La pasión según Carmela (7 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

—¡Bárbaro!, tendrás todo eso, soy un fino galán.

—¡Un fabulador! —percutí su tazón con mi uña.

—¿Ah sí?, deberás disculparte.

Cuando regresé del entrenamiento fui a lavarme detrás de las carpas de lona que compartía con tres mujeres. Cerca de un robusto manglar cuyas raíces aéreas ocultaban la oficina de Húber Matos me esperaba Ignacio con su fusil y una mochila. Su felicidad al verme se parecía a la que estalla frente a un espejismo. Yo vestía mi remendado uniforme y tenía recogidos los cabellos con un rodete. Sus ojos me pincelaron de la cabeza a los pies.

—¿Vamos?

—¿Hiciste la reserva?

—Para dos, en el mejor lugar del salón.

Me dejé conducir. Iba delante para indicar el camino y tomamos una dirección hacia donde nunca había marchado antes.

—¿Nos espera una limusina? —bromeé.

—Ya estamos en la limusina, disfrútala, y te prometo que en menos de treinta minutos verás el más hermoso de los paisajes.

Ascendimos una loma y la vegetación se tornó espesa.

—Es la parte más protegida —comentó—; enseguida aparecerá la alfombra roja.

Moví la cabeza: ¡este porteño me gana en imaginación! Trepamos una ladera cubierta de castaños; su follaje ocultaba casi por completo el cielo. Empecé a sentir fatiga. ¡Vamos, que las cosas buenas tienen su precio!

De súbito, al dar la vuelta a un macizo rocoso vi el mar. No había más castaños ni follajes ni árboles, sino maleza de baja altura. El azul de las aguas apacibles contrastaba con el verde del acantilado. Un paisaje cuya belleza Ignacio no me dejó gozar porque dijo apurado:

—Aquí nos pueden descubrir los largavistas; vamos al restaurante.

Dimos otra media vuelta al macizo y empezamos a ser cubiertos de nuevo por el techo de los follajes. La sorpresa fue advertir que el suelo ya no estaba tapizado por pasto silvestre, sino por florecillas rojas que retozaban su perfumada humedad.

—¿Falta mucho?

—Ya pisamos la alfombra —dijo.

Invitó a que me sentara sobre un tronco caído. Abrió su mochila y extrajo un mantel a cuadros blanquicelestes que fijó con cuatro piedras de cuarzo, que parecían instaladas allí con anticipación. «Por supuesto —dijo Ignacio—, conseguí las mejores piedras, todas del mismo color; lo del blanco y celeste es por la bandera argentina.» Extrajo una botella de vino que hizo girar en sus manos para leer la etiqueta. «También el vino es argentino, te aseguro que les gana a los franceses.» Yo lo contemplaba hacer. Instaló jarras, cubiertos, platos y una hogaza de pan. Demasiado para el tipo de vida que llevábamos en el campamento.

—No lo tenés que comer si no te gusta —advirtió—; la comida llegará enseguida; pero antes cerrá los ojos y extendé las manos.

Obedecí extasiada; sentí sobre mis curiosas palmas un ramito de flores. Abrí los ojos y temblaban los pétalos de azucenas que había conseguido vaya a saber dónde.

—¡Me encantan las azucenas!

—¿Y cómo no te van a encantar? Tu piel es de azucena.

—¡Argentino meloso! —dije tragándome una lágrima de gratitud.

—¿Te gusta el restaurante?

—Sí, admito que es mejor que el Maxim's.

—Gracias, Carmela; ¿lo conoces, digo... al Maxim's?

Mi rostro se nubló.

—Por supuesto, allí me llevaron mis padres cuando adolescente y después fui con Melchor.

—¡Es necesario conocer otras cosas para apreciar las que se tienen ahora! —bromeó.

—Bueno... bueno... —Traté de sacudirme el estremecimiento—. Eres un famoso economista transformado en filósofo.

