Ocurrió como lo había supuesto. Salí de la reunión con el Buró político atontado por el zumbido de los ventiladores que habían girado sobre mi cabeza. El Comandante y todos los miembros de esa instancia suprema guardaron un silencio mortal ante mi melancólico diagnóstico.
En casa me acosté para relajarme.
Esa noche invité a Carmela al hotel Habana Riviera. Necesitaba tomar una copa en un sitio ruidoso, parecido a las confiterías de Buenos Aires, aunque nada era en realidad parecido a las confiterías de Buenos Aires, porque el hotel desbordaba frivolidad hollywoodiense, como se estilaba en los tiempos de Batista. El primer ministro tenía oficinas en los últimos tres pisos de este hotel: 18,19 y 20. La estructura luminosa sobresalía frente al Malecón, donde las olas no cesaban de reventar sus golpes de espuma.
Ingresamos en el cabaret vasto y misterioso, al que habían concurrido Ernest Hemingway y Frank Sinatra. En los primeros años de la Revolución ese cabaret siguió funcionando para los dirigentes que querían tomarse un recreo. Pero se decidió mantenerlo cerrado los días laborales. Otra cosa era el fin de semana. Por suerte ya no predominan los ricos. Esa joya de la élite había pasado a ser un espacio popular. Sin embargo, los cubanos se ponían la mejor ropa para entrar, lo cual no me agradaba, porque era una prueba de que no habían olvidado la etapa consumista anterior. La sala que antes se destinaba al juego había sido transformada en un salón danzante, en el que vibraban los ritmos cubanos por sobre los gringos. Se evitaba el rock asociado al imperialismo y sus hábitos degenerados. En el amplio bar se daban cita corresponsales extranjeros, diplomáticos, políticos y escritores.
Los checos y los rusos que se habían constituido en nuestra columna vertebral ideológica, económica y militar hablaban fuerte en sus estridentes lenguas, sin confraternizar entre ellos ni con los cubanos, y se agrupaban en espacios distintos, lo cual tampoco me gustaba porque ponía en evidencia que la fraternidad socialista aún tenía eslabones flojos. Por otra parte, cuando el vodka superaba el umbral crítico, algunos confesaban que querían sentirse menos controlados. Bebimos unas copitas de ron, charlamos con un checo y un ruso sobre cosas sin importancia y regresamos con cierto alivio en el alma.
Pese a mi rango y la amistad que me había unido al Che, nuestro hogar era sobrio. Se cortaba a menudo la electricidad y la mayoría de las veces la luz no regresaba hasta el día siguiente. Decían que la electricidad no alcanzaba para todo el mundo y, por solidaridad revolucionaria, debía ser provista primero a las zonas con hospitales. Encendíamos velas por doquier, como si iluminásemos santos de una iglesia, era lo único que le faltaba a mi ateísmo. Sin embargo, los apagones también castigaban las zonas con hospitales. A menudo la gente salía frustrada de los cines porque en medio de la función se cortaba la corriente. Las cocinas de los restaurantes se paralizaban y había que comer frío o quedarse manoseando los cubiertos. Faltaban los productos de limpieza y en algunos momentos no se conseguía un jabón. Tampoco pasta dentífrica ni desodorante, lo cual era más fácil de despreciar porque los exaltaba el consumismo capitalista. Desapareció el papel higiénico; las revistas y los diarios se guardaban con esmero junto al inodoro. Faltaba café, nada menos que en Cuba. La leche estaba racionada pese al programa lácteo que Fidel había inventado y promocionado, y que prometía convertirnos en uno de los más grandiosos productores de leche del planeta. Hasta las cucarachas que merodeaban en cocinas públicas y hogareñas estaban mareadas de hambre. Mordiéndome los labios recordaba la profecía del Che: en pocos años íbamos a superar la economía de Estados Unidos.
Lo íbamos a conseguir con la zafra de los diez millones había prometido Fidel.
Esa zafra me tenía loco.
Al llegar a casa descubrí en el oscuro balcón la sombra de Carmela, que me esperaba con un vaso de agua azucarada rociada con gotas de alcohol medicinal. Le hice señas para que bajase y fuéramos a dar una vuelta en mi auto ruso. Necesitaba respirar. Descendió con los vasos y partimos. Las ventanillas bajas dejaban que el aire húmedo refrescase nuestras cabezas. Aceleré por las calles del barrio, que abandoné rumbo a otros sitios de la ciudad. Comprobé nuevamente, con reprimida bronca, que mientras varias manzanas yacían a oscuras, ciertas viviendas estaban iluminadas por generadores eléctricos propios. Llegamos a las áreas residenciales de Miramar y Cubanacán, donde se sucedían mansiones con piscina, todas iluminadas. En la puerta estacionaban automóviles de lujo, inclusive Alfa Romeos. A veces Carmela, a veces yo, conocíamos los nombres de esos privilegiados que hasta gozaban de servicio doméstico. Nos costaba expresar el desagrado que producía esa falta de ecuanimidad, porque criticarlos significaba pasar al reaccionario distrito de los que critican la Revolución. No obstante, a ciertos funcionarios y comandantes ya se los empezaba a calificar como los
Gorditos
, porque comían en los mejores restaurantes, salían de viaje al exterior y disfrutaban viviendas lujosas.
