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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

La pasión según Carmela (21 page)

—¿Cuál es?

—No debo decirlo.

—Pero lo sabes.

—Sí, lo sé. Y te aseguro que suena a premio.

No daba crédito a mis oídos. Volví contento a casa y esperé a Carmela con una botella de vino que robé en un rincón del ministerio, como hacían casi todos los empleados. Brindamos por el fin de la pesadilla y esa noche fuimos a celebrar en un restaurante de la Ciudad Vieja. Ella había preguntado al ministro de Salud sobre mi futuro y también se mostró feliz, sin suministrarle otros datos. ¡Me quieren dar una sorpresa!

Dos días más tarde llegó una citación del director de la Biblioteca Nacional, Aurelio Alonso, hombre vivaz y culto. Fui con extrañeza. A Alonso lo había visto en cócteles diplomáticos y era apreciado por el Comandante. No me hizo esperar como Roa, pero me recibió con menos efusión. A los tres minutos de charla sobre el estado del tiempo dijo que le agradaba contar con mi colaboración. Abrí los ojos: ¿Colaboración? Sin cambiar el tono añadió que le había causado alegría enterarse de que me habían designado para reordenar la Hemeroteca. Creí que hablaba con el hombre equivocado:

—¿Yo? ¿Hemeroteca?

—Hace falta concentrarnos en ese rubro —prosiguió sin fijarse en mi pasmo—, porque desde el Primer Congreso de la Cultura, con tantos invitados especiales y un uso caótico de los materiales, tenemos el sector arruinado; no vamos a dejar que se pierdan colecciones y números valiosos.

—Discúlpame... —tartamudeé.

—Puedes empezar mañana mismo —añadió como si yo no hubiese abierto la boca—. Te espero a las diez, así recorremos juntos tu área.

—Querés decir... —intenté aún. El director se puso de pie y dijo solemne:

—Deberías estar agradecido, Ignacio. —Su rostro era honesto y me transmitía un mensaje paraverbal. Durante unos segundos hablaron sólo las pupilas. Entendí que, en efecto debía estar agradecido, mi situación podía ser mucho peor. Levanté mi mano, dudoso aún, y se la estreché. Aurelio no sonrió, entendía mi conflicto.

Con amabilidad me asignó una mesa en una oficina amplia, rodeado por muchachas y muchachos sin experiencia de bibliotecarios. Me venían bien como antídoto de la tristeza.

Sabía que concurrían intelectuales de calibre y estuve alerta a su aparición. Aurelio me mostró algunos de los cubículos que se les había asignado para que pudiesen escribir tranquilos. A lo largo de unos meses pude charlar con Eliseo Diego, Bella García Marruz, Cintio Vitier. En los pasillos choqué con Reynaldo Arenas, que traía bajo el brazo su novela
Celestino antes del alba.
Eliseo Diego la elogiaba mucho y nos sentimos obligados a leerla. También alterné con bibliotecarios profesionales. Confesé a Carmela que este trabajo, asignado como una penalidad amortiguada, me permitía acceder a la flagrante división del pueblo cubano en una élite admirable que iba a la Biblioteca, y una masa torpe, ignorante y manipulada que gritaba en la Plaza de la Revolución. Las conversaciones en la Biblioteca y los debates en los ámbitos partidarios correspondían a sociedades diferentes.

—¿Cómo es eso? —se asombró ella.

—Sí, una nueva división de clase, además de la que ya se ha constituido entre los dirigentes y los dirigidos.

—¡Te has vuelto más hereje que yo!

—Si Marx viviese, confirmaría que no llegamos al comunismo, porque se han formado nuevas divisiones de clase, sólo que con otros nombres.

—¡Hereje, hereje! —me golpeó con sus nudillos mientras me acercaba sus labios.

