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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

La pasión según Carmela (20 page)

Carmela estaba en el hospital cumpliendo horarios extra como de costumbre. Me senté al escritorio y corrí de lugar libros y carpetas sin ánimo de ordenar, sino simplemente por hacer algo. A la hora me levanté con dolor de cintura, fui al recibidor, la cocina, el comedor, de nuevo la cocina, el recibidor, el comedor y la cocina. Salí por unos segundos al balcón, acaricié las verrugas amarillentas de la baranda de hierro y espié los edificios vecinos y sus nocturnas ventanas donde había ojitos de roedor que seguían mis movimientos. Por fin me aflojé sobre el sillón hamaca comprado en una distribución de antigüedades. Su crujido senil me regaló cierto bálsamo, como si el crujido fuese una plegaría.

¿A quién debía consultar? Me acordé con vergüenza de las caras amigas de Hugo, Laura, Juan Carlos, Sara, Roberto, Zacarías, Alicia, Marcelo, Silvia y tantos nombres de tiempos pasados que vinieron a pedirme ayuda encogidos de miedo y yo les decía que no fuesen exagerados, que confiaran en la justicia de la Revolución. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Esperar que me vinieran a buscar? ¿Por qué no nos habíamos marchado a México? ¿Por qué no a Argelia? Si me arrestaban sería para hacerme declarar lo que no es cierto, como a Heberto Padilla; me obligarán a una autocrítica absurda y después me sepultarán por años en la cárcel.

El edificio de mi departamento contaba con un sótano que nadie usaba porque se había inundado. Me serviría de escondite hasta que encontrase una forma de abandonar Cuba. Baje tres pisos hasta la planta baja y descendí los escalones que llevaban a la gruta del sótano abandonado. No tenía llave, a nadie se le ocurriría entrar; un olor pestilente traspasaba las paredes manchadas de humedad. Abrí lento, con la idea de ser expulsado por un ejército de ratas. Palpé los muros y no demoré en encontrar la llave de la luz, que encendió una moribunda lámpara con salpicaduras de moscas. En los ángulos había telas metálicas que en alguna época sirvieron para guardar mercaderías. Era un cementerio de sillas rotas, cajones desvencijados, trozos de alfombra, zapatos, latones perforados, vidrios partidos, manchas de charcos evaporados. Las telas de araña cubrían algunas partes. Una claraboya diminuta daba a la calle y dejaba entrar algo de aire. Mis ojos examinaron de lado a lado ese sitio inhabitable para decidir si podía convertirse en un escondite. Sólo imaginarme tendido en ese colchón de mugre me provocó dolor de cabeza. Pero era preferible algo de sacrificio que terminar en la cárcel.

Salí con cuidado y subí hasta mi departamento para esperar el regreso de Carmela. Antes de llegar al tercer piso me di cuenta de que me esperaban, pero no ella. Di media vuelta y bajé precipitado. Me siguieron con gritos y taconazos. En la puerta cancel me detuvieron otros hombres. No había escapatoria. Pedí dejar un mensaje a mi esposa, pero no me escucharon. Los miembros de la Seguridad del Estado desprecian a quienes deben arrestar y, en consecuencia, mis ruegos no obtuvieron comprensión, sino patadas en las piernas y golpes en el estómago. Fui empujado a un vehículo que me llevó a un desconocido cuartel.

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Me aturdía la perplejidad, no entendía por qué tanto odio. Sin darme explicaciones fui arrastrado por galerías lúgubres. Me tironeaban como si pretendiese huir, cuando en realidad me entregaba sin resistencia, desprovisto de reflejos. Abrieron una celda sin luz y me arrojaron como una bolsa de basura. Caí sobre el piso de cemento rugoso. Me fui acostumbrando a la oscuridad y palpé los muros. De un extremo al otro sólo podía dar seis pasos, había un catre y un oloroso hueco para las necesidades. La puerta era de hierro y la habían cerrado desde el exterior. Advertí sombras que permanecían inmóviles y de súbito desaparecían, seguramente ratas. También percibí rondas de cucarachas. Los mosquitos empezaron a aterrizar sobre mi nuca y mis cabellos. Quedé dormido sobre las palabras contradictorias que recorrían mi sangre.

Imposible saber cuánto tiempo había transcurrido, porque me habían quitado el reloj, el cinturón y los zapatos. Escuché ruidos y me animé. Se abrió la puerta y un tablón de luz perforó mis ojos. Varios hombres se pararon en el umbral. Con gesto despectivo uno de ellos me ordenó que saliese. Caminé mareado y supuse que iba a recibir nuevos golpes. Fui arrastrado por otras galerías hasta desembocar en una celda más amplia, con un ventanuco. Había progresado. La puerta era de rejas, de modo que podía ver a otros prisioneros. No me explicaron la causa del generoso cambio. Pero enseguida comprendí: estaba encerrado nada menos que en la temida sección del Régimen Penitenciario Especial Incrementado, donde van a parar los peores enemigos de la Revolución, en particular los condenados a muerte.

