La pasión según Carmela (11 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

—Sí, y además nos esperan armados detrás de sus altas murallas —sonrió Camilo.

—Son como los soldados de Troya. No van a entregarse. ¿Les meterás un caballo de madera? ¿O nos resignaremos a que salgan y nos limpien como el polvo de la vereda?

—Los militares han dejado de confiar en sus mandos —lo palmeó Camilo en el hombro—. Se rendirán. Ya no se trata de batallas materiales, sino psicológicas.

—¿Otro milagro?

—Toda nuestra Revolución es un milagro, ya lo dije varias veces. ¿Supones que tiene lógica?

Pocas horas después el Estado Mayor, informado del derrumbe que se producía en varias guarniciones del país, se rindió sin presentar resistencia. Cuba se ofrendaba como un cordero a los pies de Fidel Castro.

El 8 de enero de 1959 se produjo la entrada triunfal del Ejército Rebelde en La Habana. Sólo había transcurrido una semana desde la fuga de Batista. Cuba trepidaba fiesta. Una congestionada caravana de camiones y de tanques venía desde el Oriente, cada vez más numerosa y bullanguera.

Camilo Cienfuegos irradiaba vitalidad. La gente, al identificar su estampa, petardeaba vítores. Él tendía sus largas manos hacia las manos infinitas que buscaban rozarle los hombros, el sombrero campesino de ala ancha, los cabellos desordenados. Fidel, desde una camioneta descubierta le hizo señas para que se instalase a su lado. Martillaban los aplausos cuando Cienfuegos dio un salto de acróbata y se instaló a la derecha del jefe máximo, quien ya tenía a Húber Matos a su izquierda. La confluencia de los líderes era una postal que bombeaba los corazones. Los tres saludaban al gentío que reclamaba alguna prenda, como si fuesen deportistas famosos. Anhelaban un contacto físico, aunque fuese con los recalentados hierros de la camioneta. El desfile tenía que frenar cada cuatro o cinco minutos para que los comandantes pudieran devolver atenciones a las olas que ansiaban alcanzarlos. Eran el centro de una bacanal.

Lucas se encaramó a la parte posterior de la camioneta, ayudado por Camilo. Después, me contó que había tenido la ilusoria sensación de trepar al espléndido carro que usaban los emperadores romanos al volver de sus campañas. Adelante no había un motor, sino corceles enjaezados con pedrería y arneses de plata. En sus oídos retumbaban párrafos en griego y latín; sobre las cabezas de los comandantes resplandecían las guirnaldas y flameaba la púrpura. Los escoltaban águilas, lanzas y escudos donde reverberaba feliz el sol de la victoria.

Fidel aferró el brazo de Húber Matos y le habló a la oreja. Lucas alcanzó a atrapar unas palabras que se referían a su miedo de ser baleado. Húber le contestó que él se ocuparía de vigilar la multitud, que tenía buenos ojos. Fidel negó con la cabeza y Lucas se dio cuenta de que pese a las sonrisas que prodigaba a la gente, se había puesto pálido. Se aproximó más y pudo escuchar que Fidel agregaba: «Me atacarán a la entrada de la ciudad, porque los edificios son altos y hay gente armada en las terrazas; ¿te acuerdas de Sandino?». En ese instante Lucas me vio, abriéndome paso a diez metros de la camioneta. Yo agitaba mis brazos por encima de las cabezas y le gritaba sin que él oyese, como en las películas mudas. Lucas pegó un brinco hacia mí y nos abrazamos dando vueltas como en un frenético vals.

La caravana tardó horas en completar un trayecto que habitualmente dura menos que fumar un cigarrillo. La algarabía alzaba su volumen minuto a minuto. Llegó un momento en que la multitud se había hecho tan compacta que los vehículos no pudieron seguir. Pero al menos estaban frente al palacio presidencial. El enjambre de personas zumbaba, se extendía hacia las calles laterales y parecía ascender por la fachada de los edificios hasta desbordar en los balcones y los techos. No había cubano que permaneciera dentro de su hogar, o su negocio, o en las cafeterías, o en las aulas, o en los talleres.

