—Hasta hacía poco era un peligro ser rebelde —dijo Húber—; ahora es un peligro ser batistiano, aunque no haya pruebas de delito alguno.
Ordenó redactar un decreto que prohibía portar armas sin autorización.
—El regreso a la democracia también significa disciplina murmuró entre dientes—. También quiere decir armonía, por lo cual tenemos que estimular la fraternidad de rebeldes y soldados. Somos parte de la misma nación, debemos ayudarnos.
»Oye Carmela —se dirigió a ella solamente—, esas crueldades cometidas por la dictadura han generado rencor y muchos cubanos exigirán justicia implacable, pero —preguntó calzándose los anteojos— ¿qué es justicia implacable? ¿Lo sabes?
Los cuatro oficiales la miraron. Carmela no necesitó pensar mucho:
—Justicia implacable es una forma encubierta del sadismo, no es justicia.
En la ciudad de Santiago de Cuba habían comenzado los fusilamientos.
—¡Demasiado rápido! —se indignó Húber mientras recibía nuevos informes sobre juicios que no daban tiempo para la defensa—. ¡Los juicios sumarios son propios de las dictaduras, no de nuestro movimiento! —Dio un puñetazo sobre los papeles amontonados en su escritorio.
Carmela consideró su deber serenarlo:
—No van a matar inocentes.
—¿Por qué no? —replicó enrojecido.
—Porque esto es diferente, no es como en las tiranías.
Carmela se inclinó sobre sus apuntes ante la falta de un argumento más convincente. En el fondo la preocupaba que la Revolución llegase a cometer injusticias, pero no compartía el extremado disgusto de Húber. No debía olvidar que era un jefe revolucionario y tenía que ser riguroso.
—Si fusilan, es porque deben hacerlo —agregó Carmela por lo bajo. Húber se quitó las gafas y explicó:
—Tú serás médica y harás cosas terribles en el quirófano, pero en base a un buen diagnóstico; el juicio sumario, en cambio, es un diagnóstico apresurado.
Días más tarde lo vio descompuesto de rabia porque habían ejecutado a setenta personas en una jornada. «¡Setenta. ¡Qué es esto, Carmela!», gritó con los puños alzados, dispuesto a pegar al primero que lo contradijese. Ella lo contemplo atónita y no quiso escribir sobre estos informes, eran desproporcionados. Para calmar a Húber murmuró que aún no disponían de datos suficientes, que no debían cuestionar con ligereza a los demás comandantes. Húber siguió aullando. Ella se acercó al escritorio y le leyó unos renglones del último parte. Le rogó que se fijara bien, porque ahí decía que los procedimientos tenían lugar bajo la directa supervisión de Raúl Castro. Los ojos de Húber ardieron como carbones y susurró con voz arrugada:
—Mira, hija, hablé con Raúl. —Una nube descendió sobre su rostro—. Hablé con Raúl —repitió—; hablé con Raúl sobre los fusilamientos y, ¿sabes qué me contestó? —inspiró hondo—; me contestó que a esos juicios los quería manejar personalmente y que yo no me metiera. En otras palabras, me escupió: ¡Dedícate a lo tuyo, Húber!
Carmela quedó muda mientras pensaba que era ridículo desconfiar nada menos que de Raúl, esta vez Húber pifiaba. Húber agregó:
—Ahora pienso que Fidel me puso al mando de la provincia de Camagüey para dejar a su hermano con el control absoluto de Oriente.
Carmela le suplicó que disminuyese su ira. ¿Acaso Fidel y Raúl quieren hacer en Oriente un exterminio?
Más tarde se encontró con Ignacio en un patio lateral al edificio de la comandancia. Había cambiado su camisa y pantalón elegantes por ropa de fajina, volvía a parecerse al digno combatiente que conoció en la Sierra. Le empezó a golpear el corazón con solo verlo. Pero él no merecía su taquicardia, se dijo.
—Hola, piba, necesitamos hablar otra vez —resonó la voz argentina, falsamente inocente.
