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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

La pasión según Carmela (10 page)

—Volvamos a tu oficina, que te explico —ordenó seco.

Lucas se corrió hacia atrás en forma refleja; esa reaparición lo inquietó más.

Caminaron sin decir palabra, pero Lucas advertía que Lázaro se esforzaba por parecer tranquilo. Después de entrar en el despacho lleno de sobres, cuadernos, mapas y libros de contabilidad, el indeseado huésped cerró de una patada y echó llave.

—¿Por qué haces eso?

—Oye chico, vamos a poner las cosas en su lugar en un momentico.

—No entiendo.

—Lo entiendes muy bien. A mí no me vas a rechazar porque haya sido un hombre pobre y tuve que agacharme delante de tu puta familia.

—¿Quién te rechaza?

—Tú, y tus aires de comemierda.

—Esta conversación no tiene sentido. —Lucas lo miró con el mentón levantado, como si se dirigiese de verdad a un ser inferior; ¿quién era esa rata para venir a provocarlo?—. ¡Márchate de aquí!

—¿Marcharme? Yo hice que la gente se fuera para que nos quedemos solos y arreglemos nuestras cuentas, «Niño Lucas»...

—¿Tú hiciste partir a la gente? ¿Con qué autoridad?

—¿Sigues siendo tan huevón para no aceptar que soy casi un hermano de Fidel?

—Eso no tiene relación con lo que dices.

—No te lo voy a explicar de nuevo, te haces el sordo. Y eres un arrogante de mierda.

Lucas miró en derredor para capturar alguna idea. Alguna tenía que estar revoloteando a su alrededor como un pájaro, así le había sucedido en los exámenes de la universidad y en las trampas que el ejército tendía en el Llano. ¿Qué hacía este sujeto ahí? ¿Cómo sacárselo de encima? Lucas no estaba arcado, en cambio Lázaro calzaba una pistola en el cinturón.

—Mira, los putos caen mal a la Revolución —le disparó con desprecio—. Peor si además de putos son unos señoritos.

Lucas palideció, tocó sus costados en busca del arma que no tenía y miró el dormido teléfono. Lázaro mostró sus cínicos dientes mientras decía:

—No te molestes en llamar, maricón, ¿qué vas a contarles? ¿Las veces que te tiró Horacio?

La boca de Lucas quedó seca.

El ex chofer se inclinó hacia delante, levantó el tubo del teléfono y lo tendió provocativo:

—Vamos, putito de mierda, cuenta tus cochinadas; ¿a quién le contarás primero? ¿A Camilo, al Che, a Húber? No hace falta que sudes hielo ni que te desmayes. No te desmayas cuando Horacio te la mete, ¿no?

Los ojos de Lucas echaban llamas, sufría una demoledora combinación de rabia e impotencia. Clavó sus uñas en los apoyabrazos de su sillón para frenar el deseo de saltarle encima, como un tigre herido. Por fin, carraspeando, tartamudeó:

—¿Qué... qué quieres?

—¿Qué quiero? Primero trátame como debes, soy un revolucionario convencío, no un oportunista como tú. Nací en Birán y soy un hermano de Fidel. Tengo autoridá. Soy macho, no puto. Tú no vales un carajo frente a mí. Así que vamos a poner las cosas en su sitio, ya te dije. Vamos a terminar con las injusticias de clase... Comienza por sacarte la ropa, no eres digno de vestir el uniforme revolucionario. Soy buenazo, pedazo de comemierda, porque la puerta está cerrada y esta oficina no tiene ventanas que permitan ver lo que te voy a hacer.

