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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

La pasión según Carmela (14 page)

Húber no supo si debía viajar a La Habana; su renuncia lo había instalado al borde del abismo. Le dije que su ausencia daría lugar a una interpretación retorcida. «Tienes razón», dijo, y tomó un avión. Llegó a tiempo para escuchar al ex presidente mexicano, Lázaro Cárdenas, quien contó que la revolución en su país también debió soportar leyendas negras. Insistió que Cuba vivía un proceso parecido; aunque las medidas fuesen radicales, no se las debía tomar como medidas comunistas. Fidel abrazó a Cárdenas en la alta tribuna y cientos de miles vocearon con paroxismo.

Cuando Fidel vio a Matos, sonrió feliz.

—¡Hombre! La verdad es que te echaba de menos. Mañana nos reunimos en mi apartamento.

Después Húber me detalló su reunión con Fidel, custodiado por los incontables miembros de la guardia personal. Fidel le dio un abrazo y lo llevó a un rincón de la sala. Le ofreció una caja de cigarros gigantes. Húber reconocía que este grande hombre lo mimaba, y ello le causaba emoción. Desde la Sierra no sólo admiraba a Fidel, sino que lo sentía una suerte de padre o hermano mayor; sus arbitrariedades eran fáciles de perdonar.

—Mira chico —disparó mientras lanzaba una cinta de humo desde el mullido sofá—, no voy a aceptar tu renuncia.

—Te he explicado mis razones —imploró Húber.

—No son nuevas y ya te dije que mi hermano, el Che y Osmani coquetean con el comunismo, pero no es mi caso, en absoluto.

—Perdona, Fidel, pero no advierto que les pongas límites —balbuceó Húber en tono amable.

—Tengo todo el gobierno en un puño; por lo tanto quédate tranquilo.

—Es lo que intento, pero debo reconocer que no estoy tranquilo.

—¿No confías en mí?

Húber me contó que se movía sin saber qué posición adoptar mientras Fidel proseguía en tono calmo:

—Te aseguro que no hay crisis entre nosotros dos; en consecuencia, debes seguir al frente de tus funciones.

—Me pones en un callejón sin salida —protestó Húber.

—De ninguna forma: si dentro de un tiempo —lo miró fijo moviendo su largo índice— adviertes que las cosas no se encaminan como deben, estarás en tu derecho de irte; pero veras que no pasará nada; si todavía quisieras abandonarme en ese momento, nos sentaremos a conversar y nos despediremos corno hermanos, ¿está bien?

Se separaron con otro abrazo y Húber después se reunió con sus amigos del M–26, a quienes les llegó el escandaloso rumor de la renuncia. Húber, animado por las palabras de Fidel, les aconsejó que no rompiesen con la Revolución y trataran de mantenerse adentro para influir en la salud de su curso.

Esa misma tarde, mientras revisábamos los problemas de riego en Camagüey, se presentó en su despacho uno de los ayudantes de Camilo, el capitán Lázaro Soltura, muy preocupado por las noticias que traía. Quiso hablar a solas, pero Húber insistió en que yo permaneciera en el lugar. Comentó en voz baja que se había detectado un movimiento contrarrevolucionario en Camagüey y había que detener bastante gente, cuya lista podía proporcionarle enseguida. Húber debía ordenar el fusilamiento inmediato de los sospechosos, antes de que la sublevación pasara a mayores.

—¿Fusilar sospechosos?, ¿qué sospechosos? —se alarmó el comandante.

—Tengo la lista —dijo mientras sacaba de su bolsillo un sobre arrugado.

Húber no lo quiso recibir:

—¡Imposible! —replicó iracundo—. Camilo no puede haber impartido semejante orden; si no tiene inconveniente, capitán, llamaré a Camilo por teléfono para que confirme lo que usted acaba de transmitir.

Soltura se encogió como una pasa y tartajeó que no convenía hacer esas cosas, porque pondrían en guardia al enemigo. Húber cruzó una fugaz mirada conmigo y captamos en el acto que era una jugada de Raúl para hacerle perder su limpieza en materia de fusilamientos. Húber ordenó al capitán que volviera a su base. El hombre se levantó con torpeza y partió rápido.