—Sí-contestó ella—, necesitamos hablar o, mejor dicho, ¡tú necesitas hablar!
Sus pasos no se detuvieron, sino que enfilaron en dirección contraria.
—¿Cuándo?
—No se, no se.
—Espérame, Carmela, ¿por qué tanto apuro?
Entonces ella frenó de golpe y le apuntó a los ojos.
—¿De qué quieres hablar?
—Estás enojada... trocito de diamante; no te entiendo.
—¿Qué no entiendes? ¿Debo felicitarte por tu habilidad de mentiroso? —Ignacio se dobló algo, como si hubiese recibido un golpe en el estómago—. Eres tan hábil —añadió ella—, que hasta convenciste a Húber de tus embustes.
—¿Qué embustes?, ¿no crees que me han herido, que estuve internado?
—No te creo ni una palabra.
Se expandía la noticia de los fusilamientos; en algunos producía alegría y en otros terror. Sólo en cuatro días se habían ejecutado doscientos militares y civiles acusados de crímenes. Ese ritmo no iba a disminuir, porque las denuncias crecían con la vitalidad de la mala hierba y los tribunales no podían examinar los casos con prudencia. En la fortaleza de La Cabaña, bajo el mando del Che, se decía que el paredón no daba abasto y que el muro tenía más sangre que ladrillos. «Ignacio merecería ser fusilado —murmuró Carmela mientras hacía bollos con papeles viejos—, fusilado por mentiroso y traidor.»
La prensa difundía el malestar internacional que generaban las ejecuciones. Algunos columnistas, pese a la simpatía que expresaban por Fidel Castro, comparaban lo que sucedía en Cuba con el estilo estalinista. Fidel, irritado, convocó a un acto masivo en La Habana. Sólo habían transcurrido trece días de la toma del poder. Carmela prendió la radio para escuchar su mensaje, porque estaba segura de que condenaría los excesos para que no se manchara su imagen. Pero Fidel, lejos de inclinarse hacia la moderación, exigió que se aplicase la pena de muerte a todos los culpables de crímenes políticos—
«¡No es el tiempo de la ambigüedad ni de la complacencia, estamos en medio de una Revolución!» Al día siguiente, en el palacio de los Deportes fue juzgado un reconocido asesino de la dictadura. Asistieron periodistas nacionales y extranjeros, rodeados por las llamas de un público que desbordaba las tribunas, amenazaba con los puños, aullaba en contra de los criminales y exigía: «¡Paredón! ¡Paredón!». Ciertos periodistas fueron deslumbrados por la mágica conjunción de pueblo y líder, pero otros escribieron que el juicio era un espectáculo maniqueo, donde jueces asustados debían acatar las exigencias de una muchedumbre fuera de sí. Carmela entendió que el asesino no merecía clemencia y que su ejecución serviría de escarmiento contra futuras tentaciones totalitarias.
Me apoyé sobre el marco de la ventana y miré hacia el patio donde los soldados se movían como insectos en torno a dos camiones de cuyos vientres salían fusiles y ametralladoras en forma incesante. Luego desplacé mi foco hacia el arco de piedra que conducía al patio siguiente. Bajo la azulina sombra de ese arco había desaparecido Ignacio esa mañana. Nuestros últimos dos encuentros fueron diferentes, porque Ignacio había mostrado un cambio: sus bellos ojos de miel estaban cubiertos de tristeza. No me atreví a reanudar el agresivo interrogatorio y sólo conversamos sobre los fusilamientos. A Ignacio, igual que a Húber, le inquietaba el apuro de los juicios.
—¡No van a matar inocentes! —dije yo, necesitada de convencerme a mí misma—. ¿Adonde fue a morir tu fe revolucionaria? —Ignacio movió la cabeza y pareció querer contarme algo, pero tragó la noticia, lo pude advertir por los movimientos de su garganta—. Mira —agregué nerviosa—, se cuentan historias fantásticas, no olvides que la Revolución asusta viejos intereses y se la quiere desprestigiar.