—¡No, en cocinero! —Extrajo de su mochila dos sandwiches de queso, jamón, tomate y lechuga—. Son del más exquisito estilo porteño. De postre hay una sorpresa —agregó. Introdujo su mano en la mochila casi vacía y sacó puñados de guacamayas cuya carne azul tiene el sabor del almizcle—. Es mi homenaje a los caribeños —dijo mirándome fijo.

El puente de vidrio tendido entre nuestras miradas era sólido y trepidaba deseo. Yo le leía los labios que no se animaban a expresarse en voz alta. Quizá nos frenaban nuestras historias, aunque ya nos habíamos ocupado de hacer averiguaciones hábiles. Nos reclinamos sobre el lecho de flores rojas y nuestras manos juguetearon sobre el mantel a cuadros blancos y celestes. Vacilábamos hacia delante y atrás como chicos inexpertos. Los dedos de Ignacio, cuya piel era más blanca que la mía, dieron saltos cruzados, como los caballos en el ajedrez y luego avanzaron en la recta línea de la torre hasta dar jaque mate. Mis dedos se estremecieron por el asalto, esperado y temido a la vez. Quise parecer neutra.

Los índices masculinos consideraron que mi falta de respuesta era un permiso y treparon audaces sobre el dorso de mis propios índices. A los índices se añadieron los dedos mayores que también subieron sobre mis dedos mayores, los anulares sobre los anulares, los meñiques sobre los meñiques y los pulgares engancharon firme a los pulgares, como anclas de transatlántico. La incursión corrió por los tendones de las muñecas y por último sus manos plenas abrazaron por completo mis manos, abrigándolas como aves necesitadas de protección.

La minúscula lid se desplegó en silencio. Aún nos frenaba un incomprensible pudor, pero nuestras manos, sólo nuestras manos, se habían liberado de antiguas leyes, como si hubiesen dejado de obedecer a la corteza cerebral inhibidora. Nuestras manos independientes animaron a otras porciones del cuerpo que también anhelaban manifestarse: teníamos las piernas recogidas y nuestras rodillas intentaron acercarse pese a la inconveniencia de estar sentados frente a frente, con la vajilla interpuesta. El rodeo era fácil, podíamos unir nuestras cabezas, besarnos, pero nos separaba un océano virtual. Coincidíamos en nuestras ganas y nuestros frenos, ganas lógicas y frenos ilógicos. A la vez el deseo era tan grande que parecía irresistible.

Teníamos que frenar, reiniciar la conversación. Lo hicimos con carraspeos, desde la periferia al núcleo, desde las bellezas del paisaje a nuestras personas complejas, desde lo irrelevante a las entradas llenas de arcanos. ¿Le temíamos al progreso de nuestro vínculo? ¿Por qué? ¿Era un miedo que provenía de prejuicios burgueses o de obligaciones revolucionarias? «¡Ridículo! —me dije—, ridículo.»

Suponía que había menos para contar sobre mi vida porgue era nueva en la causa revolucionaria, aunque energizada con el fervor de los conversos, como solía insistir Ignacio. Ya había utilizado el recurso de compensar mi historia breve con referencias a la de Lucas: Lucas había decidido ingresar en el ejército Rebelde varios meses antes que yo, tuvo un riguroso entrenamiento, participó de combates difíciles, fue herido, y hasta fue salvado por Ignacio. En ese momento volví a expresarle mi reconocimiento por su comportamiento altruista en el centro de la metralla, y también a agradecerle la compañía que le hizo durante su convalecencia en la enfermería del campamento. Ignacio me rogaba que no volviese a mencionar el asunto.

Él poseía un historial más extenso porque había militado en el Partido Comunista argentino desde pequeño, sufrió persecución, agitó a sus compañeros en el colegio secundario y después en las organizaciones universitarias. Se especializó en finanzas para ayudar al establecimiento de una sociedad más equitativa. Su desempeño determinó el interés de Ernesto Guevara, como me contó la primera vez que hablamos.

