La pasión según Carmela (27 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

—Qué ayuda.

—Un pasaporte falso, con todos los sellos y las firmas que autoricen mi salida del país.

—¿Qué dices?, ¿quieres mi fusilamiento?

—Necesito un pasaporte falso y, por lo que me has confesado desde que nos conocimos, estás en perfectas condiciones de fabricarme uno.

—Es peligrosísimo, mujer.

—No exageres. Más peligroso es atravesar las barreras de Migraciones con mi rostro al descubierto.

—Bueno... sí, pero no, no, no puedo.

—Sí que puedes. —Le apretó la cara con sus manos. Javier las retiró con suavidad, miró el piso y tardó en responder.

—Deberé andar con pie de plomo.

—Gracias, eres un amigo excepcional.

—No creas, ya estoy arrepentido de haber aceptado, es una locura, mejor me retracto; sí, me retracto.

—No te retractes, todo saldrá bien y yo te digo gracias de nuevo; ¿qué necesitas de mi parte?

—¿Qué necesito? Tu fotografía.

—Claro, pero te daré una modificada, con los arreglos de cabello y maquillaje que voy a tratar de hacerme para que no me identifiquen.

—Tendré que cambiar tu nombre, tu edad —explicó Javier—, inventar otro domicilio y...

—No me des detalles, los detalles técnicos quedan a tu cargo —lo interrumpió—. Está bien. Usa tu experiencia y habilidad, sólo fabrícame un pasaporte en buena ley.

—¿Buena ley?

—Es un decir, me entiendes.

—Claro que te entiendo.

—¿Cuándo estará listo?

—Puede ser que en dos días a partir del momento en que me entregues la fotografía.

Cuando, con elipsis que recurrían a recuerdos compartidos y los personajes de
Los hermanos Karamazov
y de
Ana Karenina
, Carmela transmitió su temerario proyecto a Ignacio, éste tardó en captarlo, pero enseguida se aplicó a disuadirla.

—¡Espera otro mes, el pope está de viaje!

—Otro mes es demasiado, lo puedo lograr antes.

—No sé, mi amor, no es tiempo para las heroínas de novela.

—¿Heroína de novela? Por favor, Ana Karenina no tiene nada de heroico, ha llegado al límite.

Javier apareció durante la mañana con el pasaporte. Luego de hacerle ver cuan perfecta era la simulación del documento con la nueva fotografía bien instalada, el nombre sueco y una abundante cantidad de sellos y firmas, se resistió a entregárselo. «Vamos, no te hagas el tonto, chico.» «No me hago el tonto —protestó—, corremos peligro.» Ella le arrancó la libreta y él se quedó mirándola con lástima. Al rato Javier metió su mano en el bolsillo y extrajo unos dólares:

—Te los presto para que te compres el pasaje hoy mismo, ya que estamos jugados, juguémonos a fondo; me los devolverás apenas puedas. —A Carmela se le humedeció la mirada.

Horas después llamaron a su puerta.

—¿Quién es?

—Nico...

Conocía esa voz de ultratumba: Nicodemo Márquez. Lo hizo pasar y el hombre ni se demoró en el saludo, sino que buscó la radio y la puso al máximo volumen. Hizo sentar a Carmela junto a él para hablarle al oído.

—Tu hermano te anunció mi visita —fue su primera frase.

—Sí, sí, repitió la palabra «Nico» cuando me habló, qué estúpida, pensé en Nicolás II.

—Bien, tengo un mensaje importante que me ha hecho llegar por medio de su amigo en la embajada de México.

—¿Quién es?

—Te visitó hace un tiempo, mejor que no sepas su nombre, estas cosas son muy delicadas.

—¿Cuál es el mensaje?

—Trata de escuchar, porque lo diré muy bajo, tal vez no es suficiente el ruido de la radio para que no me graben los micrófonos que seguro te han puesto aquí.