—Ojalá tengas razón —respondió cabizbajo—, sos una conversa y los conversos... —interrumpió la frase para no ofenderme. Se fue sin decir adonde, yo no quise hacerle más preguntas.
Regresó a los dos días. Me di cuenta de que me evitaba. Como no soportaba tanto misterio, increpé a Húber cuando estuvo solo: «¿Qué pasa con Ignacio?». El comandante levantó las cejas, corrió hacia un lado de la mesa los papeles que se amontonaban en su superficie y dijo: «Siéntate». Yo pensé: «Por la cara que ha puesto, va a desembuchar algo grave».
—Hubo un asesinato en las tropas de Camilo —murmuró pesaroso—; el asesino alega haber procedido en legítima defensa. —Hizo una pausa y se pasó los dedos por la cabellera tratando de encontrar la mejor forma de seguir.
Yo reflexioné: «Es lamentable, pero no un hecho excepcional en medio de tantas muertes». Húber tardaba en continuar.
—¿Y? —me impacienté.
—Pues bien, m'hija. —Huber siguió—. Ignacio fue a brindar su ayuda y tomó un avión a La Habana.
—¿Por qué Ignacio? ¿Es acaso abogado?
—Nada de eso —replicó mirándome con extraña pesadumbre.
—¿Entonces?
—El asesinado es un amigo de Lucas.
Comprimí los apoyabrazos de la butaca, un cimbronazo movió la oficina.
—¿Un amigo de Lucas? ¿Quién?
Húber tamborileó sus dedos.
—Horacio.
—¿Horacio, el gigante Horacio?
—Sí, el mismo.
—¿Y por qué lo mataron?
—Ya te dije, en legítima defensa, parece que Horacio andaba provocando.
Me brotaron sentimientos opuestos: Horacio había sido la pareja secreta de Lucas, como el mismo Lucas, avergonzado, me confesó antes de despedirnos. Sentía lástima y alivio, era una relación que me arañaba el alma.
—¿Conozco al asesino?
—Sí... —dudó Húber.
—Entonces, por favor, cuéntame.
Húber jugó con sus anteojos.
—Es Lázaro —dijo.
—¿Qué?...
—¿Recuerdas que a Lázaro le vaciaron el ojo de un puñetazo y casi se muere?
—Sí, fue horrible, pero eso pasó hace tiempo.
—Quien le vació el ojo fue nada menos que Horacio. No sabía... Nadie sabía, porque Lázaro evitó denunciarlo por miedo a que él lo matara; pero supongo que Horacio quedó pensando que el resentido de Lázaro lo iba a denunciar en algún momento, y por eso decidió eliminarlo antes de que hablase. Terrible. Horacio se le acercó blandiendo un cuchillo y Lázaro asegura en su descargo que no tuvo más remedio que dispararle al corazón.
Me levanté inestable. Di unos pasos para reducir la tensión de mi espalda. Alguien golpeó la puerta y Húber dijo: «Enseguida, estoy ocupado». Lo miré agradecida por regalarme unos minutos adicionales. Regresé a mi butaca y resollé.
—¿Qué novedades trajo Ignacio?
Húber se levantó entonces e hizo señas de que yo permaneciera en mi lugar. Fue hasta la puerta, recibió del guardia unos papeles y le pidió que llamase a Ignacio enseguida.
—¿Qué novedades trajo? —volví a preguntarle cuando se reinstaló en su sillón.
—Malas —respondió.
—¿Por qué malas? ¿Van a sancionar a Lázaro?
—No, no van a sancionar a Lázaro, pero quiero que te enteres en forma directa.
—Me ocultas algo, Húber.
—Hasta ahora no te oculté nada, sólo falta la última parte-por favor, tomemos un café y distendámonos.
—¡Me ocultas cosas importantes, Húber!
El comandante se levantó y fue hacia el ángulo donde había una bandeja con vasos, tazas, cucharitas y una cafetera eléctrica. Sirvió para ambos.