Fidel bajó de la camioneta con esfuerzo para caminar hasta el palacio. Lucas y yo nos instalamos detrás de Húber, quien no sacaba su mano del arma que colgaba del cinturón mientras miraba con intensidad a los probables francotiradores. Bañado en sudor, Fidel no pudo ganar ni tres metros y decidió regresar a la camioneta, donde ordenó avanzar, pese a las dificultades. Rugieron los motores, sonaron las bocinas, hubo empujones severos y, con lentitud extrema, arrancaron. Llevó otra hora arribar al Campamento Militar de Columbia, convertido ahora en el punto de destino.

Frente al polígono gigantesco ya se había compactado otra masa de público, que iba a ser penetrada por la imperiosa lanza de vehículos. En los escalones de cemento unos combatientes trataban de despejar sitio para los comandantes. Fidel advirtió que era mejor una tribuna de madera, ubicada en lo alto, y ordenó que le abriesen camino hacia allí.

Empezaron los discursos. Pero ¿a quién podían interesar esos oradores desconocidos y oportunistas? Con Lucas, nos mantuvimos pegados y mirábamos felices. Habíamos llegado sanos y salvos hasta ese momento histórico. Habíamos tenido el coraje de romper con nuestro medio y jugarnos por el ideal que ahora celebraba toda la nación. Sin embargo, en ambos viboreaba una recoleta amargura: yo seguía angustiada por la suerte de Ignacio, y Lucas no lograba borrar del todo la humillación sufrida en el cuartel de Matanzas, como me relató después.

Contrapunto victorioso
17

Húber Matos me ordenó acompañarlo a Camagüey en un avión de la fuerza aérea como ayudante de campo. El debía asumir el control de ese lugar estratégico por decisión personal de Fidel, quien en pocos días logró un dominio incuestionable sobre todas las dependencias del gobierno y las Fuerzas Armadas con el título de primer ministro. Designó presidente a Manuel Urrutia, un abogado prestigioso, honesto y manipulable.

Húber fue acompañado por una dotación de mil hombres, cegadora cifra en comparación con el número exiguo de combatientes que había manejado en toda su vida. Yo me senté a su lado con una opresión permanente por la ausencia de Ignacio, pero a la vez experimentaba extrañeza al integrar el poderoso núcleo de la nueva conducción del país.

Antes de partir conversé horas con Lucas, como lo habíamos hecho al dejar Sierra Maestra. Nos debíamos un intercambio enorme de noticias. Necesitábamos compartir la masa de experiencias que atravesaron nuestro cuerpo y nuestro corazón en ese período tan intenso. No sólo nos ligaba la misma sangre, sino haber sido protagonistas de una campaña irrepetible, arrastrados por caminos que a menudo eran paralelos, pero encaminados hacia la misma meta. Nos confesamos intimidades, yo le conté mi anudamiento con Ignacio. Enseguida Lucas me refirió la amistad que había labrado con él. Por fin, venciendo el pudor, dijo sentirse obligado de confesarme su descubrimiento, que lo tenía escondido o reprimido. Con voz áspera, incómoda, me dijo que era... homosexual.

Quedé muda. ¿Era eso posible? ¿Mi hermano? Lo miré interrogante y le apreté las muñecas, revuelta por palabras que no me salían. También Lucas empezó a tartamudear, afectado por mi reacción. Quiso abrazarme, pero yo me aparté, asqueada. No podía resignarme. Sabía que, con esfuerzo, podría aceptar la homosexualidad en otros, no en Lucas. El trató de hacerme comprender que sus razones no dependían de la voluntad. Me puse a llorar, sensibilizada por la desaparición de Ignacio, el desfile triunfal y el hecho de haber llegado vivos al fin de la guerra. Para mí, su homosexualidad era una desgracia. Más adelante pensé que quizá ese factor operó como la palanca de su tirria a la discriminación de los diferentes que lo encaminó hacia el Ejército Rebelde.

