La pasión según Carmela (5 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

Más tarde me llegaron mensajes de Lucas enviados por correos desconocidos. Lo poco que contaba era suficiente para encender mi imaginación. Nunca había estado en Sierra Maestra y ahora ese lugar se había convertido en la fortaleza de unos bravos rebeldes. Empecé a desear conocer la maravilla que había enamorado a Lucas. Me tironeaban la admiración y algo de crítica, tal vez quería descubrir que Lucas se había vuelto loco. Me pregunté cómo sería vivir en un campamento clandestino, cómo se proveían de alimentos y de armas, cómo se entrenaban, cómo habían constituido su aparato de inteligencia para atacar en el momento oportuno, qué aspecto tendrían Fidel Castro, Húber Matos, Camilo Cienfuegos, Ernesto Guevara. También me preguntaba si era cierto que les gustaba leer, cómo se las arreglaban con la luz, la lluvia, el calor, los mosquitos. Lucas no daba detalles y seguía allí sin asomo de arrepentimiento. Algo raro debía latir en ese dédalo metido en el corazón de la montaña.

Pensé que ya no sólo era curiosidad, sino un deber ir hacia allí.

Le mandé información sobre mis intenciones y me respondió con un ovillo de mensajes en código. Debía evitar que lo supiese mi familia. Alguien me hablaría el próximo martes a las tres de la tarde en la esquina del Gran Teatro de La Habana. Llegué al sitio con puntualidad y caminé despacio. Me sentía rara, como si hubiera acudido a una cita romántica. Pensé que quizá surgiría Lucas en persona, disfrazado.

Alguien pronunció mi nombre, giré y me sorprendió verlo. Era Lázaro, nuestro antiguo chofer desaparecido hacía años, con barba y pelo largo. Pensé que iba a entorpecer mi encuentro con el mensajero de Lucas, porque Lázaro no podía ser correo de nadie, y quise sacármelo de encima. Sin embargo, con amplia sonrisa dijo que le alegraba verme, que le gustaban las montañas y traía saludos. Montaña y saludos eran palabras por demás elocuentes. Me endureció la sorpresa y lo seguí hacia un ángulo recoleto junto a los muros del Teatro. Pidió que abriese con discreción mi cartera y con la rapidez de un ilusionista le introdujo un papel que salió de su manga. Preguntó por la salud de mis padres y partió tranquilo.

Puse como excusa la necesidad de tomarme una semana de descanso en un lugar solitario de la playa, como lo hice de nuevo meses después, cuando decidí sumarme definitivamente a los rebeldes y encontré en la guagua los ojos magnéticos de Ignacio. En esa primera, breve y asustada incursión llegué a la Sierra escoltada por dos hombres que parecían inocentes campesinos. Cuando penetré en la jungla fui acogida por combatientes rudos que hablaban dialectos de varias regiones y habían sido advertidos de mi llegada. Antes de encontrarme con Lucas pude conocer a personajes que después se harían famosos, pero que en esa oportunidad no me prestaron atención, excepto uno, de nariz corta y mirada profunda llamado Húber Matos. Conversamos unos minutos y apareció mi hermano, barbudo y con ropas de combatiente. Lo contemplé atónita y nos abrazamos con furiosa alegría. Fuimos a charlar durante horas, necesitados de descargar maletas llenas de noticias.

Le conté atropelladamente sobre cada miembro de la familia y de algunos amigos. El me describió sus experiencias en la Sierra, desde los vastos prolegómenos con Camilo, el agotador viaje con Orestes y Elvira, su acelerado entrenamiento y la conversión en un hombre distinto. Estaba encantado de ser un rebelde contra la hipocresía, los prejuicios y las injusticias. Escuchándolo, mi inmaduro ramaje de ideas empezó a soltar explosivos brotes.

7

Una eternidad antes que Carmela, su único hermano había llegado a la Sierra y fue conducido por angulosos senderos hasta una hondonada de donde habían desaparecido los pájaros. Bajó clavando los talones en los nudos de las raíces para no resbalar. Era un cañadón surcado por un río de escaso caudal. De súbito emergieron guerrilleros que disparaban al lejano blanco, de espaldas al acantilado parcialmente cubierto por trepadoras. Era un improvisado campo de tiro que no se identificaba desde el aire.

El hombre que dirigía el entrenamiento se hizo cargo de Lucas. Como no estaba familiarizado con las armas, se puso a informarle empezando por lo más elemental. Hablaba con un acento extraño y confianzudo, pero paciente. Le explicó las características de varias armas; después le indicó el manejo de los seguros y la forma de cargar y descargar los proyectiles. Debió repetir la operación de pie, sentado y tendido, acomodar sus pistolas, ametralladoras, granadas y fusiles adheridos al cuerpo. Mirándolo fijo indicó: «Cuídate de no herirte a vos mismo, ¿escuchaste?». Después le ordenó que tirase al blanco en cuclillas, sentado, acostado y parado. Entre sus frases se le escaparon varios «che, pibe» y Lucas pensó que era el Che Guevara. No, le explicó, no soy el Che Guevara; aunque soy argentino y me llamo Ignacio Deheza.

Ignacio se frotó su curvada nariz y le contó que los enfrentamientos eran pocos por el momento, pero que los rebeldes mantenían escaramuzas con el ejército para recordar a los cubanos que existían y que eran un problema para el gobierno. «Ambos bandos hacemos laburos de espionaje —agregó—, aunque los nuestros son mejores. Por eso ni por putas los soldados se internan en la Sierra. Esos atorrantes saben que los esperamos con las botas puestas. Sólo se atreven a las incursiones rápidas, de poca profundidad, divididos en grupos chicos. Y nos disparan sin ver, son patéticos.»

A los pocos días se produjo un ingreso de soldados, que fueron esperados tras el espeso escudo de unos matorrales. El combate fue rápido y los soldados se entregaron sin ofrecer resistencia, porque habían perdido contacto con sus bases y estaban desorientados en el bosque. El Ejército Rebelde los liberó con arrogante generosidad, para que desparramasen por los alrededores noticias asustadas de su existencia. El pelotón de Lucas fue comandado en esa oportunidad por Húber Matos y entre los combatientes se encontraba el rubicundo Ignacio, su entrenador. Al regresar se dieron cuenta de que otra columna de Batista les había bloqueado el único camino que habían tratado de mantener abierto. Matos decidió efectuar un amplio rodeo, agotador, para escapar de una muerte segura. Emprendieron entonces una larga marcha sin agua ni alimentos. Fue el bautismo de Lucas. Inolvidable.

Recién a las dos horas descubrieron un cobertizo de palmas donde un campesino con aspecto de ermitaño miraba filosóficamente las piedras que lo rodeaban. Sus ojos ni siquiera parpadeaban ante el zumbido de las moscas que sobrevolaban sus crenchas grasientas. Húber le preguntó si tenía algo de agua y de pan. El viejo tardó un rato en mover la cabeza, pero en sentido negativo. Entonces le preguntó si tenía malanga. El viejo desprendió sus ojos alboamarillentos de las interesantes piedras y movió la cabeza en sentido positivo. Trepó con sus manos tendinosas por las sucesivas partes del cuerpo hasta ponerse de pie y entró lento en la profundidad del cobertizo. Húber hizo señas a sus hombres para que le dieran tiempo. El anciano regresó con una olla que entregó a Húber con desdentada sonrisa.

Por primera vez el refinado Lucas probó malanga, la despreciada comida de los pobres. Ignacio lo palmeó al advertir sus náuseas: «Comida de pueblo, compañero», le dijo con fuerte acento argentino; después se tapó su curvada nariz y puso en la boca un trozo.

Los guerrilleros tenían los pies débiles como si hubiesen bebido guarapo fermentado. No se debía sólo al desaliento de la marcha, sino a que un insecto llamado nigua les había penetrado las uñas y provocaba una comezón enloquecedora. Todavía les faltaba un amplio tramo de la semicircunferencia. Después de otra descordada caminata tropezaron con una choza abandonada y se echaron a dormir. Lucas fue despertado por aplausos y enseguida él también empezó a dar golpes para alejar las pulgas que se daban un festín con sus partes descubiertas.

Húber no se guardaba las opiniones, aunque hablase con subordinados. Dijo que era un grave error que no hubiese una retaguardia provista de alimentos, agua y carpas, lo cual habría evitado este sufrimiento. Aunque podían divisar algunos escuetos poblados del Llano, con tiendas y negocios, debían cuidarse de aparecer por allí: seguro que los esperaba la columna de Batista que antes les había cerrado el paso.

Reanudaron la marcha por el curso de un río arenoso. La arena metida en el calzado se convertía en una plantilla que lastimaba la piel. Nigua, pulgas y arena al mismo tiempo era demasiado. Lucas no se quejaba, lo que sorprendió a sus compañeros, entre ellos al gigantesco mulato Horacio, que había trabajado en una hacienda vecina a la de don Calixto Marcial.

Necesitaron quitarse las correas de las mochilas, porque abrían surcos en los hombros. Fue cerca de una cueva donde tal vez acechaban las víboras. Horacio ayudó a Lucas, que tenía trabada una correa. Cuando quedaron con los torsos desnudos Horacio miró con ternura a Lucas, que se sintió paralizado de horror y de placer. Ese enorme cuerpo maloliente como un caballo después de la carrera lo abrazó, le acarició la espalda y le produjo un estremecimiento inusual. No supo qué hacer con sus manos, que aletearon tristes en el aire. Hasta que por fin le devolvió el abrazo. Fue un abrazo en el que se transmitieron energía y afecto. Lázaro, a poca distancia, registró la escena con perplejidad.

Escucharon un tiro y se pusieron de pie. Era el momento menos indicado para recibir un ataque, porque ni siquiera sabían dónde habían depositado las armas en el desorden de botines, mochilas, medias rotas, correas y camisas humeando sudor. Lucas imaginó que el proyectil asesino viajaba en dirección a su entrecejo y lo dejaría tendido en la cueva donde las ratas del campo y las víboras se darían un banquete.

Después de otra hora, cuando ya oscurecía, cargaron los bultos.

—Me queda un último sorbo de agua en mi cantimplora, te la regalo —ofreció Ignacio a Lucas, que le miró dudoso su barba rubia, sucia y desordenada—. ¡Agarra, pibe! No estamos para cortesías.

Lucas agradeció y bebió las últimas gotas. Se secó con el antebrazo.

Supuso que luego de esa aventura tendrían unas jornadas de recreo. No fue así: a poco de llegar les informaron que debían asaltar una pequeña guarnición en la costa, sobre el bello golfo de Guacanayabo. El Ejército Rebelde iba a lograr gran repercusión, porque ese lugar estaba poblado de caseríos. Las instrucciones se impartirían a último momento para evitar filtraciones. Será una batalla en serio, le dijeron, porque participará Fidel Castro en persona.

8

Las apariciones de Ignacio delante de mí, antes o después del entrenamiento, manifestaban su propósito de atraerme. Me las venía arreglando para hacerle creer que sólo apreciaba sus conocimientos. Ignacio machacaba con fuerte acento argentino (o porteño, me explicó) palabras que me hacían sonreír. Una vez dijo: «Hacer sonreír a una piba es ya tenerla cerca de la catrera». Repetía: «Piba, pibita, pebeta, rubia Mireya, percanta de mi corazón, Ivonne, sos la única mujer que aceptaría mi pobre vieja querida», y otras expresiones por el estilo, sacadas de tangos olvidados o recientes, que tarareaba con pésimo oído musical. Mientras simulaba mi desinterés —aprendido en mi etapa de burguesita— asociaba nuestro invisible romance con el de Antonio y Cleopatra, cuando se susurraban galanterías en un estanque cubierto por nenúfares. A nuestro alrededor, con exceso de imaginación poética, identificaba con nenúfares las flores de una retama.

Ignacio era respetado como economista por Ernesto Guevara. Cuando tomemos el poder, profetizó Húber Matos, Ignacio dirigirá nuestras finanzas; es un caso único, porque los economistas son fríos y no se meten a fondo en luchas como la nuestra. Ignacio ha superado ese límite.

El argentino empezó a buscarme también al amanecer, cuando calentábamos sobre braseros el desayuno compuesto por café, frijoles, arroz y plátanos fritos. Su saludo era: «¡Hola pibita! ¿Cómo estás?». Yo contestaba: «Bien, muy bien, gusto de verte». «¿Qué más?», seguía él. Yo sonreía: «No sé qué decirte, empieza a clarear». «Vamos, no te hagas la dormida, tesoro, las mulatonas como vos tintinean hasta con los párpados cerrados.» «Gracias por lo de mulatona, pero no tengo el físico.» Él se ponía incómodo, me daba cuenta, y su tonito insolente era producto de la timidez: muchas de sus frases sonaban impostadas, guiños tangueros para romper la distancia. El amor de los argentinos no es igual al de los cubanos, pensé, es otra cosa, más agresivo, más atormentado, más tenso.

Después de conversar con Húber, Ignacio vino hacia mí y descerrajó: «¿Cómo andas de tiempo?». Levanté mis ojos y antes de que yo le respondiese agregó: «No te invito a caminar ahora». Arrugué la nariz y contesté: «No lo aceptaría, porque tengo otro entrenamiento en la hondonada». «A eso mismo me estaba refiriendo», contestó abriendo las manos. «Entonces no se entiende.» «No te invito, estimada pibita, porque necesito que me ayudes acá mismo con otra tarea.» «¿Qué clase de ayuda?» «Mecanografiar unas hojas y entregarlas a Fidel cuanto antes, yo sé que vos lo haces rápido.» «Hay dos máquinas de escribir en el campamento, búscate la que quieras», contesté. «No, porque tenemos apuro, ¿me explico?» Entrecerré los ojos como hacen los miopes. «De veras», insistió Ignacio, y unió sus palmas en un gesto de plegaria. «¡Exagerado!» «¿Crees que soy un mentiroso?» «Muéstrame el texto», dije. «Aquí está.» Miré las hojas: «Ahá, un texto escrito por ti, dictado por Húber, que me pides pasar a máquina para entregarlo a Fidel; gran enredo». «¡Exacto!, me fascina tu percepción.» «Los argentinos se "fascinan" por cualquier cosa. Bueno, vamos a la oficina de Húber, su máquina es muy buena.»

Húber revisaba papeles en su mesa y en otra, enfrentada, una Olivetti brillaba con los primeros rayos de sol que atravesaban las descoloridas cortinas de la ventana.

«Soy médica, no dactilógrafa», me disculpé. «Pero la mejor dactilógrafa del Ejército Rebelde», replicó. «Dame el texto», dije impaciente mientras colocaba en el rodillo dos hojas con papel carbónico en el medio. «No, yo te dictaré, así no surgen equívocos.» Lo miré irritada, pero no se dio por aludido y acercó una silla a la butaca donde yo me había sentado. Húber nos miró por arriba de sus anteojos para leer, hizo un gesto de aprobación y salió con una carpeta bajo el brazo.

Ignacio acercó su rodilla a mi muslo. Yo me aparté un poco y él nada, como si no se hubiera dado cuenta de mi reacción. Empecé a mover todos mis dedos sobre las teclas redondas de la Olivetti como si fuese una concertista, atenta al dictado, íbamos por la mitad cuando Ignacio cruzó su brazo por delante de mí para alcanzar el diccionario que yacía sobre el ángulo izquierdo de la mesa. «¿Para qué lo quieres?» «No sé qué significa en Cuba, exactamente, la palabra "buscar".» «¿Me tomas el pelo?» «¿Yo a vos, mi Ivonne incomparable, mi Carmela de arrabal?» Contesté: «"Buscar" quiere decir... a ver, ¿cuál es la frase?». «Creo que deberíamos cambiar "buscar" por "recoger".» Giré los hombros para mirarlo de frente, provocativa: «Sé qué quieren decir los argentinos con la palabra "coger" y me imagino lo que quieres decir con "recoger"». Ignacio sonrió dichoso: «Frío, frío, pibita, pero me gusta tu reacción; la palabra "buscar" en cubano daría a entender que la otra parte tiene permiso para meter la nariz donde no debe, en cambio "recoger" limita la tarea a tomar sólo aquello que se le permite; es una sutileza y debemos cuidar las sutilezas en nuestros mensajes a la prensa y los gobiernos que nos apoyan».

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