Aurelio quería que me sintiese cómodo. Le notaba una actitud culposa cuando se arrimaba a mi mesa, convencido de que mi talento era económico, no de bibliotecario. Un día me propuso otro trabajo: la bibliografía exhaustiva de Lenin. Podía conseguir un permiso especial para explorar los archivos secretos del Comité Central del Partido Comunista, que había sido fundado en 1923. Le agradecí la idea, porque volver a los textos de Lenin era resucitar mis años de la juventud, cuando recorría apasionado sus páginas, que eran el caudaloso arsenal de una guerra prácticamente ganada. Me ayudó una muchacha maravillosa que cumplió la parte decisiva. Se llamaba Nancy. No sólo hurgó hasta en el más pequeño de los rincones para encontrar los textos del gran revolucionario, sino que escogió una hermosa portada pespunteada al estilo de Roy Lichtenstein, un pintor realista que aceptaban los líderes.

Los trabajadores de la Biblioteca podíamos almorzar en el cercano comedor del Ministerio de la Construcción. Era horrible. En ese año el menú consistía en arroz con gorgojos y sopas de ala de tiburón, pero sin un trozo de ala; a veces agregaban pescaditos mínimos llenos de espinas. Nancy exclamó con ironía: «Ahora entiendo cómo la gente pudo sobrevivir en los campos nazis». Nos visitó uno de los comandantes y yo lo llevé a compartir esa comida. El pobre suponía que era un agasajo. Sorbió el líquido amarillento y desabrido llamado sopa y vio los gusanillos en el arroz. Al finalizar prometió ocuparse de corregir semejante menú. Cumplió su palabra y durante quince días se percibió el cambio, pero luego las cosas volvieron a la rutina.

Por razones incomprensibles Aurelio Alonso desapareció de la Biblioteca Nacional. En su lugar asumió Cidroc Ramos un militante ortodoxo y nada creativo. Con palabras rencorosas manifestó que no le gustaba esa mierda de la revista
Pensamiento Crítico
, que yo había comenzado a clasificar. Resistí echar a la basura el trabajo efectuado sobre un material de alta calidad y le pedí que autorizase por lo menos la publicación de la bibliografía de esa revista. «No, no, sus autores son espías, burgueses, fascistas, y no vamos a gastar en ellos el dinero de la Revolución.» Yo replicaba que sería un material útil para refutar el capitalismo.

—No necesitamos refutaciones, basta tener la verdad.

Me llegó algo de México en un sobre cuyo interior había sido extraído, examinado y vuelto a guardar por la censura. Antes de abrir imaginé quién lo mandaba. Encontré dos volúmenes editados por la Casa de las Américas, pero comprados en México, con textos laudatorios para la Revolución, uno de Lezama Lima (condenado por homosexual), y otro de Julio Cortázar, cuyo sarampión tardío lo tenía a mal traer. En su breve dedicatoria Lucas me deseaba muchas gratificaciones en la Biblioteca Nacional. Su ironía superaba la que yo había usado en mi autocrítica. «Sos un hijo de la gran puta», rechiné.

A fin de año se realizó una asamblea para el balance de nuestro Trabajo Voluntario que tanto Carmela como yo seguíamos efectuando como si fuese el purgatorio. Los jerarcas del sindicato se ubicaron en un estrado imponente y por micrófono reconocieron que, en efecto, el trabajo había sido duro. Pero los resultados eran inferiores a los esperados por los técnicos y por el Comandante. Debíamos volver al campo, quitar las plantas estériles y sembrar de nuevo. Escuchamos con nerviosismo, porque más de uno hubiera querido tomarlos de la solapa y preguntar: ¿Por qué no se hizo una investigación científica antes de invertir tanto trabajo en algo que no servía? ¿Quién de los jefes será castigado por haber cometido un error tan grande? Yo pensaba que, si nadie era castigado, debía suponerse que la idea la tuvo Fidel al levantarse de la cama, como sucedió con los diez millones.