Ella se corrió el cabello para despejar la oreja y se enteró a través del murmullo que sopló Nicodemo de que Lucas había llegado a La Habana con pasaporte mexicano, nuevo nombre, ropa de empresario rico, bigotes a lo Emiliano Zapata y cabello corto, casi rasurado.

—Pero... ¿para qué se arriesga? Si lo descubren...

—Se arriesga porque viene a llevarte.

—¿Qué dices?

—Sí, viene a llevarte.

—Pero... pero eso es imposible, lo meterán preso.

—El asegura que no es imposible.

—Dime qué planea, Nicodemo, para creerte.

—No tengo más datos, ha querido evitar las filtraciones; su mensaje se limita a informar que ya está aquí, aquí, en esta ciudad, y se encontrará contigo en el Malecón, entre las calles Águila e Industria, esta tarde a las seis.

—¿Esta misma tarde? ¡Me dejas atónita!

—Pues concéntrate y memoriza, hoy a las seis en punto, en el Malecón; debes caminar por ese tramo y él se acercará a ti.

Carmela empezó a transpirar. Se daba todo junto, qué complicadas son las cosas. Ya no necesitaba el riesgo de Lucas. Miró la sonrisa de Nicodemo, cariñosa y desdentada, y decidió confiarle su secreto. Con voz susurrada le contó lo realizado por Javier Paredes; no sólo le trajo un pasaporte que convencería a los agentes más expertos de Migraciones, sino que tuvo la generosidad de prestarle dinero para comprar el ticket. Nicodemo se rascó las motas de marfil y se encerró en una meditación. Apoyó su manaza sobre el hombro de ella y, con los ojos llenos de convicción dijo:

—Me da más confianza el proyecto de Lucas.

Carmela sirvió el té y las galletitas que le había provisto Javier. Nicodemo le hizo entender con algunas palabras y muchas señas de que había conseguido que otros dos lanchones pudieran fugar a Miami con éxito. Seguiría ayudando a quienes se animan a navegar, pero no se incorporaría a ninguna nave porque tenía mucha familia de la que no podía separarse. Bajaron el volumen de la radio antes de que se quejaran los vecinos. Nicodemo la abrazó como si fuese la última vez y partió antes de que ella advirtiese su masculino llanto a punto de explotar.

Muy excitada, Carmela dedicó las horas que faltaban para su encuentro con Lucas a mejorar el teñido de la cabellera, pintarse de nuevo las pecas, resaltar las pestañas y ajustar las costuras de su vestido sexy. Cargó su cartera con el pasaporte, del que sólo se desprendería si le cortaban el brazo. Fue al Malecón.

Marchó con apariencia tranquila. Sus cabellos luminosos flotaban en la brisa que soplaba el mar. Cada tanto miraba sobre su hombro, como se había acostumbrado desde que le prohibieron entrar al congreso de cirugía. Sólo la mujer de Lot se había convertido en estatua de sal por realizar ese prohibido movimiento de curiosidad o desconfianza; ella debía protegerse.

Antes de llegar a la esquina de la calle Águila fue sorprendida por una voz asordinada: «No te detengas, sigamos hablando con la vista al frente». Carmela tropezó con una baldosa y movió los ojos para cerciorarse. A su lado caminaba un hombre maduro con el cabello tan corto que parecía un cepillo, bien afeitado, con robusto bigote, camisa celeste, corbata de lazo y saco escocés. No evocaba al guerrillero barbudo, morocho y de piel aceitunada que la había convencido de incorporarse al Ejército Rebelde y que se despidió hace años en un inhóspito cuarto del aeropuerto vestido con ropa gastada. Tuvo deseos de olvidar el mundo y su rosario de peligros para saltarle al cuello y estrujarlo con un abrazo.

—¿Cuándo llegaste? ¿Dónde te alojas?

—No me mires... soy ciudadano mexicano y no utilizo el apellido Vasconcelos, sino los dos de mamá.

Disminuyeron la velocidad para que durase más tiempo la charla.