En una celda frente a la mía se amontonaba un grupo de presos jóvenes con quienes empecé a hablar prendido de mis barrotes. Era gente sentenciada a cadena perpetua por crímenes comunes y dos esperaban ser ejecutados. Me dijeron que no me hiciera ilusiones —como si las hubiesen leído en mi frente— por haber cambiado de celda: eso no significaba un destino mejor. En efecto, a los tres días fui trasladado a otra celda, colectiva esta vez, con cuatro reos. Sus miradas transmitían indiferencia. Me adapté a sus maniobras para conseguir que nuestros cuerpos no se molestasen cuando nos tendíamos sobre las ásperas frazadas puestas en el suelo, porque una de las paredes medía cinco metros y la otra seis. Sin embargo, era un problema menor frente al hecho de que nos obligaran a permanecer parados desde las cinco de la madrugada hasta la cinco y media de la tarde. Los guardias vigilaban incluso desde los techos. Las protestas se castigaban en celdas donde el prisionero recibía una tanda de latigazos; al regresar, uno intentó colgarse con la sábana mientras los demás dormían.

En esta sección especial se concentraban asesinos, violadores y pederastas con presos políticos, entre los cuales estaba yo. Traté de identificar a mis colegas, lo cual resultó imposible, pese a que los de buena conducta éramos trasladados a un patio cerrado para tomar una hora de sol. Me habían ordenado quitarme toda la ropa y quedar en calzoncillos, con las manos esposadas a la espalda. El patio, las galerías, las celdas, las camas de concreto y los techos estaban pintados de blanco, con una mezcla de lechada y carbono que soltaba un polvillo que empecé a sentir en mis bronquios.

Me pregunté si la Revolución caminaba hacia adelante o hacia atrás, como un cangrejo. Las penalidades no aspiraban a mejorar, sino a deshumanizar. ¿En qué se diferenciaban estas cárceles de las de Batista? Si los verdugos creían que me iban a «reeducar», esta vez se equivocaron. Esa cárcel fue para mí un curso acelerado que me hizo ver aquello que me negaba a mirar. Castro había traicionado a la Revolución y se había rodeado de cómplices lúcidos o idiotas en todo el mundo. Alguna vez tendría que pagarlo.

Durante jornadas insomnes dejé que mi cabeza pensara libre de lastre ideológico. Era un dirigible que ascendía a la estratosfera purificada, infinita, siempre abierta. Tuve la osadía de recordar que torpemente había elogiado la siniestra UMAP, sigla que se refería a los campos de trabajo esclavo, en nada diferentes a los nazis y los construidos por Stalin. ¡La elogié, por Dios! Allí se encerraba sin juicio ni condena a millares de jóvenes por dejarse crecer el pelo, gustar de la música rock, hacer proselitismo religioso o manifestar su condición de homosexuales. ¿Cómo pude aceptar semejante desvío? ¿Cómo pude suponer que la UMAP eran inocentes campos de educación?

Me trasladaron a otra celda, individual y mucho más limpia. Me alivió el camastro confortable, un inodoro y una mesa para escribir, aunque sin papel ni lápiz. A la noche fui llevado a un despacho. Un desconocido oficial me indicó tomar asiento frente a su escritorio. Estaba distendido, se identificó como un miembro de la Seguridad del Estado y fue directo al tema. En un par de frases reconoció que yo había sido un importante protagonista de la Revolución, pero que también había cometido errores pesados. Es fácil concentrarse en los méritos y difícil aceptar los errores, dijo. Agregó que si yo me avenía a efectuar una seria y convincente autocrítica, era posible mi reivindicación.

—¿Total reivindicación?

—No puedo decir total. Confórmate con la palabra «reivindicación».

—Mi mujer...

—Ya sé —interrumpió—, se mueve como una pantera y está cansando a todo el mundo; mejor si se calmase. Pero las cosas no dependen de ella, deberías saberlo.

—Dependen de mi autocrítica, entonces.

—Así es.

—¿En qué consistiría?

—¿Me tomas el pelo, chico?

—Ignoro la acusación.

—Entonces harás el camino inverso al que te hice recorrer, con tormentos más sofisticados. Cuando llores arrepentido, lo que dices ignorar se te presentará en letras de molde. ¿Tal vez extrañas la primera celda, sin luz ni nada? Hay otra con más ratas, más cucarachas y unos piojos que dan gusto.

Empecé a transpirar.

—Te doy veinticuatro horas. Te regalaré papel y lápiz para que empieces a borronear tu descargo. Habrá una relación directa entre la fuerza de tu autocrítica y la rapidez de tu reivindicación.

—Conozco casos en los que se usó la autocrítica para acabar en una condena a muerte.

—Por algo será.

La reunión había llegado a su fin. Dos soldados me alzaron de los brazos y me sacaron de la oficina. Con injustificable apuro me arrastraron a mi última celda, la mejor de todas, y advertí que sobre la mesa pelada ya había una resma de papel y dos lapiceras.