De súbito un rayo atravesó la estancia y Lucas saltó al cuello del intruso. Rugió como un león herido mientras intentaba estrangularlo. Rodaron al piso y se golpearon contra los muebles. La cólera evaporó en Lucas toda noción de riesgo, no pensaba en las consecuencias que podría tener un asesinato en su oficina. Se dieron rodillazos mientras la piel de Lázaro se tornaba azul. Lucas ajustaba con todas sus fuerzas el torniquete en torno al barbado cuello y le miraba con furia los ojos desorbitados. Lázaro giró con sus últimas energías, desenfundó su pistola y le puso el caño entre los ojos. Lucas tardó unos segundos en advertir que había perdido la batalla. Aflojó la horca sin retirar sus manos.

—¡Te hago papilla, comemierda!... ¡si no me sueltas! —susurró la garganta estragada.

Lucas no se resignaba a una rendición. Entonces Lázaro quitó el seguro del arma.

Lo soltó de a poco. Estaba tan empapado como si hubiese caminado bajo la lluvia. Se apartó lento, disconforme y rabioso, seguido por el cañón de la pistola.

—La puta madre que te parió... —rechinó Lázaro mientras con la izquierda se masajeaba la tráquea—. Eres un maricón asqueroso... Ahora te voy a hacer lo que te has ganao. ¡Sácate el uniforme que no mereces, putito, o te perforo el coco!

Con la torpeza de quienes son arrastrados al patíbulo, Lucas simuló obedecer. Pero bastó un parpadeo de Lázaro para que le aferrara con ambas manos la pistola mientras le aplicaba un rodillazo en los testículos. Le quitó el arma y, agitado, ordenó que se marchase. La falta de seguro posibilitaba que una mínima presión sobre el gatillo terminase con la vida del provocador. Lázaro estaba descompuesto, con el cuello dolorido y un nudo en el bajo vientre. Sus ojos echaban fuego. La renovada humillación lo hacía trepidar. El señorito no soltaba la pistola y lo obligaba a marcharse. Con la camisa desabotonada y fuera de los pantalones, sudado, partió dando tumbos.

Camilo invitó a almorzar a treinta compañeros. Era una reunión con los más confiables. Pretendía hacer un análisis sobre la situación dentro y fuera del cuartel. Estaba de buen humor y aseguró que su optimismo iba a ser justificado en forma rápida, porque se expandía el desmoronamiento de la dictadura. ¡El régimen se cae solo, compañeros! Apenas sirvieron la comida pidió que empezaran a hablar. Cada uno trató de ser breve. Camilo ingería algunos bocados y depositaba los cubiertos para escuchar atento los informes sobre control de prisioneros, ordenamiento de las armas, reservas de alimentos y estado de la enfermería. Cuando le llegó el turno, Lucas acomodó las planillas que había amontonado sobre el mantel y describió el cuadro de los recursos. Antes de terminar fue interrumpido por una voz agresiva que exigió la repetición de los últimos datos. Lucas los volvió a ofrecer. La misma voz pidió que los dijera de nuevo. Lucas se dirigió al hombre que lo interrumpía.

—¿Qué es lo que no entiendes, Lázaro?

—Yo entiendo todo eso muy bien.

—Entonces.

—Quiero que a esos números los mastiquen el comandante y demás compañeros.

—Para que se den cuenta —agregó— de tu traición, señorito comemierda.

—¡Qué carajo dices! —saltó Lucas.

—Eres un infiltrado de Batista —lo apuntó con el índice.

—¡Te voy a hacer tragar la lengua, hijo de mil putas! —Lucas empujó ruidoso la silla hacia atrás y corrió hacia Lázaro con las manos en ristre.

Estallaron gritos y los comensales se pusieron de pie, varios de ellos se abalanzaron sobre Lucas para detener su carrera.

—¡Es un traidor! —vociferó Lázaro parándose también——¡Y además es un puto! ¡Es un puto comemierda!

Entre varios hombres contuvieron a Lucas y otros se ocuparon de frenar a Lázaro.

—¡Lo vi hacerse culiar! ¡Es un puto! ¡Un traidor hijo é puta!

Camilo ordenó que sacaran a Lucas, arrastrado por siete combatientes. Después se dirigió a Lázaro, a quien otro grupo de hombres le enganchaban los brazos y trababan las piernas.

