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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

La pasión según Carmela (13 page)

—¿Qué traes en esa carpeta?

—La información que he recogido.

—¿Hablaste con el Che?

—Fui para eso.

—Gracias. De veras, muchas gracias. ¿Qué te dijo?

—No lo fusilará...

Salté hacia Ignacio y lo estreché en un abrazo tembloroso.

—¿Cómo... cómo se le ocurriría fusilar al ángel de Lucas? —agregué con la voz truncada—. Ha sido un valiente compañero de nuestra Revolución, un noble y sacrificado compañero.

—Por eso prometió no fusilarlo.

—¿Y lo dejará salir?

—No por ahora.

—Eres amigo del Che.

—Sí, soy su amigo. Por eso me atendió y logré sacarle esa promesa. Te aseguro que no fue fácil.

—Pero... ¿en serio que lo iba a fusilar? —Lo abrace de nuevo y ya no frené mi llanto.

20

Húber se encerró a conversar con Camilo Cienfuegos. Llevaba en la mano un trepidante número del periódico Verde Olivo. «Por favor —le dijo imperioso—, lee estas páginas.» Quería convencerlo de que la corriente estalinista ganaba terreno en franjas decisivas de la Revolución. Ninguno de los dos era anticomunista, pero no les gustaba el comunismo soviético, porque había demostrado ser incompatible con la democracia. Los artículos del periódico lo expresaban sin elipsis.

—Mira esta otra nota —se exaltó Húber—. ¡Es inadmisible! Tú, Camilo, eres el jefe del Estado Mayor y estás rodeado por elementos comunistas muy agresivos. Ellos no tienen miedo de decirte cosas en la cara, pegarte en los huevos.

Camilo leía con agitación creciente. Húber agregó:

—Este periódico es pura propaganda comunista.

—¿Qué quieres que te diga? —Camilo hacía rechinar sus muelas—. Tendré que averiguar. Deben contar con el apoyo de mi hermano Osmani, o de Raúl, o del Che. Son comunistas duros, lo sabemos; ¿no han querido convencernos en la Sierra?

Húber decidió plantear sus temores a Fidel, aunque Fidel se mostraba ambiguo para mantener la unidad de sus lugartenientes. Antes de ir a hablar lo discutió con Carmela. Ella quería evitar que Húber molestara al jefe máximo, porque temía que derivase en una mala voluntad hacia Lucas y no ordenara al Che que lo liberase. Le dijo que aún no contaba con suficientes pruebas para jugarse.

—Hemos hecho la Revolución con fines transparentes —dijo Húber a Castro en el más amable tono posible, sin atender las súplicas de Carmela—. La gente grita «fidelismo sí, comunismo no». Tú conoces la diferencia y la encarnas. Fidelismo significa democracia y libertad con justicia social, en cambio comunismo significa justicia social sin democracia ni libertad. ¿Es claro? El pueblo no quiere comunismo, sino fidelismo. Pero en nuestras tropas crece una tendencia contraria, comunista, opuesta a la democracia. Distorsionará tu liderazgo, quieren imponer otro programa, Fidel.

Castro sonrió:

—No temas, Húber, pero háblalo con Camilo, él es el jefe del Estado Mayor, el responsable de las tropas.

—¡Si acabo de hablar con Camilo! Está más perplejo y alterado que yo.

Fidel se frotó la nariz; después hizo un gesto que quitaba importancia al asunto.

—Bah, entonces ¡son cosas infantiles de Raúl, o del Che o de Osmani!

—¡Tú eres el jefe! —se encrespó Húber—. No son cosas infantiles, son graves. Hay que ponerle barreras a la desviación.

—Está bien, está bien, me encargaré.

Fidel se levantó cansado, el asunto lo fastidiaba. Era evidente que no sabía cómo disolver la tensión que empezaba a dividir su círculo de leales. Húber comenzó a sospechar que Fidel ya tenía resuelta su elección pero aún no lo quería manifestar. Seguro que se volcaría hacia el fidelismo, porque era su nombre y su originalidad. Ojalá que no se demore.

