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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

La pasión según Carmela (17 page)

—¡Es el colmo!

Se produjeron divisiones entre los escritores del boom, porque empezaron a cuestionar el escándalo de enterrar a Húber Matos por dos décadas en una cárcel. Matos había sido considerado una pieza noble y decisiva del triunfo revolucionario. Castro los calificó de intelectuales rastreros y que prefería un puñado de cabezas inteligentes a una tonelada de gusanos inservibles.

Atracó en el puerto de La Habana el buque Bratsk, de bandera soviética, que iba a marcar el inicio de una espléndida etapa. Su capitán, Yuri, invitó a un almuerzo multitudinario que incluyó a Ignacio y Carmela. Era un acontecimiento histórico, porque ese barco comenzaría el traslado de azúcar a granel hacia la URSS. Yuri ofreció brindis con champán y caviar. Se informó que pronto llegarían técnicos y militares soviéticos para multiplicar los logros cubanos.

Carmela leyó en revistas europeas que los filósofos franceses estaban embobados con la Revolución y, entre otras manifestaciones, pretendían que el fascinante Althusser les explicase por dónde pasaba el protagonismo original de los cubanos, tanto en la teoría como la práctica. Régis Debray escribía su libro exegético
Revolución en la Revolución
y aseguraba que se había desencadenado algo que no habían previsto los grandes genios.

—Me tranquiliza que estés feliz —la abrazó Ignacio mientras saboreaban esas novedades—. Somos de veras protagonistas de una epopeya prodigiosa, como decíamos en la Sierra. Verás que lo padecido será como el dolor de una parturienta que después se olvida, y hasta celebra.

Les llegó un sobre que contenía dos libros. Los volúmenes primorosamente encuadernados eran ejemplares de
La Iliada y La Odisea.
En el primero estaba escrita una dedicatoria: «Los amo de todo corazón y los recuerdo con dos lágrimas y una sonrisa». En el segundo la dedicatoria era breve: «La lucha de Odiseo no termina en Itaca». Las firmaba Lucas.

28

El doctor Eneas Sarmiento me avisó que sería entrevistada. Supuse que tendría relación con el simposio sobre tumores cerebrales que realizaba la cátedra de Cirugía. Me equivoqué de lado a lado. Eran tres hombronas, mujeres del Partido, que llamábamos con desdén «El Trío del Embullo». Su trabajo consistía en analizar a cada funcionario del Estado y decidir si podía ingresar en el Partido. Nunca había visto antes a esas compañeras, que se presentaron sin ablandar su arrogancia. Me condujeron a una reunión con varios médicos que ya se habían sentado en hemiciclo para escuchar. Tuve ganas de preguntarle al doctor Sarmiento si era una entrevista o un interrogatorio de la Inquisición.

La mayor del trío levantó su mandíbula y dijo que habían revisado mi expediente, pero antes quería tener una clara información sobre las causas que me habían llevado a dejar de pertenecer a la Federación de Mujeres Cubanas, habiendo tenido yo el privilegio de recibir uno de los primeros carnets. La miré con enojo; mi adhesión revolucionaria se había fortificado desde entonces. No merecía esta pregunta. Me acaricié el rodete para enfriar las ideas y decidí correr el riesgo de abrumarlas. Dije que la Federación estaba bien inspirada, pero me impresionó en forma negativa.

Parpadearon.

Conté que mi madre había subido por primera vez en su vida a un camión de ganado para hacer trabajo voluntario. Tenía que buscar ropitas para los niños de Matanzas. En eso vio a dirigentas de la Federación, mujeres como ustedes, pero en cómodos automóviles y no en un camión. No le pareció igualitario, y a mí tampoco.

El trío tomó nota. Agregué:

—La Federación está organizada de tal modo que se dice «esposa de», para lucir autoridad. Yo no quiero nombrarme como «esposa de», porque tengo mi propio nombre y apellido. ¿Van a subsanar ese defecto algún día?

No respondieron.