En mi oficina habíamos conversado sobre el tema y designamos vocera para representarnos en la Asamblea a la bravía Nancy. Se puso de pie y dijo que desde el inicio se sabía del inconveniente, porque los campesinos lo habían advertido a repetición. Hicimos un trabajo inservible para el que, además, no estábamos capacitados. Sus palabras cortaban el aire y fueron acompañadas por suaves movimientos aprobatorios que la entusiasmaron demasiado. Le hice señas para que bajase el tono. Pero Nancy, montada en su galope, declaró que a partir de ese momento, como prueba de valor revolucionario, dejaba de pagar la cuota del sindicato.

Se levantó un murmullo inquietante. Olí el miedo. Los líderes del sindicato integraban el Partido y, por lo tanto, eran los patrones. Uno de ellos tomó la palabra y se dirigió a los presentes como si Nancy no hubiese hablado. Eran la «vanguardia lúcida», poderosa e infalible, que conducía el país hacia su prosperidad. Repitió lo de siempre: El Partido necesita que sus militantes den el máximo; ¡todos frente al enemigo común, que es el imperialismo yanqui! Hay que estrujarse hasta el agotamiento, porque vale la pena.

Al día siguiente los compañeros dijeron por lo bajo que coincidían con Nancy, pero ninguno explicó por qué se quedaron callados. Eran prudentes y calculadores, como me había vuelto yo, que también mantuve sellados los labios. Mi cobarde racionalización fue: ¿para qué protestar si de nada sirve?

36

Carmela había regresado de un largo viaje a Argelia, adonde fue enviada por el gobierno para comentar los progresos de la Revolución en medicina. El Comandante reconocía sus méritos no sólo en el campo asistencial, sino en sus investigaciones y descubrimientos. Tenía dedos de oro para recorrer los meandros del cerebro, la columna vertebral y los nervios periféricos, además de afinada intuición para advertir los nuevos caminos de la medicina. Había empezado a investigar el nebuloso terreno de los trasplantes, pero cometió el error de informarle antes de tiempo a Fidel, quizá con la esperanza de que ese mérito lo impulsara a reinstalarme en un cargo relacionado con la economía. El Comandante se entusiasmó con la noticia, bromeó por el hecho de que fuese una mujer quien protagonizara tamaño progreso de la ciencia y le pidió que concentrase sus energías en esa especialidad. No escuchó su ruego de perdón al marido. La despidió asegurándole que recibiría muchos pacientes y de que su nombre sería mencionado por él en varios discursos. Al otro día la llamó el ministro de Salud para repetirle la alegría del Jefe Máximo e informarle que podía contar con los recursos que necesitara, aunque tuviese que traérselos de Estados Unidos. Carmela agradeció, pero volvió a quejarse de que yo estaba siendo desperdiciado en la jaula de la Biblioteca Nacional. El ministro le respondió dulce:

—La jaula de Ignacio es transitoria, ya verás.

Apoyados en la baranda del balcón comentamos los alternativos apoyos que habíamos intercambiado entre nosotros durante estos años. Cuando arrestaron a Lucas, yo me ocupé de liberarlo. Cuando se invirtieron las cosas y yo fui el arrestado, ella se esmeró por salvarme. Ahora Carmela mantenía nuestro aceptable nivel de vida para que yo cumpliese mi castigo en una «jaula transitoria», como aseguró el ministro. «¿Cuánto tiempo seguiremos oscilando?», preguntó.

Casi me ponía a desgranar sobre su bello rostro mis teorías sobre la desestabilizada balanza que impera en los tiempos de una revolución, como lo había hecho durante la guerrilla. Pero no ansiaba convencerla a ella, sino a mí mismo. Ella ya había sido convencida y hasta se volvió fanática. Ninguno de los dos renunciaría a la certeza de que la lucha armada iba a parir una sociedad más justa, como lo profetizó Marx y de algún modo lo confirmó Nietzsche. Pero Marx desembocó en Stalin y Nietzsche fue el icono de los nazis. La violencia y el esfuerzo prometeico cocinaban un sendero letal.

