Read La pasión según Carmela Online

Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

La pasión según Carmela (2 page)

Ulises, de complexión sanguínea y ojos fosforescentes como los felinos, se limpió el lodo de la cara con el antebrazo de su campera y propuso abandonar el camión, cargar las armas y emprender la marcha por los arrozales.

—¿Por los arrozales? —se sorprendió Haydée.

—Es la línea más corta y segura —replicó Ulises—, la recorrí varias veces.

Miró su reloj y anunció:

—Si partimos ahora podremos llegar a las estribaciones de la Sierra antes del amanecer, pero ¡hay que salir ya!

Su determinación silenció las protestas. Yo quedé alelada al tomar conciencia de la cantidad de armas que habían cargado. La lluvia siguió azotando y Haydée se me acercó para alentarme:

—Aunque molesta, es nuestra coraza; mientras dure la lluvia no hay peligro de que salga el ejército.

La marcha fue ímproba y Ulises me gritó a través de la cortina de agua:

—¡Ahora conoces las maravillas de nuestra lucha!

Le sonreí agradecida, aunque no esperaba tener fuerzas para llegar a destino. Temí que mi aventura acabaría pronto de forma grotesca. Me pregunté si no había cometido el peor de los errores. ¿Qué hacía ahí, en medio de este combate absurdo? Los autorreproches me aceleraban la respiración.

Cuando iniciamos la subida amainó el aguacero. El ascenso fue penoso y llegamos al campamento arrastrándonos como tortugas. Nos ofrecieron café caliente en jarras de latón que sabía a jugo de ambrosía. Húber Matos nos dio la bienvenida con elogios a nuestro esfuerzo y después se sentó a conversar conmigo antes de que me desmayase el sueño. Tenía urgencia por disculparse por la prueba a la que había sido sometida antes de recibir entrenamiento. También quería aclarar la decisión de usarme para encubrir el cargamento de armas; yo acababa de prestar un valioso servicio y hubiera sido más honrado prevenirme. Mi boca apenas podía articular palabras, pero dije que no me molestaba ese obligado engaño, a la vez que agradecía su franqueza. En ese instante fue interpelado Húber por otro hombre con una cicatriz violeta en la frente, que también había venido en el camión y necesitaba transmitirle una noticia apremiante.

—¿Qué pasa, Evelio?

Evelio se movió incómodo. Prefería que yo me alejase, cosa que Húber no aceptó.

—¿Qué pasa?, cuéntame.

—Oye —titubeó—, nosotros... nosotros no queremos volver al Llano bajo el mando de Ulises.

—¿Por qué?

—Porque... —Se rascó la cabeza y su cicatriz se tornó roja—, porque hace tres noches sacó de su casa, cerca de Yara, a un campesino.

—¿Qué tiene de malo?

—Lo engañó, Húber. Lo hizo caminar con nosotros dos kilómetros para que nos guiara. Y cuando no lo necesitó más, lo asesinó cerca del río. Le metió una bala en la nuca. Dijo que era un informante del ejército, un chivato.

El comandante lo miró iracundo.

—No era cierto, Húber, no le creemos —insistió Evelio—. Estos guajiros están con nosotros y el pobre no tenía aspecto de traidor. Ulises es un asesino, le gusta impresionar para que le tengamos susto. Mira, habla tú con quien tengas que hablar; habla con Fidel, pero resuelve este problema.

Húber se hinchó de rabia y yo hubiera querido estar lejos. Semejante confesión me trizó la coherencia de los pensamientos. ¿Aquí también pasaban esas cosas?

—Si es como tú lo cuentas —Húber lo miraba con fuego—, se trata de un hecho incompatible con la moral del Ejército Rebelde.

Se levantó furioso y dio zancadas hacia la carpa de Ulises. De su cinturón colgaba el arma y yo supuse que correría sangre. Sin darle tiempo a entender lo que sucedía, Húber le puso el índice entre los mesmerizantes ojos de gato:

—¡No vuelvas a cometer crímenes, Ulises, eso es denigrante! ¡Hablaré con Fidel sobre el asunto!

Dio media vuelta y ordenó a su gente que se fuese a descansar. Ulises no se levantó del piso y alcanzó a mascullar:

—No sabes distinguir a los traidores, compañero, eso es malo.

Fui ubicada provisoriamente en la tienda de Haydée Santamaría. Pese al cansancio, después de esa escena se me evaporó el sueño y charlé con ella. Allí supe que Haydée había participado en el asalto al cuartel Moneada con su novio y su hermano, y que los dos fueron asesinados por el ejército después del combate, sin juicio ni clemencia.

A la madrugada siguiente, después del desayuno, Haydée comentó que yo me había ganado la simpatía de los jefes. «¡Exageras! —repliqué escéptica y gozosa—. ¿Qué hice para merecer su aprecio?» Me indicó que descansara y recorriera el campamento porque veinticuatro horas después empezaría mi entrenamiento.