—Vamos mal —suspiró Húber—, por este camino se aleja la democracia.

Su idea fija me hacía sentir incómoda, tironeada por sogas opuestas. Ignacio insistía que las verdades científicas del marxismo eran las únicas que podían conducir a una sociedad superior. Me trataba de hacer ver que Húber estaba equivocado porque no tenía suficiente formación teórica y lo maniataban arcaicos prejuicios burgueses.

Enrojecido de fiebre Húber se puso a escribir el borrador de otra carta-renuncia que elevaría a Fidel y Camilo. Me aseguró que lo sublevaba ser protagonista de una traición. No había luchado por otra dictadura. Antes de mandarla convocó a los oficiales. Los reunió en su despacho y de pie tras su escritorio leyó el texto con solemnidad. La emoción me hizo temblar las rodillas. Cuando terminó hubo un silencio tenso hasta que uno de los oficiales pidió permiso para hablar:

—Si tú renuncias, nos vamos contigo.

Húber apoyó despacio los papeles sobre su mesa, junto a los anteojos, y los contempló. Se aclaró la garganta para decir: «Aguanten otro poco; después procedan según su conciencia».

Los saludó uno por uno.

Luego me dijo que mandase su renuncia por vía reglamentaria a Fidel y Camilo. Cuatro horas más tarde llegó la respuesta de Fidel: «Está bien, puedes irte, no pasará nada; yo me encargo de enviar el relevo».

Húber respiró aliviado. Pero volvió a frotarse el rostro y necesitó retractarse:

—Mira, creo que esa contestación tan seca revela enojo; Fidel ha tratado de disimular, pero se viene una tormenta. Por las dudas, Carmela, manda a mi esposa una copia de la renuncia.

23

A la una de la mañana Camilo lo llamó por teléfono. Por su forzado tono, Húber sospechó que Fidel lo había obligado a hablarle y era posible que se encontrase a su lado supervisando la conversación. Nada más incómodo podía sucederle.

—Oye, Húber, ¿podrías venir a La Habana ahora mismo?

—Camilo, tú sabes que me retiraron la avioneta que tenía.

—Bueno... ¿cuándo podrías?

—En la mañana, en el primer vuelo de Cubana.

Camilo hablaba entrecortado, con pausas para escuchar las instrucciones de otra persona que no podía ser sino Fidel. Cortaron con la promesa de que Húber viajaría en el tempranero avión de línea.

Tres horas más tarde lo despertó el capitán Francisco Cabrera para informarle avergonzado que el primer ministro le había pedido que lo relevase y se hiciera cargo del distrito inmediatamente. «Está bien, Francisco, toma el relevo.» El capitán no cortaba:

—Hay más, prende la radio.

—¿Qué pasa?

—Las estaciones nos están acusando.

—¿Cómo?, ¿también a ti? —se extrañó Húber.

—También. Nos llaman traidores, arengan a la gente que salga a la calle y venga por nosotros.

—Pero ¿no te pidió Fidel que tomes el mando?

—El mismo, pero ahora no entiendo nada.

Húber prendió la radio y comprobó que la ofensiva era incendiaria, grave. Se vistió, fue a su despacho y empezó a dar vueltas. Mandó llamar a Carmela e Ignacio. Balbuceó:

—Carmela... me doy cuenta ahora... buscan que les dé una respuesta armada.

—¿Cómo dices?

—Sí, buscan eso, una respuesta armada.

—No te capto.

—Sí, una respuesta armada para caerme encima y acusarme de criminal, para hacer trizas mi nombre.

En ese instante le avisaron que deseaba verlo con urgencia el médico Miguelino Socarras. Húber lo conocía. La llegada del profesional a esa temprana hora daba un mal pálpito. Ingresó nervioso. Húber contempló a sus colaboradores, que empezaron a retirarse comprensivos. Socarras se aclaró la garganta y sonó la nariz, recorrió la oficina con sus gruesas gafas de carey y se sentó en el borde de una silla. Arrugando los labios dijo:

—Comandante, creo que le queda poca vida. —Húber se puso duro—. Tengo un avión con el piloto esperando a sólo quince minutos de aquí. —Húber seguía sin contestar—. Vámonos —imploró—, yo lo acompaño, las provocaciones de las radios anticipan una tragedia.

