo del dormitorio y pasamos uno por uno a agarrar nuestro plato y un pocillo. En la noche vinieron los del Ministerio Público. Nos preguntaron en qué escuela estudiábamos, pusimos la huella digital de los dos pulgares, nos tomaron fotografías de frente y de perfil, total, nos ficharon y cuando terminaron nos encerraron de nuevo:
—Pueden pasar a seguir descansando.
• Carlos Galván, de Biblioteconomía de la
UNAM
.
En el Campo Militar número 1 negaban todo. Como a las dos de la mañana nos paramos a preguntar en una de las puertas laterales —creo que es la puerta 3— una de las que están más atrás, insistiendo: «No hombre, por favor, si están aquí… Ustedes saben que están aquí… Pueden enviarles un recado… Por favor, dígannos que están aquí»… Nada, nada, nada, los soldados negados. Además cada vez que se acercaba un carro, los soldados cortaban cartucho y apuntaban. De pronto llegó un carro militar y bajó un hombre vestido de civil que dijo:
—Soy del Batallón Olimpia, corran a esa gente porque ahí vienen los demás.
Entonces uno de los soldados ordenó:
—Se van de aquí inmediatamente…
—¿Por qué nos tenemos que ir, si estamos en la calle?
Entonces nos apuntan con el rifle y nos dicen:
—Por esto.
Nos subimos al carro y nos fuimos. Ahora sé que traían más muchachos presos y no querían que nos diéramos cuenta. De allí nos fuimos a la Procuraduría y nos informaron que al día siguiente como a las ocho de la mañana empezarían a salir listas. Como eran más de las cuatro de la mañana decidimos regresar a la casa y esperar las horas que faltaban.
A las seis de la mañana, el chico todavía no había regresado a casa, no sabíamos nada. Lo único que sabía es que no estaba entre los muertos porque habíamos recorrido las Cruces, pasábamos una foto del niño y con ésa lo buscaban entre los muertos y los heridos. Además mi marido estaba en contacto con otros médicos. Entonces, si no estaba entre los muertos ni entre los heridos, temía que estuviera preso. A las siete de la mañana regresé al Campo Militar; que no tenían a nadie, me dijeron. A las ocho de la mañana nos presentamos de nuevo en la Procuraduría a buscar listas, y nada. En la Procuraduría decían que no tenían a nadie, en el Campo Militar que no tenían a nadie, en la Federal también decían que no tenían a nadie. ¡Resulta que en ningún sitio tenían a nadie! Entonces regresamos a la casa para dejar informe de a dónde íbamos a ir; habíamos pensado en la Secretaría de la Defensa, y me recibió mi hija diciéndome que un chamaco habló diciendo que mi hijo estaba oculto en un departamento vacío del edificio Chihuahua. Corrimos al Chihuahua y con la excusa de que Meche quería ver cómo había quedado su casa, enseñó sus papeles y entramos mi marido, Meche y yo. Serían las nueve cuando llegamos al Chihuahua. Estaba lleno de soldados pero, con todo, empezamos a tocar de puerta en puerta; no sabíamos en qué departamento y tocamos a todos, un piso tras otro. Yo gritaba: «Carlos, Carlitos, Carlitos ¿dónde estás?». Me empecé a desesperar: «Contesta Carlos, contéstame Carlitos, yo soy… Soy yo, Carlitos…». Me seguían tres o cuatro soldados pero ya no me importaba nada; pensé que tenerlo vivo ya era una ganancia.
• Margarita Nolasco, antropóloga.
El descontrol de Margarita fue muy grande, enorme. Nos pasamos toda la noche buscando al niño, y ya el colmo de la histeria —podemos decir— fue al día siguiente, después de que nos avisaron por teléfono que el niño estaba en uno de los departamentos en el edificio Chihuahua, no sabíamos cuál. Entonces presencié escenas terribles que no sólo eran de Margarita sino de mucha gente, de muchas madres que buscaban a sus hijos, algunos muy pequeños, hasta de dos años, otros, como el de Margarita, ya de Secundaria, y Margarita, ya fuera de sí, iba puerta por puerta gritando: «¡Carlitos, soy yo! ¡Ábreme!». Era kafkiano. Obviamente, el niño no le hubiera abierto.
• Mercedes Olivera de Vázquez, antropóloga.
…Las carreras angustiosísimas de seres indefensos que trataban de ponerse a salvo de las balas, el grito mudo de los cientos de detenidos, el heroísmo de los habitantes de Nonoalco-Tlatelolco, ayudando, dando cafés, vendando cabezas, protegiendo a los heridos aún a costa de su propia vida y finalmente, en la mañana gris, carente de agua la llave, con la noche del insomnio encima… una madre… una madre gritando: «¡Carlitos!» por pasillos y escaleras, sollozando en busca de su hijo y preguntando por él.
• María Luisa Mendoza, escritora y periodista habitante del edificio Cuauhtémoc de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco.
En la mañana, como a las cinco, empezamos a organizamos toda la familia. Mi marido se fue a las procuradurías, Pepe a las delegaciones, Chelo y yo a las Cruces, a los hospitales, a los anfiteatros, a donde hubiera heridos o muertos. Los cuates, Rubén y Rogelio, salieron a su trabajo a esperar a que nos comunicáramos con ellos. En la Cruz Roja me preguntaron que si tenía valor para bajar al anfiteatro que está en los sótanos. (La Cruz Roja queda en Ejército Nacional, frente a Sears). Yo respondí:
—¿Usted cree que una madre no tiene valor para hacerlo?
Un encargado me acompañó. Bajamos por un elevador. Mi hija se quedó: «Espérate aquí». Ya en la morgue, el encargado presionó un botón y empezó a jalar las gavetas. Salió una primera gaveta en la que había el cadáver de un joven como de diecisiete años, su tez ya estaba amoratada. Como le faltaba parte del rostro, traté de identificarlo por medio de su dentadura y de los lunares que tienen en la cara todos mis hijos. A este cadáver sólo le quedaba la mandíbula y unos cuantos dientes. Al verlo me dio la impresión de que era el
Pichi
, porque yo los veía a todos como si fueran míos; en cada cadáver creía reconocer a uno de mis hijos, pero para cerciorarme abrí los pedazos de labios que le quedaban y examiné sus dientes y no eran, porque
Pichi
tiene los dientes de enfrente muy separados y éstos estaban muy juntos y el mayor los tiene incrustados en oro… Me sacaron otros cadáveres traídos de Tlatelolco, pero ninguno era. Muchos eran de señoras, pero no me fijé tanto, puesto que yo buscaba hombres. Sólo recuerdo a una como de 45 años con el pelo teñido de rojo y una blusa color naranja.
Subimos de nuevo y le pregunté al encargado a dónde podría seguir buscando.