—Fíjense que yo trabajé en el Ministerio de Relaciones Exteriores y allí la FMC nos daba trabajo de costura y otras tareas parecidas. Quizá los que no están enterados se asombren —recorrí con la mirada el hemiciclo de médicos—, pero ese trabajo era una pérdida de tiempo, una dispersión, un disparate, ¡hacer costuras donde se planifica la política cubana ante el mundo! Yo sé que en el socialismo no deben existir diferencias entre el trabajo intelectual y el manual, pero en algunos casos puede generar un grave perjuicio.

Tras un silencio de sepulcro, sólo violado por los arañazos de sus lapiceras sobre el expediente, preguntaron por qué no había integrado los Comités de Defensa de la Revolución. Esa pregunta terminó por sacarme del frágil equilibrio y contesté:

—No me gusta vigilar ni ser vigilada; eso es fascismo. Pero —simulé ablandarme— tengan en cuenta que participé en la campaña de alfabetización realizada por el Comité de mi cuadra. De manera que colaboré, sin formar parte de las listas que ustedes tienen.

Consultaron entre sí la pregunta siguiente. La mujer de la derecha adelantó su cabeza como si necesitase pegar sus palabras a mi rostro:

—¿Has sostenido una relación amorosa «especial», quiero decir inaceptable para la moral socialista?

Cerré los puños. Percibí la incomodidad de mis colegas y yo hundí mis pupilas en las del doctor Sarmiento, que las cerró avergonzado. Nadie ignoraba que vivía con Ignacio. Ese trío de brujas se extralimitaba.

Las juezas conversaron en voz baja sin importarles el tiempo que quitaban a los médicos sentados en la sala como inútiles testigos. Una se puso de pie con la apostura de un verdugo. Irradiaba hostilidad:

—Teniendo en cuenta tu pasado revolucionario, desteñido por las desafortunadas e insolentes expresiones que lanzaste delante de estos médicos, quedas en el rubro de «cantera», es decir, en observación.

29

Leían en sendos sillones bajo la lámpara de pie instalada en el medio. Llovía y las cortinas de agua borraron los edificios que se veían desde la ventana. La humedad parecía atravesar las paredes y traía el aroma caliente que brotaba del pavimento mojado. Ignacio acostumbraba descansar sus pies sobre un taburete forrado en pana bordó y Carmela usaba un antiguo atril de música para no tener que mantener en el aire su pesado volumen de neuropatología. Una botella fresca con jugo de mango les hacía compañía. Carmela dejó de leer y miró a Ignacio hasta que éste giró la cabeza.

—¿Qué pasa, mi amor?

Ella tardó en hablar.

—¿Me querés? —preguntó Ignacio, sorprendido por la fijeza de sus ojos.

—Sí.

—¿Por eso me miras de esa forma? ¿Para estar segura?

—No precisamente.

—¿Entonces?

—No me hablas de tu esposa.

——¿Qué esposa? Irene no es más mi esposa.

—Bueno, tu ex esposa.

—¿Qué querés que diga?

—Por qué le fuiste tan infiel, si la amabas.

Se rascó la nuca y bajó un pie. Se sirvió de la botella otro vaso de jugo.

—Es verdad que la amaba y es verdad que le fui infiel —murmuró cabizbajo.

—¿Lo repetirás conmigo?

Bebió un largo sorbo mientras ordenaba las ideas.

—Heráclito...

—No me vengas con citas.

—Heráclito, al decir que nunca nos bañamos en el mismo río, señalaba que el río cambia, pero también quería decir que cambiamos nosotros. Lo podría haber formulado de otra manera: que nadie es igual cuando baja de nuevo al río. ¿Qué te quiero decir? Que no sé, pibita, porque odio mentirte.

—A tu esposa le mentías.

—Odio mentirte a vos. He cambiado. Heráclito.

—No sabes si me serás infiel, entonces.

—¿A qué se debe esto? Parece cómico, ¿tenés algún motivo para...?