—Me alojo en el Riviera, espero que te hayan pasado toda la información.

—No toda, supongo... —Evitaba mirarlo, pero le rozaba la mano durante su torpe balanceo.

Algunas personas venían en sentido contrario y los separaban, otras venían detrás y las dejaban pasar para volver a unirse. Se mordían los labios. Debían establecer una comunicación precisa en pocas frases. Y sin despertar sospechas.

—Traje lo necesario para llevarte. Sólo necesito tu foto actualizada.

—La tengo en... —bajó aún más la voz hasta hacerla casi inaudible— en el pasaporte que me hizo un amigo. Está en la cartera.

—Muy bien. Trasladaré esa foto al que yo te traje. —Caminaron otro trecho sin hablar—. Es mexicano y diplomático —agregó—, con el sello de tu entrada a Cuba. Será más convincente.

—¿Eso conseguiste? —la detuvo el asombro.

—Todo se consigue con dinero en el maldito mundo capitalista.

—Estaba por comprar mi ticket —susurró ella—. Me prestaron el dinero.

—No lo hagas, no debes dejar señas. Usarás el ticket que te traje yo. Sólo necesito la foto, que me entregarás enseguida. Pero no aquí.

—Cómo, dónde.

—Espera, también estoy inquieto... —Avanzaron unos diez metros—. Escucha bien. A una cuadra hay un callejón, nos metemos y abrazamos como si fuésemos amantes. Tu lado izquierdo quedará pegado a la pared, con la cartera disimulada bajo el brazo. Yo te cubro y deslizas tu pasaporte a mi bolsillo. ¿De acuerdo?

—Mi lado izquierdo... —repitió Carmela para fijar el dato—. Sí, conozco el callejón. No es muy seguro.

—Más seguro que esta calle. —Se separaron marchando siempre en paralelo, ella junto a la pared, él esquivando a quienes lo presionaban hacia la calzada; poco antes de llegar al callejón volvieron a juntarse y Lucas dijo—: Mañana temprano, a las ocho, vuelves a este lugar, donde te estaré esperando. ¿Escuchaste? Subiremos al mismo taxi, como si fuésemos una pareja. Y nos vamos. Nos vamos a México.

—No puede ser cierto.

—Estamos muy cerca. Cálmate. Lado izquierdo contra la pared. Después nos separamos, tú a la casa de Nicodemo, yo al hotel.

—¿A casa de Nicodemo?

Doblaron, el callejón estaba casi vacío.

—Se puede haber filtrado algo.

—Debería decirle a Javier.

—¡Ni una palabra!

—Es un amigo de verdad.

—¡Ni una palabra! Nicodemo me ha dicho que ese hombre trabaja en el MINT; por bueno que sea, puede haber dejado caer alguna pista. Así que... ¡silencio, por favor! ¿Prometes?

En su departamento Carmela se despidió por tercera vez de los libros y los viejos muebles que quedaban. Llenó la pequeña valija ocre comprada en Argelia. Evitó incorporar las fotos de Ignacio y las de su propia familia. Se cepilló la cabellera y terminó de depilarse las cejas hasta convertirlas en un arco muy fino; pintó de nuevo las pecas de sus mejillas. Cuidó de apagar la luz y dejar la cocina en orden, por si venían a buscarla.

En la calle subió a un taxi y enfiló hacia la calle Jesús Peregrino, mirando hacia atrás para saber si la seguían. Bajó dos cuadras antes para que el taxista no supiera dónde esta turista escandinava que hablaba un castellano defectuoso iba a tener su aventura tropical. Ingresó en un patio cubierto de buganvillas escuálidas, trepó una escalera de hierro hasta el piso alto y luego alcanzó el ático, al fondo de un pasillo. La puerta pintada de azul tenía rajaduras. Por suerte estaba Nicodemo esperándola: ya se había enterado de sus movimientos por el clandestino vínculo que mantenía con la embajada de México. Le había preparado otro lecho en un rincón del único cuarto para cederle su cama. «Eres un ángel», agradeció Carmela.