El viaje a Camagüey me permitió tomar distancia de Lucas y el dolor que me producía su revelada tendencia. En el avión militar se distrajo mi memoria, llevándome a recordar estos pájaros metálicos que había visto desde tierra, cuando nos disparaban sin preocuparse por dar en el blanco e incendiaban aldeas paupérrimas. Por la ventanilla contemplé una zigzagueante línea de playas que separaban el mar azul del jade amarronado de la costa.

En el aeropuerto nos recibieron mujeres gritonas, armadas y vestidas con el uniforme verde olivo que en pocos días había adquirido la jerarquía de traje revolucionario. Abracé a varias de ellas, convertidas en las bulliciosas compañeras de la democracia naciente. Recorrimos el tramo que llevaba al cuartel en vehículos provistos con radios de comunicación.

En las calles había mucha gente armada, que lucía sus desafiantes equipos. Ese espectáculo, empero, disgustó a Húber. «Las armas se convertirán en un problema», dijo.

El campamento de Camagüey era un vasto complejo rodeado por muros. Húber se reunió con el comandante para recibir el mando formal. Luego explicó que no quería ofender a los locales y pidió que yo transmitiese a nuestra gente la orden de actuar con prudencia. No debían apurarse los desplazamientos, si no eran imprescindibles; nada podía causar peor efecto que proceder como una invasión extranjera. El estilo respetuoso de Húber gustó a los soldados que temían represalias de los nuevos dueños del poder; en cambio irritó a los combatientes ansiosos por atornillarse a los mandos oficiales. Así me lo transmitieron varios guerrilleros. Yo no esperé instrucciones de Húber para tratarlos de arribistas con mi lenguaje más duro. En apariencia los calmé, pero advertí algunas miradas de odio. Me enteré de que uno dijo por lo bajo:

—Nos manosea como a los sirvientes que tuvo en la casa de su padre.

Hacia el mediodía me mandaron llamar de la comandancia. La luz cenital blanqueaba el sendero caliente. Caminé frente a guardias adormilados y trepé escaleras hasta el despacho central. Húber no solía necesitarme a esa hora. La puerta estaba entornada y la abrí despacio, haciendo gemir los herrumbrados goznes. Vi a Húber y a otro hombre sentado de espaldas. Se me heló la sangre, creí haber chocado contra la pared. Ignacio giró. Vestía pantalón claro y una camisa beis de una elegancia olvidada. Corrió hacia mí con las manos extendidas, apretó mis hombros y me besó las mejillas. Nos estrechamos en un largo abrazo, pero Húber parecía divertido con nuestra inhibición, que habría percibido hasta un ciego.

—¿Qué te ha pasado? —fueron mis primeras y ahogadas palabras, con más reproche que alegría, como una madre que recupera un hijo dado por muerto—. ¿Dónde anduviste?

Me acariciaron sus ojos color de miel, irritantemente hermosos. Las palabras se le amontonaron en la lengua, pero no las podía soltar. Yo me sentí vacilar y busqué sentarme. Lo contemplaba sin pestañar, como si en su rostro forzadamente tranquilo pudiera leer las crípticas explicaciones que tardaba en darme.

—Me hirieron, Carmela. Tuve la suerte de ser rescatado por unos campesinos que me pasaron de una choza a otra para que no me descubriese el ejército. Nunca les agradeceré bastante. Me aplicaron sus auxilios rudimentarios, vos sabes, mezcla de yuyos y supersticiones, que terminaron por aumentar la infección de mi herida. Por suerte llegué a La Habana.

—La Habana...

—Sí. Y me perdí la entrada triunfal.

—Pero... pero ¿cómo no te comunicaste con nosotros? Ahora apareces en Camagüey.