Me produce escalofríos evocar los extremos de mi indignidad. Es cierto que rompí varias hojas y que en algunos renglones escribí puteadas, pero al término de inútiles rodeos en torno a mi desgracia, esculpí el más mentiroso de los textos, con una obsecuencia que desbordaba los límites del decoro. ¿Qué pensará Lucas cuando lea en la prensa mexicana mi auto humillación? Se interrogará si yo, esa piltrafa, era quien le había salvado la vida en la Sierra y si habían sido ciertas mis aventuras juveniles en el Partido Comunista Argentino. Los padres de Carmela ni querrán pronunciar mi nombre.

Sí, del freno inicial salté a una exageración desbocada. Pretendía que sirviese para liberarme de la cárcel y apelé entonces al salvavidas de la ironía que no entienden los déspotas, como hizo Freud cuando habló de las bondades de la Gestapo para que lo dejasen salir de Viena. Escribí impúdicamente:

Desde que llegué a esta prisión tuve la oportunidad de charlar en forma amistosa con mis guardias y supervisores. Al principio intenté polemizar con algunos, porque cargaba errores provocados por mi visión distorsionada de la realidad. En especial, con los oficiales de la Seguridad del Estado resultó muy fructífero el debate, porque ellos me condujeron con paciencia a entender aspectos de la Revolución que yo interpretaba mal, de ahí mi perverso sabotaje a la zafra de los diez millones. Las conversaciones fueron extensas y numerosas, diría que suficientes para despegarme de fijaciones equivocadas. Todos se mostraron cordiales conmigo, y muy respetuosos. Si debo compararlos con los contrarrevolucionarios, aparecen notorios contrastes: estos últimos son gente que odia, amargados, marginales y díscolos. Yo tenía una venda y actuaba con injustificable rencor. Nadie me ha forzado a redactar esta autocrítica y tampoco lo hago por miedo al juicio que me espera. Considero que es mi deber de revolucionario confesar la verdad de mi arrepentimiento.

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Me condenaron a quince años de encierro por haber perjudicado la zafra de los diez millones, y ser uno de los responsables de las penurias que amenazaban al país debido a su fracaso. Me trasladaron como favor especial a una prisión próxima a La Habana gracias a las gestiones de Carmela.

Yo estaba extenuado. Se me cruzó la idea del suicidio. La Muerte me rondaba otra vez como cuervo a la carroña. Quise darme ánimo con el sentido del deber, modalidad arraigada desde que ingresé al Partido, y mi deber era no abandonar a Carmela. Pero durante la noche se me acercaban espectros con una pistola, frascos de veneno, una bolsa de nailon. En las visitas semanales de Carmela nos mirábamos con un desesperado amor. Todavía éramos revolucionarios (¡cuánta perseverancia!), Fidel no tenía más alternativa que ser duro hasta con sus más apreciados. No quemaríamos una década de lucha por un pellizco de cárcel. Además, los quince años de pena seguramente se reducirían por consideración a Carmela.

Eso sucedió en forma inesperada. Nueve meses después de mi arresto, como si se tratase de una gestación, recibí la noticia de que sería puesto en libertad. La generosidad de haberme borrado catorce años adicionales de cárcel aumentó en forma precipitada e irracional nuestra adhesión al régimen. Tal vez porque no veíamos alternativa. Nos dijimos: No es un régimen tan cruel como los gusanos alimentados por la CIA nos quieren hacer pensar.

Me llamaron de parte del canciller Raúl Roa. ¡Era la reivindicación! Fui a su despacho, que conocía de memoria por las visitas que le hice cuando era asesor económico, donde había trabajado Carmela y donde él no había querido recibirme cuando murió mi hermano. Casi todos los rostros eran nuevos porque luego del fracaso de la zafra el gobierno decidió dar por acabada la etapa guevarista, llena de iniciativas fracasadas, para instalarse de una buena vez sobre los probados rieles del modelo soviético. La dependencia de la URSS no debía reducirse a la economía y los armamentos, sino al plano político, social, cultural, jurídico y de seguridad. En consecuencia, proliferaban en todas las dependencias asesores y técnicos rusos, incluso en el Ministerio de Relaciones Exteriores.

Roa me hizo esperar media hora para señalar que yo ya no tenía la importancia de antes, pero me recibió con muestras de afecto. Ese día no iba a recibir embajadores y, debido al calor, usaba una fresca camiseta deportiva azul marino. Sus manos huesudas y movimientos desgarbados me dieron un abrazo fugaz. Yo lo respetaba como un hombre informado, aunque adicto a una retórica florida. En lugar de escucharme, se despachó con un monólogo sobre las relaciones que Cuba fortificaba con los países No Alineados, la franja más gorda del planeta y la base para el triunfo universal del socialismo. Lo escuché como si fuese una hipótesis recién concebida. Raúl me felicitó por mi liberación y esperaba que tuviese éxito en mi nuevo trabajo.

—¿Nuevo trabajo?

—Después de tus errores, no pretenderás seguir en economía.

—Es lo único que sé.

—¡Vamos! No te hagas el modesto. Sabes de todo. Y como sabes de todo, irás al lugar adecuado.

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