Caminaba contraída por el esfuerzo de simular absoluta calma. La iluminación era intensa y el piso brillaba como si hubiesen acabado de pasarle cera. A medida que se acercaban a destino disminuían los anchos corredores, como si desaparecieran luego de haberles prestado el servicio de conducirlos hasta el arco del ansiado embarque. Lucas y Carmela frenaban sus piernas para que no se lanzasen a correr. A ella la fascinaban los golpes tiernos que su amplia cabellera de bronce daba alternativamente contra los hombros, era una sensación novedosa que sonaba a melodía de marcha feliz.
Cuando ingresaron en la nave respiraron la fragancia del desodorante que acababan de rociar y se miraron extrañados. No podía ser cierto. Instalaron los bolsos sobre el portaequipajes y se sentaron. Abrocharon los cinturones de seguridad y miraron sin sacarlas de su sitio las revistas y cartulinas en el bolsillo del asiento de delante. Por las ventanillas advirtieron que se retiraba haciendo círculos el camión que había cargado el combustible. Una voz femenina empezó a dar los consejos de rutina. La azafata recorría el pasillo contando el número de pasajeros y contemplando la verticalidad de los respaldos. Los motores estaban encendidos y pronto iniciarían el carreteo. En sólo minutos penetrarían el colchón de nubes. Lucas se inclinó hacia la oreja de Carmela y le recitó un pensamiento de Chesterton: «"Lo que me agrada del gran novelista que es Dios son las molestias que se toma por sus personajes secundarios". Somos personajes secundarios de la Revolución cubana, Carmela, y ¡mira por cuántas aventuras nos hizo pasar!». Ella asintió e imaginó que, a su lado, también Ignacio sonreía complacido.
El chispazo que encendió esta novela fue la historia de Nancy Julien que, venciendo los dolores que le había deparado su accidentada vida, se atrevió a contármela. Merecía una biografía minuciosa que no me atreví a abordar, ni ella autorizaba. Apareció entonces la tragedia de la neurocirujana Hilda Molina. Nory advirtió que en mi sangre hervía una historia de amor que me resistía a narrar. No le fue fácil convencerme, pero mantuvo la perseverancia; sabía que tarde o temprano me lanzaría a esta cautivante aventura. La redacción combinó períodos tranquilos y otros difíciles. La empecé en Buenos Aires y la proseguí durante mi estadía en la American University y el Wilson International Center de Washington, alternando con otras actividades. La ampliación del horizonte que me proporcionaron ambas instituciones, así como los innumerables contactos establecidos en reuniones y congresos, abonaron la inspiración que demandaba este relato.
No he llevado un registro de todas las personas que me ayudaron. Pido disculpas a las que omito, algunas para preservarles la identidad y algunas porque merecen más que una simple mención. Agradezco los borradores que me facilitó Nancy, los maravillosos libros de Carlos Alberto Montaner, las imprescindibles memorias de Húber Matos en su
Cómo llegó la noche
, de donde obtuve una caudalosa y escalofriante información, la inteligente obra de Andrés Oppenheimer, la precozmente develadora
Persona non grata
de Jorge Edwards,
El Gulag castrista
de Enrique Ros, las
Memorias de un soldado cubano
por «Benigno» Daniel Alarcón Ramírez, el capítulo de Pascal Fontaine en
El libro negro del comunismo.
Además, infinidad de artículos que fui leyendo en castellano, inglés y francés, reuniones con testigos conmovedores, lecturas guiadas de mapas. No omito a Frank, por supuesto, quien me contó su fantástica huida en una lancha sin salvavidas.
Ricardo Baduell contribuyó a editar la obra con sólido profesionalismo. Mi agente Guillermo Schavelzon leyó los originales y me brindó consejos útiles para la corrección final. Por último, agradezco a la editorial Random House Mondadori y sus asociadas internacionales por haber confiado en este libro.