Yo estaba excitada y bebía cada minucia, sonido, olor. El bosque, las carpas, las chozas, los guerrilleros; el movimiento incesante de objetos y personas creaban un universo fascinante. ¿Cuántos espías del gobierno hubieran querido estar en mi lugar? Conversé con algunos miembros de esta legión misteriosa y me sorprendió la variedad de acentos y procedencias. No parecían ser muchos, pero quizá estaban divididos en escuadrones asentados en diferentes partes de la Sierra para no caer al mismo tiempo si se producía un asalto.

Me llevaron a disparar en la secreta hondonada de tiro. Allí sufrí una crisis que me avergonzó. Miré el fusil como si fuese un animal monstruoso, largo como una serpiente, que escupe veneno humeante y deja en el aire su olor letal. ¿Yo iba a empuñar esa abominación para matar gente? ¿Era una médica que cambiaba su vocación samaritana por la de asesina? Cuando pequeña, ni siquiera me dejaron tocar las armas de juguete, ¿y ahora aprendería a usar las de verdad, las criminales? ¿Me entrenaría para dar en blancos que no eran de cartulina, sino personas como yo? Significaba la locura, debía alejarme de este lugar. Miré con ojos espantados a mi joven entrenador, que sonreía ante mi miedo, acostumbrado a los indecisos que llegaban con ganas de construir otro mundo sin producir daños. Eran indecisos ingenuos. Yo hacía ese papel, el papel de la burguesita ridícula, usada para transportar armas y ahora urgida a disparar. A disparar con tino. No era capaz de bajar un pájaro y pronto debería matar un hombre. Me acuclillé en el pasto y hundí la cabeza entre los dedos. Mi entrenador se mantuvo silencioso, sabía que esas crisis suceden y debía esperar. Quizá transcurrió una hora, quizá menos.

Me incorporé con los ojos enrojecidos y le pedí que comenzáramos. Al principio temblé, luego de un rato me entusiasmó el progreso. Al final no quería detenerme; total, eran blancos de cartulina.

Quedé sorda por los tiros, con dolor en el hombro derecho y una impregnación de pólvora que no me pude sacar ni con esponjas embebidas en vinagre. Mi entrenador dijo que había resultado más hábil de lo que suponía, con pulso firme, de cirujana, y el corazón ciego de una idealista. Estaba satisfecho. A la semana Húber me llamó para decir que me quería como una suerte de cronista de la Revolución.

—¿Cronista?

—Sí, llevarás un cuaderno y algunos lápices, otro tipo de armas; no olvides que vivimos una epopeya.

Lo miré tiritando gratitud.

Vi sentado a un combatiente sobre una piedra azulina bajo la sombra de un castaño. Leía un libro grueso. Lo cerró al advertir mi presencia y me miró con intensidad. Tenía los ojos color de miel.

3

El índice de Ignacio quedó atrapado entre las hojas del volumen mientras su mirada se mantenía fija sobre el rostro de Carmela. Se levantó con dudosa sonrisa y volvió a establecerse el puente de vidrio caliente. Ella pudo advertir que tenía mediana estatura, era vigoroso, rubio de barba y cabellos, labios finos, nariz con una moderada giba desviada hacia el lado del corazón.

Sus primeras palabras, de inconfundible acento argentino, fueron: «Ya nos conocemos». Carmela hizo un breve gesto de aceptación; ambos recordaban la guagua y el insistente contacto de los ojos. Ignacio se sentó junto a ella y le mostró el libro que estaba leyendo, un tomo de las obras completas de Marx. Para que no lo confundiera con un novato, aclaró que nunca terminaba de aprender, que en esas páginas fluían como río las ideas notables. Ella contestó que sus conocimientos sobre marxismo se basaban en glosas y comentarios, no había leído los originales. Ignacio sonrió tolerante y aseguró que la deslumbrarían. Tomó su mano, que soltó enseguida. Argumentó, para justificarse, que le estaba prestando su libro, al que depositó con dulzura sobre las piernas de ella, quien se negó a recibirlo porque él lo estaba leyendo. Ignacio contestó que leía varias obras al mismo tiempo, así que podía quedárselo por unas semanas.

—Los originales son mejores que los compendios, como te habrá ocurrido con Anatomía.

Fue otra sorpresa, ¿sabía de sus estudios? Ignacio dijo entonces que en el campamento estaban enterados de la vida y milagros de cada uno, en especial de los que recién se incorporaban; era un asunto de estricta seguridad. Sabía que le faltaban pocas materias para recibirse, que había empezado su especialización en neurocirugía y que era la hija del abogado Emilio Vasconcelos. A Carmela se le cayó el maxilar. Le preguntó si era espía o también médico. No, era economista; en cambio, médico era su paisano Ernesto Guevara y él estaba allí, precisamente, por insistencia de Guevara; con Fidel Castro había tenido un par de encuentros anteriores muy desafortunados. Carmela quiso enterarse qué significaba «encuentros anteriores muy desafortunados», pero se negó a responder y prometió contárselos en el futuro.

La invitó a caminar para que conociera otros vericuetos de la Sierra. Ignacio hablaba con voz apasionada y saltaba de temas, como si no se sintiera cómodo con ninguno. Entonces ella comprendió que lo agitaba su presencia, porque no sabía cómo abordarla: una mujer que lo atraía y al mismo tiempo le provocaba un inexplicable temor.