De todas formas, Húber salió frustrado. Le pidió a Carmela que cerrase la puerta para contarle la entrevista, y que la registrase en sus crónicas.

—Tenías razón —se derrumbó exhausto—, no debí hablar con Fidel. No sirvió de nada, el tema lo excede. Pero creo que estamos en vísperas de una enorme desgracia si él no se define. Los revolucionarios somos humanos, a fin de cuentas.

Ella lo miró interrogante.

—¿Sabes qué ocurre? —prosiguió—. Raúl siente una profunda aversión por Camilo. Bueno, quizá la aversión sea mutua. Pero Raúl ha desarrollado celos terribles contra Camilo, porque le envidia la popularidad, el encanto, el buen humor. Raúl es hosco y resentido. Al único que no puede envidiar es a Fidel, por supuesto, porque está por arriba de su alcance. Pero tiene la esperanza de voltear a Camilo. Esta situación no es nueva, se arrastra desde la Sierra, desde el mismo día en que yo aterricé con las armas de Costa Rica y él se quedó rezagado en el nivel de subjefe. Se puso loco. Y más loco todavía cuando Fidel entró a La Habana con Camilo a su izquierda y yo a su derecha. Raúl no fue protagonista de la marcha triunfal, ¿te acuerdas? Su orgullo no tolera ni perdona, agravado por el hecho de que considera a Camilo un estúpido en materia política.

—También te odia a ti, entonces.

—No me cabe duda.

Más tarde Húber telefoneó al Che Guevara.

—¡Siempre me hablas sobre ese pibe de mierda! —gritó el otro extremo de la línea—. ¿No tenés cosas más interesantes?

—Sí, muchas —respondió Húber inspirando hondo.

—Bueno, entonces hablemos de esas cosas; a propósito, me han llegado quejas de que no atendés a los comunistas de Camagüey; ¿tenés algo contra ellos?

—Nada en especial —respondió Húber—, sólo que me gustaría verlos más tranquilos.

—No sé qué me estás insinuando, son buena gente; te aviso que la semana próxima irá a visitarte Carlos Rafael Rodríguez, el mejor jefe que ha tenido el Partido Comunista de Cuba hasta ahora, así que atendelo bien.

—Siempre atiendo bien a las visitas.

—Gracias, Húber, por lo menos hacelo en retribución a la paciencia que tengo con el mariconcito de Lucas.

21

En la comandancia de Camagüey buscamos los espacios donde podíamos conversar tranquilos. Volvimos a aproximarnos, y nos reímos al darnos cuenta de que repetíamos los rodeos de una arcaica y absurda timidez. Es la pulsión a la repetición, decía Ignacio basándose en sus lecturas de Freud. Pero el contacto físico nos abrió recuerdos. No obstante, Ignacio aplicaba un cedazo que consideraba protector, para no lastimarme, confesó más adelante. Pese a que era poco creíble, seguía sosteniendo la misma versión débil de su ausencia. Decidí resignarme a dejarla pasar por el momento, debido al amor que le tenía, y debido a la gratitud por su nobleza de salir disparado para ayudar a Lucas. Yo me criticaba por ser inconsistente. En materia de afectos, pedir consistencia a veces es pedir imposibles.

Me parecía que junto a él debía recordar los momentos gratos. Apoyada en su hombro, le escuchaba la respiración y el latido de las arterias. Le acariciaba el dorso velludo de la mano y evocaba la alfombra roja en el peñasco recoleto de la Sierra, donde me regaló la fantasía del Maxim's. Hablábamos de política para mantener la confianza en el movedizo proceso que vivíamos, pese a las críticas que asomaban como pequeñas víboras. —Tienta abandonar la Revolución —dijo él—, porque el diablo siempre mete la cola.

—¿Crees en Dios? —pregunté, ya que había mencionado al diablo.