Húber se levantó para dar vueltas y al cabo de un minuto se detuvo frente al médico, le puso la mano en un hombro y dijo con apagado orgullo que no iba a convertirse en un desertor.

—Usted defiende principios, pero de nada servirán —lamentó Socarras.

—Éste es el instante decisivo de toda mi vida, doctor.

—En unas horas lo arrastrarán por las calles, comandante, y su honor será masticado por los perros.

—Tal vez mi conducta salve al país —reflexionó Húber.

Un emisario llegó con la lengua afuera e informó agitado que las tropas de la policía y de seguridad del aeropuerto habían recibido órdenes de provocar un enfrentamiento. «¿Ves? —dijo Húber a Carmela—. Se confirma lo que sospechaba.»

Llamó de nuevo a sus capitanes y les ordenó con energía que no contestasen a ningún proyectil.

La agudeza política de Fidel tomaba un camino deslumbrante: resolvió que fuese el mismo Camilo, aliado de Húber, quien procediera a su arresto. Esa maniobra le permitiría eliminar de una sola vez a las dos figuras que complicaban su plan. Ignacio trató de explicar a Húber que el comunismo no era el fin del mundo, sino el mejor de los mundos, el que la humanidad soñaba desde el tiempo de los profetas. Húber lo miró con ojos nublados:

—No, Ignacio, los profetas querían justicia, pero con libertad, no justicia con dictadura.

Las tropas de Camagüey seguían leales a Húber Matos. Quien viniese a detenerlo provocaría una balacera, con lo cual se conseguiría el efecto que Húber pretendía evitar a toda costa. Caería Camilo por las balas de Húber, y éste sería condenado por haber matado a Camilo. Ni Shakespeare hubiera urdido una trama mejor.

Cuando se difundió que Camilo Cienfuegos había aterrizado con veinte hombres provistos de bazucas y fusiles automáticos para arrestar a Matos, brotaron forúnculos de cólera en las barracas de la comandancia. Camilo ingresó en el campamento montado en un jeep, sin presentir el riesgo que corría su vida. Al llegar a los aposentos del comandante pidió que sus hombres armados aguardasen afuera. Húber lo esperó en la puerta, como se hace ante la llegada de un amigo. Se contemplaron vacilantes. Se estrecharon la mano y subieron al segundo piso para conversar a solas. Camilo, con ronca dificultad, le pidió disculpas por venir a arrestarlo, era una tarea de mierda. Agregó:

—Comprende que esto me oprime el pecho; Fidel se equivoca y procede mal. —Hizo silencio, se rascó la barba y añadió—: Me ha tocado esta porquería de misión, me siento abochornado; ¿qué puedo hacer? ¡Dime! —Al rato Camilo se paró y desperezó los brazos, acalambrado por el largo viaje y la tensión—: ¡Es una locura!

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Húber.

Camilo lo miró desolado:

—Tenemos un jefe desde el principio y nunca se nos ocurrió cambiarlo; yo no puedo desobedecer; francamente, no puedo.

—Entonces me vas a arrestar —dijo Húber.

Camilo levantó los párpados oscurecidos por el dolor:

—No tengo otra alternativa.

—Bien, entonces vamos a la comandancia y procede como te mandaron.

—Sí, necesito terminar con esta mierda cuanto antes. —Lo abrazó con un estremecimiento.

Caminaron hacia la comandancia seguidos por hombres armados. Entraron en el despacho y se sentaron. Era una escena onírica, una refinada sofisticación de la tortura. Cienfuegos ordenó llamar a los oficiales. En pocos minutos la sala se llenó de hombres graves. Camilo se puso de pie y exigió en tono cansado que le entregasen sus armas mientras Húber parecía distraído mirando el techo. Los capitanes respondieron que no estaban de acuerdo con el arresto. «Ése no es el tema —replicó Camilo—, estoy ordenando que me entreguen las armas.» Húber hizo señas para que obedecieran. Los oficiales cambiaron miradas iracundas y, con resignada lentitud, vaciaron sus cartucheras.