—¡Cállate, irresponsable! —reprochó con chispas en los ojos y los dientes.

—Pero...

—¡Cállate he dicho! —El comandante alzó la mano para pegarle—. No es forma de dirimir problemas internos.

—Yo lo vi...

—¡Cállate, idiota, o te mando al calabozo!

Lázaro se desinfló y Camilo ordenó que lo soltaran, pero sin bajar su amenazante mano. Lázaro se acomodó la ropa y miró el piso.

—Que cada uno vuelva a su trabajo —ordenó Camilo—. Acabó la reunión.

Lucas estaba seguro de que varios interpretarían la denuncia de Lázaro al pie de la letra, no como un insulto. Ahora enfrentaba la amenaza de ser visto como un inmoral y perder el respeto de sus compañeros. Camilo parecía el único que no se escandalizaba por el tema. Sin embargo, le importaba impedir este tipo de crisis y convocó esa misma tarde a Lucas. Se sentaron solos en su despacho.

—Mira —arrancó sin preámbulos—, no me interesa qué haces con tus asuntos personales.

Lucas se movió incómodo.

—En cambio aprecio tu inteligencia y, sobre todo, tu devoción revolucionaria.

—Gracias.

—Por eso he decidido enviarte con una avanzadilla hacia la capital, así preparas el terreno para mi avance, que lanzaré en pocos días, y te alejas de quienes buscan provocarte en este cuartel.

—¿Quién dirigirá la columna?

—Tú, chico. Sólo te encargo elegir bien a los que te acompañarán. Si todo va bien, entrarás a La Habana conmigo en el día de la victoria. ¿De acuerdo? Escucha mis instrucciones.

Lucas se concentró en el plan. Luego ambos se pusieron de pie.

—Ahora ve a organizarte y te lanzas después de la medianoche.

Se miraron fijo. De súbito cayeron uno sobre el otro en un abrazo fraternal.

En la primitiva cabezota del gigantesco Horacio daba vueltas la rabia que le había producido la delación de Lázaro. Su piel de pantera se dilataba hasta el estallido. Buscó al infame en diversas partes del cuartel, pero los sitios no resultaban adecuados para desplegar la acción que exigían sus puños. Atravesó pasillos, arsenales llenos y arsenales huecos, campos de tiro, canchas de fútbol, canchas de básquet, dormitorios, oficinas, comedores, depósitos y enfermería. Ya Lucas había partido y no lo podría disuadir de vengarse en debida forma. Vio a su objetivo, pero no se acercó; quería tenerlo a su entera disposición en el punto exacto. No le bastaría perforarle la espalda de un tiro, rechinaba Horacio, esa basura tenía que sufrir.

Lo siguió hasta un bosquecillo próximo a la muralla, parecido a los que existían en Sierra Maestra. Lázaro se quedo paralizado al ver a Horacio quien, rápido como un lince, le arrebató el arma.

—¿Cómo estás, hijo'e puta?

—¡Respeto! —exclamó Lázaro levantando el mentón—. Respeto.

—Respeto al que lo merece.

—No tengo ganas de pelear contigo —replicó mientras procuraba alejarse.

—Y yo sí tengo ganas de pelear contigo, me muero de ganas, ¡fíjate la diferencia!

—Ve a pelear con otro, entonces.

—No, pedazo de comemierda. No quiero pelear con otro. Quiero cortarte las bolas y hacértelas masticar.

Lázaro se puso blanco. Midió el tamaño del contrincante y se sintió una cucaracha antes de ser aplastada por un taco. Pensó: «Este animal está celoso».

—No vamos a pelear entre hombres —lo halagó para desactivarle la furia.

—Antes vas a demostrar si eres hombre.

Y le descargó un puñetazo sobre la mejilla derecha. Los pájaros alzaron vuelo. La luz fue ocultada por una nube roja. Lázaro trastabilló, pero se sostuvo abrazándose a un árbol.