Pero no teníamos derecho a quejarnos porque éramos mas papistas que el Papa. Aunque pudimos adquirir una tarjeta para comprar en Riomar, adonde sólo iban diplomáticos y asesores extranjeros, nos ateníamos a la libreta de racionamiento como cualquier hijo de vecino. Ansiábamos construir un mundo mejor por la vía del voluntarismo. Ahora pienso que el voluntarismo debería asociarse a la omnipotencia y, también, a la crueldad. O a la estupidez. Pero en esa época todavía dibujábamos según el deseo, indiferentes a las evidencias que escupían algunos amigos del Este cuando estaban borrachos. Nos dábamos manija para convencernos de que la Revolución tendría un desarrollo glorioso y que todas las injusticias serían superadas.
Mi oficina estaba en el palacio presidencial y con frecuencia me cruzaba con el presidente Osvaldo Dorticós. No me parecía inteligente, más bien un amigable componedor. Supo articular sus tareas de protocolo con las directivas del Jefe Máximo. Pero después de mi dramática reunión con el Buró político, Dorticós empezó a esquivarme, al extremo de no responder a mi saludo. Me afectó, era hiriente e inmerecido. Mi secretaria me avisó que yo había sido excluido de la lista de invitados a la tribuna de la Plaza de la Revolución.
—¿Estás segura?
—Sí; además, Ignacio, además —dijo asustada—, ha trascendido que quisiste impugnar la autoridad del Comandante.
—¿Qué dices?
—Es lo que escuché, Ignacio.
—¡Repítelo!
—Que has querido impugnar al Comandante y que... que eres un traidor.
Me rasqué los cabellos y fui a tomar un vaso de agua. No podía ser cierto. ¿Me harían seguir el absurdo camino de Húber Matos?
Los funcionarios que solían aparecer en mi oficina para charlar o recabar información dejaron de visitarme. De golpe me había convertido en un leproso al que se deseaba mantener lejos, como en la Edad Media. A lo largo de varios días no me llegaron explicaciones, ni sanción, ni consejos. Todo debía ser un colosal equívoco, lo iban a corregir. Pero en la nueva realidad sentí que estaba completamente solo.
Una mañana encontré revueltos mis archivos. Trabajé a máquina forzada para quemar las horas. Cuando regresé a la tarde en nuestro departamento vi a Carmela desfigurada. Nunca, desde que la descubrí en una guagua hacía años, imaginé que su rostro podía adquirir tanta amargura.
—¿Qué te pasa?
—Vinieron —dijo con los ojos hinchados por el dolor—, a instalar cables y arreglar el teléfono... ¡vinieron a intervenirlo, Ignacio, a intervenirlo!
Me senté en un sillón con la cabeza hundida en las manos.
—¡Qué es esto! —protestaba Carmela, a la que no conté aún lo que había pasado en mi oficina—. Se metieron aquí sin pedir permiso, siguió, como si fuese un allanamiento, no quisieron decir nada ni entiendo nada.
Le pedí que se calmase y reflexionáramos sobre el efecto que había producido mi informe ante el Buró político.
—Quedé encerrado en un callejón sin salida —dije—. Si mentía ante esa instancia merecería la muerte, y si decía la verdad, recibiría el repudio. Ahora tengo el repudio, estoy ubicado en la categoría de No Persona. —Acaricié la mejilla de Carmela, que estaba muy pálida—. Estoy apestado, pero no somos los únicos.
—¿Qué quieres decir?
—Cada día Fidel destituye funcionarios por tartamudear respecto a la zafra, es un tema que lo tiene furioso; hoy destituyó al ministro de Industria, el teniente Borrego, lo conoces.
—¡Claro!, estuvo junto al Che en la toma de Santa Clara.
—Bueno, fue destituido así nomás porque en una reunión del Ejército se atrevió a decir que los diez millones no van.
La desgracia se divertía conmigo, porque Dios deseaba vengarse de mi incredulidad y mandó a la Muerte para degollarme. La muy garula agitó su arma filosa cuando mi secretaria se acercó con un tembloroso telegrama. La miré asustado, supuse que traía mi condena al paredón. Cuando lo leí, se trataba de la Muerte, en efecto, pero no de la mía. Roberto, mi hermano menor, había fallecido electrocutado al querer arreglar una lámpara cuando salía de la ducha. Me derrumbé, sin poder llorar. Ella no supo cómo consolarme, fue a traer un vaso de agua y me acercó el frasquito de colonia que tenía en su mochila, regalo de alguien. Se sentó a mi lado para contar que hacía poco también perdió un hermano y suponía que su dolor consolaría el mío. Agregó como buena noticia de que el telegrama se lo había entregado el secretario personal del presidente Dorticós, lo cual hacía pensar que se había terminado mi condena en el palacio. Pero Dorticós ni siquiera me llamó por teléfono ni se acercó a darme el pésame. Tampoco ningún ministro ni alto funcionario. Eso confirmaba que yo había pasado a ser el enemigo. No se recordaba mi foja en la Sierra, ni mis años de consagración a la causa, ni mi antigua amistad con el Che, ni mi vida entregada a la Revolución. Daban ganas de aullar como un perro.