Penetraron senderos apenas visibles bajo el tejido de raíces levantadas que se parecían a serpientes terrosas. La vegetación se tornaba espesa y de súbito ingresaban en un claro de tierra calva, desprotegida. Ahí los combatientes podían ser ubicados con facilidad por los aviones que hacían raids de exploración, explicó Ignacio mientras levantaba sus ojos hacia el cielo de aluminio.

Llegaron a un arroyo, que comparó con los que solía disfrutar en las sierras de Córdoba, en el centro de la Argentina, donde conoció a Guevara, que se había radicado allí para aliviar su asma. Se sentaron sobre unas piedras luego de beber con las manos ahuecadas y morder un manojo de berro. Ella aún no podía explicarse ni a sí misma cómo se atrevió a introducirse en esta loca aventura. «Esta aventura es la que viene repitiendo la humanidad desde que empezó a ser oprimida —dijo Ignacio con énfasis—. Es la rebelión de Moisés, de Espartaco, de Jesús, de los campesinos medievales, de los
sans-culottes
de Francia, de los ejércitos libertadores en América Latina.» Ella lo miraba con más frecuencia de lo que pedían las palabras, porque mirarse era como tocarse.

Mientras volvían Ignacio arrancaba con frecuencia hojas de los arbustos y se las entregaba para que las oliese: «También son recursos que orientan en la Sierra, en especial cuando baja la noche y estas fragancias se intensifican», dijo.

Después dio a entender a Carmela, con prudencia, que ella había transitado el camino de Damasco en poco tiempo, que era una fruta que aún no había terminado de madurar; que su convicción había brotado de las contradicciones que empezó a sentir con una forma de vida caduca; le había hecho un agujero a su familia, aunque le doliese reconocerlo. Ella lo miró lastimada, pero no iba a enojarse porque era la verdad. También era verdad que su futuro era un tembloroso signo de interrogación.

4

Mi boda, casi dos años antes, parecía un hecho prehistórico. Tenía vergüenza de contarla porque reflejaba el frivolo mundo al que había pertenecido. Era un bochorno ante mi nueva religión en el templo de Sierra Maestra.

Se habían puesto en hervor los chismes de la sociedad habanera cuando se supo que mi novio era nada menos que Melchor Gutiérrez, hijo de don Calixto Marcial, un Creso de la isla, dueño de tres centrales azucareras, edificios de renta en varias ciudades y una rica hacienda en el Oriente.

Melchor se había erigido en uno de los jóvenes más codiciados de nuestro ambiente lleno de ricachones. Aunque había ganado fama por su habilidad para despegarse de las bellezas que alegraban noches de jolgorio, no era prudente, sino que dejaba heridas que le valieron la etiqueta de «Malhechor». No obstante, la puntería de Cupido dio en un blanco equivocado, y fue así como las radiaciones de su erotismo se concentraron por casualidad en una jovencita llamada Carmela Vasconcelos, a quien conoció en circunstancias por demás embarazosas. No era de extrañar que mi noviazgo con Melchor fogonease escándalo y produjera soponcios en madres y abuelas que veían frustrados sus proyectos.

Melchor había estudiado en la Havanna Military Academy, donde aprendió el arte de la guerra y también el de la elegancia. Vestía su uniforme hasta para ir de picnic. «¡Carajo, qué pinta!», protestaban sus amigos. No se destacaba en los estudios, compensados por la generosa billetera de su padre.

Ni yo ni Melchor entendimos qué había pasado entre nosotros, cómo fue posible que nos conociéramos por azar en la calle de San Lázaro, una de las peores de La Habana, que al comienzo parece una vía normal y que luego se convierte en un amenazante pueblo perdido. Ambos merodeábamos por el parque Maceo, yo me sentí desorientada en medio de una avenida desértica, ideal para el crimen. Melchor se acercó, intubado en su uniforme refulgente, estiró un brazo e indicó, hacia el extremo izquierdo, un ángulo azul del mar como referencia esperanzadora. Mi angustia aceptaba cualquier salvavidas, máxime al ver acercarse un grupo de muchachones pendencieros.

Me invitó a su auto y no objeté que me llevase a casa. Melchor me contemplaba con éxtasis; se había conmovido al verme sola en aquel paraje de terror. Más adelante dijo que le había chocado el contraste de un objeto bello en el centro de un muladar. Ese sitio era de veras un muladar al que ni él ni yo íbamos nunca, pero una mano misteriosa nos había conducido hasta allí para que el dios del amor realizara cómodo su trabajo. Después de ese encuentro Melchor pidió visitarme, como se hacía en las familias decentes. Yo no me atreví a aceptar, aunque estaba agradecida. Me abrumaban las historias —verdaderas o exageradas— de ese joven millonario y seguramente perverso. Mi resistencia contó con el apoyo de mi hermano Lucas, tres años mayor que yo y muy culto, que en la adolescencia empezó a tener delectación por los clásicos griegos. Lucas conocía a Melchor, pero no llegó a ser su amigo debido al cansancio que le producían las fiestas que él organizaba con putas decididas a dejarse trizar por buen dinero.

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