—Solicité venir.

—¡Con esa ropa!

—Vuelvo a la normalidad. Soy de nuevo un economista.

—Supongo que regresarás a La Habana —intervino Húber—. Te van a necesitar en el gobierno.

—Es posible.

Húber le asignó un dormitorio, adonde fue a descansar del viaje. Yo bebí café y me alejé sin agregar comentarios. Todo había sido breve y seco. Estaba feliz y enojada. Sentía amargura en medio del júbilo. Ignacio no era Melchor, pero había resucitado la cara traicionera de mi olvidado marido sobre los ojos color de miel. Estaba confundida, lastimada. Primero recibí el golpe de Lucas, ahora el de Ignacio. ¿Por qué lo consideraba un golpe y no una bendición? ¿Ya no lo quería?

Horas más tarde Ignacio apareció en mi oficina. Pregunto si podíamos conversar. ¿Éramos de nuevo dos desconocidos?

—Entra —contesté hostil. Me soliviantaban mis propias contradicciones: tanto me había angustiado por él, tanto lo había extrañado, tanto deseaba verlo reaparecer, y ahora me asfixiaba un vértigo de sospechas.

Él me sonreía con falsa serenidad. Era evidente su esfuerzo por simularla. Yo no pude contener mi deseo de tirarle algunas piedras:

—Estuviste mal, debiste enviar algún mensaje, nadie mejor que tú sabe cómo mandar mensajes clandestinos, eres un experto.

—¿De modo que me extrañaste?

—¡Te rompería la cabeza!

—Deja de criticarme, pibita. Yo también te extrañé y lo que más deseaba era abrazarte, besarte. Te extrañé muchísimo.

—¿Ah, sí? No te creo. En cambio yo sí te extrañé de verdad. Me reuní con Lucas en el día de la victoria y, te aseguro, no lo pude disfrutar pensando que te devoraban los cuervos.

—¡Exagerada!

—Pero ¿qué te pasó? ¡Habla de una vez! No explicas con claridad. ¿Perdiste el conocimiento?

—Sí.

Su resistencia a explayarse me sacaba de quicio. Le descargué pregunta tras pregunta e Ignacio empezó a contestar, pero percibí dudas, dolor. No me decía toda la verdad. En mi garganta empezaron a resbalar lágrimas que no dejaría aparecer en mis ojos porque Ignacio no lo merecía. Había un enigma, un tortuoso enigma. ¿Habría desertado? ¿Habría intentado pasarse a las filas batistianas y luego, al producirse el giro político se arrepintió? En ese caso merecía el fusilamiento, me dije mordiéndome los labios. ¿Podía ser tan execrable? Evoqué la noche en el bosque, cuando hicimos el amor por primera vez. También allí ocurrió algo inexplicable. Mejor dicho algo que él se negaba a explicar. Se repetía la escena, otra vez lo mismo.

No pude dormir. Di vueltas recordando escenas. Una y otra vez recordaba el piso que se movía rápido y giraba, con raíces y piedras que saltaban del verde al gris; mi cabeza estaba hinchada de la sangre que atribuía al esguince; al fin pude comprender que me transportaban sobre un hombro al paredón del fusilamiento; el hombro, sin embargo, era de Ignacio, que me había descubierto desvanecida bajo un matorral. Nuestro idilio es un matorral espinoso, me dije al despertar transpirada. O un idilio que desemboca en un tifón.

18

Asomaba el amanecer y Carmela llegó pálida de insomnio a la reunión del comando. Las armas son un peligro, repetía Húber mientras leía los partes sobre su proliferación incesante. «¿No escuchaste tiros en la noche?» Carmela había estado hundida en la gruta de las pesadillas: «No, no los escuché». «¿No?», se asombró Húber. Carmela se sentó en medio de cuatro oficiales y empezó a tomar notas. Los combates contra la dictadura se estaban convirtiendo en la tormenta de la Revolución en marcha.

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