—No en Dios —contestó—, aunque discuto con El como si existiera; en cambio creo en el diablo.

—¿Cómo es eso?

—Mira, las revoluciones son un caldo de cultivo para el diablo.

—¿Porque se cometen errores?

—Claro: ¿fue necesaria la guillotina en la Revolución francesa? ¿Fueron necesarias las salvajes purgas de la Revolución bolchevique? Tal vez sí, tal vez no, carecemos de pruebas en contrario.

Yo no me horrorizaba con los fusilamientos como Húber, confesé avergonzada, porque creía en la justicia de los tribunales revolucionarios, pero ahora... Sí, cuando a uno le toca alguien cercano es diferente, ¿no? Me tapé la cara con las manos.

—El Che no va a faltar a su palabra —volvió a consolarme Ignacio—, seguro que Lucas no será llevado al paredón.

—¡Pero no me alcanza con eso, merece la libertad!

—Ya lo sé.

—¡No es un delincuente, no es un contrarrevolucionario!

—¿Ves?, el diablo mete la cola.

Por otra parte aumentaba la agitación comunista, que estimulaba la toma de fábricas y produjo una parálisis en el puerto de Nuevitas, por donde se exportaba el azúcar.

—Los comunistas quieren poner la Revolución sobre los seguros rieles del marxismo-leninismo —me aseveró Ignacio—, no temas.

—¿Pero Fidel?...

—Fidel terminará manifestándose comunista, me lo dijo el Che.

—No lo creo, mira lo que acaba de publicar el periódico Revolución —dije buscando el ejemplar en la pila que se amontonaba en un ángulo del sofá.

—Ah, sí, el discurso que pronunció el 8 de mayo, pero no le des importancia.

—Cómo que no le dé importancia, fíjate qué dijo Fidel —y empecé a leer en voz alta—: «Yo no sé de qué forma hablar. ¿Es que alguien puede pensar que encubrimos oscuros designios? ¿Es que alguien puede afirmar que hemos mentido alguna vez al pueblo? ¿Es que alguien puede pensar que somos hipócritas? Entonces, cuando decimos que nuestra Revolución no es comunista, ¿por qué ese empeño en acusarnos de lo que no somos? Si nuestras ideas fuesen comunistas, ¡lo diríamos aquí!».

—Yo le creo al Che —insistió Ignacio—, no a ese periódico ni a ese discurso.

—¿Fidel miente entonces?

—En política se miente, pibita.

—Pero Ignacio, ¡si se instala el comunismo no tendremos democracia!

—Te equivocas, no tendremos una democracia burguesa, sino una democracia popular, superior.

—Los comerciantes ganaderos denunciaron expropiaciones y dejaron de comprar ganado —le referí otra noche.

—No se puede contar con ellos —replicó Ignacio con rabia—. Sus intereses les impiden darse cuenta de que vamos hacia otro tipo de sociedad.

—¿Sabías que se presentaron varios militares con grandes camiones en una empresa norteamericana de ganado y se llevaron toda la maquinaria? —insistí con mi crítica.

—¿Y qué? —reaccionó abriendo los brazos—. ¿No han rapiñado bastante a Cuba? ¿Vas a tenerles lástima?

Encogí los hombros, agotada:

—Puede que tengas razón, pero no me va a gustar que les quiten a mis padres todo lo que tienen.

—Vivimos en un proceso, mi flor de alelí; hay cosas que duelen y cosas que alegran; debemos mirar hacia el futuro, donde reinarán la igualdad y la abundancia.

—Ojalá fuera cierto.

—Claro que sí-agregó con ojos inspirados—, tus padres tendrán de todo, como el resto de los habitantes; ésa es la gran diferencia con el día de hoy, porque ahora el resto tiene poco o nada. —Me abrazó fuerte y susurró a la oreja—: En la Sierra te dije que habías hecho tu camino de Damasco, que te convertiste a la fe de la Revolución; esa fe exige entrega, sufrimiento; vos has demostrado ser capaz de sufrimiento.