Cenaron arroz con plátanos y unas frutas caras que Carmela había traído de su apartamento. Esa noche ninguno de los dos pudo dormir, seguros de que era la última vez que se veían. El sueño los relajó cerca del amanecer. Gracias a la luz que se derramaba por el vitral de la claraboya pudieron levantarse a tiempo. El toilet quedaba en el piso de abajo y ya había otros vecinos haciendo cola. Bebieron un agua caliente que recordaba al café malo, pero servía para aclararse la garganta. Después tomaron un vaso de agua azucarada. Nicodemo bajó solo con la valija hasta la puerta. Cuando no hubo gente a la vista, descendió rápido Carmela.

Llegó al Malecón, cerca de la calle Águila y enfiló hacia el punto de encuentro. Llevaba unos minutos de atraso. Torció hacia donde debía estar esperándola Lucas. Vio un taxi estacionado en el callejón y alguien sentado en la parte de atrás. Lucas la abrazó e invitó a subir con un movimiento de príncipe. Los invisibles vigilantes sospecharían que eran unos amantes que desplegaban su aventura adúltera en la pintoresca Ciudad Vieja.

—Tu apartamento —le dijo al oído— fue allanado anoche.

Carmela palideció.

—Menos mal que no estabas.

—Por Dios...

—Te dije que es imposible evitar las huellas. Ayer a la mañana te dieron el pasaporte y por la noche te lo hubieran descubierto en tu casa. No habrías tenido escapatoria. ¿Hablaste con tu amigo?

—¿Con Javier? No, te prometí que no.

—Menos mal.

En el aeropuerto solicitó la ayuda de un cargador para que transportase el equipaje de ambos hasta la fila del
check in.
Allí Lucas presentó los tickets y los pasaportes. La empleada, de riguroso uniforme y más rigurosa mirada, se abocó al escrutinio de los papeles. Lucas y Carmela se incomodaron cuando ella hizo la minuciosa comparación entre las fotografías y los rostros, porque observaba con el malicioso deseo de encontrar la infracción escondida. Por fin imprimió las cartulinas de embarque, que entregó con una inesperada sonrisa. Partió el equipaje por una ruidosa cinta negra y Lucas dio una propina al cargador.

Caminaron hacia las cabinas de Migraciones que esperaban como fauces de lobo. Inspiraron profundo e ingresaron por el exclusivo corredor de los diplomáticos. Él tomó de la mano a Carmela para transmitirle el aplomo que aún le quedaba. Saludó al oficial sentado tras la ventanilla para hacerle oír su pronunciado acento mexicano. El oficial no respondió y fue más escrupuloso aún al comparar las fotografías de los pasaportes con los rostros que tenía enfrente. Transcurría en esos minutos la prueba más ardua. El hombre leyó cada hoja, como si estuviesen escritos en sánscrito. Al cabo de un lapso que pareció eterno cerró las libretas y las entregó mirándolos de una forma extraña, casi amable.

Se dirigieron entonces hacia la puerta del embarque, que ya había comenzado según informaban los parlantes. Era un trayecto largo y mágico que llevaba de un mundo a otro. Veían la puerta a la distancia. Su aspecto no difería de otras, sencillas, pero en este caso investida de un poder enorme, porque allí se jugaría su futuro. Lucas miró complacido el reloj, porque el cálculo de los tiempos funcionaba de maravillas. No debían demorarse ni someterse a más miradas de las que ya sufrieron ante oficiales alertas; quedaba poca gente en torno, lo que más convenía. Ambos tenían seca la garganta y el pulso acelerado. Carmela volvió a pensar en las galaxias, ahora iba hacia la galaxia de la libertad, que había supuesto imposible de conseguir. Evocó otra galaxia diferente y lejana, la de su estrellado velo de novia, ¡qué disparate!

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