Carmela parecía bien encaminada en sus investigaciones. A su consultorio llegaban también pacientes extranjeros y ya no daba abasto con tanta gente. Lo comprendió el ministro de Salud, quien optó por indicarle que diese prioridad a los extranjeros. ¿Los extranjeros?

—Por solidaridad internacional —respondió el ministro.

—Pero no son extranjeros del campo socialista.

—No importa, la solidaridad va más allá de las fronteras.

—¿Dejaré de atender cubanos que esperan meses para dedicarme a extranjeros recién venidos?

—Así es.

—No me parece justo.

—Carmela, no digas que no es justo.

—¿Por qué?

—Porque hay razones superiores.

—Perdona, pero no las conozco.

—Los extranjeros pagan en dólares...

—Entonces se trata de un cálculo capitalista, contrarrevolucionario.

—Son dólares que precisa la Revolución —dijo golpeándole la frente con picaros dedos.

Le confirieron galardones y la hicieron viajar a congresos de medicina, pero con la advertencia de no revelar el secreto de los trasplantes. En el poco tiempo que nos quedaba para hablar, porque Carmela regresaba cada vez más tarde y se iba al amanecer, nos asperjábamos gotas de desilusión. Los trasplantes se mostraban promisorios, pero aún no conseguían resultados significativos. Era necesario proseguir los experimentos con animales y obtener más información de la genética y la neuroquímica.

—Debería interrumpir estas operaciones, pero no me dejan —me confesó nerviosa.

—¿Cómo que no te dejan?

—No me dejan, Ignacio, aportan dólares.

—Insinúas que hay... ¿engaño?

—Algo así.

Acaricié la baranda como si fuese el tierno lomo de un animalito. Olfateé la tempestad que se nos venía. El Comandante se había entusiasmado con los trabajos de Carmela como antes lo había hecho con la zafra de los diez millones. Decirle que no era condenarse a la cicuta. Ella recibió mi pensamiento sin que yo moviese los labios y asintió preocupada: «Por eso estoy aguantando», dijo. «¿Cuánto tiempo más?», pregunté a las estrellas.

Se iba a inaugurar un congreso médico internacional y Carmela decidió presentar el fruto de sus investigaciones sin mencionar los trasplantes. Consideraba que de esa forma consolidaría su prestigio y podría regresar al carril normal, sin colisión con el Jefe Máximo. Para evitar sorpresas informó al ministro de Salud que a partir de ese día interrumpía los trasplantes. El ministro pensó que le hacía un chiste, pero su risa se transformó en mueca al comprender que esa mujer había perdido la sensatez. Quiso disuadirla con un rosario de argumentos y después pasó a la amenaza. Antes de despedirla, el extenuado ministro preguntó si su postura era inapelable. «Sí, inapelable.» Preguntó entonces si podía transmitirla al Comandante. Ella lo miró confiada:

—Por supuesto.

La mañana del congreso se permitió dormir un poco más y yo me fui a la Biblioteca luego de besarla y desearle éxito. Carmela abrochó a su solapa la credencial tricolor y cargó su portafolio con los materiales a presentar. Enfiló contenta hacia el edificio, pero cuando llegó a la puerta fue detenida por un guardián. La molestó ese freno, aunque sospechó de inmediato que era un hombre preparado sólo para ella, como el guardián de Kafka. Tenía ojos de hierro, extendió su mano hacia la solapa de Carmela y palpó la vistosa credencial. «No puedes entrar», recitó frío. Ella dijo que era un error, porque la esperaban para leer uno de los relatos oficiales. El autómata replicó que no estaba en la lista de los oradores. Carmela abrió enojada su portafolio y le mostró el folleto impreso, dentro de cuyas páginas figuraba su nombre, Carmela Vasconcelos, con referencias honoríficas y horarios de exposición. El guardia arguyó que ese folleto era falso. Carmela se puso roja:

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