—¿No de entrega? —pregunté con un mohín provocativo.

—Entrega parcial —contestó mientras aplicaba tiernos mordiscos a mi oreja.

Me colmé de placer y alcancé a exclamar:

—Por ahora no veo el futuro, sino una neurosis que divide a la sociedad entre revolucionarios y contrarrevolucionarios llenos de odio.

—La neurosis la voy a tener yo si no te hago el amor ahora mismo.

En medio de la noche me despertaba con las protestas de Húber repicando en las sienes; tenía el deber de volcarlas en las crónicas de la Revolución aunque sonaban inconvenientes. Escuchaba la respiración serena de Ignacio. Nuestras bocas estaban casi juntas y el aliento amargo evocaba los animales de un zoológico. Seguro que las pesadillas me hacían respirar por la boca. Me pasaba la lengua por las encías y acariciaba el pecho desnudo de Ignacio, que se elevaba y descendía lento, como si remara en un estanque. Dormía profundo, sin alarmas por el progresivo vuelco hacia el comunismo, él deseaba que ese régimen soñado por Marx y Lenin se instalase cuanto antes para terminar con el doble discurso. Miré su perfil angulado, la leve desviación de su nariz y soplé el mechón de cabellos rubios que le cubría la frente. Este hombre se ha metido en mi vida para siempre. Nuestras ligaduras se consolidan, son cuerdas casi irrompibles, pensé. Lo besé en la mejilla y me dije que quizá el vuelco al comunismo no sería malo.

22

A los siete meses de la toma del poder, Húber Matos no resistió más y decidió presentar su renuncia. Me quedé de una pieza y mis reflejos apuntaron a disuadirlo de semejante determinación. Le dije que teníamos el privilegio de contar con un hombre como Fidel, que sabía adonde nos llevaba.

—No, Carmela —retrucaba Húber—, la Revolución resbala hacia la dictadura.

—¡No puedes decir eso!

—Mira, tal vez sea una dictadura diferente a las que conocemos, pero será una dictadura; se trata de una redonda traición a nuestros ideales.

A su renuncia le agregó una carta personal al primer ministro. Me la dio para leer. En respetuoso tono le explicaba que no quería ser un obstáculo para su jefatura. Opinaba que todos los que habían tenido la franqueza de denunciar el problema comunista debían irse también. Si se quiere que la Revolución triunfe, diga el primer ministro adonde vamos, que se oigan menos chismes e intrigas y que no se tache de conjurado al que con honradez plantea estas cosas.

Aunque tú silencies mi nombre cuando hablas de los que han luchado y luchan junto a ti, lo cierto es que he hecho por Cuba todo lo que he podido. Estuve al frente de una de las columnas del Ejército Rebelde que más combates libró. He organizado la provincia de Camagüey como me mandaste y estoy satisfecho del resultado. Si después de todo esto me tienes por un ambicioso y se insinúa que estoy conspirando, hay razones para irse o lamentarse por no haber sido uno de los compañeros que cayeron en combate. Quiero que accedas a esta solicitud cuanto antes y me permitas regresar a mi casa en condición de civil, sin que mis hijos tengan que enterarse después, en la calle, de que su padre es un desertor. Deseándote todo género de éxitos en tus afanes revolucionarios, queda como siempre tu compañero, Húber Matos.

Antes de recibir respuesta se cumplió el aniversario del asalto al cuartel Moneada y el gobierno procedió a realizar una fiesta. Reunió un millón de campesinos en la capital, ordenados en compactos contingentes de trabajadores rurales con machetes atados a la cintura. Los habían hecho desfilar por varias provincias antes de llegar a La Habana y en la capital se instó a que las familias con residencias espaciosas ofrecieran sus habitaciones, pasillos y jardines como albergue. Mis padres accedieron de mala gana a la caótica hospitalidad.

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