En el camino de regreso evitamos enlazar las manos como si fuésemos religiosos medievales sometidos al voto de castidad.

—¿Nuestros ideales revolucionarios son una nueva religión? —le pregunté inquieta.

Ignacio respondió suelto de cuerpo:

—No sé si para tanto, pero te aseguro que para mí los escritos marxistas son más sagrados que la Biblia para un católico.

—¿Son infalibles, dictados desde el cielo? —ironicé.

—No fueron dictados desde el cielo, sino que son científicos y, por lo tanto, infalibles.

—¿Qué opinan sobre el amor?

Tardó en contestarme, su mente repasó capítulos enteros y al final dijo:

—Es algo que falta desarrollar, pero corresponde a la superestructura.

—No entiendo.

—La superestructura está por arriba de la estructura, que es lo esencial, como los bajos en la música polifónica; la superestructura tiene más colores y timbres, pero no podría sostenerse sin el piso firme de los bajos, de la estructura.

—¿El amor depende entonces de la economía?

—Todo depende de la economía, Carmela.

—¿También la emoción que me regalaste con este almuerzo excepcional?

Sonrió agradecido:

—Claro, almuerzo, fuerza de trabajo, comida, producción, ¡economía!

—Entonces allí, sobre la alfombra de flores, predominaba la economía —comenté irónica.

—Te equivocas, tesoro, economía y filosofía, porque mi maestro, Carlos Marx, fue también un filósofo, el mejor filósofo de la historia, al nivel de Aristóteles.

Contrapunto en armas
11

La misión iba a ser dirigida por Húber Matos, quien recordó a Carmela que no olvidara la libreta de apuntes con las crónicas de la Revolución.

Se movilizó gran parte de la base porque Fidel, indignado, había decidido aplicar un escarmiento a las tropas de Batista que, violando su cobarde tradición de mantenerse lejos, habían decidido matar guerrilleros en el corazón de la Sierra para demostrarle a la sociedad que el Ejército Rebelde sólo estaba compuesto por unos escasos y lastimosos gángsters. Húber realizó la selección y los instruyó sobre la táctica que se emplearía. Era preciso y metódico, habló a cada responsable de grupo y luego al conjunto. Impartió certeza sobre la victoria al mostrarles que había analizado cada detalle.

Antes de cargar las armas debieron proceder a una revisión minuciosa de su funcionamiento; cada uno era responsable de lo que llevaba. Divididos en tres columnas, avanzaron en camiones que quedaron estacionados a buena distancia y luego continuaron a pie, sigilosos, hasta el punto de confluencia, cerca del camino de tierra. Llegaron ocultándose bajo los follajes. Evitaban hacer ruido, como si alguien los estuviese espiando; era una forma de mantener la disciplina y la concentración. Una curva ocultaba el estratégico puente, que iba a ser cruzado por un bus lleno de soldados a los que debían hundir en el fondo de la quebrada.

Las columnas arribaron con poca diferencia de tiempo y se apostaron entre los matorrales. Ignacio marchaba con la columna vecina a la de Carmela, que estaba más cerca de la ruta. Fue precisamente Carmela quien primero vio el auto que se desplazaba en sentido opuesto al que debía seguir el bus. ¿Qué hacer? ¿Detenerlo? Sí, detenerlo enseguida, ordenó Húber, y apartarlo del camino.