La carpeta desbordada de papeles que volcó Ignacio sobre la mesa apenas entró desenfrenó mi inquietud. Se sentó cerca de mí e interrogó a Húber con párpados afligidos:
—¿Le has contado todo?
—¿Qué me tenía que haber contado? —pregunté molesta.
—Le conté sobre el asesinato de Horacio, nada más —dijo Húber.
Ignacio contrajo la frente:
—Me dejaste la peor parte.
Yo le puse la mano sobre el hombro, le hundí la mirada y hablé con dureza.
—No quiero rodeos, ¿entiendes, Ignacio?
—Pibita, no es fácil lo que debo informar.
—¡Déjate de argentinadas y habla claro, por favor!
—Decidí viajar a La Habana... —se interrumpió. «¡Sigue hablando!», grité—. Decidí viajar a La Habana —continuó—, porque sabía que Horacio... —nueva pausa—, era amigo de Lucas, y que Lázaro en su defensa no sólo denunció las agresiones de Horacio, que le vació la órbita, sino la complicidad de Lucas.
—¿Complicidad de Lucas?
—Por eso decidí viajar, Carmela.
—¡No entiendo un carajo! —protesté.
—Cálmate —pidió Húber.
—¡Cómo voy a calmarme si no terminan de contarme la verdad!
—La verdad —Ignacio me apretó los brazos— es que... es que viajé para sacar a Lucas de su prisión en La Cabaña.
Quedé petrificada, redondos los ojos.
—¿Dices que Lucas está prisionero en La Cabaña?
Ignacio trató de aguar la historia. Se rascó su desordenada cabellera rubia.
—Antes de ir a la fortaleza —dijo—, preferí mirarla desde lejos, desde El Morro. Había llegado de noche y no sabía si era bueno entrevistar al Che en esa hora. La Cabaña parecía una media luna adherida a la ciudad, blanqueada por antorchas que me hacían guiños feos. No parecía una cárcel. Imagínate: tenía que armar un buen argumento, el Che conoce mis virtudes y mis debilidades, no es un hombre fácil para hacerle cambiar las ideas.
—¡Déjate de poesía y de rodeos! —protesté.
—Al Che le gusta la poesía, precisamente —siguió Ignacio—. Pero que le guste la poesía no significa flexibilidad. Es un revolucionario sin matices.
—¡Qué tiene que ver Lucas en esto! ¿Es un crimen haber sido amigo de Horacio? En la Sierra todos fuimos amigos de todos.
Ignacio se cubrió la cara con las manos para calcular el efecto de cada palabra. Las declaraciones de Lázaro, explicó, fueron cruzadas con las de Lucas.
—Pero ¿por qué involucran a Lucas? —rugí indignada.
—Porque el irresponsable de Horacio agredió a Lázaro a causa de la amistad que tenía con Lucas —contestó Ignacio—, y esa amistad, como denunció Lázaro, era más que una amistad.
Ignacio y Húber me contemplaban con pena, lo cual aumentaba mi desesperación.
—¡Ocurre que Lázaro es un resentido —grité—, y odia a Lucas, a mí, a mi familia, porque era nuestro chofer!
—Lo admito —concedió Ignacio—, pero el Che tiene alergia a los homosexuales, y perdona que lo diga así. Su alergia es tan grande que no le importa si el homosexual es verdadero o imaginado, si tiene relaciones o las fantasea. Los considera anormales, enfermos.
—¡Su alergia es el asma! —corregí mientras me daba cuenta de que tanto Ignacio como Húber trataban de entregarme la noticia con una cucharadita de azúcar; yo, sin embargo, no podía dejar de defender a mi hermano. ¿Qué importancia tenía señalar que el Che sufría de asma? ¿De esa forma intentaba negar que también sufría de fobias y que una de las más virulentas era la homosexualidad? Me incorporé y fui hacia la pared sur, donde colgaba un mapa de Cuba; simulé contemplarlo para que no viesen mis lágrimas. Me soné la nariz e interpelé a Ignacio: