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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

La pasión según Carmela (3 page)

Una oposición más firme a nuestro vínculo la ejercieron las intrigantes hermanas de Melchor, que no se resignaban a dejarlo escapar de sus amigas pertenecientes a la alta sociedad. Además, intuían que yo vertería una química indeseable, y no se equivocaron. Pero nuestros padres se manifestaron satisfechos, aunque algo menos mi papá, debido a la fama de mujeriego que enturbiaba el nombre de Melchor. Sospechaba que podía abandonarme minutos antes de subir al altar, como había pasado en las mejores familias, aunque la boda estuviera organizada por su madre obsesiva en la iglesia de San Juan de Letrán, en el residencial barrio de El Vedado.

Un mes antes del casamiento, es decir el 13 de marzo de 1957, se produjo el asalto al palacio presidencial por los estudiantes del Directorio Revolucionario, con la manifiesta intención de asesinar a Batista. Eligieron el momento en que se encontraba en el edificio, porque querían darle caza como a una bestia del campo; lo matarían allí mismo para generar un shock y el inmediato retorno a la democracia.

Pero la osadía de los rebeldes no alcanzó para rendir a la guardia presidencial y el ataque naufragó en una catarata de sangre. Murieron treinta y cinco revolucionarios, entre ellos el militar español que los dirigía, Gutiérrez Menoyo. Entre llantos se comentó que ese hombre había podido esquivar las balas franquistas en España y la ocupación nazi en Francia, pero no la puntería de los militares que cuidaban a un déspota latinoamericano. El ataque debilitó la fama del tirano, pero fue un
boomerang
contra las aspiraciones de la democracia, porque ese fracaso proveyó excusas al régimen para extremar la persecución de los rebeldes. A partir de ese momento la insurrección en las ciudades quedó condenada por la dureza de los cuerpos represivos; en cambio pudo sobrevivir en las zonas rurales, porque ni el dictador ni sus fuerzas armadas la consideraban capaz de llevar a cabo un operativo importante. Eso mismo se comentaba en las reuniones familiares que hacían los Vasconcelos y los Gutiérrez mientras avanzaban los preparativos de la boda.

Unos años antes había sucedido otro resonante fracaso, el de los llamados Auténticos, jóvenes delirantes que contaron con el apoyo del ex presidente Prío Socarras. Fue un capítulo grotesco e indescifrable. Los Auténticos habían logrado la complicidad, nada menos, que del dictador Trujillo, de la República Dominicana, quien favoreció una expedición a la Cuba de su colega Batista, dirigida por Eufemio Fernández, un atolondrado que años atrás había intentado derrocar al mismo Trujillo. Nada sonaba más risible que esa contradicción: el sanguinario Leónidas Trujillo iba a luchar contra el sanguinario Fulgencio Batista bajo la conducción de otro sanguinario que le había sido desleal. Lanzó carcajadas Batista y también Trujillo. Ambos continuaron en el poder, tal vez amigos, además.

Fidel Castro, mientras, con remilgos ante la desconfiada policía mexicana que lo apoyaba y no lo apoyaba según el humor y la mordida, consiguió hacerse con armas en el exilio y con unas docenas de hombres zarpó hacia Cuba en un viaje que cambiaría la historia del país, del continente y del mundo. Prío Socarras había tenido la generosidad de cederle el copioso óbolo de cien mil dólares, de los cuales quince mil fueron dedicados a comprar el viejo yate
Granma
a un norteamericano. Fidel suponía que, gracias a la celebridad que había conseguido con el fracasado asalto al cuartel Moneada en aquel 26 de julio de 1953, la noticia de su desembarco provocaría un alzamiento que le entregaría en bandeja el gobierno de Cuba: con buen criterio no deseaba una larga guerra porque no disponía de suficientes hombres ni de armas. Mientras, Frank País se había comprometido a tomar la ciudad de Santiago poco antes de la llegada del
Granma
, con trescientos jóvenes de diferentes niveles sociales. Frank cumplió al pie de la letra: incendió edificios públicos y ametralló cuarteles sin que la policía, arrinconada por la sorpresa, supiese cómo responder. Pero la embestida terminó sofocada y no se extendió a otros puntos como habían esperado Fidel y sus lugartenientes.

El desembarco del
Granma
, por otra parte, tampoco recogió gloria, porque se realizó de manera torpe y fue considerado por las autoridades el naufragio de unos aventureros. El yate había encallado en una playa donde fueron descubiertos enseguida por una fragata que abrió fuego contra ellos al advertir que estaban armados. Los invasores recogieron los pertrechos que encontraron a mano y abandonaron la mayor parte de su armamento en las arenas de la costa; tampoco pudieron ocuparse de los heridos y lo único que atinaron a hacer fue correr hacia las estribaciones de Sierra Maestra. No tenían un plan alternativo, ni habían contratado baquianos que conocieran el terreno. Unidades del ejército los persiguieron sin táctica: en vez de empujarlos desde la montaña hacia el mar y cerrarles la huida, lo hicieron desde el mar hacia la montaña, donde finalmente pudieron desaparecer en los escondrijos de la naturaleza. Batista los consideró unos imbéciles dirigidos por «un gángster con fama de loco». Los rebeldes del
Granma
, sin embargo, tuvieron la perseverancia de reagruparse a instancias de la sólida voluntad de Fidel Castro. Se aclimataron a los parajes de la montaña, crearon rutas de aprovisionamiento y, poco a poco, aumentaron sus filas con nuevos combatientes.

A nuestros padres los tenía muy inquietos que llegaran a tiempo las invitaciones de la boda. El asalto al palacio presidencial trabó el correo. Además, los invitados tendrían miedo para salir de sus casas. Pero esa ansiedad no me invadió a mí; con Melchor nos acariciábamos y conversábamos sobre temas baladíes. Su padre nos justificaba: los jóvenes andan por las nubes y sólo piensan en ellos mismos.

Lo cierto es que la ciudad había entrado en una inestabilidad inusitada, con explosiones en los cines, cabarets y hasta en los recipientes de basura. Un diario llegó a decir, con amarilla exageración, que había contado cien bombas de estruendo en un solo día. Se multiplicaban las actividades clandestinas, aunque fallidas, para provocar un levantamiento. Batista seguía atornillado al poder y Cuba era una fiesta.

La prensa difundió las críticas de Fidel Castro al frustrado asalto al palacio presidencial. Esto hizo sonreír a los funcionarios del régimen: ¡De verdad que no lo esperábamos! Con un lenguaje desenfadado que pronto sería familiar, el barbudo de Sierra Maestra calificó la intentona de irresponsable. Sus palabras aumentaron su popularidad, porque se interpretaron como prueba de sensatez democrática. Pero mi hermano Lucas dijo que, en realidad, Castro era un líder que aspiraba a convertirse en la única opción contra Batista. Añadió:

—Si el Directorio hubiera eliminado al déspota, Castro habría tenido que aliarse con el resto del espectro político y habría quedado reducido a jefecillo de un irrelevante grupo de combatientes; es un animal político y sabe cómo moverse entre los contradictorios sentimientos de la sociedad.

—De modo que Fidel Castro ambiciona ser el líder del gran cambio —repitió pensativo Calixto Marcial.

—Estoy seguro —respondió Lucas.

—A mí me cae bien ese hombre, aunque no la mugre de su barba —sentenció Calixto Marcial mientras encendía un cigarro—. Quiere la democracia, quiere el bien del país. Ya estoy harto del ignorante de Batista y sus actitudes de mulato. Si de mí dependiese, le daría el poder a Castro mañana mismo para que convoque elecciones y podamos elegir los buenos cubanos que abundan en la isla.

—Estoy de acuerdo —apoyó mi padre.

Para la boda, sin embargo, don Calixto Marcial empleó parte de su vasta influencia para que una dotación armada del gobierno, con el que seguía haciendo negocios, vigilase el barrio, la iglesia y todas las residencias que podrían sufrir amenazas.

Nuestras madres se ocuparon de supervisar la decoración de la iglesia. Tres modistas transpiraron la confección de mi vestido mechado de encajes y perlas que me ceñían el talle. A mis piernas enfundadas en medias blancas las envolvieron con una armoniosa campana que rozaba el piso sin molestar el movimiento de los pies. Me seguía una cola de satén tan larga que serviciales empleadas con uniformes fucsia se ocuparían de mantener extendida a lo largo de siete metros bíblicos, cualesquiera fuesen los obstáculos de mi marcha hacia el altar. Un velo misterioso coronaba mi cabeza, y lo sentía como un tejido de galaxias titilantes. Me escoltaban varias damas de honor ridículamente sonrojadas porque anhelaban ser mordidas por los ojos de los caballeros que atestaban los costados de la nave y convertirse también en novias. Por delante cuatro niños arrojaban pétalos de rosas blancas y amarillas sobre la alfombra purpúrea. A mi lado caminaba papá, erguido y tenso; yo advertía que desplazaba sus pupilas a diestra y siniestra para verificar la concurrencia de parientes y amigos que se habían arriesgado a acompañarnos pese al viento hostil que barría las calles de la ciudad. Llegamos al altar inundado por una cascada de flores blancas que parecían contener hasta enjambres de abejas sedientas de néctar y cuyo aroma competía con las incesantes descargas del incienso.

Le pude contar de a poco estas cosas a Ignacio en medio de los agrestes panoramas de la Sierra, a menudo sobresaltados por el estampido de las balas. Mi casamiento se había convertido en mi mente de novicia revolucionaria en un culebrón de opereta. En una montaña de basura que Ignacio, sin embargo, acogió con indulgencia. Los conversos son fanáticos, me advirtió para que no fuese tan crítica de mi corta historia. Preguntó, además, si yo había disfrutado aquel casamiento. «¡Fue circense!», respondí. «Pero, ¿lo disfrutaste o no?» Tardé en contestar, no quería mentirle. Miré sus ojos tiernos y confesé que sí, tapándome la cara:

—Sí, lo disfruté. —Era como decir en el confesonario: «He pecado, padre, he cometido un horrible pecado».

—No fue un pecado —dijo él, divertido por mi condena radical.

—Claro que sí lo disfruté —dije al fin, arrojándome por el tobogán de la verdad—, disfruté la maratónica ceremonia, disfruté la caminata por la alfombra purpúrea, disfruté los brindis, disfruté el excesivo champán, disfruté los discursos vacíos, disfruté la comida para centenares de invitados, disfruté el baile interminable en la casona señorial de los Gutiérrez y disfruté mi viaje de bodas a las mejores islas del Caribe en un yate magnífico.

5

Al regreso, Camila y Melchor encontraron acongojados a sus padres: Lucas había desaparecido.

Don Calixto Marcial lo había designado hacía más de un año administrador de su hacienda en Oriente. Lucas había terminado con estupendas calificaciones sus estudios de economía y —factor importante— era el hermano de su futura nuera. Demostró ductilidad en el manejo de los números y de los hombres. Retornaba a La Habana cada quince días y lo hizo también, por supuesto, para el casamiento, donde pareció más introvertido que de costumbre. Culminados los festejos montó su Mercedes y regresó a Oriente.

Doce días más tarde desapareció del suntuoso casco sin dejar pistas.

El informe fue enviado por uno de los capataces y apenas don Calixto Marcial salió del impacto se irritó con el capataz y demás responsables, a los que interrogó por teléfono:

—¿Cómo carajo es eso de que Lucas se ha marchado sin dejar huellas, ni mensajes, ni rastros de nada? ¿Cómo es eso de que la noche anterior lo vieron retirarse a su dormitorio, tranquilo como siempre, y a la mañana no lo encontraron más? ¿Cómo es eso de que recorrieron los alrededores sin que nadie pudiese darles la menor pista? ¡No se puede haber evaporado, comemierdas! ¡Hurguen los caminos y los pueblos! ¡Deben haberlo secuestrado!

Tardó en comunicar la novedad porque se sentía culpable. Nunca había tomado precauciones contra este tipo de incidentes, porque en Cuba nadie lo hacía aún. Después, Calixto Marcial y don Emilio trataron de parecer tranquilos para que sus mujeres no enloquecieran. Evaluaron la situación y decidieron viajar a Oriente. Intervinieron en persona sobre la despistada busca y después de una estéril jornada se derrumbaron en los sillones, bebieron ron y fumaron cigarros sin saber qué más hacer. Pero no iban a cejar en su empeño y don Calixto Marcial ordenó, antes de irse a dormir, una redoblada acción a la policía, que iba a recompensar con adiposos sobres llenos de dinero.

Los agentes salieron disparados a cuadricular casi toda la provincia, sin privarse de descargar agresiones contra cientos de campesinos sospechosos. Pero lo que hubiera sido imposible de imaginar es lo que en verdad pasó.

Lucas no sufrió secuestro alguno.

Desde hacía meses recibía durante la noche al comandante Camilo Cienfuegos, quien lo cautivó con su derroche de simpatía. Cienfuegos era un narrador que excitaba los oídos. Mechaba historias cautivantes con datos objetivos de la revolución que convertiría a Cuba en una avanzada de la democracia continental. Describía las tropas de Sierra Maestra como un ejército mágico lleno de ideales, que aumentaba su número en forma lenta pero sostenida. Lucas lo escuchaba con deleite, a pesar de que se esmeraba por disimular su vieja solidaridad con los que sufrían injusticias. Lo irritaban la soberbia de la policía y los abusos sociales; era un cristiano poco practicante, pero asqueado por sermones que rebotaban en las orejas de feligreses racistas e insensibles. Quizás el primer trauma lo recibió al detenerse en Birán cuando sólo tenía diez años y Carmela siete. Birán era el pueblo donde había nacido Fidel Castro.

Las palabras de Camilo Cienfuegos olían a jazmín silvestre y llegaban al corazón de Lucas, que esperaba ansioso cada encuentro. Lucas no había militado en política, que consideraba un pugilato sin sentido, propio de bandas violentas e ignorantes. Pero anhelaba un cambio profundo, con libertad, mucha libertad. Le irritaba ese rosario de dictaduras que oprimían al continente: Somoza, Trujillo, Pérez Jiménez, Duvalier, Ibáñez, Stroessner, Rojas Pinilla, apoyados de manera absurda por la potencia que había conseguido la mejor democracia del mundo. Eran dictadores que decían bregar por sus pueblos mientras los explotaban sin pudor, aliados con ricos que eran ricos por delincuentes, no por emprendedores. El brote escondido en los vericuetos de Sierra Maestra, en cambio, parecía otra cosa. Afinó su oído a todo lo que decía Camilo Cien-fuegos, disecó las porciones anecdóticas de las que revelaban los propósitos de fondo y se convenció de que merecían ganar la batalla.

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