—No por ahora, pero imagino que puedo llegar a tenerlos.

—¡Es ridículo! Yo te amo y no se me cruza cambiarte.

—Me agrada que lo digas.

Ignacio le acarició la mano y contempló sus uñas bien cortadas, sin pintura; era la mano que se desplazaba ágil, como un ave milagrosa, por las circunvoluciones del cerebro de sus pacientes. La acercó a sus labios y le besó el dorso y la muñeca. Después se levantó, corrió despacio los fuertes hombros del atril que sostenían una montaña de papel impreso y se arrojó sobre Carmela. Ella pegó una exclamación asustada, se puede quebrar el sillón, cuidado, pero él le desparramó caricias en el cuello, las mejillas, y prendió sus labios a sus labios. Carmela, con cierta lentitud, inquieta por esta forma de cerrar la charla, le acarició los cabellos, la espalda y accedió a deslizar sus ágiles dedos por los botones de la camisa que desprendió con habilidad de cirujana. La incómoda posición en el sillón, donde él debía quebrar su espina vertebral, terminó con una cabriola que los arrojó al piso, cerca de la botella a punto Je volcarse. Rieron de su travesura, pero no cesaron de soplarse palabras en la oreja mientras se pintaban caricias. Carmela, pese a sus temores de que Ignacio pudiera repetir las infidelidades de un Melchor prehistórico, se dejó llevar por la excitación que empezaba a soplar impulsos de fuelle. Ambos sabían que no sólo compartían la piel, sino que ingresaban juntos en los sueños.

No obstante, era Carmela quien sentía la necesidad de probar, aunque con reservas, el extraño sabor que gozan los infieles. Quizá no había terminado de procesar las frustraciones con Melchor o se sentía en desventaja frente a Ignacio. No le resultaría fácil ser infiel, porque no quería poner en riesgo su vínculo. ¿Era sólo la curiosidad de una entomóloga? ¿Deseaba examinar ese bicho llamado infidelidad, más abundante que las cucarachas? ¿Sólo pretendía una noción de los estremecimientos que genera la compañía diferente y más o menos clandestina? ¿Quería jugar a lo evitado, quizá porque tuvo un casamiento precoz y también fue precoz su carrera revolucionaria?

Trató de mirar detalles de los hombres. Les miraba los labios gruesos, o finos, o desdeñosos, o secos, o húmedos, y procuraba adivinar cómo serían sus besos. Miraba las manos, porque cada una es diferente, tanto por la forma como por sus movimientos. Las manos son animalitos traviesos, le había dicho Ignacio, y tenía razón. Algunas se exhiben desnudas, otras con anillos, algunas están cubiertas por un suave vello, otras son lampiñas, algunas están ripiosas por las venas, otras cubiertas de manchas. Algunas, al saludar, aprietan con decisión y otras vacilan, algunas expresan alegría y otras tristeza, algunas son huidizas y otras son osadas. Sin mirar el rostro, sólo por sus manos, Carmela podría diferenciar al generoso del egoísta, al flexible del severo, al franco del esquivo. Pensó que la gente había aprendido a interpretar la cara, el cuello y los hombros mejor que las manos. Y se privaba de ese espejo tan preciso. También miró a Ignacio con atención. Y la satisfacía advertir que sus labios eran sensuales, sus hombros flexibles y sus manos cálidamente vigorosas. Le pareció que no debía privarse de las fantasías que, lejos de perturbar su amor lo podrían consolidar.

Ignacio la llamó por teléfono al hospital y dijo que tenían que hablar, pero no en casa.

—¿Por qué?

—Quiero decírtelo mirándote a los ojos, mi pequeña per-canta; ¿nos encontramos en el bar Astoria?

—¡Tanguero fanfarrón!

—Te espero, pibita, no demores.

Cuando se sentaron, Carmela le contó que había visto a Irene.

—¡Cuándo! ¡Dónde!

—Es lo que menos importa. Se acercó a saludarme con cordialidad. Sólo puedo asegurarte que tú tienes una diabólica buena suerte con las mujeres que eliges.