—Qué te pasa, Horacio... —balbuceó—. Te van a castigar por esta agresión.

—¿Castigar?

—Soy amigo de Fidel, soy su hermano... Mejor te serenas.

—¡Eres un embustero, carajo! —gritó mientras le hundía profundamente el puño en la órbita izquierda, que explotó con una mezcla de sangre y gelatina.

Lázaro cayó inerte y Horacio sentía ardor en las pegoteadas articulaciones de su puño. Era posible que le hubiese fracturado la nariz y la frente, y que además le hubiera reventado el ojo. Debía alejarse del lugar. Había hecho justicia y alguien lo encontraría vivo o muerto, mejor muerto.

16

Llegaba fin de año y sentíamos hormigueos; algo fantástico iba a suceder. El estallido se produjo en la madrugada del 1 de enero de 1959, cuando se expandió la relampagueante noticia de que el tirano se había fugado y que el poder había sido transferido a una Junta Militar. Enseguida, desde Santiago de Cuba, Húber Matos emitió un comunicado que aseguraba la continuación de la lucha. Yo estuve de acuerdo, no había que dar tregua en ese instante: la Junta Militar era una maniobra para bloquear el nacimiento de la democracia. Más tarde expliqué a los que se preguntaban el sentido de continuar los combates: todos los militares no se rendirán, porque muchos fueron cómplices del monstruo.

Camilo Cienfuegos marchó hasta los deshilachados suburbios de La Habana, donde se reunió con la avanzadilla de Lucas. La multitud que los seguía en bullicioso cortejo parecía una alfombra multicolor. En pocas semanas se había esfumado la tendencia de los combatientes a huir de los soldados, ahora sólo pensaban cómo recibir a los desertores del dictador y a los campesinos y obreros que se les acercaban con paquetes de comida.

El fragor aumentaba hora tras hora. Autos viejos y no tan viejos, camiones, jeeps y hasta carros tirados por hombres se acercaban con gritos y bocinazos. Algunos hombres y mujeres se habían puesto el brazalete del M–26, otros agitaban banderas o se quitaban las camisas para revolearlas en el aire.

Húber publicó un generoso alto al fuego ante el vuelco de los acontecimientos políticos para que las tropas del ejército pudieran sumarse a las fuerzas rebeldes. Fidel, antes de abandonar la Sierra, también hizo público su rechazo a la Junta Militar y manifestó que desconocía la autoridad del magistrado Carlos Manuel Piedra, instalado en forma arbitraria como presidente de la República. Con movimientos hábiles se convertía en el árbitro del anárquico proceso.

En el camino a La Habana se reunieron Fidel, Húber y Raúl Castro. El jefe explicó su táctica: viajaría por tierra hasta la capital con los blindados que ya había conseguido Húber. Las guarniciones del camino le agregarían más tanques, quería mostrar mucho poder para desalentar las competencias. Hizo una pausa y se produjo un inesperado instante dramático. Apoyó su mano sobre la rodilla de Húber:

—Tengo que transmitirles algo más —dijo solemne—, si a mí me sucediera cualquier cosa en el trayecto... si soy eliminado físicamente, si me hacen un atentado y me matan, tú, Húber, y tú, Raúl, se encargarán de dirigir la Revolución. —Ambos lo miraron incómodos y no supieron qué comentar—. Les reitero —agregó Fidel con autoridad metálica—, si me sucede algo, ustedes y sólo ustedes quedarán al frente de nuestra Revolución, con todas las responsabilidades. Quiero que esto quede bien claro.

Después Húber me pidió que lo anotase en las crónicas.

Camilo Cienfuegos, por su parte, explicó que la fiesta podría agriarse si no se apoderaban enseguida de la sede del Estado Mayor, en la capital. Lucas me confesó días más tarde que en ese momento había quedado perplejo y objetó la idea: ¡Allí hay cerca de diez mil soldados!

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