Dos combatientes bajaron a la ruta y le hicieron señas para que frenara. Dentro del solitario vehículo se amontonaban varias personas. El que manejaba comprendió que se trataba de guerrilleros y, trabado por el pánico, aceleró en forma suicida. Los disparos obligaron a que se detuviese en seco, envuelto en una nube de pólvora. Varios combatientes, Carmela entre ellos, lo rodearon con sus rifles. Se abrieron las puertas y estallaron gritos de: «¡Paz! ¡No disparen! ¡Estamos desarmados!». Uno de los viajeros que mantenía las manos en alto reconoció a Húber quien, al advertirlo, corrió a darle un abrazo. ¿Eran amigos? Los combatientes aflojaron las armas. Sí, eran amigos y el viajero le explicó que iban hacia una localidad vecina para asistir a los funerales de un cuñado. El hombre sabía que Húber militaba en el Ejército Rebelde, pero nunca hubiera sospechado semejante encuentro. El chofer todavía temblaba. Húber preguntó a los centinelas si el bus militar estaba a suficiente distancia como para que sus amigos pudieran cruzar el puente. Está muy cerca, contestaron, el auto tenía que partir ya.

—¡Váyanse a los piques! —ordenó seco—; y no comenten este episodio a nadie, ¿entienden? ¡A nadie! Aunque amenacen cortarles las bolas.

A los pocos minutos el guerrillero sentado al borde de la solitaria ruta como un guajiro adormilado por el calor se rascó las crenchas. Era la señal. Por la espesura sonaron los seguros de las armas. Carmela palpó su libreta, pero en ese momento debía poner en práctica otra tarea, la aprendida en la hondonada de tiro.

Un bus entró en la curva y desde la vegetación partió la balacera. Una de las primeras víctimas debió de ser el conductor porque el vehículo se fue hacia la baranda del puente que, por ser de concreto, impidió que cayese al vacío. Desde su interior salió una réplica furiosa antes de lo esperado, como si hubieran presentido la emboscada. Los proyectiles dirigidos a la floresta no daban en el blanco debido a la multitud de árboles y matorrales, pero acabarían por alcanzar a los guerrilleros, que empezaron a retroceder hacia los escudos de troncos más anchos. El intercambio de plomo se extendió por varios minutos. Enseguida llegaron dos buses adicionales que derramaron decenas de soldados en varias direcciones y luego, para colmo, un blindado ligero se aproximaba con su cañón en ristre. Carmela miró desamparada a Húber, que se mordía los labios. ¡Carajo, tampoco esperaba esto! Ordenó la retirada sin dejar de disparar.

En la trepada hasta el sendero interior donde esperaban los camiones debían tener cuidado de no herirse entre ellos mismos, como había sucedido en el ataque al cuartel de San Ramón. Carmela subía detrás de Húber, quien se demoraba para controlar que nadie quedase rezagado. Al verla, le dijo que avanzara más rápido. Ella se ayudaba con las manos en los sitios verticales y, al llegar a una breve meseta, se lanzó a correr. Su pie fue atrapado por un hoyo escondido en la hierba y cayó de bruces. El dolor le indicaba que se había producido un esguince y debía hacerse un vendaje compresivo antes de que se formase el edema. Transpirando hielo se arrancó la camisa y la ató con fuerza en torno al tobillo. Presentía que se había fracturado y que se iba a desmayar por el cansancio y el dolor. Pero no podía quedarse ahí, los soldados la fusilarían apenas la encontrasen. Se aferró a unas lianas para incorporarse y avanzó saltando sobre un pie. Así no llegaría a ninguna parte. Además, su transpiración profusa le anunciaba una inminente pérdida de conocimiento. Debía ocultarse entre los arbustos. Trató de introducirse bajo un espeso matorral aunque las ramas inferiores la despellejaran hasta el hueso. Casi no veía hacia dónde se esmeraba en hundirse. Nunca había imaginado que el fin de su vida fuera a parecerse al de los topos.

El piso se movía rápido, extrañas imágenes giraban; vio raíces y piedras, tramos verdes y tramos grises. Su frente estaba hinchada de sangre, debía ser el esguince, sí, el sueño transfería la inflamación del tobillo a la cabeza, pero también le dolía el tobillo. Se dio cuenta de que esas imágenes invertidas no eran absurdas: la llevaban cargada en un hombro, debía ser el hombro de un soldado rumbo al paredón del fusilamiento. Golpeó la espalda del hombre:

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