La radio informaba que Fidel en persona había llegado al aeropuerto de Camagüey. Apenas pisó tierra asió un micrófono y dijo que había que movilizarse «contra la conspiración de Húber Matos». Aseguró que en el campamento militar había empezado una sedición. Enseguida se puso a la cabeza de la fogosa multitud que lo esperaba con banderas y carteles y avanzaron hacia el campamento militar. Los oficiales concentrados en el despacho comentaron inquietos que su gente iba a dispararles, aunque hubieran recibido órdenes en contrario del mismo Húber y aunque esa jauría estuviese liderada por el primer ministro.

Fidel penetró a tranco largo en el cuartel, seguido por una multitud de cuatro mil personas que ladraban feroces. Entró en el edificio de la comandancia golpeando los tacos y rodeado por su numerosa guardia personal. Reunió a los capitanes de la plana mayor en el primer piso, mientras Húber permanecía arrestado en el segundo. Los enfrentó con rostro severo y, en tono muy exaltado, sin darles tiempo para acomodarse, afirmó que Húber era un traidor ligado a una conspiración antirrevolucionaria pagada por Trujillo y asesorada por los gusanos de Miami.

—¿Todo eso? —ironizó un oficial.

—Muéstrenos las pruebas —pidió otro con la audacia que permitía su rostro historiado de cicatrices.

—Yo las tengo —contestó altivo.

—¿Por qué no las presenta, entonces?

En lugar de responder insistió en su avalancha de injurias. Su actitud molestó a los capitanes, que convirtieron la escena en la más incómoda que enfrentaba Castro desde que había tomado el poder. Uno de ellos se refirió a la desviación comunista. Fidel calificó de absurda esa acusación y, desenfrenado, les apuntó con su índice:

—¡Ustedes... ustedes váyanse con los contrarrevolucionarios, váyanse con esos malditos, que yo me voy con el pueblo!

—Pero, comandante, nos extraña mucho —replicó otro oficial retorciéndose los dedos— que llame pueblo a esa turba que lo acompaña dando aullidos. ¿Llama en serio pueblo a esa gente?

Fidel decidió retirarse bruscamente. Subió al segundo piso y pasó como bólido cerca de Húber y Camilo, abrió la doble puerta que daba al balcón para saludar al gentío que se había concentrado para despedazar al traidor. Su presencia incrementó el odio y las banderas empezaron a tremolar.

Contrapunto obligatorio
24

Avanzada la noche escuché un aleteo contra la ventana. No era hora para que los pájaros estuviesen despiertos. Abrí los ojos y advertí polvo de tiza en el aire. No lograba conectarme con ese sitio. La ventana era grande y estaba encuadrada por un cortinado azul. A mi lado yacía Ignacio, que me contemplaba con dulzura. Me desperecé y él me atrajo hacia su cuerpo. Lo abracé también, efusiva con la sensación familiar de sus brazos, sus piernas, sus hombros, en esta nueva casa. Nos besamos. Su barba rubia me hacía las cosquillas de siempre, y él decía que mi piel seguía manteniendo la lisura de los pétalos. Jugamos con las caricias, rodamos, casi caímos al suelo y soltamos risotadas. Flotábamos en un océano plácido, en el que nos sumergíamos y volvíamos a sacar la cabeza. Con los dedos repasábamos los detalles de nuestras ondulaciones. Ignacio recorría mis vértebras hasta llegar a la cintura y entonces me hacía rotar, yo arriba, él abajo. Lo miraba en las sombras como una escultura viva que soportaba mi peso sin alterar el ritmo de la respiración. Me inclinaba para besarlo y girábamos de nuevo, yo abajo y él arriba. Hubiéramos querido en ese fomento que las aguas amistosas de ese lecho durasen para siempre.

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