—¿Te agradó?

—Mucho. Y no entiendo cómo pudiste ser con ella un hijo de puta.

—¿Qué te contó?

—Nada importante.

—Curioso...

—Bueno, ¿a qué se debe esta reunión antirrutina?

—Lo has dicho: antirrutina. No sucede a diario —le acarició las manos por sobre la mesa y la contempló con sus penetrantes ojos color miel, tratando de reconstruir el puente de vidrio caliente—. Quiero decirte que te amo, Carmela.

Ella arrugó el entrecejo, sonrió.

—¿No lo sabías? —preguntó Ignacio.

—Sí, sólo que me emociona tu idea de construir este escenario en un café para que las palabras suenen mejor.

—Más verdaderas —introdujo su mano en el bolsillo y le pidió que cerrase los ojos.

Carmela esperaba que sacara el capullo de una flor, la imaginó amarilla.

—Podes mirar —autorizó Ignacio.

Sobre su palma brillaban dos anillos dorados.

—Quiero que nos casemos.

—Haces tantos esfuerzos para que se me borren las fijaciones burguesas y ahora me vienes con esta proposición tan, tan burguesa —dijo Carmela contrayendo los párpados.

—El matrimonio no lo inventó la burguesía.

—Por lo menos lo consolidó.

—Mira, te sugiero que respecto de nuestra intimidad, dejemos a un lado la ideología.

—Las duras normas.

—Todas las normas. —Ignacio se levantó, rodeó la mesa con elegante suspenso y la empezó a besar. Ella sentada, él inclinado, estuvieron a punto de provocar la caída de los platos y las copas.

Rieron.

—Ahora te desnudo y hacemos el amor delante de todos. ¡Basta de normas!

—A que no te animas.

Solo apasionado
30

Quiero y necesito abrazar a Carmela, sentir que está a mi lado. Esta tarde me recibirá Alfonsín gracias a la gestión de su canciller Caputo, al que logré estremecer con nuestros padecimientos. Si Alfonsín acepta formularle a Fidel otro pedido directo, entonces el permiso de emigración llegará a manos de Carmela en cuestión de horas.

Cuando hace años le propuse casarnos, yo disfrutaba de una casa que había sido expropiada a un comerciante francés. Mi calidad de técnico extranjero mimado por el gobierno brindaba muchas ventajas que había aceptado con algo de incomodidad, pero no me parecían injustas: habíamos luchado por la Revolución desde sus comienzos y, pese a implacables garrotazos, decidimos mantener nuestro compromiso con Fidel.

Optamos celebrar la boda, que debía ser diferente a la que protagonizó Carmela durante la dictadura. No habría iglesia (¡Dios me libre!), ni vestido de bodas con larga cola y velo constelado de estrellas, ni ropa suntuosa, ni protocolo burgués. Ambos éramos revolucionarios marxistas, gérmenes del hombre nuevo.

La ceremonia y la consiguiente celebración tuvieron lugar en mi casa. Habíamos acopiado bandejas con canapés preparados por Carmela y sus amigas del hospital. Yo me ocupé de las bebidas, que en esa noche de calor iban a correr como un atropellado río de montaña. Entre los asistentes, además de familiares, amigos y altos funcionarios, se encontraba el robusto Alexandr Alexeyev, ya convertido en embajador de la URSS, quien tuvo la generosidad de hacernos llegar por la mañana una caja llena de caviar. Asistió también el embajador de China enfundado en su solemne estilo Mao con un botón rojo en el cuello. El acta matrimonial fue redactada por un notario parlanchín, quien tuvo la ocurrencia de invitar a todos los presentes para que firmasen en calidad de testigos. Uno tras otro, gastando bromas, estamparon su firma, hasta convertir la hoja apergaminada en un promiscuo lecho de rúbricas. Alzamos las copas y brindamos con la exclamación «¡Patria o muerte!». Luego cantamos
La Internacional.

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