Se me doblaban las piernas y mi secretaria me acompañó a casa. Esa noche Carmela suspendió su guardia de rutina en el hospital para acompañarme a lo del canciller Roa, que accedió a una entrevista, con el fin de solicitarle que facilitase mi viaje a Buenos Aires por la vía más rápida, es decir México. Tal como lo presentía, no nos recibió Roa, y nunca supimos si estaba en otra habitación. En cambio nos atendió Luis Ojeda, su nuevo jefe de despacho, quien no se emocionó al ver a su antecesora. Con frialdad explicó que por el momento no se podía hacer nada, las cosas no estaban como para pedir favores al embajador de México. «¿Qué cosas?», pregunté. Luis Ojeda guardó silencio y nos miró con cara de mineral. Insistió Carmela, pero no lo pudimos mover de su negativa. Bostezó y nos despidió con una cortesía forzada.
No me resigné, porque era un deber abrazar a mi cuñada Rosaura y mis tres sobrinas. Carmela, sin esperar un minuto realizó gestiones imperiosas en el Ministerio de Salud, donde la respetaban. Consiguió que me autorizasen salir, pero ella debía quedarse (¿como rehén?). El viaje lo tuve que hacer por la vía más agotadora: Praga. Cuando por fin aterricé en Buenos Aires, ya habían pasado varios días del entierro. Permanecí dos semanas encerrado con Rosaura y las niñas para evitar encuentros políticos donde no sabría qué decir. Yo era a la vez un héroe histórico y un villano. Cuando retorné a La Habana me dominaba un abatimiento que hasta afectaba mi vínculo con Carmela. Me agobiaba la frustración política y profesional, aunque todavía no me atrevía a reconocer que era la Revolución de Fidel la que intentaba ahogarme con baldazos de escoria.
Participamos en otra vuelta de trabajo voluntario, esta vez sólo en los cortes de caña, para contribuir con los imposibles diez millones. Trabajé dos meses y Carmela uno. Cumplíamos con los ritos de una religión que empezaba a perder su antiguo encanto. Nos mirábamos para decir cosas que se detenían en la garganta, obedientes a la autocensura. Una noche Carmela murmuró que tal vez debíamos alejarnos del país por un tiempo, quizá viajar a Argelia, donde la revolución parecía más atractiva. La miré, recordé mis lecturas de Fanón y moví la cabeza con tristeza: Argelia no. Entonces, ¿México?
Durante varios días revolvimos la ardiente ilusión de pasar una temporada en México. Allí estaban Lucas y los padres de Carmela. Pero nuestro reencuentro, aunque familiar, produciría sospechas de claudicación revolucionaria.
La zafra quedó lejos de los diez millones y apenas arañó los ocho, como había calculado con irrefutable exactitud. Hubo variadas reacciones; una de las más impresionantes fue la columna irregular, larga, de varios kilómetros, que en medio de la noche se alejó de La Habana rumbo a un oscuro santuario. Algunos llevaban los niños sobre el hombro y las parejas enlazaban sus manos. Resucitó el antiguo culto a san Lázaro, que no era cristiano, sino un santón babalú. La procesión había sido prohibida en 1961 por el ateísmo revolucionario, pero volvía en ese momento gracias a la derrota de la zafra. El gobierno autorizó la procesión como una catarsis. El fracaso se extendía amargo y amenazante. Nadie le iba a echar la culpa al gobierno y menos a los cálculos del Comandante. El pueblo seguía identificado con Fidel y cada uno de sus sueños voluntaristas, con perfecta amnesia de otros frustrados sueños anteriores. La zafra de los diez millones había alcanzado la solidez de una verdad granítica por la obcecada propaganda oficial, pero en ese momento ya se murmuraba que Carlos Rafael Rodríguez, hombre de confianza de los soviéticos, pasaría a ser el nuevo primer ministro o que asumiría la presidencia con más poder que el pasivo Dorticós.
Mi secretaria tuvo el coraje de salir del edificio antes de mi llegada para advertirme que no entrase, porque me toparía con los guardias que bloqueaban la entrada de mi oficina. ¿Cómo? Ella agregó nerviosa que no me dejarían pasar y que tal vez me arrestarían. No supe si agradecerle o insultarla, quizá la habían mandado para destruir mi resistencia. Giré en redondo. «Me voy», dije iracundo. Mientras caminaba con la vista pegada al piso, en mi cabeza rondaban frases llenas de bronca: «El Buró político debería felicitarme por el afinamiento de mis cálculos. Soy un genio y un desastre a la vez. Mi futuro en la isla se ha cerrado con siete candados, de nada valdrá pedir clemencia. En esta religión no existe la misericordia, ni el perdón, ni el hijo pródigo». Sentí acidez en el estómago y debilidad en las piernas. El sudor empezó a correr por mi nuca. Subí a mi auto y regresé a casa.